ENSAYO
(Nueve miniensayos, con un ejemplo a propósito del VAR en fútbol)
Por Aldo Mazzucchelli
1 / Costumbres japonesas
Hace unos pocos años Mateo Vidal, una persona de gran futuro que murió extremadamente joven, me explicaba un rasgo actual de la cultura japonesa, la que él había estudiado bastante. “Mucha gente joven en Japón ya no tiene interés en tener sexo. Lo consideran algo demasiado peligroso. Prefieren la relación virtual y el autoerotismo.” Después, vi unas estadísticas -pero quién puede creer en estadísticas en estos tiempos- que parecían confirmar lo que decía Mateo. Según esas estadísticas algo así como el 38% de las mujeres japonesas menores de treinta y cinco años eran vírgenes, y un porcentaje algo mayor de los hombres de la misma edad también lo eran.
Los japoneses no son distintos al resto del mundo. A veces van un poco adelantados. Son una especie de departamento de Treinta y Tres de la humanidad, por donde el sol sale siempre unos minutos antes. El punto que la fábula o realidad japonesa ilustra es algo de lo que quiero señalar: el apartamiento que la era impone respecto de aquello que es el caso en el mundo exterior, para concentrarse en cualquier forma de simulación, falsificación, distanciamiento o evasión.
Entretenerse implica estar en un intervalo donde lo que es el caso en sentido duro está, momentáneamente, suspendido. Siento que la humanidad está anhelando estirar esa suspensión por tiempo indefinido. Habitamos un tiempo que parece haberse apartado con miedo y repulsión de todo aquello que, en la vida, no se puede prever, controlar, asimilar en esquemas conocidos.
2 / El cuerpo es la fiesta del entre
Lo que es el caso no puede ser nunca mi capricho, ni mi deseo: es en cambio lo que el cuerpo y el mundo, que son también una sola cosa, indican, con radical indiferencia por mi opinión. Es costumbre, según el cartesianismo extremo en que estamos inmersos, pensar el cuerpo como una cosa externa a “mi”. Como un dispositivo. Aun en esa forma de verlo, ese “dispositivo” no puede evitar estar intensamente conectado al presente “externo”. El cuerpo es la fiesta del entre. Trabajar, compartir espacios con otras personas, relacionarse físicamente con ellas, hacer deportes, jugar en presencialidad, experimentar el equilibrio y la fuerza atravesando un terreno escarpado, o conducir vehículos que son extensión del cuerpo y pueden destruirlo -una bicicleta, un auto, un velero, un avión-, son ejemplos de cosas que hacemos con el cuerpo, intensamente conectados, cableados a lo que es “fuera de nosotros”, que nos limita y condiciona. En todo ello, estamos abiertos a lo que es el caso. El lector ya se da cuenta de que, en la crisis actual, aprendemos que hay una gran cantidad de nuestros semejantes que prefieren pasar de todas esas experiencias directas. Claman por más encierro, más reglas, más previsibilidad, y más control -aparente- sobre sus propios cuerpos.
3 / Evadir
Lo que ha hecho crisis estos meses tiene un denominador común, y a eso le debemos atención: el mundo, la época, parecen empeñados en evadirse de lo que es el caso -en otras palabras, evitar todo acontecimiento, y pasar a una existencia asegurada en reglas, categorías y conceptos prestablecidos.
El proceso fue largo. Con la creación de las grandes ciudades modernas, hace ya más de dos siglos, muchos de quienes fueron a vivir en ellas abandonaron paulatinamente el contacto con la producción de alimentos o energía. La revolución industrial conoció su proletariado urbano, pero eso también lo hemos desconectado en Occidente, enviándolo en buena medida a esconderse a los viejos talleres o grandes fábricas modernísimas de la India o la China. “No hay más proletariado” me dijo un amigo urbano hace mucho. Mi amigo no veía que una cosa es que no lo haya, y otra cosa es que uno ya no lo vea. El urbanita tiene una persistente tendencia a no pensar de dónde vienen los productos que consume. El habitante de la ciudad creció en “independencia” aparente, en artificialidad, y en una ignorancia de lo fundamental que puede confundirse a veces con refinamiento. Ese crecimiento tuvo un gran impulso democratizador cuando el mundo virtual se hizo cotidiano, y una mayoría del trabajo pudo pasar a desempeñarse, también, virtualmente. Ya somos todos en la ciudad candidatos a la realeza, con nuestras manos absolutamente tersas a fuerza de nunca tocar otra materia que el plástico de los teclados.
El virus de la corona nos ha encontrado empeñados en construir, y a continuación intentar mudarnos, a esa existencia virtual, hasta cierto punto artificial, en donde no existan peligros, imprevistos, ni muerte. Está bien, la pantalla forma parte de lo real. Pero la pantalla es una mediación de una naturaleza muy diferente a la del cuerpo, y al subsumir el cuerpo en la existencia planar de la pantalla, el cuerpo se oculta entre cálculos mentales.
El cuerpo se ve reducido así a conceptos, y es así que las identidades de diseño, hechas en base a ideología, se vuelven tan importantes en el mundo contemporáneo: ya no son una cosa que pensamos, sino algo como nuestros nuevos huesos, que sostienen esa “vida” plana hecha de figuritas pintadas en la pantalla; una vida abstracta, donde todas las formas instintivas de lucha, de exploración del territorio, de contacto con otros bichos humanos y no humanos queda suspendida indefinidamente.
En esa realidad virtual, o carnalidad suspendida, no se nos ocurre plantar una lechuga, obtener huevos de gallinas que correteen por el campo, montar o acercarnos siquiera a un caballo (gigantesca hotelería de virus), o conversar o abrazar al vecino y la vecina. Todo eso forma parte de lo crasamente real, que para nada nos interesa. El sujeto de la nueva normalidad tiende así a perder su contacto responsable con lo que es el caso. En la soledad de un dormitorio, frente a la íntima luz de la pantalla del celular, nada externo parece existir o importar.
El antiguo ser corpóreo queda como suspendido en una realidad de imágenes/conceptos. Puesto que no tenemos ninguna relación con la producción, allí es que soñamos que precisamos desesperadamente del Estado, o del supermercado con sus precios delirantes, o del informativo con sus canallas agendas dedicadas a mantener a las personas cada día más separadas de su cuerpo y más aterrorizadas en la cárcel de figuritas pintadas y palabrerío entreverador. Esos son tres enchufes con el mundo real y eso es casi todo lo que es el caso. En efecto,para un urbanita, los precios son una de las pocas cosas con las que debe sí o sí relacionarse y que, a la vez, no puede controlar. Las formas del mercado son lo que es el caso, lo que se le impone.
Muchas cosas convergen en este diagnóstico de los tiempos. Cada una de ellas parece anecdótica. Sin embargo todas tienen una secreta coherencia, no demasiado oculta, que indica lo que está pasando hace algunos años con la relación mente-cuerpo-mundo.
4 / La religión del Número
Parte del problema en el que intento concentrarme viene, sospecho, de que hayamos dejado de confiar en la intuición primaria y situada del cuerpo, y nos hayamos entregado a una existencia pre-interpretada por números, estadísticas, y conceptos precocidos de tipo ideológico. El sujeto de hoy no va por el mundo interpretándolo en presencia. Todo tiende a estar mediado por números -como René Guenon vio bien hace un siglo- desde las etiquetas de precio a los conceptos estadísticos según los cuales entendemos a los demás y la sociedad, y hasta los resultados de los análisis clínicos que se supone que traducen mi existencia “material” a ciertas exactitudes. Y todo ello por cierto se nos brinda a través de pantallas o sistemas informáticos, que una vez más son obra del número. Sustituimos pues nuestro ambular corpóreo por el mundo, antigua costumbre humana, por un escape paseador por el “mundo virtual”. Este combo nos hace a menudo ser incapaces de saber dónde estamos parados –maravillosa expresión popular que sintetiza bastante de lo que hablamos.
Ese derrape hacia los números, el cálculo, la mediación por tecnología, en cierto modo ya cumplido, es seguido ahora en forma natural por un escalón superior, en el que masas y masas de bípedos se van convirtiendo a una especie de religión del Número. Algunas personas cultas observan, prima facie, que eso no debe ser así, debido a que notan la impericia matemática creciente de la población. Pero eso es un error categorial. Para tener fe en el Número (a veces se dice, “fe en la Ciencia”) no hace falta saber sumar ni restar. Al contrario, casi diría que la fe en La Ciencia requiere que quien cae en ella sea un ignorante en esas materias. Justamente, la humildad ante la grandeza de Nuestro Señor el Número es un requisito para una fe pura.
Aunque -extinto el teatro y el cine hace tiempo- la contemporaneidad se precie incesantemente de mirar muchas series en Netflix, un mundo así no tiene más ficción. La relación realidad-ficción (lo explora también hoy un precioso texto de Alma Bolón) puede destruirse corriéndola toda a cualquiera de los dos polos. En estos tiempos, parecemos tender a correrla toda a la ficción. Como es natural, habiendo destruido la diferencia, acto seguido creemos que toda simulación es idéntica a la realidad, toda inanidad idéntica a lo interesante, toda puerilidad un derecho adulto, y toda pérdida de contacto con el mundo una elevación espiritual. Por supuesto, un mundo que dinamitó la relación realidad ficción es un mundo que tiende a censurar, pues ahora ya no sabe cuándo es el payaso que te apunta con una pistola de agua, y cuándo el delincuente con una de fierro.
5 / Un ejemplo futbolero de la religión del Número: el VAR
Un ejemplo popular de esta nueva fe en el reinado del Número y la Ciencia con mayúsculas (algo muy distinto de la modesta ciencia realmente existente) es la exitosa implantación del VAR en el fútbol. La regla 11 del fútbol ha establecido históricamente la posición fuera de juego. “Un jugador está en posición fuera de juego si: -cualquier parte de su cabeza, cuerpo o pies está en la media cancha oponente (excluyendo la línea de centro del campo) y -cualquier parte de la cabeza, cuerpo o pies está más cerca de la línea de gol de su oponente que, tanto la pelota, como el penúltimo oponente”.
La regla tiene más, pero con esto basta para mi argumento.
Aclaremos de entrada: no hay duda alguna de que, en determinadas jugadas obvias en donde el juez o el juez de línea cometió algún error notable, el VAR podría servir para corregirlo. Hasta ahí, serviría. Pero el problema es que la lógica de la tecnología que estamos observando, cuya esencia es el número, nunca se limita a lo razonable, sino que lo quiere todo, y al quererlo todo, se lleva puesto el sentido común del juego del fútbol. En efecto, con la introducción del VAR, se cambió radicalmente la resolución a la cual actúan los jueces de VAR, haciendo de esta resolución algo muy distinto a la que emplean naturalmente los jugadores y jueces en el campo. Esos actores existen pues, dentro de un mismo juego, en resoluciones distintas.
Este poner a varios actores a actuar en distintos universos es un problema de coherencia de alguna importancia. Digo más: uno de los efectos del VAR es continuar educando a la gente para que deje de confiar en su cuerpo y sus sentidos, y comience a tener una fe boba en la tecnología y los números. Y es peor: mucha gente ni siquiera se da cuenta de cómo es que el procedimiento la engaña. Es un procedimiento que promete justicia infinita, pero muchas veces lo que entrega es una injusticia empaquetada “científicamente”.
En efecto, una cámara (o veinte cámaras) pueden aumentar tanto la resolución con la cual se puede percibir la posición de los pies, la cabeza o las uñas de un jugador en una jugada, que parecen poder “detectar un offside” a una resolución a la que ningún juez ni juez de línea puede soñar hacerlo. Tampoco puede hacerlo así un defensa que calcula honestamente su paso al frente, ni un delantero que astutamente espera el último segundo para comenzar su pique a recibir un pase. Los jugadores tienen la resolución de origen de cualquier ser humano normal, y un sistema de filmación digitalizado tiene otra.
Esta mezcla de resoluciones es una intromisión externa en el juego. Si para la capacidad de visión y resolución de jugadores, jueces de línea y árbitro principal, las cosas son de una forma, que aparezcan unos astronautas en una cápsula -o unos burócratas en una cabina de VAR- y corten la dinámica del partido y las decisiones tomadas en el campo, para transformarlas en su opuesto, es una acción profundamente violenta.
No sería tan violenta si lo que el VAR entrega fuese infalible -y eso es lo que creen los de la religión del Número y la Ciencia. Pero no lo es. Pues el gran problema es que la emisión está operada por seres humanos que deben tomar una decisión clave: ¿en qué cuadro, exactamente, vas a detener la filmación para juzgar si fue o no fue offside?
Quien piense que esto es obvio, es porque nunca editó video ni siquiera de modo casero. En efecto, un offside no es para nada “una imagen detenida”, “una foto exacta”, como cree acaso el hincha desprevenido (y estafado a menudo por jueces sensibles al dinero y el poder del fútbol). Un offside es un “work in progress”. Dependiendo de qué cuadro yo defina que es “en el momento en que parte el pase”, deteniendo allí la filmación, obtendré otras tantas milimétricas posiciones de delantero y defensa. Y el “momento en que parte el pase” no es un momento, sino una sucesión de momentos. El pie del pasador que golpea la pelota, su pierna que sale de atrás y se estira hacia adelante hasta que la pelota la abandona, pueden ser unos cuantos cuadros. En el primero de ellos, el delantero no está en offside a pesar de que el pase “ya comenzó a partir”. En el penúltimo, el delantero receptor del pase ya puede estar claramente en offside, pese a que la pelota aun no se desprendió del todo del zapato de quien se la lanza. ¿Qué imagen decidirán mostrarnos los técnicos del VAR?
Señor: la precisión del VAR, en jugadas realmente finas donde sus abogados dicen que se lo precisaría, es mayormente falsa. Es un argumento retórico propio de quien se haya encandilado de fe en la tecnología. Dependiendo de dónde detenga la imagen quien la controle en la cabina, tendré o no un offside. Basta con agregar una leyenda escrita por ellos mismos diciendo “Offside: 0,67 CM”, y la legitimidad parecerá total. Falsa precisión, y potencial estafa.
En lugar de entender que el juicio siempre es una responsabilidad humana que no se puede delegar, pareciera que se tiende a pensar que en la cabina del VAR no hay jueces humanos con sus sesgos y sus intencionalidades, sino meramente una especie de máquinas perfectamente imparciales, técnicos inmaculados que manipulan aparatos. Es así como nos hacen, con cara de ciervo encandilado, el argumento de la “mayor justicia” del fútbol digitalizado y numerizado a VAR.
¿Mayor justicia? La justicia es un invento humano que no existe como propiedad computable. La “justicia” numérica es una utopía que no tiene lugar ni puede existir. Infinidad de metáforas la aconsejan, y todas dependen de la escolar noción de subdivisibilidad de una recta, pero cuando llega la hora de la verdad, no hay medición, cuya precisión vaya más allá de la capacidad perceptiva humana, que no esté afectada por quien mide, porque es quien mide quien define los conceptos y categorías empleados en la medición.
Lo mismo pasa con la concepción folk de La Verdad Científica, tan divulgada en la tele en tiempos de virus corona. Se trata de esa concepción por la cual La Ciencia se concibe como una verdad numérica, final e inmodificable, que emite una cabeza parlante a las ocho. “El Comité Asesor Científico Dijo”. El número de “casos” y el número de “muertos” es la reducción más crasa que he visto en mi vida, de una posibilidad humana (que algunas cosas se puedan significar con un número), a una forma totalitaria de existencia, en la cual lo único que podemos saber es un Número emitido por un Ente Indiscutible.
A una humanidad infantilizada por su ausencia de educación crítica, le corresponde un Padre Infalible. Para esa situación, qué mejor padre que el Número. Podrá ser un padre saturnino y frío, pero nos promete que de su juicio no cabe dudar.
Ese número solitario que divulgan periódicamente por la tele es el sinsentido por excelencia. Por supuesto, quien lo escucha lo llenará de sentido, pero ese sentido es nada más que miedo proyectado en una cantidad.
6 / La militancia llama a abandonar el cuerpo
Desde hace años se vuelven más y más centrales y cotidianas cosas como el horror al cuerpo del otro -cuyo precursor notable es la mencionada tendencia a la virginidad de los japoneses-, o la ignorancia absoluta que casi todo joven urbanita tiene respecto de la existencia de fuerzas naturales. Cierta zona del feminismo viene intentando, como si fuese una maniobra posible, desenganchar completamente el género del cuerpo, considerando por supuesto la dimensión existencial del cuerpo una cosa política, es decir programable o editable a fuerza de situación de poder, y retórica. Las teorías de la víctima minoritaria, por su lado, parecen considerar que la existencia es reductible a un concepto discreto, una entelequia. “Raza”, por ejemplo, es una entelequia cuando pretende reducir, un sin fin de individuos distintos, a un rasgo común, un dato perceptivo como el color de la piel, en lugar de permitir que la vida compleja y caótica reine sobre la política con todos sus sentidos y todas las voces, empezando por las de cada cuerpo.
Todas estas tendencias contemporáneas revelan un movimiento hacia afuera del cuerpo. Y este movimiento hacia afuera del cuerpo podría ser el principio del fin de toda teoría, porque por fin los conceptos y los ideologemas y las figuritas pintadas en los carteles, hartos de sentidos arbitrarios y ayunos de referencia, están empezando a morderse la cola. El militante de teorías empieza a sentir el malestar de que sus supuestamente importantísimas causas y victimizaciones pierden fundamento cuando se las retira del roce de lo que es el caso, y pasan a desfilar como palabritas y figuritas pintadas en boca de los oficiales de la Izquierda y la Derecha -la palabra clave es “oficiales”, la flecha es irrelevante.
La pantalla es el centro de esta nueva vida normal en la que el cuerpo, salvo los ojos y en alguna medida las manos, tiene muy escaso rol. Lo característico de la virtualidad son los programas y las programaciones. Es decir, un mundo virtual ya no es un mundo en el que el cuerpo tiene que estar abierto a todo lo que sea el caso, y que a menudo no puede prever. En el mundo virtual el acontecimiento, que diría el filósofo Alain Badiou, es raro. Y si ocurre, estaba previsto por el programador, aunque sea de modo potencial.
La mayor parte de nuestra vida virtual transcurre de unos pocos modos. O estamos en contacto con otros a través de la mediación de la pantalla -lo que elimina una serie importante de factores del cuerpo a cuerpo-, o estamos inmersos en cálculos, lecturas o elucubraciones, o estamos en algún tipo de simulación. Películas, simuladores de vuelo, o juegos de toda clase, son simulaciones. Todo juego incluye algún nivel de simulación, es decir, en todo juego hay cosas que parece que ocurren, pero en realidad son representaciones, ilusiones de pantalla. Generan, a su tiempo, la ilusión de “lo que es el caso”. Reacciono con mi mente a “lo que es el caso”, pero por más inmersión que haya en ello, otra parte de mi mente sabe, intermitentemente acaso, que en realidad la pantalla no es el caso. El caso es que estoy jugando, o leyendo, o hablando con alguien, a través de un dispositivo, en un mundo en el que al mismo tiempo me ocurren, y ocurren, miríadas de cosas, en otro nivel, reales.
La única manera rotunda de saber esto es un sobresalto, un accidente, una enfermedad. Todas nos sacan de ese ensimismamiento en que había creído poder ignorar el cuerpo.
Pues tal parece que hoy el empujón que le venimos dando a nuestro ser en el cuerpo pasó un límite y cayó al otro lado. Decidimos enfermarnos imaginariamente de verdad. Veníamos renunciando al cuerpo, hasta que un día el cuerpo de toda la humanidad se declaró enfermo y confirmó la inamovilidad del nuevo sujeto, que quiere vivir sólo ante su pantalla.
7 / Si no es mi cuerpo, es el de otro
Lo que nos importa es que, como humanidad, venimos hace décadas redirigiéndonos a un tipo de vida controlada por terceros. Quien controla el nivel en el cual se programa la virtualidad -sea censurando en YouTube, o eligiendo los villanos en un videogame, disponiendo las celdillas de una planilla de cálculo en una disposición perpendicular, o pasándole los contenidos de una búsqueda personal a Amazon o a la policía- maneja un nivel de realidad, en la cual otros habitan. La cantidad de elementos que estos que habitan desconocen, tiene que ver con cómo entregan parte de sus opciones a esos terceros que programan.
Que algo esté programado y yo participe en ello implica que, en alguna medida, estoy siendo definido por esa programación. No por la persona que programó, quizá, pero sí por las lógicas, limitaciones, y hasta creencias, de ese programador. Y las simulaciones son tan atractivas que hay generaciones a quienes les interesa tanto o más los resultados de un torneo jugado en play station, que los del fútbol real sobre el campo. Quien no sepa esto, puede ir buscando el lugar que ocupan las simulaciones en el mercado del “deporte”. Su rol ya no es meramente el de vender merchandising o camisetas: su rol es el de sustituir en toda la línea al fútbol de carne y hueso -que en realidad es, a su vez, fútbol de pantalla televisiva o de computador o teléfono. En la Ortodoxia Covid, no dudo que el sueño húmedo sería eliminar el fútbol real y sustituirlo por una simulación, siempre que los ingresos que se puedan asegurar así sean iguales o mayores a los del fútbol real.
Tenemos, como resultado de esta nueva vida en pantalla una, dos generaciones de gente autosecuestrada en su propia pieza. Sin ganas de salir. Sin saber qué hacer si se apartan de la pantalla. Con miedo del otro, y sin ninguna noción de ciudad. En lugar de una noción de ciudad, tienen una noción de mundo, pero creo que se trata de un mundo falso también: es el mundo que simulan los conceptos de “mundo” y las categorías, mayormente turísticas o esquemáticas, de las formas ideológicas hegemónicas a que se accede en la pantalla.
Cuando yo iba al liceo, hace cuatro décadas, no sé si vivía en un país tan extraño respecto de este, pero aseguro que mis amigos se contaban tanto al sur como al norte de Avenida Italia, tanto en el Este como en el Oeste. Hoy, para un muchacho que vaya a la escuela en un barrio de clase media, tener un amigo que vive en el Cerro o en Piedras Blancas es menos probable que tener un amigo que haya visitado Marte en un viaje auspiciado por Elon Musk.
8 / El enemigo de la humanidad
Así llegamos al tema del momento, el virus, y a la razón por la cual desde el principio sentí que era, más que una enfermedad real, el síntoma de una condición a la que hemos arribado por haber cancelado toda relación con nuestro cuerpo -salvo las relaciones con nuestro cuerpo a través de la pantalla: de la estadística al talking head de las 19 hs, y de la selfie a la ecografía.
La gran algazara armada con el virus de la corona, sus “negadores” y sus “ortodoxos”, no tiene nada de inesperado: es la desembocadura natural del río de la fe en los números que nos controlan, y de las pantallas con sus menúes. Simplemente hemos cambiado los contenidos un poco, acentuando el miedo, confirmando la necesidad de distanciarnos del Otro, asegurando el derecho a quedarnos en casa, y dando finalmente el salto final a la Nueva Normalidad (primer término de la neolengua que se ha impuesto ecuménicamente). Somos seres que hemos abandonado toda esperanza de vivir en el mundo al que nuestro cuerpo fue, como tal, arrojado. La utopía más evidente de hoy sería hacer desaparecer el propio cuerpo, y mudarnos definitivamente a una simulación de imágenes falsas o al menos toqueteadas con un editor, peleas falsas en twitter, y sexo de vidrio y plástico a la japonesa.
Lo que es el caso ya no nos gusta, o nos da miedo. Si nos pusiésemos a salir de nuevo, sería con un miedo recién inaugurado, que no tiene apariencia de cesar. Por eso se defiende con tanta irracionalidad y vehemencia la noción -plenamente delirante- de que “de este virus no se sabe nada”, o de que “este virus vino para quedarse”, o de que “este es un virus distinto a todos los demás: no es pulmonar solamente, sino cardiovascular, renal y neurológico; no es estacional; no da inmunidad a quienes lo sufren; en general la mayoría de la gente que está enferma de él nunca se enterará, aunque, a diferencia de todos los demás virus, aun sin nunca desarrollar síntomas será igual un sujeto intensamente contagioso para otros”. Etcétera.
Al principio, en marzo, mi reacción natural, para intentar llegar a los demás, fue tomar el camino de la ciencia y los números. Traduje artículos de científicos especialistas reconocidos, traté de poner en discusión los números, las estadísticas, y compararlas con cosas comparables. Luego de enfrentarme a una serie de insultos o desdenes, me di cuenta de que nada que se argumente al respecto no podría ser contradicho con un artículo de fe, la muerte anecdótica de un niño por cualquier causa, el argumento de que “mi padre tiene 81 años” (y eso justifica detener la vida, para que nunca se contagie de no se sabe qué, y muera), una frase aislada de un médico que quién sabe qué intenciones tiene, o una fulminación personal porque uno no representa a La Ciencia. Finalmente tuve que admitirlo: si uno discute la Ortodoxia Covid, uno está contra su semejante. Porque su semejante ha decidido, hace rato, defender a uña y diente su ya producida mudanza a ese mundo controlado remotamente por instituciones cuya virtud es manejar el Número.
9 / Lo que será el caso
Quien ha entregado su cuerpo -es decir, su espíritu libre-, no tiene más remedio que confiar en el número. El número: la estadística, el cálculo, la reducción de todo a pesos y medidas y dimensiones. Pero a diferencia de lo que se quiere creer, aunque a los números les es dada la objetividad, la objetividad no es nunca la que determina lo que es el caso. En cambio, los números son siempre algo que alguien manipula, porque los números dependen de conceptos. El 1, el 7, son perfectamente neutros. Pero la pregunta siempre es ¿Siete qué? ¿Siete “infectados”, siete “muertos de covid”, siete “grupos etarios”, siete “prostitutas”, siete “menores infractores”, siete “negros”, siete “pobres”, siete “fundaciones financiadas por Soros”… En cada caso, lo que importa de la frase es la definición de los conceptos que están entre comillas, que son definiciones mayormente convencionales, y por tanto políticas (fruto de un acuerdo en una comunidad, aunque sea de expertos). El número siete, en cada frase, no es más que la apariencia de objetividad que la era actual precisa para controlar a los demás.
Los números tienen esa apariencia de objetividad, pero a menudo son, por su ejercicio de una autoridad indebida, un camino a la opresión. El virus de la corona es un juego artificial compuesto de declaraciones de muerte medidas de modos extraños, atribuyendo al virus lo que no es tal, exaltado hasta el paroxismo por una prensa inmensamente berreta e incluso homicida, de la cual la transparencia de todos sus conceptos ha huido, y donde solo quedan esquemas precocidos que cada mañana se deben llenar con números.
La “nueva normalidad” es la sumisión a una metarrealidad numérica que solo puede ser mantenida a distancia, porque la distancia es la garantía de que la calidez humana, la intuición del otro que solo el cuerpo asegura -y jamás se equivoca- no podrá intervenir para desbaratar esa nueva “normalidad” horrorosa, donde a los niños se los obliga -al menos en algunas escuelas francesas- a ajustarse un aro alrededor del cuerpo para no estar nunca cerca, no tocar al Otro Sucio, Infectado. Un mundo donde gente se excita porque ya llega el app global que va a permitirle a alguien saber si está demasiado cerca del Otro, para alejarse antes de entrar en esa zona crítica, peligrosa y un poco asquerosa en que el otro, el cuerpo del otro, pasaría a ser el caso.