ENSAYO
Por Santiago Cardozo
Parte I
En un importante libro para la lingüística como ciencia del lenguaje, [1] Jean-Claude Milner dice que “no se dice todo”. Las diversas lecturas de esta afirmación van desde lo real de la gramática de una lengua (Lacan decía que lo propio de cada lengua es la integral de sus equívocos, allí donde verdaderamente se diferenciaban entre sí) hasta la moral de esa “gramática social” que dicta formas correctas e incorrectas de decir las cosas, aun cuando su fuerza, alcance e importancia sean, en no pocos casos, menores.
Así, “no se dice todo” quiere decir que la lengua no puede expresar toda la realidad, no puede aprehender la infinidad de matices que constituyen eso que hemos convenido en llamar realidad. Como nos ha enseñado el psicoanálisis, la simbolización del “mundo” (entandamos precariamente “mundo” como lo real que simboliza el lenguaje) tiene como principal efecto la producción o creación (para emplear una palabra bíblica) de la realidad. Luego, ya no podemos retornar al estado de plenitud-no plenitud de lo real, donde nada sobra(ba) ni falta(ba). La actuación del orden simbólico (el lenguaje) introduce una falta allí donde no había falta ni no falta, pero esta falta-no falta se comprende una vez que estamos inscriptos en el lenguaje, es decir, una vez que la realidad ha sido informada en falta.
Por lo tanto, lo real simbolizado se nos aparece ahora como lo imposible/irrecuperable, cuyos efectos podemos advertir en la imposibilidad de una justa nominación del mundo, en una adecuada y transparente relación entre las palabras y los objetos por ellas denotados, así como también en todos los desperfectos o averías del discurso, cuyo despliegue resulta interrumpido por algo que no anda bien, que falla: queda en suspenso la coherencia de la realidad como un tejido perfecto que, sin embargo, exhibe, por así decirlo, el fondo de sinsentido de su consistencia lógica imaginaria. La realidad es en la tensión entre la necesidad de esa consistencia lógica y su imposibilidad radical.
De esto se sigue que “no se dice todo” porque no puede, definicionalmente, decirse todo: es la falta de aprehensión de la letra sobre objeto. [2]
Breve excurso narrativo
Un tipo va por la calle y se topa con un árbol. Lo mira y piensa: árbol. Enseguida, se da cuenta de que, al pensar en el árbol, pensó, en realidad, en la palabra “árbol”. Entonces, sigue caminando con la mente absorta en los pensamientos que se le suscitaron. Al cabo de unas cuadras, se topa con otro árbol, lo mira detenidamente, como buscando su naturaleza secreta, y, de nuevo, ocurre lo ya ocurrido: pensó en la palabra “árbol”, pero ahora se le añade una inédita anagnórisis: no solo pensó en la palabra “árbol”, sino que también pensó la palabra “árbol” y, con ello, advirtió el vacío que rodea al pensamiento o que lo hace posible: la cosa árbol no está ahí, en la palabra. La angustia comenzó lentamente a apoderarse de él. La tercera anagnórisis no se hizo esperar: cuando pensó la palabra “árbol” y reparó en que el árbol no estaba en el signo, cayó en la cuenta de que nunca se puede acceder a la cosa árbol si uno quisiera saltearse la palabra. Siempre hay que pasar por esta para llegar a la ilusión de la cosa referida. Tamaño descubrimiento le produjo contracciones en todo el cuerpo: los párpados se le movían sin control, las manos le temblaban, sudorosas, a ritmos desparejos, las piernas se le ablandaban y sentía cómo los latidos del corazón lo desgastaban hasta el agotamiento físico.
Decidió entonces evitar todos los árboles con los que se toparía antes de llegar a su casa. Torció la dirección del trayecto y, cuando dio vuelta en la esquina donde, a dos cuadras de su casa, la gente, ahora ciega para él, esperaba el ómnibus todos los días, lo detuvo, de golpe, un contenedor de basura. El proceso se repitió. Esta vez no pudo con la angustia: se llevó las manos al pecho, apretó como buscando detener las palpitaciones que se habían elevado a una velocidad inadmisible y –lo supo enseguida– cayó fulminado en la vereda.]
Otro de los posibles sentidos de “no se dice todo” concierne a la gramática como chasis formal de la expresión, en su relación con el léxico de la lengua de que se trate. En efecto, la gramática ofrece una serie de posibilidades expresivas (algunas realizadas y otras no) por fuera de las cuales nos resulta complejo, cuando no imposible, decir. De este modo, “no se dice todo” es también el límite-posibilidad que constituye a la gramática en términos de las relaciones entre las formas y los contenidos, aunque el aspecto limitante de estas relaciones pueda ser, según los casos, “violados” con mayor o menor consciencia, con mayor o menor fuerza. Como decía Roland Barthes, [3] la lengua, en este sentido, es fascista, no porque prohíba la expresión de ciertas cosas, sino porque nos obliga a decir dentro de determinadas formas, en y contra las que trabaja la literatura.
De acuerdo con esto, lo que no puede decirse en una lengua puede decirse (si la lengua lo permite) en otra, hecho que no supone, finalmente, que entre todas las lenguas pueda decirse completamente la realidad, que seamos capaces de capturar el complejo abanico de matices que la constituyen. Incluso, se puede sostener que es por y contra esta imposibilidad por y contra la que la realidad emerge como tal, como tejido de significantes: se trata, en el fondo, o como un sesgo diferente, del “no se dice todo” en el primer sentido, puesto que eso que no se deja representar pero que, sin embargo, no cesa de no inscribirse en el lenguaje es, precisamente, lo real que la realidad, en tanto que semblante del sujeto, simboliza y, llegado el caso, pretende conjurar.
En la misma medida, “no se dice todo” significa que hay formas asentadas del decir, formas normales, en el sentido de Coseriu, [4] que coagulan ciertas maneras de expresión en una lengua, por fuera de las cuales el uso constante está siendo “violado”, no obstante lo cual la norma puede ser, efectivamente, “violada”, sorteada, ignorada, aunque, desde luego, no en todos los casos. Así por ejemplo, como señala el propio Coseriu, en español es normal la frase “se me ha dado” y no “me se ha dado”, aunque en este segundo caso se mantienen todas las distinciones necesarias requeridas por el sistema de la lengua, mientras que en italiano se dice “mi si é dato”. Naturalmente, ningún hablante puede decir “me se ha dado” porque la norma, como uso constante y condicionamiento social, determina o impone la otra forma de hablar.
Sin embargo, como mostré en otro artículo a propósito de la creación morfológica “veranial” proferida por un cuidacoches en lugar de “veraniego” (en ese momento, el cuidacoches calificaba el calor de una semana de un julio que ya no recuerdo), fue posible emplear el sufijo “-al” que forma adjetivos de relación a partir de sustantivos sobre la pauta “otoño” > “otoñal”, “invierno” > invernal” y “primavera” > primavera” (también, “estío” > “estival”). El punto es que, aun cuando ya exista el adjetivo “veraniego” derivado del sustantivo “verano”, la creación “veranial” no contravino ningún aspecto del sistema de la lengua (es más, hizo uso de su carácter virtual), sino de la norma: el hecho de que la vía que deriva una adjetivo relacional del sustantivo “verano” ya está ocupada por “veraniego”. Aun así, el empleo de “veranial” fue perfectamente comprensible e impecablemente analógico con los otros adjetivos relacionales derivados de los nombres de las estaciones, porque “veranial” no se opone a “veraniego” en el sistema de la lengua, sino en el uso constante, por lo cual se lo considera anormal.
Así pues, “no se dice todo” quiere decir también esto: no se dice todo porque hay usos constantes de la lengua que marcan vías abiertas y vías cerradas para la expresión (como es el caso, para este último sentido, de la creación de verbos en “-ir”, formas de la tercera conjugación). Este fenómeno también ocurre, huelga decirlo, en el plano de la fonología y del léxico.
Finalmente, “no se dice todo” supone una moral del decir: no se trata de un “eso no está atestiguado”, “no tiene una realización documentada” (hecho que está relacionado con el sentido anterior de la afirmación en cuestión), sino de un “eso no es una forma (adecuada) de hablar”, de un “así no se dice”, de un “¿esas son formas de decir las cosas?” (como un rezongo, por ejemplo). De este modo, se parte de la base de la distinción entre un decir adecuado y otro inadecuado, entre un decir correcto y otro incorrecto (que podemos entender como indeseado e indeseable, como censurado y censurable, en suma, como distinciones que procura el silenciamiento), basados en diferentes criterios que exhiben una “moral ciudadana” o un “deseo de pureza” que condena ciertas formas de expresión mientras privilegia otras, por ejemplo, en el terreno de las relaciones entre la oralidad y la escritura en el ámbito educativo.
Este fenómeno es, ciertamente, complejo, y coexiste con las formas de decir aparentemente más descriptivas, desprovistas de juicios de valor. Así, podemos pensar en una situación de clase de Español en la que un estudiante le pregunta al profesor “¿cómo se tratan las personas en Montevideo?” en términos de formas de cortesía, a lo que el docente puede responder, ocupando el lugar del sujeto supuesto saber, que “En Montevideo se dice más ‘vos’ que ‘tú’”. Esta afirmación (del orden del “se dice”) parece estar amparada en el voluminoso trabajo de investigación que se ha realizado en el seno de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, por lo que existe un respaldo empírico que no solo atestigua que, en efecto, se dice más “vos” que “tú”, con lo cual el enunciado del profesor es verdadero, sino que también legitima la propia posición docente de quien responde, mostrándose como una “posición científica”, aséptica de valoraciones de cualquier tipo.
Sin embargo, las cosas no funcionan tan sencillamente, porque el alumno que realiza la pregunta puede leer, superpuesto a la afirmación verdadera señalada, un contenido (efecto de sentido) de otro tipo, a saber: un consejo, una sugerencia, una advertencia y/o una amenaza (si pensamos, por ejemplo, en el momento en que ese alumno deba realizar una exposición o rendir un examen y, por lo tanto, deba expresarse de alguna forma, aun cuando esta forma adopte el “tú” en desmedro del “vos”, si fuera el caso de que este se entiende como forma de tratamiento cargada de oralidad, coloquialidad, informalidad, etc.).
En definitiva, “no se dice todo” es también una figura de cierto ejercicio de lo que se ha llamado corrección idiomática.
Parte II
Ese “no se dice” actúa sobre la literatura como decir político: hace ya más de diez años, daba una clase de lengua en la casa central de la Universidad Tecnológica del Uruguay, conocida también como “la UTU de Palermo”; daba, específicamente, un curso de Idioma Español en la orientación Cocina del plan de Formación Profesional Básica, el famoso FPB, en cuyas aulas se concentran o se agolpan los estudiantes que cierta sociología barata que relaciona rendimiento escolar con quintiles (del 1 al 5), adjudicando lugares sociales y académicos fijos, produce como seres pertenecientes al orden de las necesidades, al orden de la palabra que es ruido (phoné) y que siempre se pronuncia o grita en un oikos, por lo cual carece de pertinencia (la distancia respecto del logos es, prácticamente, insalvable), cuando la inspectora de mi asignatura de aquella época entró al salón de clase y, luego de sentarse sin saludar, se dispuso a mirar lo que yo les estaba proponiendo a los alumnos como objeto de reflexión, a saber: un texto de Mario Benedetti llamado “Los bomberos”.
Al cabo de unos quince o veinte minutos de un interesante ida y vuelta, la inspectora se levantó de su silla medio destartalada y se fue como entró, en silencio y con cara de pocos amigos. Patitiesos, los alumnos repararon de inmediato en la falta de respeto que la autoridad referida nos había profesado, haciendo gala, precisamente, de su autoridad. Terminada la clase, la inspectora me esperaba en la dirección de la institución –desmesurado despacho para el intercambio que iba a ocurrir–, como parecía estilarse en esas circunstancias, a fin de conversar sobre la clase o, mejor dicho, a fin de que ella me diera su devolución supuestamente sabia, una devolución que no dudo en calificar de policial.
Antes de que comenzara hablar, le hice saber que los alumnos habían advertido su proceder irrespetuoso. Luego, se dedicó a desarmar indolentemente mi clase, partiendo del supuesto de que yo me había equivocado al proponer la lectura de un cuento de Benedetti, porque el FPB tiene otros objetivos educativos, entre los cuales uno que fulgura con especial brillo: formar para el mercado laboral. Por ello, argumentaba la inspectora, debía haber optado por trabajar, por ejemplo, cierta corriente y banal tipología textual, de acuerdo con la cual “la receta” se presentaba como el texto más adecuado para los alumnos, ya que estos, de nuevo, estaban inscriptos en o pertenecían a la formación profesional de cocina. Así, qué mejor texto para ellos que una receta, de la cual se podía extraer una serie de aspectos para reflexionar, como el empleo de los verbos en infinitivo, el carácter conciso de cada enunciado y cierto léxico específico del ámbito en cuestión.
La receta de una comida es, en este sentido, el texto más privado que podemos pensar, confeccionado, en última instancia, para poder darles satisfacción a las necesidades del cuerpo. Asimismo, la receta es la fijación de los alumnos al orden del okis (la casa): el rechazo de la literatura expresado a viva voz por la inspectora proponía que la palabra de los estudiantes no saliera de la cocina, no fuera logos, vale decir, que se mantuviera siempre como palabra privada, como una palabra que no implicara la razonabilidad de la organización misma de la estructura social, de los modos de ser, de hablar y de actuar de los sujetos en ella. En la cocina, los ingredientes son meros ingredientes, los cubiertos son meros cubiertos, las necesidades orgánicas a satisfacer son meras necesidades orgánicas, nuda vida (Agamben).
Así, las consideraciones de la inspectora de turno se apoyaban en una serie de presupuestos policiales que es preciso cuestionar. En primer lugar, la relación inherente que existe entre la mentada sociología de manual, muy practicada en nuestro ecosistema universitario, y la visión profesada por la inspectora, que pedía para los alumnos de Cocina lo que a ellos les está “naturalmente” destinado. Según su punto de vista, una distribución particular de los lugares y las funciones sociales justificaba una enseñanza técnica y profesional exclusivamente orientada hacia los discursos adecuados para los alumnos del FPB, porque este trabajo era una forma natural de no perder el tiempo en especulaciones inútiles y, paralelamente, de formar para la inmediata inserción en el mercado laboral: un restorán, una panadería, la cocina de un hotel, el comedor de una escuela, un servicio de catering, etc.
En segundo lugar, de acuerdo con este reparto natural de las jerarquías sociales, la literatura que yo “ofrecía” parecía funcionar como un obstáculo en el límpido camino de la inserción laboral, como un trabajo que retardaba lo verdaderamente importante: a fin de cuentas, ¿para qué estaban ahí los alumnos sino para hablar de cocina, al margen de cualquier conocimiento de la cultura que no tuviera que ver con lo culinario? ¿Y literatura? Parecía no haber nada más desubicado. Así, todo discurso que se separara de la enseñanza profesional era un entorpecimiento de la rápida adaptación a la vida buscada por los FPB.
Lejos de ser una contribución adicional o complementaria a la formación básica ofrecida por el FPB (haciendo la concesión de hablar en términos de “contribución adicional o complementaria”, lo que ya es, al menos, cuestionable), la literatura era innecesaria, poco práctica, sin relación con las prioridades de las vidas de los alumnos, vida esencialmente destinada a trabajar según la lógica del reparto de lo sensible que sitúa, de un lado, a quienes hacen la historia y, del otro, a quienes la experimentan, la padecen, digamos, la viven.
El rechazo de la literatura no es únicamente el rechazo de lo que no responde a un criterio pragmático, llegado el caso económico, sino también la apuesta por un mundo semánticamente estabilizado, en equilibrio, tranquilo, sin mayores subversiones, gobernado por la univocidad del sentido. Las recetas de lo que sea configuran casos ejemplares de un discurso exento de contradicciones, de polisemia y ambigüedades, de todo lo que hace que el lenguaje sea, en esencia, lenguaje, en el seno del cual el sujeto se convierte en sujeto por medio de la actividad interpretativa que se le reclama. Esto es lo que, en mi opinión, estaba en la base de la valoración que la inspectora de Idioma Español hacía de aquella clase en la que yo me negaba a “enseñar la receta”, en beneficio del trabajo con la literatura, del tenso trato con la lengua al margen o a resguardo de concebirnos como sus usuarios. Lo que tanto entonces como ahora me interesaba era colocar a los alumnos en una particular posición de tratamiento de y con la lengua, que les permitiera experimentar el “problema del sentido” en el interminable ejercicio de la interpretación. De este modo, el mundo mostraba su inestabilidad semántica, la irreductible distancia entre las palabras y las cosas, a diferencia de lo que suponía trabajar con una receta o con un texto semejante, de la misma naturaleza técnica.
La literatura, en la visión de la inspectora, queda reservada para quienes tienen tiempo de especular sobre la inmortalidad del cangrejo, el agujero del mate o el sexo de los ángeles, porque son seres que pertenecen al orden del logos y, por ello, pueden apartarse de las urgencias o necesidades de la vida doméstica (pueden hacer uso de los espacios y los tiempos de ocio, creando el ocio que ejercen), mientras que los alumnos del FPB, en tanto seres pertenecientes al orden de las necesidades, solo deben ocuparse de su satisfacción de acuerdo con la lógica que les ha asignado un lugar fijo en la estructura social: el de la reproducción de la maquinaria de producción, que es también el de la reproducción de su propia maquinaria corporal, que orina, defeca, se alimenta, se cobija o abriga, etc.
Así, la inspectora en cuestión hacía uso de su posición de autoridad, esgrimiendo la legitimidad de su rol en coincidencia con la posesión del saber acerca de qué necesitan y desean los estudiantes, seres cuya posición en la estructura social viene dada de antemano, naturalmente, con relación a la cual no parecería haber ninguna razón que justificara acercarles, por así decirlo, la literatura; su posición prefijada y fija, que solo puede ser reproducida infinitamente, asegura, reasegura y certifica un reparto de lo sensible policial, cuya anatomía rechaza la literatura como un saber de la lengua y, sobre todo, de las distancias insalvables –distancias de sentido– entre la lengua y el mundo, que dan lugar a la posibilidad de torcer nuestro destino de animales.
A fin de cuentas, el rechazo de la literatura que ejercía policialmente la inspectora era la negación del carácter político de los alumnos: destituía al politikón en beneficio del zoon, lo que implicaba destituir la naturaleza poética del hombre como ser de palabra(s), condición de nuestra “animalidad política”. La inspectora nos decía, en suma, que no había tiempo ni lugar para la interpretación; que solo cabía entender las órdenes que nos daban las recetas, porque la urgencia de la formación profesional no conoce de opacidad semántica, de equivocidad del sentido, que es la equivocidad de la realidad, el desajuste entre la lengua y los estados de cosas del mundo, desajuste en el que aparece y se ejerce o puede aparecer y ejercerse la política; y nos decía, también, que la palabra política es para unos pocos, unos elegidos, forma suprema de la privatización.
Parte III
Cuenta el narrador de “El muerto”:
Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente; no lo inquieta la muerte de su contrario, tampoco la inmediata necesidad de huir de la República). [5]
El pulso borgeano es inmediatamente reconocible: bastan dos trazos o pinceladas bien definidos para que aparezca, inconfundible, ante nosotros. Va el que me interesa acá: “una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente”. Escritor de la anagnórisis, Borges elevó la revelación que los personajes tienen de su situación a niveles inigualables, incluso hiperbólicos. Escritor de los cuchilleros o, quizás más exactamente, de los cuchillos, supo hacer de este “mero instrumento”, de este “ordinario objeto” (que, en diferentes versiones, podemos encontrar en una cocina), una extraordinaria figura literaria, capaz de suscitar lo que hasta hace segundos permanecía oculto, escondido a la revelación del entendimiento, que es, en primer lugar, el hallazgo que propicia la experiencia, el encuentro con uno mismo. De este modo, el cuchillo “sale” de la cocina y se vuelve público (es el barómetro de Madame Aubain [6]), es decir, político, lengua de todos y de cada uno, capaz de construir otro sensorium [7] distinto del consenso policial sobre el que se apoyaba y que cercioraba, verificaba, certificaba y reproducía la inspectora.
La anagnórisis y el cuchillo corren paralelos, hasta que Borges decide cruzar sus caminos, en el sentido de que el cuchillo puede ser causa de anagnórisis, y, entonces, el personaje que recibe la reverberación de la hoja de acero o que, para el caso del cuento en cuestión, la da, ofreciéndola al contrincante y a la posteridad, cae en la cuenta de lo que era, de lo que siempre había sido, al tiempo que parece adoptar la conciencia de que es, ante todo, literatura, haber sido escrito para que el mundo aparezca como una estética. Luego, el personaje debe hacerse cargo del descubrimiento, del destino que el brillo metálico del cuchillo le ha puesto ante el rostro incomprensible del devenir. Otálora da, pero también “recibe”, entonces, la puñalada, objeto de un adjetivo que no le cabe, que no le corresponde: escritor de la hipálage, Borges nos ha legado, inmortalizada para siempre, la comunión del recto instrumento cortante con los estados de ánimo de quienes lo empuñan o de quienes lo alojan en sus entrañas. La felicidad de la puñalada es nada menos que la anagnórisis de Otálora, que, ahora, se sabe valiente, condición cuyas consecuencias debe asumir hasta –perdóneseme la torpeza del juego de palabras– las últimas consecuencias. Y lo hará, como muchos otros personajes borgeanos han respondido a las necesidades de las mitologías que edifican.
Así, el “mero cuchillo” recibe en su propia naturaleza la felicidad que le cabe a Otálora como efecto de la anagnórisis y abandona el espacio doméstico de la cocina y de las tabernas, volviéndose público, es decir, de nuevo, político, más allá de su empleo recogido por la crónica roja de los informativos, el de las conocidas expresiones “fue herido/muerto con un arma blanca”. La “puñalada feliz” es también nuestra anagnórisis, en la que nos damos cuenta de que la política es literaria y la literatura es política. De manera que el “no se dice todo”, en cierto sentido, es puesto entre paréntesis por la hipálage señalada, con lo cual la lengua se nos aparece como posibilidades de decir que son, en su tensa relación con la norma, posibilidades de política.
Notas
[1] Jean-Claude Milner, Introducción a una ciencia del lenguaje, Buenos Aires, Bordes Manantial, 2000.
[2] Serge Leclaire, Démasquer le réel. Un essai sur l’objet en psychanalyse, París, Du Seulin, 1971.
[3] Roland Barthes, El placer del texto y Lección inaugural, Buenos Aires, Siglo XXI editores, 2003.
[4] Eugenio Coseriu, Teoría del lenguaje y lingüística general, Madrid, Gredos, 1989.
[5] Jorge Luis Borges, “El muerto”, en Obras completas I, Buenos Aires, Emecé Editores, 1996, p. 545.
[6] Jacques Rancière, El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna, Buenos Aires, Bordes Manantial, 2015.
[7] Ver, por ejemplo, Jacques Rancière, El reparto de lo sensible. Estética y política, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2014 y ob. cit.,2015. En esta última obra, Rancière sostiene que los hombres son animales políticos porque, ante todo, son animales poéticos.