PORTADA

Mientras la humanidad cambia de era, y pasa a orbitar en torno a un virus con forma de falso sol, el pensamiento individual es considerado cosa del pasado, y la tecnocracia y la censura se van instalando a sus anchas. Periodistas automáticos reproducen cada día la ortodoxia covid.

Por Aldo Mazzucchelli

Todo empezaba en febrero, o marzo, en California. El área de la bahía, como le llaman a todo el gran entorno, como una herradura poblada entre cerros que reúne desde San Francisco y Sausalito al norte, a San José al sur, rodeando una entrada del océano Pacífico chata como una placa de aluminio (y sospecho que muy poco profunda también en su mayor parte), estaba extrañamente apagada. Redwood City, Atherton, Palo Alto, Mountain View, Los Gatos, entre otros parajes, de un lado; del otro lado, menos glamoroso y menos multimillonario, Berkeley, Oakland, San Leandro, Fremont. Pocos autos y poca vida, pese al sol. En febrero California puede ser un sitio cortantemente frío, al menos para nuestros estándares.

Todo empezó bien. Desde una pieza que había alquilado en Fremont y daba a un gran naranjo en un fondo bien abajo de los últimos cerros engramillados que terminan la ciudad por el Este, un bus que largaba a las 5:50 am nos cruzaba cada mañana a la universidad. Los pasajeros, gente sobre todo de laboratorio y del mundo tecnológico, además de empleados de limpieza y de mantenimiento que tienen que vivir del “otro lado” de la bahía, muchos ya iban embozalados en sus tapabocas. Puesto que muchos eran asiáticos de origen, y uno los ha visto en las dos últimas décadas llevando eso casi siempre, no me extrañó demasiado. Aunque la oscuridad de la “pandemia” -para mí un raro fenómeno que ha afectado incluso la luminosidad cotidiana de los días- ya se sentía venir. 

A la derecha, justo al final del puente Dumbarton, se plantaba la multicolorida serie de cubos que es la sede global de Facebook. El dueño de casa, Mark Zuckerberg, vive por ahí cerca con su mujer china y sus hijos, en la calle Crescent, una casa linda más, rodeada de verde, en un cul-de-sac contra un arroyo que remoja las partes traseras de una zona residencial -como casi todas- del tranquilo Palo Alto. Por ahí todo el mundo sabe donde viven los Zuckerberg. En un radio de diez o veinte kilometros para cada lado se desparraman la sede mundial de Apple (la nueva, aun en construcción, es una especie de gigantesco cilindro o plato volador recientemente estacionado en cualquier parte, alrededor del cual crecen los yuyos al estilo calculadamente casual de la zona), la de Oracle, la de Google, la de Sun Microsystems, varias divisiones de IBM, y muchas más. Entiendo que los cuarteles generales de Twitter están en San Francisco, aunque nunca los vi.

Quizá haya ayudado que llegué a la universidad justo en el corte de primavera, con lo que la soledad en el campus podría tener una explicación. Igual, la sensación en retrospectiva es que todo el mundo sabía algo menos yo, y ya estaban dándole la espalda a la vida. Tuve un par de reuniones iniciales con la gente con la que había ido a trabajar, le compré una bicicleta china de segunda mano a un ingeniero chino, que la extrajo de su garage aun dentro de su caja original y sin armar, para salvar los largos espacios entre la casa y el bus o el tren, y empecé a ir cada día a la biblioteca. 

Entonces, los reportes alarmantes fueron muy rápidos. La primera alerta seria la tuve enseguida, en la primera reunión formal con mi querido amigo el profesor Hans U. Gumbrecht. Sepp -como le dicen todos- tenía que hacer un viaje a Alemania esos días, y volvería en dos semanas o tres. Pero, me dijo, ”eso es si me dejan volar”. Yo no entendí, y me explicó: “dicen que por la pandemia ya no dejarán viajar a Europa”. ¿Pandemia? ¿Pero no estaba recluida en China?, pensé. -Si, es absurdo, me dijo Sepp. Pero veremos. 

De golpe, la biblioteca agregó un cartel en la puerta avisando: “Solo se permite la entrada a las personas afiliadas a la universidad. Visitas prohibidas”. De ahí en más, en la biblioteca, deambulaba por los interminables pasillos forrados de libros sin cruzarme con nadie. El campus parecía Chernobyl: una cantidad de estructuras abandonadas por una civilización en retirada. Y en pocos días, ni eso. La biblioteca cerró, y todas las reuniones presenciales se cancelaron. Por primera vez en mi vida escuché hablar de un programa llamado “zoom”. 

Quedé reducido a mi pieza en Fremont, a mis largas caminatas por los cerros engramillados del fondo -Gavin Newsom aun no las había prohibido-, a soportar la tele y hablar con amigos por la computadora. Mi vida se redujo repentinamente a caminar, leer, escuchar música, e ir al supermercado. Eso durante unos pocos días, porque enseguida fue claro que ir al supermercado no era una cosa mayormente bienvenida en Fremont: es raro ir a una superficie de muchos cientos o miles de metros cuadrados, y ver que la luz está semiapagada, que adentro hay cinco o diez personas más, de las cuales dos o tres claramente están locos. Que todo el mundo te da el esquinazo para no cruzarse contigo en un pasillo del local, y que hay góndolas enteras vacías. Una de las dos veces que fui, compré dos rollos de papel de cocina, y me dijeron en la caja que mejor comprase uno solo. Las mascarillas aun no eran obligatorias. El mensaje tanto de la OMS como de los medios era que no servían de nada si uno no estaba enfermo. 

La televisión iba, para mí, entrando de lleno a la locura psicótica. Los informativos (algunos 24 horas diarias) incluyeron un zócalo con números móviles de muertos e infectados, y cada persona que hablaba era para hacer una nota sobre más muertos. Entonces pasó lo de Bérgamo. Y fue justo entonces que la política norteamericana secuestró el asunto del virus para sus propios fines.

Políticos opositores empezaron a acusar al gobierno de toda clase de cosas. Y Trump, ni corto ni perezoso, adoptó ese mismo discurso y empezó a correr por izquierda a sus opositores, diciendo que era “un virus horrible, el peor de la historia”, y se terminó de suicidar políticamente -en materia de control del asunto- poniendo a uno de sus peores enemigos concebibles, Anthony Fauci, al mando no solo del “combate al virus”, sino de la comunicación. Las conferencias de prensa las empezaron a dirigir médicos, no políticos, y todo se volvió extravagante. Fauci y Trump discrepaban en vivo, y la gente miraba espantada sin saber para dónde ir. 

Mi idea inicial de que había que ver si esto iba a durar semanas, o meses, se disolvió enseguida. No me quedó más remedio que volver a Uruguay.

*** 

El cuento podría seguir con prolijidad, pero me doy cuenta de que no debe hacerse eso. Prefiero intentar articular una especie de imagen conceptual: cuál es la forma fundamental que ha tomado la estructura de la “ortodoxia covid”.

Intentarlo, obviamente, va de la mano con el hecho de que reconozco la existencia de una enfermedad, bautizada COVID-19, la existencia de un virus de una letalidad relativamente modesta, y la necesidad de tomar ciertas medidas de protección de la población. El problema del virus de la corona no ha sido tanto el de su existencia, como el de la desproporción delirante de las medidas tomadas en relación a él, el de su uso y el uso de grandes cantidades de gente para fines que son ajenos a los intereses de esta gente, al tiempo que se vende el discurso de que se hace lo que se hace “por el bien de todos”.

La estructura de la ortodoxia covid

La narrativa impuesta para este tiempo, al ser global, tiene la misma estructura en todas partes. La hemos llamado en otro lado “ortodoxia covid”, por una cuestión técnica: es un conjunto de argumentos circulares, imposibles de discutir porque su estructura es precisamente circular, y que tienen la forma deductiva propia de la más espesa ortodoxia dogmática religiosa del Antiguo Régimen. 

En tal tipo de narrativa existe una clave de bóveda argumental. En 1600 era Dios. Ahora es “La Ciencia”. La Ciencia no debe ser confundida con la ciencia, esa maravillosa parte del quehacer humano, modesta, laboriosa, y en valiente discusión permanente. 

De esa clave de bóveda o pináculo, La Ciencia, emana ahora todo el conocimiento, y toda la autoridad. Dios, o La Ciencia, no se pueden cuestionar. Si alguien se atreve a cuestionarlos -sea diciendo que la tierra no es el centro del universo, o que es problemático afirmar que los lockdowns disminuyeron la letalidad por corona-, existe el Santo Oficio -o la policía, la BBC, las redes sociales, o Google- que se encargan de poner en su sitio a los disidentes. Antes se los quemaba en el peor de los casos; ahora se los enchastra públicamente, se los hace perder el trabajo, se les elimina su fuente de ingresos, o en el mejor de los casos, tan solo se los banea de las redes sociales. 

Pero el argumento sustancial es el mismo. Lo expresó el padre jesuita Gaspar Astete en su Catecismo de la doctrina cristiana, publicado en el siglo dieciséis. En la primera parte, estructurada en forma de preguntas y respuestas breves, en la que se declara el Credo y los Artículos de la Fe, la última pregunta es si, además del credo y los artículos, hay otras cosas que es preciso creer. Y la respuesta a cuáles serían esas cosas es famosa: “Eso no me lo preguntéis a mí que soy ignorante; doctores tiene la santa Madre Iglesia que lo sabrán responder.”

Yo no considero ridícula la fe en un dios o en cualquier noción de trascendencia. Lo que es no ridículo, sino perverso, es eliminar la trascendencia, sustituirla por un conjunto de políticos que se ponen una túnica y se dicen científicos puros -como el Dr. Anthony Fauci, que no debe haber visto un paciente ni un laboratorio en décadas-, y operar como si lo que estos políticos emiten fuese una verdad revelada que nadie debe discutir. Ese mecanismo es exactamente el que está instalado ahora.

La estructura propagandística del virus de la corona está basada en la actitud que el Padre Astete exigía a los fieles de la religión católica. Tal estructura es deductiva: a partir de una fuente revelada, infalible, se derivan silogísticamente las consecuencias, las importancias, los tratamientos, las previsiones futuras. Y fuera de los gabinetes teológicos, no se debe discutir nada. Todo debe ser un tema interno, de expertos, es decir, de los doctores que tiene la santa madre Ciencia. Cuestionar es imposible, pues, como dije -y como dijo, sobre todo, Susan Wojcicki, portavoz de YouTube- “cualquier contenido que vaya contra las afirmaciones de la Organización Mundial de la Salud será considerado una violación de nuestras políticas, y eliminado”. YouTube es solo un ejemplo del modo en que las principales redes sociales, prácticamente todos los grandes medios, todas las agencias de noticias importantes, y muchos de los formadores de opinión comprometidos con cualquier forma de establishment, sea local o internacional, se han plegado a esta estructura argumental dogmática.

A diferencia de la ortodoxia de la fe católica, cuyos ajustes llevaban concilios y décadas, la ortodoxia covid se ajusta como le conviene cada quince minutos. La OMS ha tenido una política sinuosa e inconsistente que da la impresión de ser el producto de la mente de un político sobreexcitado o borracho. Si fuese científica, conoceríamos en detalle las razones por las cuales la hidroxicloroquina fue una droga totalmente segura durante 65 años, y en medio de la pandemia se convirtió en una droga que era “peligroso” no ya usar, sino incluso estudiar. O sabríamos por qué en marzo los tapabocas no se recomendaban, y en abril sí se recomendaban -aunque fuesen un trozo de tela mugrienta que se pone mal, y que por tanto no puede cumplir ninguna función seria de protección, pero sí engañar a su portador dándole una falsa sensación de seguridad, como explicó Anders Tegnell, el epidemiólogo a cargo de la respuesta sueca al virus. También sabríamos con sencillez por qué la OMS recomendó no practicar autopsias que habrían podido dar una información mucho más exacta acerca de las formas de la patología que se busca combatir. 

Los argumentos centrales que nos presenta, no la ciencia, que es la que discute bien esto todos los días en sus papers y comunicaciones, sino la Santa Madre Iglesia del establishment, la que se refleja en la ideología global mediática, son los siguientes:

No es posible discutir la efectividad de los encierros

El argumento inicial -impulsado por Neil Ferguson y reproducido por inundación en todos los medios y por todas las agencias de noticias- fue “si no se hace algo extremo, va a haber millones de muertos en USA, medio millón en Inglaterra”. Eso se extrapoló a otros países europeos. El tipo de medidas propuestas a partir de allí -encierro masivo de los sanos- no tiene antecedentes. Y, por tanto, no tiene sustento científico, por la simple razón de que no se puede afirmar el resultado de algo que no se estudió nunca, pues nunca se dispuso antes de la posibilidad de estudiarlo. 

Sin embargo, en base a esa ignorancia -transformada en discurso autoritario, pues la ignorancia se compensa a menudo con autoritarismo- se elaboró un argumento circular: “sabemos de antemano [esto es un dogma que no se demuestra: se postula] que los encierros generalizados son la única arma existente y segura para detener la pandemia. Por tanto, sea cual sea el resultado, los encierros habrán sido exitosos, pues si no los hubiésemos decretado, los muertos serían muchos más”.

Hay gente más especializada que yo, como el Premio Nobel Michael Levitt, el epidemiólogo Johan Giesecke o el epidemiólogo Knut Wittkowski, que se han preocupado en demostrar con mucha solidez que la estrategia seguida solo prolonga la duración de la epidemia sin mejorar sus resultados, o que cuando los cierres se implantaron en China, España, Alemania o Italia, la epidemia ya estaba bajando y el mal ya estaba hecho. En los lugares donde se implantaron también temprano, antes que se produjese un aumento de casos, como en Nueva York, los resultados fueron peores que en todo el resto. Pero esas demostraciones, hechas para expertos, pueden ser ignoradas por la prensa y la ortodoxia covid. Por supuesto, la ortodoxia covid se ha encargado de hacerle creer a todo el mundo que el Premio Nobel Levitt, el epidemiólogo de 40 años de experiencia Wittkowski, o el profesor emérito Sukharit Bhakdi, o tantos y tantos otros, son tontos e irresponsables a quienes no corresponde escuchar.

A veces se ha pretendido exhibir con mayor simpleza estas dudas, brindando el evidente dato de que algunos de los lugares donde los encierros fueron más estrictos, tempranos, y hechos cumplir a la fuerza -España, Italia, New York, Bélgica, entre otros- tienen los peores índices de muertos en proporción a la población del mundo entero. En efecto, New Jersey con 1804 muertos por millón de habitantes y New York con 1696, ambos con lockdown policíaco y hasta drones sobrevolando el fondo de las casas particulares, son los dos peores resultados del mundo; otros países con encerrona seria son Bélgica: 852; España: 620; Reino Unido: 610; Italia: 587. 

Pero esa duda, o respetuosa observación, es contrarrestada presentando siempre la circularidad del argumento teológico original: “Si no se hubiese cerrado, los muertos serían muchos más”. 

Pero Japón no cerró así, y tiene 10 muertos por millón (con 124 millones de habitantes y una densidad urbana altísima); Suecia tampoco cerró así, y tiene menos muertos por millón que Chile, Italia, Reino Unido, España, Belgica o Perú (hay un prejuicio atornillado a la ortodoxia covid, cuya pertinencia es incognoscible, según el cual solo se puede comparar Suecia con Noruega). Suecia argumenta que su estrategia solo podrá ser comparada una vez que la epidemia termine. 

Y Uruguay, que tampoco cerró policíacamente, tiene 12 por millón, al lado de Argentina, con 180 por millón. Todas cifras que usted raramente verá en la tele, pero que sugieren que quizá una cultura higiénica cuidadosa, un sistema de salud correcto, y un nivel cultural alto en la población en general, además (y sobre todo en el caso de Uruguay) de una política de cierre de fronteras ejecutada con diligencia, serían mejores consejeros.

Una cuidadosa mirada a lo que sabemos y no de virus enseña que tenemos muchos, muchos mecanismos de defensa que no están siendo tenidos en cuenta por la ortodoxia covid. Ésta actúa como si la gente cuyos test de anticuerpo dan negativo estuviesen indefensas frente a este virus y muchos otros peores. Es falso. Como lo repasa por ejemplo este buen trabajo de divulgación, desde las células T a complejos mecanismos de bloqueo del ARN internos a la célula, tenemos muchas defensas que no se están tomando en cuenta, y la verdad pareciera ser que, se haga lo que se haga, una gran mayoría de la población nunca será molestada. Su autor, el Dr. John Lee, ex patólogo consultante del NHS inglés, opina esto: “Hay mucho que aun ni siquiera empezamos a entender, pero una cosa ha estado clara durante meses: este virus es similar a otros virus con los que hemos convivido durante generaciones. Y hay muy poca evidencia que apoye los beneficios de las medidas de lockdown.”

Pero si se promoviese que hay alternativas mejores al cierre policíaco, el cierre policíaco no se podría aplicar, la población no estaría tan aterrorizada, y las medidas autoritarias y la aspiradora de recursos no podría haberse prendido. Por tanto, la circularidad argumental instalada no se puede desafiar. 

Si bien hay una población claramente más vulnerable, “tenemos nuestros métodos” para protegerla

A partir de esa circularidad, que todavía rueda bien pese a todo esto, se eliminó de modo axiomático la posibilidad de proteger seriamente a los vulnerables. Desde el principio -desde el brote de Italia, por lo menos- se sabe que el corona es un virus peligroso para personas debilitadas, sea por condiciones de salud crónicas, o por tener mucha edad. Por lo tanto, ¿por qué no se puede proteger a los vulnerables, si se sabe desde muy temprano que ellos serían las víctimas reales? 

Desde luego, no hay una respuesta sensata a esto. Decir que no se podía hacer un esfuerzo claro de información a esa población en especial, y una inversión seria de dinero y recursos en blindar las casas de salud, y asistir de todos modos exclusivamente a los ancianos o enfermos que viven solos o con otros, es tratar a la gente de tonta. Sin embargo, es lo que se hace. Se le impuso a la población enseguida la siguiente idea: “es impracticable proteger a los más vulnerables”. 

¿Por qué? A lo sumo, dado que es un grupo localizado y relativamente poco móvil, será algo más fácil que intentar proteger a toda la población, ¿no?

Bueno, no. Y cállese la boca. Todo el mundo empezó en piloto automático a repetir variantes del siguiente dislate: “no se podrá proteger realmente a todos los vulnerables, por tanto, hay que encerrar a todos”. Solo superada por la noción de que la inmunidad de rebaño, principio básico de toda la epidemiología, había sido derogado sin explicación -o con la explicación de que los hospitales colapsarían, que con el tiempo se demostró también equivocada salvo en un puñado de puntos muy específicos. Nadie duda que cualquier medida de protección de los vulnerables será algo imperfecta. Pero ¿tiene sentido suplantar eso por medidas aun mucho más imperfectas, caras e impracticables (como empacar a los vulnerables, junto a los que nunca tendrán problema, en buses o supermercados), que tampoco protegen particularmente a los vulnerables? Evidentemente lo segundo no tiene ningún sentido. Sin embargo, se optó por lo segundo.

El clímax de este tipo de aproximación insensata ha sido invertirla, y atacar y matar a los vulnerables. Es lo que terminó haciendo, con seguridad de modo involuntario, Andrew Cuomo, el Gobernador del Estado de New York. El día 25 de marzo, Cuomo firmó una orden ejecutiva que decretó que las casas de salud y residencias de ancianos estaban obligadas a recibir a pacientes de Covid-19 que se descargaban de los hospitales, aun enfermos aunque “estables” (es decir, aun infectados y contagiosos). Y prohibir a las casas de salud que los testearan antes de recibirlos. La razón alegada para la orden fue que había que hacer lugar en los hospitales del citado Estado para los enfermos que  se esperaba llegarían en avalancha. El reenvío sistemático trasladó por orden estatal la infección a una larga lista de hogares de ancianos, contagiando a miles de residentes debilitados por la edad y otras condiciones. La orden fue hecha cumplir con la policía, y en ella, como se lee en el texto, “no se negará admisión o readmisión en el hogar de ancianos a ningún residente basándose tan solo en un diagnóstico confirmado o sospechado de Covid-19. Se prohíbe a los hogares de ancianos que pidan a un residente hospitalizado que ha sido determinado como médicamente estable que se haga un test COVID-19 antes de admitirlo o readmitirlo”. (subrayado en el original) 

Esta orden estuvo vigente hasta el 10 de mayo, día en el que fue sustituida por otra en la que se pedía a los hospitales que aplicasen un test a los pacientes antes de mandarlos de nuevo a sus hogares de ancianos respectivos, que el gobernador citado dijo era “complementaria” -negándose a admitir su error inicial.

Cuomo, insólitamente, hizo borrar el archivo de aquella orden ejecutiva del sitio web del Estado, pero gracias al servicio Wayback Machine -que registra y guarda lo publicado en la web- es posible recuperarla y verla -la hemos linkeado antes, y ofrecemos la imagen de la misma para mayor garantía del lector.  

En el Estado de New York, durante el pico del brote que sufrió la ciudad, hasta el 10 de mayo habían muerto oficialmente 27.254 personas “por” Covid-19. Hay estimaciones variadas sobre los fallecidos, algunas que llevan la cifra de muertos en hogares de ancianos casi a la mitad del total, mientras que la cifra oficial del estado la fija en 6.635 ancianos de casas de salud muertos.  

The Ambassador at Scarsdale, en Westchester, NY, uno de los “nursing homes” a donde fueron descargados ancianos con Covid-19. Aquí hubo 10 muertos.

New York no fue el único que hizo esto. Otros gobiernos, como el de Gran Bretaña, cometieron el mismo error -si bien, aparentemente, en una escala menor. En marzo el gobierno emitió una serie de directivas que ordenaban liberar espacio en los hospitales para que estos no se viesen saturados por los enfermos que se esperaba llegarían. El 2 de abril el gobierno británico emitió un “Admission and Care of Patients in a Care Home during COVID-19” que dice: “todo residente [de un hogar de ancianos] que presente síntomas de COVID-19 debe ser aislado inmediatamente”, pero especificaba que “no se requieren tests negativos antes de transferir /admitir en hogares de ancianos”. Esto derivó en el efectivo traslado de pacientes infectados a hogares de ancianos, esparciendo la enfermedad en esos lugares de altísimo riesgo para sus habitantes. El gobierno británico admite este error, aunque especifica que tienen que haber sido “pocos casos”. Es un hecho que los hogares de ancianos no fueron priorizados en Gran Bretaña, y que sus administradores se vieron en dificultades para conseguir incluso los insumos de protección básicos

El gobierno de Suecia -para poner un ejemplo bien diferente- también desprotegió a sus ancianos, y luego de algunos meses reconoció oficialmente que lo había hecho, pese a lo cual reivindica haber estado en lo correcto respecto de los demás aspectos de su aproximación.

La letalidad del virus es irrelevante

La letalidad por infectado del virus es la proporción de cuántos de los infectados morirán. No hace falta decir que es un número muy importante y que se debe conocerlo: es la diferencia entre una enfermedad de cuidado, y una que no lo es. Sin embargo, en la ortodoxia covid, ese concepto no tiene importancia.

En este caso, el argumento circular es “El Sars-Cov-2 es un virus tremendamente peligroso [esto es un dogma que no se demuestra basándose en su tasa de letalidad por infectado: se postula]. Otros datos pueden ser considerados a su tiempo, por el momento no son relevantes”. 

Para conocer el número de infectados, debe investigarse el número de personas que han desarrollado anticuerpos contra este virus. Esas personas los desarrollaron porque estuvieron expuestas a él, y por tanto su número total nos dice el número que buscamos. Ese número se ha investigado en varios lugares de la tierra. En Alemania, en la localidad de Gangelt, un estudio en abril determinó que 14% del total de la población había desarrollado anticuerpos. En Miami, en mayo, el 4.4%; en el condado de Santa Clara, en California, un estudio arrojó una estimación de entre 2.49% y 4.16% a comienzos de abril; en Los Ángeles, 4.31% en las mismas fechas; en Italia, 2.5% a comienzos de agosto.

Podríamos seguir. Lo que tienen en común todos estos estudios, y otros similares, es que la cantidad de infectados es muchas, muchas veces mayor a la cantidad que se detecta con los tests PCR aplicados por los gobiernos. Los tests de seropositividad tienen una serie de problemas técnicos y deben ser validados específicamente para conocer su nivel de sensibilidad, pero bien aplicados cumplen su función.

Hoy, la tasa de letalidad por infectado del corona no se termina de conocer totalmente (esto solo será posible una vez que la pandemia haya terminado), pero hay un consenso general en que, muy lejos del 3% o 4% que decían los alarmantes e inexactos estudios chinos sobre los que, corrigiéndolos, se basó Neil Ferguson para sus disparatados pronósticos, la letalidad real es menor al 1% (hay quienes la ubican en menos del 0.2%, y otros, incluso la OMS, hablan de entre 0.5% y 1%). Pero además, a diferencia por ejemplo de la peligrosa gripe estacional, que mata a gente de todas las edades, el SARS-CoV-2 mata diferencialmente. Medida su letalidad/infectado, por ejemplo, en la región de Estocolmo entre el 21 y el 30 de marzo, estuvo en 0.09% para menores de 69 años, y alrededor de 4.29% para los mayores de 70. Esta discrepancia extrema es un indicador más de una verdad absoluta sobre esta enfermedad: salvo personas ancianas o con comorbilidades serias, la letalidad es extremadamente baja.  

La prensa informa marginalmente de estos hallazgos, si es que informa, pero no integra el concepto a su ortodoxia. Este saber, como tantos otros que no suman al miedo, permanece informado en segundo plano, o directamente relativizado o ignorado. Si se informase lo que se conoce sobre letalidad por infectado, la prensa debería titular en letra de gran cuerpo, y en honor a la verdad: “sabemos científicamente que, de cada mil infectados, más de novecientos noventa no morirán”.

Esto pondría la dimensión del virus en perspectiva correcta. Pero esto va contra el discurso de azuzar el miedo, por lo cual usted no ha leído esta buena noticia en ningún periódico, ni se la han transmitido los periodistas televisivos o radiales.

La proporcionalidad y el contexto quedan derogados

Todas las narrativas de ficción se blindan en su propio desarrollo, generando argumentos circulares y trancando de distintas formas las observaciones que las podrían destruir. Para ello hace falta eliminar toda contextualización. Efectivamente, una narrativa normalmente crea su propio contexto. No es de extrañar pues que, al ser la ortodoxia covid una narrativa cerrada -no un flujo informativo afectado por los sucesos del mundo, sino un evento creador de realidades ficcionales-, cree su propio contexto. Para ello, precisa eliminar el contexto externo real. Toda aquella información que relativice e informe de comparaciones y perspectivas es meticulosamente eliminada.

El único dato real hoy es que, aun aceptando y contando todos y cada uno de los fallecidos que la OMS admite y presenta al mundo como “muertos por covid” -cifra más que dudosa, como veremos-, tenemos 106.8 muertes por millón de habitantes. Es decir, 0.01068% de la población de la tierra, acumulando fallecimientos después de unos diez meses y habiendo transcurrido y terminado toda una temporada invernal en el hemisferio norte -los primeros casos en China se remontan a noviembre, o a octubre quizá.  En efecto, en su misma debilidad, la idea de que esta es una epidemia particularmente mala es insostenible, pues en dos terceras partes de un año no ha podido exhibir cifras comparativas de ninguna clase que demuestren ese extremo, salvo que se elimine de la memoria todo dato que contribuyese a dimensionarla. 

No fatigaré al lector con ejemplos. El lector puede googlear las cifras de muerte de otras pandemias; puede googlear las cifras de muerte anuales por enfermedadees infecto-contagiosas; puede googlear las causas principales de muerte y verificar el lugar que ocupa el COVID-19 en ello. Y puede, en fin, googlear cifras comparativas de toda clase. Las que se le antoje. Si lo hace o no, es responsabilidad propia. 

El modo en que la narrativa de la ortodoxia covid elimina el contexto es incluyendo como uno de sus personajes al maligno contextualizador insensible. 

En efecto, lo que la ortodoxia covid hace en este punto es, sobre todo, extorsionar moralmente a quien proponga medir esta plaga contra otros escenarios epidémicos, acusándolo de “insensible a las muertes por COVID”. Este argumento es tan canalla que casi no habría que contestarlo, pero digamos que si usted me acusa a mi de no ser sensible a los muertos COVID porque yo observo que solo el 0.01 de la población ha muerto hasta ahora, y sin que haya modo de demostrar que los cierres hayan tenido ningún efecto, entonces yo podría decirle que usted es un racista insensible, porque solo en 2018 fallecieron un millón y medio de personas por tuberculosis -otra enfermedad infecciosa-, y a usted no se le movió un pelo. En la ortodoxia covid “nos cuidamos entre todos”, pero el “todos” es curiosamente eurocéntrico, de clase media, etc.

El protagonista de la novela: ¿Quién es el “muerto por COVID-19”?

Una narrativa está definida a partir del significado de los conceptos que se emplean. Si yo digo “Al atardecer la temperatura descendió”, tengo que tener una clara comprensión de qué significa “atardecer”, “temperatura”, “descender”, manejar también lo que representan los tiempos verbales en mi lengua, y otras cosas más. Y si la tele me dice “Hoy hay más de 800.000 muertos por COVID-19 en el mundo” tengo que entender por lo menos qué significa “muerto por COVID-19”. 

Ahora bien, el concepto “muerto por COVID-19” es, créame que no exagero, algo más intrincado y difícil de definir que la existencia de la Santísima Trinidad. Es el mejor ejemplo de la estructura dogmática y revelada que ha adoptado la ortodoxia covid. Así como los fieles repetían el dogma de la Santísima Trinidad sin tener remota idea del berenjenal teológico que pronunciaban, hoy se habla de “muertos de coronavirus” sin tener remota idea de lo que se querrá decir con eso. Sin embargo, de eso depende todo: nuestra fe en el tamaño e importancia de la “pandemia”; nuestra confianza en que los grandes sacrificios que se exigen a la gente en muchos países están plenamente justificados; y nuestro derecho a insultar y llamar “conspiranoicos”, o hacer perder reputación y trabajo a quienes se atrevan a objetar algo a ese número mágico y revelado. 

La mayor parte de los periodistas que uno escucha parecen permanecer radicalmente vírgenes a los refinamientos teológicos del material informativo que manejan. No he visto un solo análisis, no ya serio sino siquiera superficial, de qué significa el concepto “muerto por COVID-19”. Así es que -como parte del denodado esfuerzo descontextualizador que hace la prensa- el público ha sido llevado a creer que el concepto es simple y claro. “Si alguien tiene covid, y se muere, ese es un muerto covid”. 

Para nada. Intentemos una improbable síntesis de las complicaciones. 

El 16 de abril 2020 la OMS emitió un documento para guiar la clasificación y codificación de COVID-19 como causa de muerte. El documento tiene catorce espesas páginas llenas de formularios y códigos, y desafío al lector a estudiarlo por sí mismo.

Un solo concepto es importante retener al comienzo: los certificados de defunción incluyen más de una línea, en cada una de las cuales quien lo llene debe incluir, en la primera, la enfermedad que juzga llevó directamente a la muerte, luego incluir la cadena de eventos que llevaron a ella, luego la causa subyacente. Y luego, en otro nivel, “2”, agregar “otras condiciones significativas que contribuyeron a la muerte”. Esto hace que el número de código correspondiente a “COVID-19” pueda aparecer en cualquiera de esos niveles del certificado de defunción.  

En el documento de la OMS, primero, se establece que:

“la muerte debida a COVID-19 es definida, para fines de vigilancia, como sigue: “una muerte que resulte de una enfermedad clínicamente compatible, en un caso probable o confirmado de COVID-19, excepto que haya una causa alternativa clara de muerte que no puede relacionarse con COVID-19 (ejemplo: trauma). No debe existir un período de recuperación completa de COVID-19 entre la enfermedad y el fallecimiento. Una muerte por COVID-19 no puede ser atribuida a otra enfermedad (ejemplo, cáncer) y debe contarse independientemente de que haya condiciones pre-existentes que se sospeche que dispararon un curso severo de COVID-19”. 

Observemos: dado que el objetivo es la vigilancia epidemiológica, es decir, que no se escape ningún caso posible de Covid-19, la definición de la OMS busca incluir Covid en todos los casos de fallecimiento -sea la causa principal, o no. Lo que importa es que toda persona, tenga un test positivo o no, e incluso quien meramente sea para algún médico alguien clínicamente sospechoso de tener Covid-19, aparezca en alguna forma codificado como “Covid-19”. Esto tiene, como consecuencia, que en el numeral 3 se indique claramente: 

“El COVID-19 debe ser registrado en el certificado de defunción para TODOS los fallecidos en los que la enfermedad haya causado, o se asuma que haya causado, o contribuido a la muerte”. La mayúscula está en el original.

No es solo causa: es también asunción libre, e incluso el modesto “contribución”. Está escrito de ese modo.

El documento entero de la OMS -adaptado y aplicado por los sistemas de salud locales- es una obra de arte en su insistencia en conceptualizar la centralidad de que, de una forma u otra, todo muerto que pueda aun remotamente suponerse tal, sea codificado “COVID-19”. Para esto, en la “cadena de eventos”, además de los casos claros, se incluye luego un párrafo que dice que “hay creciente evidencia” de que las personas con condiciones crónicas o sistemas inmunitarios comprometidos (enfermedad coronaria, enfermedad pulmonar obstructiva crónica, diabetes…) tienen riesgo más alto de morir POR Covid-19. En este caso, se recomienda que esas condiciones se anoten, pero sólo en el nivel 2, como “otras condiciones significativas contribuyentes a la muerte”. En cambio, “sospecha de COVID-19”, se debe incluir como causa subyacente (es decir, en el nivel 1 del certificado). 

Esta recomendación hace que todas las personas con una salud muy deteriorada y que fallezcan durante este período tengan grandes posibilidades de ser registradas como muertos por COVID. No hace falta siquiera un test de laboratorio: alcanza con la “sospecha” de un médico [“suspected COVID-19”].  

Esto, traducido a lo más simple, quiere decir ampliar al máximo la autorización para escribir el código “COVID-19” en los certificados de defunción. Y luego, significa que la prensa incluirá absolutamente todos los certificados de defunción en donde COVID-19 aparezca, en cualquier parte del mismo, como “muertos POR COVID-19”. 

Para ofrecer un indicio de lo que este descontrol terminológico puede implicar, observemos los números aportados por el Registro Civil de la República Federativa del Brasil, en su propio sitio web. Estas cifras permiten comparar no solo los números finales sino también las causas de muerte tal como son reportadas en los certificados de defunción. La tabla muestra que, a igual período de los años 2019 y 2020 (del 16 de marzo al 9 de agosto), al tiempo que se han agregado 99.509 muertes Covid-19, han desaparecido del registro una cantidad totalmente inusual -y estadísticamente inexplicable- de muertes por neumonía, septicemia, e infartos, entre otras. El total de las muertes por las enfermedades que consideré para hacer el cuadro -podría contabilizarse alguna otra, aunque estas son las principales que arrojan discrepancias- es que en 2020 desaparecieron mas de 45.000 muertos por causas habituales. Pese a ello, sigue habiendo unos 54.000 en exceso, reportados por Covid-19. 

¿Es posible que esos 45.000 muertos faltantes este año, hayan sido anotados como “muertos Covid-19” siguiendo los lineamientos OMS, y por ello no hayan sido contabilizados en niveles estadísticos comparables a los habituales de otros años? No lo sé. Pero alguien algún día podrá explicarlo. 

Esto no significa, como se ve, que haya que subestimar el impacto de la nueva dolencia en Brasil ni en ningún lado. Pero sí ilustra el punto de este apartado: el concepto de “muerto por Covid-19”, y lo que se está reportando como tal, es extremadamente poco simple y poco claro.  

Pero, además, el ya sospechosamente inflacionario concepto de “muerto COVID-19” tiene otro problema, que es que no significa lo mismo en diferentes países, con lo cual la incesante comparación de cifras, estimulada por la ideologización rampante de este tema, tampoco tiene mucho sentido. Aquí el lector realmente interesado puede tener un panorama de qué se cuenta como fallecido por corona en distintos países.      

La horrible hidroxicloroquina, o el negativismo de toda cura posible

La narrativa de la ortodoxia covid no es una tragedia, ni una comedia, pues estas dos formas narrativas se distinguían clásicamente por su final -malo en una, bueno en otra-. En cambio, la ortodoxia covid tiene como característica central la prolongación indefinida. Es una historia sin final, ni feliz ni triste. Según el cuento va, aun cuando se lance por fin la vacuna, es dudoso que la “nueva normalidad” acepte volverse la normalidad.  

Así Covid-19 es una enfermedad real, pero cada vez que aparecen sugerencias de algo que la mejore, o quizá hasta ayude a curarla, la narrativa dispara un rechazo a considerar cualquier posibilidad alternativa a la vacunación. Todo un despliegue de declaraciones a lo largo de todos los meses de la pandemia han insistido en la noción de que hay que esperar a la vacuna, aunque no se sepa cuándo llegará, ni qué tan eficaz será, ni siquiera si llegará alguna vez. Los voceros de la ortodoxia covid han insistido en empezar a usar la noción “nueva normalidad”, lo cual es un claro intento de imponer en la población mundial la idea de que esto no es una enfermedad, sino un nuevo estado de la humanidad que, como han repetido muchos, “vino para quedarse”. Pese a que otras dolencias virales no tienen aun su vacuna porque la ciencia no ha creado ninguna -por ejemplo el SARS-Cov-1 y el MERS (una variante verdaderamente muy letal de coronavirus con una tasa de letalidad por caso declarado cercana al 40%) no tienen vacuna aun- se asegura que la vacuna contra SARS-CoV-2 es algo inminente y obviamente seguro. El SARS-CoV-1 desapareció por sí solo –tal vez por eso nunca se concretó una vacuna-. Pero, nadie sabe por qué, la ortodoxia covid está segura de que este coronavirus no se esfumará como el anterior -que era mucho más letal que este, además-, y en cambio deberemos seguir así, acaso para siempre

El tiempo del lanzamiento de la inyección parece corresponder a una especie de carrera armamentista de los años sesenta, con Rusia anunciando la liberación inminente de la vacuna y algunas empresas y universidades occidentales respondiendo inmediatamente que, aunque no saben nada de la vacuna rusa debido al hermetismo del Kremlin, de todos modos saben que no será segura, y que en cambio hay que esperar a la de Moderna, o la de Oxford, o cualquier otra -vacunas que sí serán seguras, porque son hechas por los buenos, y no por los malos. 

La guerra de la ortodoxia covid, apoyada por todas las fuentes principales de noticias, a los esfuerzos del Dr. Didier Raoult por compartir con la comunidad científica su experiencia práctica y resultados ha terminado con una serie de escándalos, que solo no son tales para quien quiera permanecer de ojos y oídos cerrados. Apenas las comunicaciones de Raoult fueron apoyadas por el peor aliado concebible en la actual ecología mediática, como Trump, la prensa global aprovechó la bolada para motejar el tratamiento propuesto por Raoult como “la droga de Trump”. Luego tuvo que presentar a un médico de prestigio y carrera sólida como Raoult, director de uno de los centros mundiales modelo en enfermedades infecciosas (el Mediterranée Infection) como un chanta, enchastrar metonímicamente todo su pasado, basándose (algo característico del periodismo basura que se practica hoy) en incidentes menores y ajenos a su control, promover un estado de opinión tal que incluso The Lancet dio por bueno y publicó un estudio pseudo-científico que, apenas algunos periodistas rascaron en sus autores, resultó un engaño farsesco -uno de los pseudocientíficos que lo firmaron era efectivamente un actor-, y la revista inglesa debió retirarlo -pero que algunos medios todavía citan como “un estudio científico demostró que la hidroxicloroquina no cura…” sin enterarse de que tal estudio no existe más. La OMS misma debió volver entonces el 3 de junio a permitir el reinicio de las pruebas. Y cuando algunos médicos independientes -y con experiencia clínica directa- se atreven a salir a los medios a contar su experiencia con esa combinación, son no solo bajados de internet y presentados al mundo como delirantes o fascistas, sino que además pierden el trabajo sin más

Aquí hay un largo estudio, muy ameno, específico y nada alineado ideológicamente con ninguna de las dos facciones de esto, que muestra a mi juicio muy bien el crimen del tratamiento mediático de la hidroxicloroquina y su conversión en un asunto político y no científico. Los estudios pseudo-científicos que la ortodoxia covid ha presentado contra la droga han sido pulverizados en reiteración real aquí. Considere por usted misma si exagero.

Cualquiera que no le tema a ser acusado de “conspiranoico” diría que hay fuerzas muy poderosas en la industria farmacéutica a quienes no les sirve que un medicamento de 10 dólares la dosis sea promovido, poniendo en riesgo la opción de la vacuna.  

Combustible de pánico

Para que la narrativa siga, debe mantenerse su combustible principal, que es el pánico. Aquí alcanza con un ejemplo. Se trata de sustituir a los personajes titulares, enfermos y fallecidos reales, por sustitutos de cartón piedra: ciudadanos positivos a los testeos PCR. 

Ejemplo. BBC titula: “Se impone la máscara obligatoriamente a los parisinos, ante ‘innegable brote’”. La nota habla de más positivos. No menciona el feliz ausentamiento de muertos. Y anuncia: “Las mascarillas se volverán parte de la vida normal para los alumnos franceses de 11 años y más. La OMS ha recomendado el uso de mascarillas en la escuela desde los 12 años. Las mascarillas se requieren ya en la mayoría de los espacios públicos cerrados, y serán obligatorias en los lugares de trabajo desde el mes próximo (septiembre)”. 

Pero el razonamiento de la BBC -vinieron los contagios, hay que encerrarse de nuevo- tiene un problema grave.   Tomemos el caso de Francia, pero esto puede hacerse para toda Europa a 28 de agosto, cuando termino esta nota. Mientras a comienzos de abril a un pico de 5000 casos diarios en ese país correspondían unas 1100 muertes diarias, hoy a un número de 6000 casos diarios no corresponde prácticamente ninguna muerte (variable, pero siempre menos de 20 diarias, con días sin ninguna o con una sola). Debajo, los dos gráficos: arriba los casos, debajo las muertes.

Ambos gráficos obtenidos de worldometers.info actualizados al día 27 de agosto 2020

La explicación puede ser múltiple: (a) la gente solo puede morirse una vez sola. Las víctimas iniciales, que constituían una población especialmente vulnerable, ya no está viva; (b) el virus ha bajado su letalidad; (c) la cantidad superior de tests arroja más positivos; (d) los kits que se están usando tienen una cantidad importante de falsos positivos; (e) los sistemas de salud han mejorado su manejo de los pacientes y tienen menos mortalidad. Estas y otras razones pueden contarse. El hecho es que la prensa sigue presentando la situación como si fuese un calco de la de marzo y abril, y pronosticando cierres, cuando aun no existen razones para ello -esto no implica que no existan en setiembre u octubre: solo afirma que no existen hoy. 

La opinión de dos médicos verdaderamente de primera línea puede ayudar aquí. El jueves pasado invité a cenar a un amigo cercano de toda la vida, médico intensivista que ha tratado varios casos de Covid-19 desde el principio de la pandemia, entre ellos a los pacientes del crucero famoso. Entre mucha información de detalle que quizá quede para otra nota, cuando tratábamos el tema del actual uso mediático del test PCR, me dijo “ese test no puede usarse así, porque hay en el mercado muchas versiones escasamente confiables y que son de eficacia dudosa, no testeadas independientemente contra muestras confiables, y además es sabido que existe una cantidad no siempre determinable de falsos positivos”. Algo parecido dicen incluso experimentados especialistas en el uso del test. Y conste que aquí no estoy siquiera entrando en las versiones más extremas, que hablan de “no hubo nunca ni aislamiento ni purificación” de este “supuesto nuevo virus”, etc. Pese a lo cual, la ortodoxia covid basa casi toda su estrategia en anunciar catástrofes inminentes. En fin, en este conocido video, el Dr. Luis De Benito, ampliamente experimentado en la epidemia en Madrid, se ríe en cámara repetidamente de los intentos de la periodista de asustar con los PCR positivos, y agrega, literalmente: “Lo que tengo muy claro es que hay una maniobra para confinar a la gente ahora en setiembre, haciendo ver que hemos sido muy irresponsables durante el verano” (minuto 4:43). Llámese a estos dos médicos de primera línea de “conspiranoicos”. 

Ideologización

Hay al menos dos formas en que se ideologiza este virus. Una es la forma siniestra en que algunos políticos lo convierten en un arma propia, con el fin de perjudicar a sus rivales políticos, sin importarles que las acciones y medidas que toman a cuenta del virus generen miseria, pobreza y aun muerte. Es el caso nauseabundo de la política estadounidense, en la que no entraremos, pero que determina el curso global de la ortodoxia covid hasta, al menos, que se resuelva la elección de noviembre. Es posible conjeturar que, de acuerdo a ello, esta “pandemia” tendrá una intensificación conveniente a la forma ideológica que la dirige, entre setiembre y noviembre, de modo de continuar generando más y más caos en Estados Unidos previo a la elección. Y luego, casi milagrosamente, entre fines de diciembre y enero, se disipará. Si todo sale bien políticamente, el discurso de miedo y control será aflojado, aunque se tendrá buen cuidado de mantener cerrada a cal y canto cualquier posibilidad de llamar a responsabilidad penal a los obvios responsables principales de lo que haya ocurrido. 

La segunda forma puede ser subdividida a su vez en dos. Una de ellas es la menos simpática: toda clase de personalidades de sesgo autoritario y colectivista, sienten o intuyen que la imposición de esta cacofónica “nueva normalidad” es un avance hacia oscuras cosas que siempre anhelaron: mayor concentración de poder en el Estado; más dirección central de la sociedad; más autoritarismo a partir de un pensamiento doctrinario y dogmático; mayor rol de una casta tecnocrática y burocrática. En los países donde este tipo de ideología está parcialmente aunque sea en el poder -España, Argentina…- han impuesto políticas autoritarias draconianas so pretexto de combatir el virus. En los países donde no lo está, como oposición han tolerado o impulsado la narrativa de ortodoxia covid, sintiendo que su imposición es la que mejor conviene a su causa ideológica.

La otra forma es más interesante, a su modo conmovedora. Es una cantidad de gente bienintencionada que, alertada sobre los inconvenientes del sistema capitalista tal como es, ven la irrupción del corona como una gran oportunidad para “resetear el sistema” y “cambiarlo hacia un sistema mejor”. Una de las formas en que se manifestó al principio esta actitud fue como duda y esperanza. Interrogados por mí algunos de quienes sostenían esta actitud, acerca de cuál sería ese modelo alternativo que la corona solar del virus estaría anunciando en su alborada, básicamente respondieron con evasivas y sugestivos encogimientos de hombros. Sus respuestas, descontada la inflación emocional que implicaban, era algo así como “cualquier cosa sería mejor que esto, o sea que está bueno, aunque no sepamos qué es lo que vendrá después”. Esta ilusión de que esta pandemia es el comienzo de una humanidad mejor, menos egoísta, más ecológica y menos consumista, es posiblemente un espejismo -al menos en el corto y mediano plazo. 

Las ilusiones de “fin del capitalismo” son los conceptos mesiánicos que sustituyen una política real de reforma y mejoramiento, la única realmente posible. Mientras ésta no se encare, y en cambio se siga creyendo en las angélicas visiones de la ONU, la OMS, y organizaciones similares, podridas hasta los huesos por la financiación condicionada que lo más concentrado y desigual del capitalismo les provee a cambio de fijar las agendas globales, seguirá ese peor capitalismo financiando esas agendas utópicas. 

Cuando los recursos que se están aspirando, so pretexto de pandemia, terminen de fluir hacia sus destinatarios, y cuando la población se vaya despertando, de enero de 2021 en adelante, con su sistema normativo adaptado al nuevo capitalismo de vigilancia que vemos instalándose, podrá ir haciendo su balance y notar que lo compraron con una ilusión. En lugar de más libres e igualitarios, amaneceremos a un mundo menos libre, más desigual, más dependiente de los poderes de arriba, más censurador de la disidencia, menos dispuesto a educar en el pensamiento crítico, más medicalizado y tecnocratizado, y con las secuelas de largo plazo de una discusión entre nosotros de la que los principales beneficiarios de esto nunca participaron. ¿O habrá una lucha masiva para que eso no ocurra?

Quien piensa que decir todo lo anterior es negar la existencia del virus, o de la enfermedad, debe revisar su lógica, porque está pensando todo al revés: es gracias a la real existencia del virus -sea manufacturado como dicen algunos científicos, o de emergencia casual, como dice “La Ciencia”- que se pudo montar este crimen contra la humanidad, compuesto en un gran porcentaje de manipulación psicológica. Se la ejerce de hecho sobre todos nosotros, una población a la que, primero y durante décadas, se le ha reducido la educación crítica. Volvamos a pensar por nosotros mismos, en lugar de limitarnos a repetir la cantinela de la tribu, la ortodoxia covid.