ENSAYO

Por Mariela Michel

Muchos nos encontramos hoy hundidos en un silencio lleno de palabras que retumban en las conversaciones cotidianas, pero que no llegan a dar respuesta a nuestras preguntas no formuladas. Son muchos los interrogantes no expresados sobre la causa de enfermedades sorpresivas, de fallecimientos repentinos de algunas personas queridas. Las gráficas y las cifras disponibles confirman que no estamos delirando cuando percibimos que algo terrible ha sucedido durante estos últimos dos años, y que ha sido sellado por un feroz silencio impuesto y auto-impuesto. Los datos han sido revelados en esta revista en varias oportunidades, y fueron recopilados recientemente en el texto Silenzio Stampa. Dos años de completa omisión de información por parte de los medios hegemónicos no dejan duda sobre la relevancia de su título. Algo en el aire nos lleva a revivir tiempos que no vivimos, en los que en el aire flotaba una autocontención ominosa y constante, como ocurría durante la época del fascismo. También hoy pocos medios se atreven a desobedecer, a revelar datos vitales. Sin embargo, es esta desobediencia la que nos confirma que estamos cuerdos.

El objetivo de este texto no es reiterar una información que ya fue dada, sino intentar responder a una pregunta que quedó resonando en el silencio: ¿por qué la obediencia? Y la pregunta es más inquietante aún, cuando la obediencia se mantiene a pesar de que está en riesgo la vida propia y la de nuestros seres queridos.  He constatado en mi trabajo con niños pequeños que nacemos en libertad. Fueron ellos quienes me enseñaron, sin dejarme lugar a duda alguna, que la condición humana es la de ser libres, solidarios, empáticos, audaces, inteligentes, divertidos y profundamente afectuosos. Algo debe pasar en nuestro camino hacia la adultez que hace que muchas veces sintamos dificultad para disfrutar plenamente del placer de convivir.

En 1983, Alice Miller escribió su propia pregunta ante fenómenos similares asociados al nazismo, a sus impulsores y a la obediencia debida que lo perpetuó. En la introducción de su libro Por tu propio: raíces de la violencia en la educación del niño leemos una pregunta que he encontrado reiteradamente, con muy pocas variaciones, en las redes sociales con respecto a los acontecimientos recientes: “¿qué podría motivar a una persona a hacer un mal uso del poder de tal manera que causara, sin escrúpulos y con el recurso a ideologías seductoras, la destrucción de la humanidad, un acto totalmente concebible hoy en día?” La pregunta se amplía en su argumentación para comprender también las motivaciones que llevaron a las personas a obedecer mandatos que provienen de figuras que ejercen la autoridad de modo destructivo para aquellos sobre quienes recae su influencia. 

Casi cuarenta años después, parece inevitable volver a hacernos preguntas similares, aunque sería más preciso decir, volver a preguntarnos exactamente lo mismo. También es pertinente reflexionar sobre las condiciones que llevan a las personas a obedecer dictámenes que ponen en riesgo su propia supervivencia. Las razones esgrimidas para seguir preceptos de modo incondicional se asocian con una virtud moral que emana de confiar en las autoridades, que serían siempre, a priori, figuras protectoras. No se cuestiona el supuesto de que las autoridades siempre tienen el objetivo de velar por el interés colectivo, a pesar de que no cabe duda de que, en los hechos, frecuentemente éstas subordinan el bien común al interés propio. El principio de contradicción no siempre opera cuando de autoridades se trata. El presupuesto de que toda autoridad, por el solo hecho de ocupar un lugar de poder, tiene siempre ‘la razón’, en el sentido literal del término, sería razón suficiente para justificar la obediencia por la obediencia misma. Deja entonces de ser necesario exigir explicaciones o argumentos lógicamente coherentes, pues estamos ante un acto de obediencia de figuras idealizadas que, de algún modo, recuerdan a las figuras parentales de la infancia temprana. 

En desarrollo humano, existe una alternativa al respecto, el llamado “cumplimiento comprometido” (commited compliance) de las normas. Ésta es una noción que se utiliza en psicología del desarrollo y que se opone a la obediencia temprana. Con el proceso de maduración neurológico, los niños comienzan a adherir a las reglas mediante el uso de sus habilidades cognitivas. Esto sucede cuando las normas son transmitidas por padres (e incluso educadores) que tienen un “estilo parental” basado en la autoridad, pero no en el autoritarismo. Este estilo puede extenderse a todo tipo de ejercicio de la autoridad que se vale de explicaciones lógicas y bien fundamentadas. De ese modo, quien adhiere a las normas lo hace por su propia voluntad, por manifestar una conformidad a las mismas, luego de haber evaluado sus razones, en oposición a la adhesión por pura obediencia. En el desarrollo del niño, este estilo parental es el que se considera precursor de un crecimiento saludable en todos los aspectos: cognitivo, social y emocional.  

Propongo evaluar en este ensayo la aplicabilidad de las motivaciones que encuentra Alice Miller (1983) a la época que nos tocó protagonizar, desde uno u otro de los roles que desempeñamos, en vínculos que no son entre pares, es decir, que implican una autoridad en algún ámbito. Ésta puede provenir de un médico, de la enseñanza, del liderazgo político o de un ámbito judicial. La propuesta de la autora es que, tanto el despotismo de quienes ejercen un poder autoritario, como la actitud de quienes obedecen ciegamente a ese tipo de poder se basan en el haber sido víctimas durante la infancia de una “pedagogía ponzoñosa”. Su fundamentación se apoya en el estudio de biografías de lideres dictatoriales de la historia como es el caso de Adolf Hitler. Miller dedica varias páginas a repasar el contenido de los manuales educativos y en ellos observa que, en todos los casos, las figuras despóticas fueron ellas mismas objeto de abusos físicos y psíquicos similares a los descritas y recomendados en los textos pedagógicos de esa época. Se trata de formas de enseñanza que recomendaban prácticas humillantes con el objetivo manifiesto de quebrar la voluntad de los niños. En esa época, eran común recomendar la administración de “una paliza”, sin embargo, el hecho de que haya maltrato físico no es un requisito necesario para la definición de la “pedagogía ponzoñosa”. Más importante que las prácticas disciplinarias son los objetivos que éstas persiguen. Por las limitaciones de este texto, me voy a centrar en un solo tipo de “informaciones o creencias falsas” que se busca transmitir a los educandos, a saber, “La obediencia fortalece al niño.”

Las dudas que motivan la presente reflexión son: ¿se persiguen objetivos similares a través de los métodos disciplinario en nuestro medio?; ¿son inofensivas las prácticas para el control del comportamiento aplicadas en las familias y en las instituciones educativas actuales? Es posible que el carácter tóxico de los preceptos transmitidos a los niños de otras épocas y en otras partes del mundo los haya difundido de forma más abarcadora de lo que pensamos. La transmisión de generación en generación de premisas nocivas para el desarrollo sucede de modo inconsciente, mientras no sea reconocido el potencial destructivo que llevan consigo:

“Seguiremos infectando a la próxima generación con el virus de la ‘pedagogía ponzoñosa’ mientras pretendamos que ese tipo de educación es inofensiva. Es aquí donde experimentamos las secuelas dañinas de nuestra supervivencia a la misma, porque sólo podemos protegernos de un veneno si está claramente etiquetado como tal, no si está mezclado, por así decirlo, con helado de crema, acompañado de la publicidad de aquello que te es ofrecido ‘por tu propio bien’.” (Miller, 1983)

¿Libertad, libertinaje u obediencia debida?

En una conversación reciente en un grupo de WhatsApp sobre un suceso de actualidad, surgió de modo explícito el tema de la obediencia, a raíz del gesto del jugador de fútbol E. Cavani, al final del partido del campeonato mundial que terminó con una insuficiente victoria para la selección uruguaya.  El gesto del goleador esta vez también fue certero, pero no arremetió contra el arco del equipo contrario, sino contra un nuevo contrincante, omnipotente y deshumanizado, el que se materializó en la esfinge del VAR. El video que lo registra se volvió viral, y dio lugar a varias discusiones aún inconclusas. En la que me tocó intervenir, surgió una frase que voy a citar de modo anónimo, porque creo que resume bien el punto defendido por la mayoría de los debatientes: “cuántas veces hay injusticias en la vida. Y la educación y los valores nos hacen morder el freno”. Esa reflexión fue un verdadero emergente grupal, porque fue respaldada por todos los participantes en ese diálogo como una pauta de comportamiento que deseaban transmitir a sus hijos y nietos, en este momento difícil para los hinchas deportivos. En realidad, debería decir que la frase recibió el apoyo de casi todos los que intervenían, porque en mi caso, ese comentario despertó una serie de reflexiones que motivaron la escritura de este ensayo. Ese jugador y los otros del equipo sólo debían “morder el freno”, como dictaminó lleno de convicción ese integrante del grupo.

Pero ¿qué significa realmente ‘morder el freno’? Por supuesto, una conquista del proceso de desarrollo humano es saber morder el freno en el momento preciso. Ese es un aprendizaje valioso que se relaciona con el desarrollo del lóbulo pre-frontal del cerebro, una evolución que sucede con mayor rapidez en la infancia tardía o en la adolescencia temprana, como consecuencia de experimentar sentimientos encontrados que actúan como límite.  La expresión catártica física de emociones como el enojo encuentra un límite cuando existen sentimientos de afecto por la misma persona con respecto a la cual sentimos enojo. Paulatinamente, nos vamos dando cuenta de que el dar rienda suelta a un impulso puede lesionar a quienes amamos o afectar valores que, por otro lado, queremos preservar. Pero hay una palabra que si leemos rápidamente podría pasar desapercibida, y es importante darle su lugar en esta reflexión: “injusticia”, en el citado comentario (“cuántas veces hay injusticias…”). Por supuesto que también es necesario morder el freno aún frente a las injusticias, para poder actuar de modo eficaz

al defender la justicia. Sin intentar evaluar el gesto de Cavani, pienso que nos aporta un ejemplo para pensar sobre la pregunta que me importa aquí: ¿cuál es la diferencia entre el autocontrol y la sumisión obediente?  

En este momento, siento que alguien en mi diálogo interno tiene algo que decir. Escucho una voz interior que representa a quienes tantas veces han rebatido mis argumentos sobre una educación que actualmente – en contraste con la educación de épocas anteriores y sobre todo a la imperante en la Alemania previa al nazismo  –    a los niños “no les pone límites”, o cada vez menos límites. A esa voz le respondo que confunde libertad con libertinaje. No hay libertad sin el respeto de los límites que nos impone la presencia de los otros con quienes deseamos relacionarnos. La obediencia no es sinónimo de respeto a los límites, sino de la aceptación acrítica de límites arbitrariamente impuestos por figuras de autoridad. En ese caso, ni los niños con capacidades cognitivas desarrolladas deben obedecer. Ellos también necesitan que les expliquemos las razones de los límites que les imponemos para que puedan adhierir a ellos desde su propio libre albedrío. Lo importante en todo momento es el modo en que ponemos límites, tanto con respecto a los niños como frente a todo aquel con quien nos relacionamos. También es relevante el modo en que respondemos a los límites que nos son impuestos. Pero otra vez, una voz sensata y no exenta de razón me dice que aún no he argumentado de modo suficiente sobre la obediencia ciega que muchos percibimos en la actitud colectiva que, por ejemplo, contribuyó a volver un tabú la evaluación abierta de los efectos adversos de las vacunas Covid. ¿Podríamos atribuir esta forma de ciega obediencia a la educación en una época en la que el nazismo ya pasó a la historia? 

¿La pedagogía ponzoñosa pasó realmente a la historia?

Si planteamos la hipótesis de que esa forma tóxica de pedagogía no pasó a la historia, cabe preguntarse ¿en qué situaciones didácticas se podría observar actualmente un funcionamiento vincular similar al que existía en la época del nazismo en Alemania? Una vez más, pienso que una clave la podemos encontrar en el texto de Alice Miller. Voy a tomar de su libro dos atributos de dicha pedagogía, que ella menciona como cruciales para impulsar la instalación del nazismo en aquel momento de la historia. Éstos pueden servirnos para evaluar si se encuentran o no presentes en las prácticas pedagógicas actuales. Uno de esos atributos es la humillación constante del niño, y el otro la búsqueda del quiebre de su voluntad (will). Coloqué la palabra del texto en inglés, “will”, porque ella forma parte de la expresión que designa el libre albedrío en ese idioma (free will), un importante componente asociado a los conceptos de libertad y autonomía del ser humano. 

En otro texto de esta revista, hice referencia a lo que denominé “el discurso encubridor”, que se refiere a una estrategia semiótica que observo en esta época. La misma consiste en ocultar prácticas que lesionan los derechos humanos con cambios en el lenguaje utilizado para designarlas. Por ejemplo, la defensa de los derechos feministas actualmente hace hincapié en un cambio de letras en algunas palabras. El llamado constante de atención sobre el lenguaje, el esfuerzo que requiere el mantener esas alteraciones discursivas extremadamente complicadas para su aplicación práctica, requiere una energía y dedicación que puede obstaculizar la evaluación de la real incidencia de las reivindicaciones feministas en la vida cotidiana. Algo similar sucede en la publicidad, por ejemplo, cuando se utiliza la palabra “natural,” para referirse a productos que se caracterizan por su evidente artificialidad. 

De modo similar, aquel método disciplinario que en tiempos anteriores se denominaba “penitencia” ha sufrido un cambio terminológico para pasar a denominarse actualmente “tiempo fuera” o, en lenguaje infantil, “sentarse a pensar”. Y la pregunta es: ¿en qué otra cosa puede pensar un niño sentado a la vista de todos en un banquito, sino en la humillación que eso le produce? Doy fe de que ninguno de los niños con los que he conversado luego de haber pasado un rato pensando excluido de alguna actividad, llegó a la conclusión de que había actuado mal. Todos, sin excepción, llegaron a la conclusión de que habían sido castigados injustamente. Y siempre, luego de no haber mordido el freno frente a alguno de sus pares que, según el niño pensativo, lo había atacado sin justa causa, tuvieron que resignarse a morder el freno ante la desmesurada injusticia de una autoridad omnipotente en relación a ellos. En ningún caso las autoridades educativas preguntaron al niño si él pensaba que la medida que se les había aplicado era justa. No importa lo que piensa el niño. Toda medida de una autoridad educativa es siempre justa, aún en los casos en los que de hecho haya una flagrante injusticia. Tal como sucede con los jueces de fútbol. Lo que importa es que se acate, para que el proceso educativo siga funcionando sin los problemas que le ocasionan, nada más ni nada menos, que los niños.

Veamos este otro ejemplo. “Quedate aquí en la dirección un rato, porque insultaste a tu compañero y le dijiste que era un milico.” Eso fue lo que le dijo, durante un juego que involucraba disfraces, una educadora a un niño, en una oportunidad que presencié.  Arrastrada por la vehemencia de sus propias palabras, absorta en su gesto defensor de un niño aparentemente agredido, la esforzada educadora no pudo escuchar la respuesta del niño acusado: ‘yo le di el gorro de milico, porque él quería disfrazarse de policía.” “Pero, tú lo insultaste, le dijiste milico,” repetía ella sin escuchar razones de ninguno de los dos niños. No hubo caso, la connotación negativa de la palabra ‘milico’ para esa educadora era tan fuerte, que le impidió entender que para ambos niños en el supuesto conflicto, la palabra en función del contexto en el que ellos vivían, solamente quería decir ‘policía.’  Ese signo no tenía, a causa de su corta edad, ninguna connotación peyorativa, ni menos aún dictatorial. Pero el niño en la dirección permaneció un largo rato, tan largo como para que él pudiera sentir en su cuerpo esa injusticia que se le hizo vivir y, mientras pensaba, pudo atribuirla al color de su piel. “La educadora me discrimina, me castigó porque soy negro”, me dijo cuando pude conversar con él.  

Otra de las prácticas que constaté son comunes es cambiar la amenaza de maltrato físico por la amenaza de llamar a los padres. Esto termina siendo también un cambio terminológico, porque la paliza la reciben igual. Quien llama a los padres para reportar un mal comportamiento sabe que muchos padres no tienen a su disposición otro recurso pedagógico que propinarles una buena paliza y, a veces, ese castigo se vale del uso del cinturón. 

En mi propia experiencia, la mejor educación que mis padres pudieron pensar en darme fue una educación bilingüe y con doble horario, en un prestigioso colegio privado, en el que me desempeñaba con buenos resultados y buena conducta. Un día, llegué a la conclusión de que la injusticia era allí el pan cotidiano. Las detenciones de los sábados (Saturday detention) era algo que hasta ese día habían experimentado mis compañeros. Hasta que una vez, me encontré en ese pupitre sabatino, alejada de los otros niños que estaban en un mismo salón, donde reinaba en silencio profundo. Esa vez, perdí largas horas de una tarde, de ese valioso tiempo libre de los sábados, supuestamente dedicada a pensar. ¿Pero en qué pensaba durante todo ese tiempo perdido? En realidad, no pensé mucho, simplemente sentí la lentitud del tiempo transcurrir de modo doloroso, porque el tiempo libre es especialmente apreciado, cuando, durante la semana, luego de un extenso doble horario escolar, un niño llega a su casa a hacer los deberes para el día siguiente.  Si alguien me pregunta hoy qué fue lo que hice para merecer eso, yo no le sabría responder. Sólo recuerdo el ominoso y pesado ambiente sin sonidos, que oscurecía ese salón, en un día probablemente más luminoso afuera. 

Pero quizás, a causa de esa experiencia, logré entender los momentos en que fui testigo de prácticas semejantes, las que suceden habitualmente, en espacios educativos públicos y privados, en el presente. Recuerdo mi sentimiento, en mi primer día de trabajo en un club de niños en una zona de contexto crítico, cuando escuché nombrar uno a uno a los niños que estaban en una lista de quienes serían excluidos de un añorado paseo por su mala conducta.  No puedo no pensar que tanto mi educación como la que reciben ellos hoy tiene como finalidad principal la obediencia. Así como yo tenía pocas oportunidades de disfrutar del tiempo libre, esos niños de contexto crítico de la educación pública también son privados de lo que la vida más los ha privado: de paseos y de juego despreocupado. No me puedo convencer de que tanto en mi infancia como en la de los niños con los que trabajé hasta hace poco tiempo de varios contextos, esa pedagogía no tenga entre sus principales objetivos el grabar en pequeños cuerpos maleables la obediencia ciega a la autoridad, y el debilitamiento del libre albedrío. Personalmente, agradezco que mis padres un día comprendieron que en ese colegio al que había concurrido varios años de mi vida no habían llegado siquiera a conocerme. No sé qué hubiera pasado si ellos hubieran apoyado la arbitrariedad de los castigos que allí se aplicaban de modo habitual. La obediencia se aprende minuto a minuto, en momentos interminables dedicados a no pensar, dedicados a morder, pero no a morder el freno, sino el sabor amargo de la injusticia. Una penitencia es siempre injusta, porque ningún niño actúa mal ‘pensando’ que está actuando mal. En realidad, ningún niño actúa mal pensando. Tampoco puede pensar en retrospectiva. Por eso, toda penitencia es injusta, aunque no sea ante un Dios omnipotente, sino ante un ser humano todopoderoso, al menos en relación a un niño. Y en esos casos, que son frecuentes en la educación, poco puede desarrollarse el libre albedrío. 

Por eso pienso que la autora de Por tu propio bien (Miller, 1983) tenía razón. La clave está en la pedagogía que esconde un veneno disfrazado de buenas intenciones. Poder reconocer el veneno y etiquetarlo como tal nos permitirá protegernos de él, dejar de beberlo en el presente de nuestra vida adulta como si fiera una dádiva inofensiva de quienes quieren cuidarnos ‘por nuestro propio bien’.


Nota

1 Miller, Alice (1983) For Your Own Good: Hidden Cruelty in Child-rearing and the Roots of Violence. New York: Farrar Straus Giroux.