PORTADA

Por Aldo Mazzucchelli

Me acuerdo de una conversación en cierto patio trasero del Departamento de Estudios Ibéricos y Latinoamericanos de la Universidad de Stanford. Ese patio tiene un cerco verde en círculo, prolijamente cortado siempre, que encierra tres bancos de madera. Todo está, a su vez, inscripto en un pequeño cuadrado, y rodeado de senderos sombreados por tres lados, y una galería encolumnada del otro. Es uno de los múltiples espacios, cuidadosamente enjardinados, que quedan entre edificio y edificio en el campus. Estar en ese campus siempre me ha producido un efecto de realidad intensificada, lo mismo que todo el espacio circundante. El centro global de la virtualidad es un sitio intensamente real. Es un laberinto delicado, precioso, inabarcable. En los cuatro años que viví allí lo recorrí incesantemente día tras día, en todas direcciones, y nunca sentí que conociese ni siquiera la mayoría de sus misteriosas conexiones.

Patio del Department of Iberian and Latin American Studies. Universidad de Stanford, marzo 1 de 2020

En ese “hortus conclusus” del Departamento, aludiendo a la necesidad de encontrar una referencia administrativa recóndita, el profesor Richard Rosa -un hombre alto, inteligente, densamente tímido, con un rostro donde todas las razas de la tierra habían confluido de golpe- dijo: “No te preocupes. Ese documento también está en internet. En alguna parte. Solo hay que googlearlo.” Se rió divertido, con una boca tan desarreglada que sería para siempre inolvidable, pero también nervioso. Todos los demás también lo hicimos. Así fue como aprendí que existía la palabra “googlear”. 

Nos dábamos cuenta de que la idea de que todo estaba en la red era rara, y prometía mucho, aunque no se sabía bien qué. El siglo veintiuno casi no había arrancado aun, y el énfasis de que todo podía encontrarse allí aun resultaba una novedad graciosa. En el laberinto enjardinado del campus, teniendo que llegar en hora a reuniones, clases o conferencias en toda clase de lugares desconocidos, rápidamente aprendí que con Google Maps podía orientarme para llegar sin pensarlo a cualquier parte.

El cambio mencionado parece denunciar que Google ya no está comprometida particularmente con los ideales de imparcialidad e independencia originales.

Google, fundada por Larry Page y Sergei Brin, dos estudiantes de doctorado de esa misma universidad pocos años antes, se había mudado de su cueva original en Menlo Park, a Palo Alto -la ciudad más cercana al campus mismo—. Una tarde una amiga me presentó brevemente a Page en una pizzería de Palo Alto que vendía una cosa gloriosa llamada pizza “chicago style”. Un tipo flaco y tímido con aspecto ensimismado del que no logro recordar más nada. Google todavía no era una compañía que cotizase en bolsa, pero todo el mundo hablaba de ella, y ya le había agregado un sustantivo y un verbo a ese vago lenguaje global, sin país y sin lengua materna, que todos llegamos eventualmente a hablar.

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En 2002, Richard Rosa ni nadie aun sabían que menos de veinte años después, la idea de que algo “está” en internet tendría connotaciones metafísicamente más fuertes que entonces. La situación de virtualización masiva de ciudadanos y ciudadanía propia de estos meses de cuarentenas y encierros nos viene mostrando que ser implica, en creciente medida, estar online. 

El cambio metafísico —es decir, el cambio vinculado a cómo entendemos el Ser, lo que es— consiste en que los pasos dados hacia lo real coinciden con los pasos dados hacia lo virtual. Que el mundo humano -y el mundo de cada especie de seres dotados de algún tipo de sentidos corporales- está hecho de signos lo dijo y analizó definitivamente Charles S. Peirce hace ciento cincuenta años. Pero que el mundo se iba a ir reduciendo progresivamente a sus signos, es decir, intentando eliminar el estorbo de la materialidad, la presencia, la sensorialidad multidimensional de los cuerpos vivos, y se iba a ir encarnando a signos audiovisuales y lingüísticos, artefactos digitales proyectados en pantallas que remedan volúmenes y colores, es algo que no entendíamos aun del todo. No yo, al menos, aunque seguramente si Brin, Page, y muchos en la zona de ciencia informática de varios campus como aquel en el mundo. 

Dieciocho años después, en plena pandemia, tuve un sueño -otra forma de materialidad reducida aparentemente a signos proyectados sobre una especie de pantalla imaginaria interna- en donde todo lo que había en internet tenía adosada alguna línea de código que hacía que apareciese o no en las búsquedas, con independencia de su existencia real en algún servidor de la tierra. Y pocos días después leí que eso existe y que, en realidad, es la base de algo que viene pasando con la comunicación global desde hace unos pocos años. Ese dispositivo, soñado y real, es el que da carta de ciudadanía masiva a trozos de información, de acuerdo a si cumplen o no cumplen con determinadas expectativas ideológicas. 

Todo sigue estando en internet. Por ejemplo, un video ha sido publicado en YouTube, o en un cualquier sitio personal y, por ende, técnicamente existe. Pero si no se puede acceder a él porque las búsquedas no lo muestran, o lo muestran en la página 98 de las 150, digamos, que arrojan en orden jerarquizado los motores correspondientes, entonces nadie podrá verlo a menos que tenga el link exacto a ese video, que deberá ser proporcionado por otra persona que ya haya accedido a él. Nadie, nunca, baja hasta la página 98 de una búsqueda. Si acaso, a la página dos. 

El mecanismo se parece a la R0 de un virus. Google, el buscador principal de la red por escándalo (a enero de 2020, más del 91% de todas las búsquedas se hacen por Google), es un descomunal propagador de bits, hechos, informaciones, virus, antivirus, lo que sea que exista. Digamos que se me ocurre publicar una revista, o un video. Si en lugar de los motores de búsqueda de Google haciendo su tarea imparcialmente sobre ese nuevo ente virtual, deciden no mostrarlo, o hundirlo al fondo de las búsquedas, y yo tengo en cambio que enviarle el link a algunos contactos, los cuales se lo enviarán a otros, la “tasa de reproducción” de ese objeto se reduce sustancialmente. Aun si logramos, como es tan común hoy, que se haga “viral” —véase el premonitorio adjetivo- ese ente virtual, la tasa de reproducción no podrá incluir a millones a quienes el vínculo al video no llegue directamente a sus cuentas de whatsapp o lo que sea. 

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Este mecanismo de edición del mundo, de supresión de algunas cosas que se dicen o hacen, y promoción de otras, por supuesto existe. No solamente existe, sino que es el corazón de los motores de búsqueda de Google. Y Google es el corazón de la internet. Por cierto hay

muchos otros buscadores, pero el carácter cuasi monopólico de Google -que compró YouTube en 2004 y convirtió también así a esa compañía en el sitio por excelencia para compartir material audiovisual- hace que la existencia de otros buscadores no pueda, aun, equilibrar el poder metafísico de Google.

El verbo to goggle refiere a una mirada promimente de asombro: mirar algo con ojos “desorbitados”, diríamos en  castellano. Es también un tipo de antiparras protectoras. El nombre de la famosa compañía eligió sacudir una letra de ese verbo inglés, para darle al nombre un sonido cercano, pero cuya vocal agregada, que suena a una u, remite al asombro, a la desmesura. Pero me llama más la atención el componente de las gafas protectoras, porque esa es la idea original y genial, la que transformó la realidad. La idea que posibilita el impacto metafísico de la nueva política en red. 


El buscador de Google, en efecto, nace de la idea de jerarquizar lo que existe virtualmente. Funciona como un par de gafas o antiparras que permiten ver algunas cosas, pero ocultan otras.

En lugar de contar meramente de modo lineal cuántas veces aparece un término o elemento en un sitio, el algoritmo de Google nació más inteligente, puntuando la relevancia de una página al medir qué tanto es referida por otras páginas, y qué tan relevantes son a su vez esas otras páginas para el concepto en cuestión. Con el tiempo esto se fue refinando largamente. 

Según un ingeniero senior de Google que desertó y se convirtió en “whistleblower”, a partir de 2016 Google decidió “cambiar totalmente la filosofía de la compañía”. Poner en primer plano el terminalmente manipulable concepto de “fake news”, y comenzar a censurar determinados contenidos. Esto lleva a controlar de hecho buena parte del paisaje informativo de internet. La compañía no te avisa que te está ocultando algo. Simplemente, ha manipulado de modos crecientemente complejos el modo en el cual puntúa la relevancia de una información, permitiendo que en ello entren consideraciones totalmente político ideológicas. Como consecuencia, la realidad dejó de ser la de búsquedas relevantes de acuerdo al comportamiento de los usuarios de la red, es decir, respetando esa neutralidad básica del interés de los que buscan, y pasó a reflejar y promover la línea política de la compañía. 

Google está obligado a proporcionar determinada información a agencias y gobiernos, de lo que la compañía da cuenta oficialmente. Sus directivos han acordado ahora, como lo menciona una nota que hemos comentado ampliamente el número anterior de extramuros, colaborar con el establishment norteamericano -con el que habían mantenido antes relaciones difíciles-, y brindarle a sus múltiples agencias de custodia de la ley toda clase de información privada de los usuarios de internet. 

El cambio mencionado parece denunciar que Google ya no está comprometida particularmente con los ideales de imparcialidad e independencia originales. Primero mantuvo relaciones difíciles con las autoridades de China, que le impedían crecer libremente dentro de ese enorme mercado. Pero después de haberse “ido de China” oficialmente, y coincidiendo con lo revelado por el ingeniero desertor sobre el cambio de línea, en la primavera boreal de 2017 Google comenzó el proyecto Dragonfly. El sitio The Intercept descubrió y reveló al mundo que la compañía norteamericana “planea lanzar en China una versión censurada de su motor de búsqueda, la cual mandará a una lista negra sitios web y términos de búsqueda sobre derechos humanos, religión, democracia, y protesta pacífica.” 

En una audiencia ante el senado norteamericano que ocurrió hace menos de un año (en julio de 2019), uno de los senadores le dijo a los oficiales de Google comparecientes: “Ustedes no tienen problema en censurar para el régimen opresivo y autoritario chino. No tienen problema en hacer desaparecer cualquier mención a Tiananmen, en ayudar a que el gobierno chino mantenga el control de toda la información dentro de su país, ni tienen problema en ayudarlos a controlar el flujo de la información entre sus propios ciudadanos. No tienen problema en hacer nada de esto. ¿No llamarían ustedes a esto censurar en base a una agenda ideológica?” El Vicepresidente para las Políticas Públicas de la compañía, Karan Bathia, atinó a responder que el proyecto Dragonfly ya había sido abandonado por Google. Pero al mismo tiempo se negó a prometer que no retomarían proyectos similares en China en cualquier momento. “A lo que puedo comprometerme es a que, si retomamos proyectos en el mercado de buscadores en China, lo haremos consultando primero a accionistas clave”.

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La necesidad de “googlear” el mundo con ojos desorbitados ante la riqueza de una información que se ofrecía libre y limpia ha terminado. La generación de Brin y Page no es ni siquiera la primera generación de creadores de computadores masivos, la de Jobs o Gates. Aquella era una generación que, como lo explica muy bien Fred Turner en este memorable podcast, pese a haber vuelto sus ojos a los negocios, estaba aun fuertemente informada por los ideales de la generación hippie de libertad e igualdad irrestrictas. Aquel liberalismo real de la internet inicial, la que todos hemos conocido hasta hace poco, es historia.

El cambio que se está viviendo tiene, a su modo, dimensiones metafísicas. Se está redefiniendo qué es lo real, qué tiene derecho a existir en ese piso superior e inabarcable de la vida que es la virtualidad. El antes llamado “espíritu” -soplo, Geist, fantasma, cosa intangible y aérea- encontró una nueva forma de encarnación en la condición electrónica y lo virtual, y amplió los límites de lo real a una dimensión antes inconcebible. La peor cara de la política -dinero y manipulación para mantener y ampliar el poder- ha llegado a ello, y la discusión que estamos teniendo es, si todo sigue por donde va, acerca de lo que tendrá derecho a existir en poco tiempo.

Todo está sufriendo un reacomodamiento, y las relaciones mutuas del mundo se reorganizan. Así como lo virtual es lo real, el cuerpo pasa a ser algo cada vez más ajeno, un objeto. Aflige al cuerpo el problema de estar ligado a lo irremisiblemente individual, mientras que la realidad que está llegando es impersonal y no individual. El cuerpo va siendo editado para hacerlo responder a conceptos grupales. Cada vez más se lo entiende en términos de pertenencia a un grupo, y cualquier cosa puede hacérsele, porque ya no soy mi cuerpo sino un “yo” que habita más bien en sus signos y extensiones virtuales. Crecientemente, me voy volviendo un nodo de signos alimentado eléctricamente. El cuerpo físico se vuelve meramente una de mis extensiones. Esa es la inversión, el quiasmo: lo que era virtual se va volviendo real, y lo que era real se va volviendo virtual. Vamos hacia un cuerpo de diseño, un cuerpo político, un cuerpo ideal que consista de signos manipulables. Se ha editado su sexualidad para hacerla una cuestión de política identitaria, su alimentación para hacerla una guerra ideológica entre sectores de la industria alimentaria, y ya se avanza, por ejemplo, en la interfaz cerebro-máquina que me permita deshacerme aun más de las funciones sensoriales externas del cuerpo. 

El problema con esta realidad promisoria e inabarcable es que, como en el caso de los jardines del campus mencionado al principio, hace falta guía para navegarla y poder habitarla. Si esa guía se ensuciase definitivamente de política perversa, sería la vida misma que pudimos haber tenido la que estaría siendo escamoteada.

Sección del campus de la Universidad de Stanford visto en Google Earth