PORTADA

¿Cómo evaluará la historiografía a Tabaré Vázquez, su obra de gobierno, su significado histórico? No es interés de este artículo proyectar una serie de consideraciones sobre el mismo, sino mas bien analizar brevemente algunas de las características que la cultura nacional, las ideas predominantes, la tradición de la academia historiográfica, suele volcar sobre las figuras más importantes.

Por Diego Andrés Díaz

Una de las particularidades que se han dado en la democracia uruguaya es que dos presidentes de la historia reciente han logrado ejercer la titularidad del poder ejecutivo en dos períodos: Julio María Sanguinetti (en los períodos 1985-1989 y 1995-1999) y Tabaré Vázquez (2005-2009 y 2015-2019). Repitiendo en algún sentido esta condición que ostentó José Batlle y Ordoñez -aunque la elección de este era indirecta y sin voto universal- las diferencias entre estos dos últimos es poca, pero relevante: Tabaré Vázquez alcanzó la presidencia obteniendo altísimos niveles de votación como candidato único, mientras que Julio María Sanguinetti fue el candidato más votado dentro de las colectoras que representaban la vieja “ley de lemas”. Más allá de esto, los tres presidentes que han logrado repetir su mandato tienen notorios elementos similares entre sí: un evidente arraigo popular, una impronta urbana, de clases media, montevideana, donde el rol del estado tiene un papel protagónico.

El reciente fallecimiento del dos veces presidente de la República, Tabaré Vázquez, puede representar un disparador interesante para reflexionar sobre los procesos culturales que construyen la idea que una sociedad tiene de sus figuras más relevantes, y esa idea supone necesariamente que se inicia desde ahora un periplo sumamente complejo, que es la construcción histórica de su figura, que va a significar, indefectiblemente, un trabajo académico, pero también político; de análisis pero evidentemente, también, de valoraciones, que van a ir entretejiendo los relatos del pasado con el futuro, moldeando nuestra idea de su figura y obra, en la proyección hacia nuestro pasado de génesis nacional y de proyección.

¿Cómo evaluará la historiografía a Tabaré Vázquez, su obra de gobierno, su significado histórico? No es interés de este artículo proyectar una serie de consideraciones sobre el mismo, sino mas bien analizar brevemente algunas de las características que la cultura nacional, las ideas predominantes, la tradición de la academia historiográfica, suele volcar sobre las figuras. Es además importante señalar que en esta larga elaboración que sobrevendrá de ahora en más, se yergue sobre las demás consideraciones las proyecciones identitarias que pueden simbolizar su figura, y su consiguiente poder como cultura política con consecuencias en los más variados aspectos, desde el acceso al poder estatal sin más, a la idiosincrasia que predomina de lo que se supone que somos como sociedad. En un país donde las tradiciones políticas se han ido articulando al legado de figuras y personalidades -incluso personalismos-, este factor es demasiado importante para dejarlo de lado.

La construcción de los relatos sobre el pasado es un tema que he venido desarrollando en diferentes artículos en nuestra revista. La lucha por el pasado supone la lucha entre ideas del presente. El historiador puede dedicarse al estudio del pasado, pero es notorio que existen ciertos temas en los cuales, más allá de ser competente, debe presentar otras credenciales: debe explicar desde que punto de vista habla, que es lo que piensa y que es lo que busca, y en algunos casos tiene un sentido de opinión, su opinión.

Es evidente que varios aspectos de los gobiernos de Tabaré Vázquez representan factores inaugurales, y que manifiestan un quiebre, un cambio. Para empezar, es el primer presidente de la historia del país que representa una coalición de fuerzas de izquierda por fuera de los partidos fundacionales, que logra una victoria electoral inobjetable con altísimos niveles de apoyo popular y altísimas expectativas sobre las transformaciones.  Para fuerzas ideológicas donde el factor de ruptura, de revolución, incluso de refundación, tienen un rol crucial como identidad que sobrepasa lo partidario, este elemento es central. Lo inaugural, la génesis, en la modernidad, debe tener un carácter radical y fundacional, marcar una “nueva era”, y esto debe ser obra de héroes, de figuras emblemáticas, y de acontecimientos rupturistas. Difícilmente a nivel popular aceptaríamos en nuestras mentes que el proceso de independencia nacional no representa una ruptura total con el pasado –el pasado colonial- sino el resultado de un largo proceso donde una nueva época –el pasaje de la sociedad tradicional a la modernidad- se va instalando. Difícilmente aceptaríamos que la epopeya artiguista es un eslabón más de la entrada de estas tierras a la nueva realidad política y económica del mundo moderno, o que es una guerra civil dentro del Imperio español en decadencia y en retirada ante el predominio británico, tanto político, como cultural y económico. Estas características del relato nacional -que es mayormente aceptado porque representan los orígenes del contrato republicano y que es parte de las reglas de juego lealistas que recorren el sistema de partidos nacional- también aparecen, con otro perfil e implicancia, en la visión que tiene del país de fenómenos como batllismo, como “edad de oro”. Ya volveremos a esto.

Cada análisis del pasado, cada reinterpretación y escrutinio e indagación de este (sea este lejano o reciente) comprometen y cuestionan el sistema de creencias tanto de una nación como de los partidos, de ideologías, de actores sociales. En este ejercicio de cuestionamiento que supone el análisis del pasado, los procesos de construcción de un relato sobre el mismo han tendido mayormente a remendar, soslayar y justificar el edificio de sus convicciones antes que interrogar la historia de sus tragedias, es decir, que generalmente los elementos considerados “oscuros” de la historia de un colectivo son vistos como una mancha negra que se debe evitar.

Este ejercicio de análisis de los relatos históricos del pasado también puede habilitar la realización de un ejercicio de proyección, es decir, de especulación fundada de lo que puede suceder con respecto al legado histórico del “Vazquismo”, a partir de un elemento necesariamente importante: La historia desempeña un rol crucial en los debates nacionales, institucionales, académicos, partidarios, ideológicos, filosóficos, regionales, civilizatorios, globales. La delgada línea entre conocimiento enriquecedor y arma de lucha cultural es tan delgada como interpretaciones de las intenciones se hagan. Todo proyecto de elaboración de una semblanza histórica sea este historiográfico, periodístico o filosófico, se manifieste en programas educativos, plazas públicas, imaginarios sociales, “ismos” partidarios, se transforme en identidades, idiosincrasias, rupturas o continuidades, no deja de ser un proyecto político. Rehace, imputa, reparte, proyecta recursos de identidad y sentido, manifiesta hegemonías, reafirma predominios, como también habilita pactos y reglas de juego. La Historia autoriza y legitima, es un peaje indispensable, para cualquier proyecto político que anhele hacerse con los resortes del poder.

La tradición reformista-republicana

Es poco factible que la cultura hegemónica de la izquierda, que tiene en la historiografía nacional y la academia una de sus secciones mas sólidas e inconmovibles, apele a construir un relato de la figura del Vazquez como un absoluto “año cero”, porque ninguna de sus facetas permitiría construir alguna especie de Robespierranismo local radical con proyección fidedigna y sostenible. Ni las expresiones más radicales del materialismo histórico local han escapado a tejer nexos y elaborar continuidades con el pasado para promover su proyecto político -este punto fue abordado en este artículo de extramuros- ni la idea de sociedad que trasunta el Vazquismo daría pie a tal intento. Especulando, los indicios son lo suficientemente sensatos para afirmar que la historiografía local va a ponderarlo como un nuevo capítulo del reformismo republicano, quizás con otros acentos y matices, ya en una perspectiva de ser otro ícono del progresismo nacional.

La tentación es demasiado grande para que se vaya configurando en el relato histórico de la academia local -dominada por la izquierda progresista- un paralelismo entre el reformismo de principios del siglo XX y la obra de Vázquez. El pasar de los años, además, limará las fronteras entre las obras de su gobierno y las que fueron realizadas en el interregno de Mujica. Incluso no requiere un esfuerzo analítico profundo encontrar en similares fuerzas sociales y económicas a sus adversarios más enconados. No fue difícil que los sectores rurales, por ejemplo, cargasen con el estigma de representar “la oligarquía retardataria” del avance social, ciega al no advertir que el problema histórico del campo era su estancamiento, y que ese estancamiento se debía a la bajísima reinversión, que se debía a que la mayor parte de nuestra “burguesía agropecuaria” no tenía interés de producir más ni de ganar más dinero, debido, claro está, a su fácil renta por el “latifundio”. Ese discurso cerraba -y puede cerrar- redondito: oligarquía retardataria que no reinvierte debido al tipo de propiedad de la tierra, se enfrenta al reformismo del gobierno y sus avances sociales.

 Un ejercicio útil podría ser tomar la cuantiosa literatura académica sobre el primer Batllismo que existe en nuestra historiografía, y trasladar párrafos enteros de los juicios y balances que este recibe de los más populares y citados historiadores del país, solamente cambiando algunos de los protagonistas, algunas fechas, y algunas iniciativas, por algunas de las obras de Tabaré Vázquez. Esta gimnasia – y sus concordancias y facilidad de intercambiar actores y ponderaciones- no hablaría necesariamente de la característica y paralelismo de los presidentes, sino que se referiría mayormente de la evaluación que hace la cultura dominante de los mismos, y como transmite un relato sobre el pasado.

No sería necesariamente difícil conciliar, en sus aspectos más genéricos y superficiales, al Vazquismo en la exitosa tradición del reformismo uruguayo -a la cual todos parecen querer alinearse en mayor medida- cuando uno analiza las caracterizaciones que este ha recibido en las obras historiográficas más influyentes del país. Lo interesante radica en como se han valorado aquellos cambios en clave estatista, aquellas “realizaciones”, y como serán evaluadas en el tiempo las de Tabaré Vázquez. El tiempo -y el relato historiográfico sobre los acontecimientos- puede hacer de un Plan Ceibal, ANCAP, un sistema de cuidados, FONASA, o los “cambios de ADN” en la educación; la representación de una reforma histórica -es decir, una nueva era “reformista” o “Modernizadora”, o un profundo fracaso, por poner los ejemplos de valoraciones más radicales.

Los intelectuales y académicos han demostrado representar un grupo que adhiere al reformismo y especialmente, al estatismo. Los historiadores no han escapado a esta tendencia donde los premios -de renta, poder y casta brindados por el poder político y el estado y descriptos en este artículo– son demasiado apetecibles, demasiado importantes. Señala acertadamente Hans H. Hoppe que “los intelectuales son ahora típicamente empleados públicos, aunque trabajen para instituciones o fundaciones nominalmente privadas. Casi completamente protegidos de los caprichos de la demanda del consumidor, su número ha aumentado dramáticamente y su compensación está, por término medio, muy por encima de su valor genuino en el mercado. Hay excepciones pero, si prácticamente todos los intelectuales son empleados en las diferentes ramas del estado, no debería ser sorprendente que la mayor parte de su más voluminosa producción, por comisión u omisión, sea propaganda estatista?”. La construcción de una historiografía nacional a futuro sobre estos temas va a estar necesariamente condicionada por esta circunstancia, con evidentes implicancias en la consagración de miradas identitarias nacionales, programas educativos, el nomenclátor institucional, valores, tradiciones, y un larguísimo etcétera.

En última instancia, todos estos elementos se inscriben en la lucha por el futuro del pasado como vehículo político, de las diferentes fuerzas políticas nacionales.

Lo que evidencia este elemento, es algo que ya fue referenciado en algunos artículos anteriores, sobre la construcción del relato del pasado nacional y su incidencia en la idiosincrasia dominante. Este, es funcional a los proyectos centralistas, urbanitas, progresistas, y con especial hincapié, estatistas. El debate a futuro sobre el Vazquismo no deja de representar otro capítulo de la larga lucha sobre el pasado.

Y este capítulo empezó hace rato.