ENSAYO
Por Santiago Cardozo
1.
La escuela y la literatura, para comenzar circunscribiéndonos a un ámbito determinado, mantienen un relación extraña: la segunda aparece como un “espacio” de recreación que la primera se da para ocupar cierto tiempo semanal antes de finalizar la jornada de estudio y comenzar el fin de semana: los viernes después del recreo, espacio ocioso que ya no tiene valor académico sino de esparcimiento y relajación, en el cual se suspende la propia lógica escolar, la lógica de la evaluación y del trabajo serio.[1] En el mejor de los casos, por medio de la vía lúdica, la literatura parecería asumir un estatuto (presumiblemente) estético, que justificaría su estudio desde el momento en que “abre la mente” a mundos imaginados (la sempiterna metáfora de la llave), puesto que trae a lo propio aspectos de otras culturas, de “otros mundos”, que no conoceríamos de no ser por la ficción y, argumento infaltable, amplía el léxico, caballito de batalla de la relevancia del abordaje de la literatura en el aula escolar, de su tratamiento como instrumento para obtener un saber que habrá de servir para otras cosas (saquemos a la luz los escondidos efectos despectivos del sufijo –aje en el sustantivo abordaje, que no funciona, en la gramática, como machaje, pichaje, planchaje, etc., pero que aquí, según quiero sostener, posee un sentido peyorativo como el presente en estos tres sustantivos, porque abordaje carga con una desvalorización inadmisible, con una simplificación e instrumentalización de los textos literarios contrarias a lo que defiendo en este breve ensayo).
La cuestión lúdica de la literatura es, en el fondo, una cuestión de distribución de los tiempos pertinentes e impertinentes: los viernes después del recreo son la figura de una indiferencia que divide el ámbito político de la escuela en las “cosas importantes” (básicamente, todo lo que no es literatura y el resto del tiempo de la semana) y las “cosas secundarias”, marginales, llegado el caso, residuales, de la práctica de la lectura escolar. De este modo, la literatura no llega nunca a asumir su carácter político, en el sentido de Rancière:
La política es la constitución de una esfera de experiencia específica donde se postula que ciertos objetos son comunes y se considera que ciertos sujetos son capaces de designar tales objetos y de argumentar sobre su tema. Pero esta constitución no es un dato fijo, basado en una invariable antropológica. El dato sobre el que se apoya la política siempre es litigioso.[2]
Sobra decir que en la escuela y, en menor medida, en el liceo, no se entiende la política de esta manera, por lo que, en este sentido, tampoco se concibe la literatura como política. La propia expresión “política de la literatura”, en los términos de Rancière, carece de significado en el ámbito escolar y liceal, o al menos así ocurre de manera general:
La expresión “política de la literatura” implica, entonces, que la literatura interviene en tanto que literatura en ese recorte de los espacios y los tiempos, de lo visible y lo invisible, de la palabra y el ruido. Interviene en la relación entre prácticas, entre formas de visibilidad y modos de decir que recortan uno o varios mundos comunes.[3]
Lejos, pues, de una “política de la literatura”, en la escuela tenemos un conjunto de textos literarios utilizados para ilustrar fenómenos del lenguaje de acuerdo con las prescripciones marcadas por el programa, dejando en el silencio el análisis estilístico de dichos textos y la riqueza de las funciones del lenguaje. El uso más habitual, más consensuado, de la literatura es aquel que extrae fragmentos de los textos literarios para la enseñanza de cierta zona de la gramática o de una ridícula pragmática que se interroga por la intención del autor como elemento central para definir el sentido de lo que se dice, dejando completamente de lado el propio lenguaje puesto en juego, su materialidad significante. Así, en cierto momento le toca a la diferencia entre los pretéritos (perfecto simple e imperfecto); en otro, es el turno del uso de los adjetivos calificativos como modificadores (descriptivos) del los sustantivos; más tarde se hace cierto énfasis en los pronombres para ilustrar los diversos procedimientos de cohesión, en fin. Nada de esto está mal como estrategia para la enseñanza de la lengua; no es mi propósito realizar una crítica a esta forma de trabajar, que, por lo demás, goza de una extensa, provechosa y aceptada tradición. El cuestionamiento viene, más bien, por el lado de que el uso de la literatura para la enseñanza de la lengua, tal como lo he descrito someramente, impide ver su carácter político, de manera que, como resultado final, el propio lenguaje termina siendo olvidado.
2.
Con una incuestionada naturalidad, sin que nada llame la atención, se suele diferenciar la práctica de la lectura cuando se acomete un texto de Historia o de Geografía de la práctica lectora cuando se aborda un cuento o un fragmento de una novela. En este sentido, nadie duda del carácter lingüístico de la literatura, aunque terminemos siendo poco consecuentes con él, con todo lo que implica esta “esencia verbal”, máxime si se tiene en cuenta la reducción a la que se lo somete (la enseñanza de la lengua a la que aludí arriba). Menos obvia resulta –y, por ende, más obvia es su desconsideración– la condición literaria del lenguaje, entendiendo por esto la demanda de interpretación que todo decir lanza al sujeto que lee (en sentido amplio) y que, por ello mismo, lo constituye como sujeto.[4] Así pues, por un lado, la dimensión lingüística del lenguaje, decíamos, que forma parte de una evidencia primera cuyas consecuencias, sin embargo, están lejos de aparecer como derivadas de la hechura verbal del discurso; por otro lado, la ignorada dimensión literaria del lenguaje, puesto que, sumidos en una visión instrumental que entiende las cosas en términos de uso, de finalidades prácticas, muchas de las cuales aparecen relacionadas con las necesidades inmediatas de los alumnos (escolares o liceales, incluso universitarios: por ejemplo, escribir una carta de solicitud de empleo para aquellos dos, escribir una monografía para estos últimos), el propio lenguaje se concibe como un vehículo de información, como el transporte de un mensaje previamente existente cuya materia parecería ser una sustancia de pensamiento sin ninguna relación con el vehículo que utilizamos para expresarlo.
3.
En los programas de Idioma Español del Ciclo Básico uruguayo, la literatura ocupa un lugar paradójico: es el nombre de textos de referencia sobre las posibilidades expresivas de la lengua (en el sentido de Coseriu)[5], pero el marco teórico que la cobija, sin embargo, es marcadamente instrumental, desde el momento mismo en que se les da prioridad a las funciones del lenguaje emotiva, referencial y conativa.[6] Curiosamente, como he mostrado en otros lugares[7], en los mencionados programas las funciones del lenguaje poética y metalingüística –aquellas propias del lenguaje humano, o del lenguaje a secas, para seguir a Benveniste– brillan por su ausencia, a pesar de que –se podrá decir, respecto de la segunda– la propia clase de Idioma Español es ella misma pura función metalingüística, o la Función Metalingüística por antonomasia. Aun así, la actividad de reflexión sobre la lengua no encuentra el amparo teórico explícito (pero tampoco implícito) de aquellas dos funciones, de modo que se incurre en una llamativa contradicción que tiende un manto de sospecha sobre la justificación de la literatura en la enseñanza de la lengua: se puede pensar que los textos literarios que se llevan al salón de clase están ahí a título de una instrumentalidad del lenguaje que revierte en su olvido: fragmentos de textos que se utilizan para enseñar las funciones sintácticas, las estructuras de los sintagmas, el funcionamiento de los tiempos verbales, sin demasiada relación –en el mejor de los casos– con un análisis estilístico de los textos, disciplina que, por otra parte –o por la misma– suele ser vista, sencillamente, y nada más que como un pequeño arroyo en el inmenso océano de la teoría literaria.
Tanto es así que algunos profesores de los que dictan esta asignatura en Formación Docente sostienen que Estilística y Análisis de Textos (propia del profesorado de Idioma Español) debería cambiar su nombre y, con él, de naturaleza, de finalidad: así, se propone llamarla Teoría Literaria, como la materia que se dicta en el profesorado de Literatura. Esta manera de ver las cosas pone de relieve la incomprensión del sentido de Estilística y Análisis de Textos como una asignatura que se funda en sí misma, que no precisa de la teoría literaria para darse su razón de ser, puesto que en aquella se reconoce una especificidad del análisis de los discursos que coloca el énfasis en la hechura verbal y no en otra cosa, que sitúa en un primerísimo plano la manera de expresar[8] y sus efectos de sentido. Calificada como una rémora de la teoría literaria de mediados del siglo XX, la estilística pierde pie en la visión de algunos profesores que la dictan en la especialidad Idioma Español y, de este modo, se pierde el espesor teórico y analítico en el que lo lingüístico y lo literario no se separan –conforme a una asentada y antigua división que va de suyo–, sino todo lo contrario: confunden permanentemente sus límites.
4.
Asimismo, se sabe que Lingüística es una asignatura que, en el profesorado de Literatura, carece de importancia para el grueso de los alumnos y, me arriesgo a decir, no solo para ellos. Siguiendo el terreno largamente abonado de la separación entre Idioma Español y Literatura en Formación Docente y en Educación Secundaria y entre Lingüística y Letras en la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República, la formación en lingüística de los futuros profesores de Literatura es a todas luces deficitaria, lo cual no parece constituir un problema mayor (nadie ha puesto el grito en el cielo ni en la tierra, o al menos nadie ha sido consecuente con él). En general, es percepción generalizada entender la materia Lingüística como marginal, lateral a la formación de los profesores de Literatura, acaso apenas indispensable para comprender los rudimentos del lenguaje y de sus posibilidades de estudio, pero poca cosa más: hay ciertos niveles de análisis, a saber: el fonético-fonológico, el morfológico y el sintáctico, atravesados por las dimensiones semántica y pragmática, para simplificar.
Resulta no poco difícil hacer ver la importancia de estudiar a Ferdinand de Saussure, a Eugenio Coseriu, a Émile Benveniste, a Roman Jakobson (para quedarnos con los autores más relevantes de aquellos que se “ofrecen” en el curso de primer año de Lingüística), porque el aire que se respira desde hace largo tiempo es el de cierta indiferencia hacia a la formación lingüística de aquellos que “hacen” Literatura, como si este “hacer” no tuviera que ver con la reflexión más estrictamente lingüística (por ejemplo: efectos de sentido provocados por una creación neológica al estilo de presupuestívoro[9], dada a través de la adjunción inédita de una base y un sufijo, y la consecuente ruptura de la norma en tanto que uso constante, según la definiera Coseriu; efectos de sentido provocados por una hipálage al estilo de promitentes amigas[10], esto es, la sintaxis –esta particular combinación adjetivo-sustantivo– puesta de relieve, que también da lugar a una ruptura de la norma). Una extensa y opresiva tradición pesa sobre la formación de los futuros profesores (y también sobre los profesores en ejercicio) de Literatura, la de la división criticada entre lo lingüístico y lo literario, que reduce considerablemente la reflexión sobre el discurso.
Veamos. Cuando se presentan ejemplos como presupestívoro o promitentes amigas, no se logra hacer ver, decíamos, la importancia de la formación lingüística para poder dar una explicación más acabada de tales ejemplos, el modo en que funcionan y cómo este modo produce ciertos efectos de sentido. Así, más allá de una comprensión superficial de los elementos que intervienen en la extrañeza de los ejemplos propuestos, la propia formación lingüística ofrecida por el profesorado de Literatura es breve y nada sistemática, de tal modo que resulta prácticamente imposible que los estudiantes “se apropien” de los conceptos forjados en la lingüística a fin de explicar con mayor cabalidad qué ocurre en presupuestívoro y en promitentes amigas, por qué hay un ruptura de la norma y qué efectos de sentido se producen, hecho que resulta verificado en el escaso espacio destinado a la asignatura Teoría Gramatical en el profesorado en cuestión.
5.
El problema discutido en 4 se ve refrendado en el profesorado de Idioma Español, de nuevo, con la asignatura Estilística y Análisis de Textos. Muchos de los docentes que dictan esta asignatura –volvemos sobre el asunto– entienden que debe ser, sobre todo, el abordaje de las diferentes teorías literarias de ayer y de hoy, lo que conduce, por lo regular, directamente al abandono del texto en su hechura propiamente lingüística y en los efectos de sentido que se producen por el empleo del lenguaje objeto de estudio. Desconsiderada o ignorada en su especificidad como asignatura, Estilística y Análisis de Textos es vista como una vieja teoría literaria ya superada, por lo que no merece un lugar propio en la malla de asignaturas ofrecidas por el profesorado de Idioma Español (esta no es, dentro de este profesorado, la opinión generalizada).
Una de las consecuencias más negativas de esta manera de concebir las cosas es, una vez más, abonar la separación entre Idioma Español y Literatura, puesto que se ignora, deliberadamente o no, el conjunto de reflexiones que han procurado desdibujar los límites entre ambas asignaturas, a saber: el excepcional trabajo de Roman Jakobson Lingüística y Poética, el notable libro de Leo Spitzer Lingüística e historia literaria[11], la profunda obra de Charles Bally El lenguaje y la vida[12] y las reflexiones teóricas y los análisis concretos de Amado Alonso, por ejemplo, en Materia y forma en poesía.[13]
Estos autores, aunque reconocidos como fundacionales, constituyen una especie de “vieja guardia” de la que habría que deshacerse, más allá de los compromisos pseudo-académicos con la tradición intelectual que los ha consagrado, ubicándolos en un lugar de referencia. En otras palabras: Jakobson, Spitzer, Bally y Alonso son cuatro nombres del espeso hollín que no deja ver la claridad de la teoría literaria, cuatro nombres de una anticuada formación lingüística que no está aggiornada a las nuevas teorías ni a los nuevos fenómenos editoriales, porque insiste en hablar de ellos y, para empezar, y empeorar las cosas, de Saussure, dinosaurio del estructuralismo cuya permanencia en los planes de estudio cada vez tiene menos razón de ser.
Leído como el estructuralista de los binarismos, de los razonamientos antinómicos estáticos, Saussure se ha convertido en una estatua intelectual que, se supone, no da cuenta de la complejidad de las cosas. Pobre lectura del lingüista ginebrino, hemos de decir; una lectura que no ha entendido a Saussure, de la que se deriva una vulgata caricaturesca que se repite como una evidencia irrefutable. Pero estos son los aires que reinan hoy en la formación docente y, en menor medida, en alguna facultad de la Universidad de la República.
La aprensión por y aversión a Saussure (y, a veces de forma más velada y otras veces de forma más abierta, por Jakobson y Alonso) parece revelar otra cosa, una especie de rechazo al texto, una concepción de la literatura ajena a las formas específicas que adoptan los enunciados y los efectos de sentido que producen, como si estos provinieran de y fueran reductibles a aspectos más bien abstractos como lo histórico, lo sociológico, lo psicológico, lo antropológico, etc. O más sencillamente (aunque no tiene por qué ser una cosa o la otra), como si se desconocieran los aportes trascendentes de Saussure, vale decir, ignorancia pura y dura. La consecuencia de todo esto es siempre la misma: la separación inadmisible de lo literario y lo lingüístico y la consiguiente pérdida intelectual en la formación de los profesores de Literatura.
Notas
1. Supongo que esto ha ido cambiando (no creo de que de manera muy contundente), pero, de todos modos, me sirve para ilustrar el hecho que quiero discutir aquí.
2. Jacques Rancière, Política de la literatura, Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2011, pp. 15-16. Añade Rancière: “Esa distribución y esa redistribución de los espacios y los tiempos, de los lugares y las identidades, de la palabra y el ruido, de lo visible y lo invisible, conforman lo que llamo el reparto de lo sensible. La actividad política reconfigura el reparto de lo sensible. Pone en escena lo común de los objetos y de los sujetos nuevos. Hace visible lo que era invisible, hace audibles cual seres parlantes a aquellos que no eran oídos sino como animales ruidosos” (p. 16).
3. Ibíd., pp. 16-17.
4. Cfr. Alma Bolón, “Negación y desconocimiento de la ficción como forma misma del lenguaje”, en Eni Puccinelli Orlandi, Déborah Massmann y Andrea Silva Domingues (orgs.), Linguagem, instituções e praticas sociais, Porto Alegre: Univás, 2018, pp. 10-25.
5. Eugenio Coseriu, “Sistema, norma y habla”, en Teoría del lenguaje y lingüística general, Madrid: Gredos, 1989, pp. 11-113.
6. Cfr. Roman Jakobson, Lingüística y Poética, Madrid: Cátedra, 1981.
7. Cfr. Santiago Cardozo González, “Sujeto, lenguaje, discurso”, en Revista Speu. Diacronía-Sincronía, Año X, Nº 10, 2016, pp. 34-47 y Santiago Cardozo, “El derrumbe del lenguaje”, en Prohibido Pensar. Revista de ensayos. Violencia, Año II, Nº 4, 2017, pp. 103-111.
8. Cfr. Amado Alonso, Materia y forma en poesía, Madrid: Gredos, 1986.
9. Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, “La fiesta del monstruo”, en Nuevos cuentos de Bustos Domecq, Buenos Aires: Emecé Editores, 2003, p. 46. Sigue el pasaje en el que se encuentra presupuestívoro, que no tiene desperdicio alguno: “—Te prevengo, Nelly, que fue una jornada cívica en forma. Yo, en mi condición de pie plano, y de propenso a que se me ataje el resuello por el pescuezo corto y la panza hipopótama tuve un serio oponente en la fatiga, máxime calculando que la noche antes yo pensaba acostarme con las gallinas, cosa de no quedar como un crosta en la performance del feriado. Mi plan era sume y reste: apersonarme a las veinte y treinta en el Comité; a las veintiuna caer como un soponcio en la cama jaula, para dar curso, con el Colt como un bulto bajo la almohada, al Gran Sueño del Siglo, y estar en pie al primer cacareo, cuando pasaran a recolectarme los del camión. Pero, decime una cosa ¿vos no creés que la suerte es como la lotería, que se encarniza favoreciendo a los otros? En el propio puentecito de tablas, frente a la caminera, casi aprendo a nadar en agua abombada con la sorpresa de correr al encuentro del amigo Diente de Leche, que es uno de esos puntos que uno encuentra de vez en cuando. Ni bien le vi su cara de presupuestívoro, palpité que él también iba al Comité […]” (pp. 45-46).
10. Mercedes Estramil, Iris Play, Montevideo: HUM, 2016, p. 36. Sigue, también, el pasaje donde aparece el sintagma en cuestión: “Ya bastante tuve que soportar las viperinas preguntas de aquellas delincuentes con las que compartía celda: ¿y tu marido no viene a verte?, ¿hoy tampoco vino?, ¿están peleados?, ¿no tendrá otra? Si hasta parecían promitentes amigas cuando empezaban con la cantinela genérica de que lo que él me hacía era violencia psicológica” (p. 36).
11. Leo Spitzer, Lingüística e historia literaria, Madrid: Gredos, 1955.
12. Charles Bally, El lenguaje y la vida, Buenos Aires: Editorial Losada S.A., 1967.
13. Alonso, 1986.