POLÍTICA

Por Decler Ruiz

Hay muchos factores de riesgo que ponen en jaque a nuestra serenísima República Oriental, la de las planicies levemente onduladas. La justicia es parcial en casos importantes, la fiscalía no es independiente del poder ejecutivo y las filtraciones son moneda corriente (así lo ejemplifican la Operación Océano y el Caso Astesiano). Las bases de datos y servicios informáticos del Estado, que contienen información sensible, no cuentan con las medidas de seguridad necesarias y son vulnerables a ataques de hackers (Identificación Civil y otros organismos públicos se han convertido en blancos fáciles). Las cárceles son infrahumanas e inseguras (los delincuentes «pesados» pueden obtener celulares para seguir dirigiendo sus negocios ilícitos desde sus celdas y, si pagan lo suficiente, se escapan, como sucedió con Rocco Morabito). Las tobilleras y la prisión domiciliaria (en algunos casos obtenida con certificados médicos irregulares) tampoco ofrecen garantías, como lo demuestra la fuga de narcos de estos últimos días. Sabido es que la policía está permeada por el dinero de los traficantes, raro sería que no lo estuviera con salarios y condiciones de trabajo casi insalubres, y siendo que muchos efectivos son vecinos de quienes se dedican al negocio de la droga. 

Asimismo, el periodismo es de bajo nivel, acrítico, dependiente y no investiga en profundidad (tanto es así que en la pandemia se limitó a retrasmitir propaganda y alarmismo, y en ningún caso a investigar, salvo honrosas excepciones como la de este medio). Los barrios de la periferia de Montevideo no son controlados por completo por la policía, las condiciones de vida son precarias y los narcotraficantes tienen poder (recordemos a los vecinos que fueron expulsados de sus hogares por bandas armadas). La educación se pauperiza (ver comparaciones históricas de pruebas internacionales), y la sociabilización de un número significativo de jóvenes se da en el contexto de actividades ilícitas. El puerto carece de controles eficientes, la droga se cuela (baste constatar las toneladas que se incautaron para imaginar los otros cargamentos que siguieron su curso sin problemas). Mientras que los escáneres se accidentan. La frontera y el espacio aéreo y marítimo están descuidados y es fácil la entrada y salida de droga por nuestro territorio. A este respecto, se puede recordar el alegato de las autoridades de gobierno para justificar la llamada Ley de Derribo, un intento por recuperar algo de control y poner coto a las avionetas que se dedican a ingresar droga. Somos uno de los países con mayor consumo per cápita de cocaína, además de una zona de tránsito, consumo y acopio de sustancias ilícitas. A lo que se le suma el peligro de ser salida portuaria de Paraguay, lo que sería un grave error que fortalecería al narcotráfico. Por último, otro factor adverso es la financiación poco transparente de los partidos. La política es el último ámbito que necesitan conquistar los traficantes para coronar la estrategia de infiltración que llevan a cabo desde hace años, y que no sabemos en qué fase exacta se encuentra.

Veamos aquí uno de los factores de riesgo más preocupantes, la justicia, la cual no funciona como debería. Al menos, no funciona en los casos que realmente importan, en los que hay mucho en juego. En los últimos años, el ciudadano atento tuvo oportunidad de constatar repetidamente esta realidad, la cual la mayor parte del sistema político y de actores de la justicia niegan. Existen algunos ejemplos elocuentes, que evidencian distintos grados de «desprolijidades», por decirlo de una manera delicada. En los casos Feldman, Sendic y Astesiano la justicia de nuestro país no ha podido, o querido, profundizar. La característica común es que involucran a sectores políticos con mucho poder. 

En el primer caso, se archivó el expediente, sin nunca aclarar la procedencia de las armas y a qué organización respondía el custodio de un arsenal sin precedentes en nuestra historia. El procedimiento fue mal hecho y se perdieron pruebas y evidencias clave. Entre otros dislates, se le dio tiempo a Saúl Feldman de destruir documentación y borrar conversaciones. Jorge Díaz, juez del caso (que de acuerdo con el código antiguo conducía la investigación) fue el principal responsable, secundado por el fiscal del caso Ricardo Perciballe. Luego, Juan Gómez fue el fiscal a cargo cuando el caso se reabrió, debido a una denuncia por irregularidades. Sin embargo, en esta instancia, tampoco se logró esclarecer los múltiples interrogantes. Posteriormente, los tres involucrados lograron importantes promociones en sus carreras, ocupando altos cargos, en especial Díaz y Gómez. Nunca se supo a quienes respondía el tupamaro Feldman. El truculento suceso estalló cuando gobernaba el Frente Amplio y José Mujica estaba conquistando la presidencia.

En el segundo caso, Raúl Sendic hijo, quien contaba con el respaldo del entonces presidente Tabaré Vázquez, e importantes compañeros de su fuerza política, resultó condenado por el mal uso de su tarjeta corporativa. La población lo recuerda por un colchón y un título falso. Sendic fue incapaz de contener sus ansias crematísticas, no pudo evitar hacer mal uso del dinero público de la tarjeta corporativa, un burdo abuso a vista de todos. A pesar de esto, para el sistema político y la justicia las «pérdidas» de cientos de millones de dólares de ancap se debieron solo a su impericia, en ningún caso a un desfalco. Sin embargo, el recientemente asesinado candidato presidencial ecuatoriano Fernando Villavicencio denunció de forma pública los negocios irregulares entre ancap (bajo la administración Sendic), PetroEcuador y Trafigura. ¿Es creíble que quien se quedó con miles de dólares de una tarjeta corporativa, no se adueñó de alguna parte de los millones que negoció de manera opaca con petroleras latinoamericanas y otras empresas internacionales? También sería interesante preguntarse por qué en muchos países vecinos se probaron sobornos de Odebrecht a políticos, mientras que en Uruguay este fue un tema que pasó casi desapercibido. ¿Seremos una excepción en el continente o por el contrario preferimos no investigar de verdad este tipo de casos? También en el gobierno de Mujica existieron otras irregularidades, como la subasta de los aviones de pluna. En esa oportunidad, como en otras, la justicia fue sumamente benigna con los implicados y no fue a fondo.

En el tercer caso mencionado, Alejandro Astesiano hizo un acuerdo con la fiscalía y fue a prisión. Lejos de ser una victoria para la justicia uruguaya, esto es una más de sus grandes derrotas. Es el equivalente de arrestar al chofer de un camión que transporta toneladas de droga y dejar libre al resto de la organización delictiva que está detrás del negocio. El custodio presidencial era la punta del ovillo que nos podía llevar a la salida del laberinto. La fiscalía cortó el cabo y se internó aún más el embrollo, con la esperanza de perderse entre los caminos inconducentes de una mala investigación, y así más nunca encontrar la salida. La fiscal Gabriela Fossati, quien condujo las indagaciones, dijo que no se iba a inmolar, y así parece que fue. Ella misma denunció que no contó con la colaboración de su jefe, el fiscal de corte Juan Gómez (heredero de Jorge Diaz); los nombres de las historias se repiten. Gómez, a su vez, depende del presidente de la república, a quien era necesario investigar. Luis Lacalle Pou, ni nadie de su entorno político inmediato, fue realmente investigado, no se manejó la hipótesis de que estuviera involucrado en los ilícitos y todo el tiempo se lo protegió por parte de la fiscalía. Al menos eso se desprende de los dichos de Fossati. Aunque, hay que admitir a su favor que, por obvias razones, en cualquier parte del mundo es muy difícil investigar a un presidente en ejercicio.

Hay una larga lista de irregularidades cometidas durante los últimos gobiernos que nunca fueron investigadas, por citar algunas: los lazos de los gobiernos del Frente Amplio con Venezuela y sus múltiples negocios, los acuerdos con upm y las concesiones del puerto de Montevideo realizadas por los distintos gobiernos. Sin embargo, es frecuente escuchar a periodistas y políticos jactarse de la transparencia de la justicia y de la clase política uruguaya. La justicia oriental no es ajena a las circunstancias políticas del momento. ¿De lo contrario, cómo fue posible que la Suprema Corte, durante el retorno de la democracia, se pronunciara por la constitucionalidad de la Ley de Caducidad? Está claro que, dada la situación política del país y la imposibilidad material de juzgar en ese momento a los militares, la justica no cuestionó el acuerdo político al que habían llegado la mayoría parlamentaria y la presidencia. Se le dio el visto bueno a una ley que, en puridad, atacaba la división de poderes y permitía que el ejecutivo señalara qué temas podrían ser investigados por el poder judicial.

Es necesario preguntarse si era lógico suponer que una justicia tan influida por la política resultaría invulnerable al poder del narcotráfico. La respuesta era evidente, dado que las mafias tienen un abultado presupuesto y disponen de modos intimidatorios convincentes. Hoy podemos ver fuertes indicios de que la justicia es susceptible al poder de los narcos.  Recientemente se alertó sobre la entrada de una persona con antecedentes penales graves a distintos juzgados, se hacía pasar por abogado. Matías Campero está denunciado por adulterar un expediente judicial con el fin de suavizar la pena a la que fue sentenciado un narcotraficante, y se sospecha que pudo falsificar otros documentos e ingresar de manera irregular a la fiscalía. Por su parte, el empresario de las drogas Sebastián Marset (patrocinado por el persuasivo abogado Balbi), escapó de Dubái con la ayuda, o debido a la negligencia, de una subsecretaria (Carolina Ache) y dos ministros (Bustillo y Heber). Ache, que fue indagada por otorgarle a Marset la documentación necesaria para huir, es representada por Jorge Díaz. La exsubsecretaria sugirió, de forma pública, que la responsabilidad era de su superior, al tiempo que el ubícuo e influyente letrado que la defiende pidió que el caso fuera archivado.

En conclusión, no podemos permitirnos el lujo de fingir ceguera frente a hechos reiterados y contundentes. Estamos rodeados de países donde la corrupción y el narcotráfico están más o menos institucionalizados. No somos una isla, ya no representamos una excepción en la región, nuestra situación presente es preocupante y el futuro se avizora aún más tormentoso.