CONTRARRELATO

Nos reíamos del republicano controlador que no podía hacer chistes, le declaraba la guerra a los cuadros obscenos, y te espiaba a ver qué hacías en tu dormitorio. Ahora esa persona cambió de lado, y nadie se está riendo

Por Matt Taibi (*)

En agosto de 2005, Rolling Stone me mandó a cubrir algo rarísimo. En un pequeño pueblito de Pennsylvania llamado Dover, los residentes se las ingeniaron para insertar en el programa de estudios una frase que hablaba de enseñar “diseño inteligente”, y peleó por su derecho a hacerlo en un juicio, cubierto de una forma extravagante por los medios en la “gran ciudad” capital de Harrisburg.

El presidente del Comité de la escuela de Dover, Alan Bonsell, era un fundamentalista que creía que Dios había hecho al hombre a partir del polvo. Se decía que Bonsell se paraba ante su ventana de noche, maravillándose, al mirar las estrellas, por la intervención de Dios. “Si no podés ver eso, es que no estás pensando con claridad”, decía. Parece que su esposa le comentó que parecía Chuck Norris.

La burocrática atmósfera sobre la que Bonsell presidía no era delicada con los profesores intelectuales que trataban de dar las clases. Cuando la jefa del departamento de ciencia del distrito, Bertha Spahr, le rogó al comité que no promoviese el “diseño inteligente”, mencionando una serie de decisiones de la Suprema Corte acerca de la religión en las clases, otro miembro fundamentalista del comité llamado Bill Buckingham -un ex policía que llevaba un pin que tenía a la vez la forma de una cruz y de la bandera norteamericana- la hizo callar. “¿Dónde obtuvo usted su título de abogada?”, le espetó. Laurie Lebo, en su libro The Devil in Dover cuenta lo que pasó entonces:

Ni Nilsen ni Bonsell intervinieron para cortar el rudo comentario que Buckingham le hizo a la profesora, veterana de treinta años de carrera. Spahr se echó atrás, asombrada, y se sentó sin decir una palabra.

Fue después de esta reunión en octubre de 2004 que un pasaje que hablaba de enseñar “agujeros/problemas en la teoría de Darwin” fue insertado en los planes de estudio. Los fanáticos de la ciencia se resistieron, sin embargo y, grosso modo, en un año estaban sentados en un juzgado repleto de reporteros sobre-educados de todo el mundo, que habían venido a reírse ante el espectáculo de la ignorancia rural que mostraba sus vergüenzas en una corte norteamericana.

Cuando un abogado cristiano llamado Robert J. Muise trató de examinar a las Superestrellas de la Ciencia, todos bienhablantes que habían venido de lugares como Brown y Harvard a denunciar el “diseño inteligente”, los periodistas estrujaban sus diccionarios buscando nuevas formas de decir “palurdo”. La sonriente sección de la prensa se veía como la primera fila de un teatro de comedias. 

La fallida rebelión del comité escolar de Dover inspiró una cantidad de libros, artículos de comentario jurídico, y películas, incluído un documental de Nova que ganó un premio Peabody. Durante décadas, en Arkansas, Luisiana o Texas, cada vez que un grupo chico de fundamentalistas intentaba hacerle bullying a los profesores con trucos parecidos, los herejes de la prensa del norte bajaban en manada. Especialmente en 2005, cuando parecía que era la aurora de un reinado de mil años de conservadurismo a la Bush, las audiencias liberales saltaban ante cualquier oportunidad de recrear la magia de una de sus parábolas fundacionales, en que el conocimiento le ganó a la superstición, el Juicio Scopes Monkey. 

Quince años después, los Estados Unidos son mil Dover, y la respuesta de la prensa es el silencio. Esta vez no es un comité escolar que está bajo el asalto de teólogos locos, sino Princeton University, el New York Times, el Smithsonian, y cien instituciones más. 

Cuando el factor de absurdo pasó como un cohete mucho más lejos que el nivel Dover esta semana, los medios de prensa apenas comentaron, y mucho menos se rieron. Comentar habría sido abrir las compuertas de una historia que la mayoría en los medios ve, pero nadie tiene permiso para comentar: que la derecha y la izquierda políticas en Estados Unidos han intercambiado sus patologías culturales. Y las cosas que una vez aborrecimos de la derecha, se amplificaron mil veces del otro lado.

Los conservadores intentaron alguna vez legislarle lo que pasa en su dormitorio; ahora, es la izquierda la que está obsesionada con crear códigos de comportamiento sexual, y no sólo para el dormitorio, sino para todas partes. La derecha, cada tanto, aparecía en los titulares por hacer campaña contra toda clase de cosas, desde La última tentación de Cristo a “Fuck the Police”, aunque nos reíamos de la idea de que Ice Cube pusiera literalmente inseguros a los policías, y todo el mundo entendía que un artista tenía que hacer algo bastante ambicioso, como mear un crucifijo en público, con el fin de hacer que los conservadores se levantasen de su sillón a protestar.

Hoy, que Matt Yglesias firme una carta junto a Noam Chomsky se considera algo amenazador. Por mucho menos que sacar una entrada para una muestra de Robert Mapplethorpe uno puede meterse en líos -un titular, un retweet, e incluso likes, le están costando el trabajo a la gente. Imagínese cuántas películas tendría que haber hecho Milos Forman si Jerry Falwell hubiese sido capaz de hacer echar gente así de fácil. 

Esto es algo distinto de que el Partido Demócrata se esté “moviendo a la derecha”, o de que en el caso de asuntos como la guerra, la desregulación financiera, y la vigilancia, siempre haya marchado junto con la derecha.  Esto se trata de un cambio del perfil personal de los seguidores más animados y comprometidos de ese partido.

Muchos de los que marcharon contra el estado espía de Dick Cheney a comienzos de los 2000 perdieron el interés una vez que Donald Trump se volvió el blanco, volviéndose conversos completos a las posibilidades del control centralizado del discurso luego del Russiagate, Charlottesville, y la censura de Alex Jones, con hasta el ACLU dándose vuelta. (Algunas entre las únicas figuras de izquierda consistentes sobre este asunto trabajan en el World Socialist Web Site, que ha atacado a íconos de los iluminados, como Alexandria Ocasio-Cortez respecto de la censura en internet). El apoyo al concepto de “transparencia radical” que hizo famoso a Wikileaks se dejó de lado, en favor de un referendum acerca de la maldad sexual y política de Julian Assange: muchos activistas están hoy más preocupados con quien que con qué, y encuentran que la sutileza, la contradicción, y el doble sentido, son repulsivos. “Mala persona = ¡mala idea!”

Si esto le suena, es porque era exactamente el perfil de los conservadores de la era Bush, que eran tan célebremente impenetrables ante la ironía que la América corporativa fue incapaz de desarrollar ni un solo concepto de comedia que funcionase para ellos. Hace solo cinco años, The Atlantic publicó una de tantas investigaciones sobre el asunto, citando al profesor Dannagal Young, de la Universidad de Delaware:

Stephen Colbert, por ejemplo, puede decir que está deseando que llegue el clima soleado que el calentamiento global nos va a traer, y su audiencia sabe que eso no es realmente lo que quiere decir. Pero tienen que preguntarse: ¿se está burlando del tipo de conservador que sería capaz de decir una cosa de ese tipo? ¿O se está burlando de los liberales arrogantes que piensan que los conservadores son así de extremistas?

Como lo notó Young, esta es una clase de ambigüedad que los liberales tienden a disfrutar más y sentir más familiar culturalmente que los conservadores… En contraste con esto, el humor de los programas de radio conservadores tiende a confiar menos en la ironía que en la indignación directa y en la hipérbole.

La vieja idea republicana del “humor” consistía en sus usuales diatribas contra la Gente Mala, sólo que incluyendo trucos y dobles sentidos (¿está usted listo para “OxyClinton”?) Como resultado el intento de Fox de contrarrestar el Daily Show, el 1/2 Hour News Hour -una cadena de malísimas observaciones sobre los que odian a Bush y sobre Hillary- sigue siendo el show con el peor rating de la historia de la televisión, según Metacritic. La brecha de la ironía fue, eventualmente, una señal de desastre para ese grupo de republicanos, y Trump la pasó por arriba con un camión en 2016. Sin embargo, es posible que no estuviesen tan comprometidos con el concepto como sus actuales adversarios.

Tomemos la historia del Smithsonian. El museo se convirtió en la última institución que intentó combatir el racismo comprometiéndose ella misma al “antiracismo”, una forma lunática de sub-teología que en un truco autopayasesco sacado directamente de Catch-22, busca elevar la conciencia sobre los ignorantes estereotipos de raza por el método de revivirlos y amplificarlos.

El Museo Nacional de la Historia y la Cultura Afroamericana creó un gráfico sobre “Aspectos y convicciones de la Cultura Blanca” que declara a los siguientes como valores blancos: “el método científico”, “el pensamiento lineal racional”, “la familia nuclear”, “los niños deben tener sus propios cuartos”, “el trabajo duro es la clave del éxito”, “sé amable”, “la tradición escrita”, y “confiar en uno mismo”. La comida blanca es “bife con papas; mejor si es insulso”, y en la justicia blanca “la intención cuenta”. 

El observador astuto habrá notado que este gráfico podría igual haber sido escrito por el supremacista blanco Richard Spencer o por el parodista de History of White People, Martin Mull. Parece imposible que nadie en una de las instituciones educativas más importantes del país se haya dado cuenta de que este mensaje es asquerosamente racista, no sólo para con los blancos, sino para cualquiera (¿qué es lo que se supone que piensa cualquier persona de color cuando lee que la confianza en uno mismo, la amabilidad y el “pensamiento lineal” son cosa de los blancos?)

La muestra estuvo inspirada en consultores blancos corporativos con títulos en educación, como Judith Katz y la autora de White Fragility, Robin DiAngelo, quienes hacen ellas mismas de eco de otros consultores con títulos en educación como Glenn Singleton, de Corageous Conversations. De acuerdo con el New York Times, Corageous Conversations enseña incluso que “la comunicación escrita por encima de otras formas” y el “tiempo mecánico” (es decir, el del reloj) son herramientas a través de las cuales “lo blanco debilita a los niños negros”.

La noción de que cucos tales como tiempo, datos, y la palabra escrita son racistas ha corrido como pólvora por los Estados Unidos en las últimas semanas, provocando llamados a eliminar virtualmente toda forma de evaluación cuantitativa en las admisiones y contrataciones, incluyendo muchas que fueron diseñadas específicamente para combatir el racismo. Pocos derramarán lágrimas por las pruebas SAT y ACT, pese a que fueron alguna vez famosas por hacer que Harvard se sobrepoblase de indeseables con puntajes altos, como católicos y judíos, forzando a la institución a que se agregasen cartas de recomendación y ensayos personales, a fin de restaurar el balance WASP. 

El clamor contra las pruebas como “fuerzas de racismo institucional instaladas hace tiempo” por la Asociación Nacional de Técnicos de Basketball es algo particularmente gracioso, cuando uno sabe que lo que estos técnicos están combatiendo es la mínima farsa de requerimientos académicos impuestos por la NCAA para ayudar a mantener un negocio turbio de miles de millones de dólares basado en trabajo que no se paga (y que es mayormente negro). Los tests han sido ajustados muchas veces a lo largo del tiempo para hacerlos más fáciles para las minorías, y son una de las pocas herramientas que dio a

chicos brillantes pero en desventaja social un modo de pasar más allá del mar de suburbanitas ricos que se sienten oprimidos por ellos… Pero está bien, digamos, como lo formuló Neon Bodeaux, que “los tests que nos ponen están sesgados culturalmente”.  ¿Qué decimos entonces de la campaña para terminar con las audiciones ciegas que son requisito para obtener un puesto en la Filarmónica de Nueva York, que se comenzaron a usar a comienzos de los setenta como forma de responder a denuncias de discriminación?

Antes de las audiciones ciegas, las mujeres eran menos del 6 por ciento de las orquestas; hoy son la mitad de la Filarmónica de Nueva York. Pero debido a que el cambio no dio resultados similares en el caso de los músicos negros e hispanos, la audición ciega debe ahora “alterarse para tener en cuenta completamente la experiencia y tradición de los artistas”. Esto completa un círculo de décadas en que el proyecto de la izquierda fue, de trabajar durísimo para eliminar los estereotipos raciales a fin de nivelar el terreno para todos, a denunciarse a sí misma por haberlo hecho. 

Esto sería menos absurdo si el esfuerzo no hubiese sido liderado, en un número extraordinario de ocasiones, por consultores blancos que cobran de modo extravagante, como DiAngelo y como Howard Ross, un “abogado por la justicia social” cuya firma le mandó una factura de 5 millones de dólares al Estado federal, desde 2006, por enseñar básicamente siempre el mismo curso sobre “lo blanco” [whiteness] a agencias como la NASA, el Tesoro, la FDIC, y otras. 

No llama la atención que en la boca de gente así la definición de “lo blanco” suene sospechosamente como los haraganes estereotipos sobre la cultura negra que tienen los suburbios blancos, sólo que al revés. Se ven como una versión revisada por pares del infame chiste de Bill de Blasio sobre “CP Time” [Colored People Time, una forma peyorativa de referirse a la supuesta incapacidad de los negros para ser puntuales]. 

Se trata de una sátira cultural perfecta, como un episodio de Curb Your Enthusiasm que mostrase lo que pasa cuando Larry David es puesto a cargo de crear una exposición para estimular la sensibilidad racial con fines de caridad. La historia del Smithsonian es esencialmente el mismo cuento de pensamiento de burbuja corriendo descontrolada que el infame “Museo de la Creación” que mostraba a Adán y Eva jugando con dinosaurios, sólo que desde políticas opuestas.

Aquellas exposiciones inspiraron múltiples tratamientos cariñosos de parte de algunos de los mejores humoristas de nuestra prensa. Siguiendo un patrón predecible, sin embargo, los grandes medios no pasaron ni cerca del asunto del Smithsonian hasta que se volvió el centro de atención de los conservadores, que se reían a carcajadas. Fue solo entonces que el asunto motivó algunos titulares, como el siguiente que apareció en el Washington Post

“Museo Afroamericano retira un gráfico sobre “Lo Blanco” luego de que recibiese críticas de Trump Jr. y los medios conservadores”.

Hace tiempo, la derecha no podía ver ni comentar sus propios absurdos, y gastaba el tiempo lamentándose de verse radiada de los medios en el momento mismo en que su mensaje se estaba volviendo hegemónico, por ejemplo, cuando no lográbamos ver un partido sin que alguien intentase meternos a Rush Limbaugh o a Dennis Miller en la pantalla. Ahora la izquierda ha adoptado las mismas costumbres (la NBA retomando sus juegos en una cancha con los blasones de Black Lives Matter va a hacer que aquellas transmisiones de Monday Night Football parezcan divertidas), con una gran diferencia: tiene el poder burocrático de lograr hacer callar a los medios que quieran ridiculizar lo que piensa. Estos son los mismos aparatos pontificadores que solían ser los republicanos, sólo que ahora estos están ganando la batalla cultural.

“Diversidad a través de la segregación” suena como otra idea sacada del demasiado citado George Orwell, pero ha aparecido en las últimas semanas cuando la concepción de “anti-racismo” al estilo Smithsonian se puso de moda. 

En el contexto de los media, los consultantes pro diversidad invitaron hace poco a los empleados de Intercept a una “Safe Space Conversation” [“Conversación de Espacio Seguro”] que propondría “dos subgrupos -uno para los que se identifican como gente de color, y uno para quienes se identifican como blancos”. 

La misma estrategia es empleada por la versión de entrenamiento anti-racista de DiAngelo. Un empleado de teatro que fue obligado a pasar por su programa de entrenamiento describió, en este episodio del podcast Blocked and Reported, el shock que le produjo haber sido separados en “grupos de afinidad”. Si usted se está preguntando qué podrán aprender los empleados que “se identifican como blancos” con ser puestos en un cuarto sin colegas de las minorías, y urgidos a “expresarse sincera y honestamente”, no está solo. ¿Será que “aprender a hablar cuando no hay negros presentes” es un músculo que alguna persona sana precisa desarrollar?

En Princeton la situación fue todavía más bizarra. El 4 de julio, cientos de profesores y funcionarios de la Universidad de Princeton firmaron una carta grupal pidiendo cambios radicales. 

Algunos de los pedidos parecen razonables, por ejemplo que se ajuste la subrepresentación de grupos de color entre los profesores. Buena parte del resto de la carta parece alguien borracho atravesando un seminario de Teoría Crítica a twitteo puro. Los firmantes le pidieron a la universidad que estableciese distintos niveles salariales de acuerdo a la raza, exigiendo “liberación de tareas de docencia”, “salario de verano”, “un semestre sabático adicional”, y “recursos humanos adicionales” para los “profesores de color”, un término este último que se deja sin definir. Que esto sería algo groseramente ilegal no pareció preocupar a los más de 300 firmantes de una de las instituciones de enseñanza más prestigiosas de Estados Unidos. 

La carta de Princeton no hizo mucho ruido en las noticias hasta que un profesor de Filología Clásica llamado Joshua Katz escribió su pública “Declaración de Independencia” respecto de tal carta. Jugando el mismo rol que había jugado la profesora de ciencias de Dover, que débilmente avisó que enseñar Diseño Inteligente iba a poner al distrito en contra de una larga lista de decisiones de la Suprema Corte, Katz observó que le volaba la cabeza que alguien pudiese pedir prebendas basado en su raza, especialmente para “gente que, permítanme observar, ya es extraordinariamente privilegiada: profesores de Princeton”.

Katz se quejó también del apoyo que daba la carta a un grupo llamado Black Justice League, al que él describió como “una organización terrorista local” que recientemente se había involucrado en una versión Instagram Live de una sesión de acusación y tortura pública a dos ex estudiantes acusados de una antigua conversación racista. Katz lo describió como “una de las cosas más malvadas que vi en mi vida”. El video parece haber sido borrado, aunque hablé con otro profesor de Princeton que dijo haber visto el mismo evento, y lo describió grosso modo en los mismos términos.

Como respuesta, el Presidente de la universidad, Christopher Eisengruber, denunció “personalmente” a Katz por usar la palabra “terrorista”. Katz fue denunciado también por su propio Departamento de Filología Clásica, que en una declaración en la página web del departamento insistió que la acción del profesor “puso irreflexivamente en serio riesgo a nuestros colegas, estudiantes y ex alumnos negros”, al tiempo que se apuraban a agregar “agradecemos gratamente todas las formas de trabajo anti-racista que han hecho los miembros de nuestra comunidad”. 

Esa declaración solo la firmaron cuatro personas, aunque hay veinte profesores en el departamento de Filología Clásica, pero los firmantes todos tenían cargos: Jefe de Departamento, Director de Estudios de Posgrado, Director de Estudios de Grado, y líder del Comité de Diversidad y Equidad. Esta nueva costumbre según la cual los líderes administrativos no sólo no rechazan, sino que adoptan el lenguaje estúpidamente infantilizador del nuevo activismo –me siento amenazada físicamente por tu desacuerdo leve– funcionó otra vez. Ni un líder institucional en Estados Unidos, parece, ha tenido el coraje de reírse en la cara de este lenguaje. 

La gracia salvadora de la derecha solía ser que era demasiado estúpida como para gobernar. Los liberales derrotados políticamente creían, secretamente, que en momentos de crisis el país iba a tener que recurrir a la gente que no pensaba que los huracanes eran un castigo al sexo gay, y no se asustaban por entrar a un cuarto que tenía una estatua en topless. Haciendo un esfuerzo para consolar a tales lectores, periodistas como yo eran enviados a toda clase de fiestas de horror estilo la de Dover, y se nos asignaba una serie de notas acerca de retrasadas como Michelle Bachmann, que creía que las bombillas de luz que ahorraban energía eran “una amenaza muy seria para los niños, la gente con discapacidades y los ancianos”. 

La derecha todavía tiene más que unos cuantos locos, siendo el presidente el más famoso de ellos, y tenemos permitido reírnos de ellos (de hecho, prácticamente nos vemos forzados a hacerlo). Desafortunadamente, hay una cantidad cada vez más grande de lunáticos también en la oposición -desde un sitio de ajedrez en YouTube que fue temporariamente bajado por YouTube debido a su “retórica de blancas contra negras”, al director de una galería de arte a quien se obligó a renunciar por decir que él todavía “coleccionaría artistas blancos”- que se fueron mayormente al carajo. Si no podemos reírnos de el tiempo es un constructo supremacista blanco, ¿de qué vamos a reírnos?

Hace tiempo, los republicanos eran despreciados porque eran anti-intelectuales, y terminalmente neuróticos. Entrenados para no creer en la coexistencia pacífica con el enemigo liberal, el fan promedio de Rush Limbaugh no podía llegar al final de una cena sin interrogarte acerca de tus inclinaciones políticas.

Si uno trataban de salir del paso con alguna sonrisa, no funcionaba; si uno entraba a discutir, lo que venía después era una lista de asuntos a debatir. Cuando todo lo demás fallaba, y uno ofrecía lo que pensaba que era una rama de olivo de verdad cruda, es decir, “honestamente, me importa un carajo el asunto”, ese era el peor de todos los insultos, porque entonces pensaban que uno estaba siendo condescendiente. (Y uno lo estaba, pero ese no es el punto). La cualidad definitoria de esa personalidad era la incapacidad para dejar pasar cosas. Familias se rompían en tales casos. Era una cosa seria y trágica. 

Ahora, ese mismo paranoico inconsolable le viene a uno desde la izquierda política, y no está contento con arruinar la infrecuente cena de un día de fiesta, la cita a ciegas, o el taxi compartido. Él o ella procede a este furioso interrogatorio en la oficina, en el colegio, y en la oficina pública, lugares en que uno no puede fingir un dolor de cabeza e irse de la mesa en silencio. 

Todo esto pasa cuando la única oposición organizada a ese tipo de pensamiento apoya que tropas federales rodeen a los manifestantes para una detención sin plazo, andar sin mascarillas para desafiar a los liberales, y otras locuras por el estilo. Si uno no es un fan de Trump, ni puede razonar con los del otro lado, ¿qué le queda?

Ambrose Bierce escribió una vez que había “dos instrumentos peores que un clarinete -dos clarinetes”. ¿Qué diría acerca de los movimientos autoritarios?

Cartel educativo sobre la supuesta “Cultura de los Blancos” que se exhibió hace pocos días en el Museo Nacional de la Historia y la Cultura Afroamericana (del Smithsonian). Hoy ya retirado.

(*) Matt Taibi es un legendario periodista de Rolling Stone entre otras publicaciones. Sin embargo, aunque planea volver a escribir para esa revista, ahora publica habitualmente en su propio espacio independiente, en Substack. Esta nota fue publicada originalmente allí, y traducida en exclusividad por eXtramuros. Taibi explica allí mismo algo que puede resultar interesante al lector de eXtramuros: “Con el modelo Substack, estoy tratando de emular la independencia pura de [I. F.] Stone, periodista que dio información crítica acerca del gobierno norteamericano durante décadas, teniendo solo una imprenta y una base pequeña de suscriptores”.