POLÍTICA

”Al amigo, todo; al enemigo, ni justicia.”

Gral. Juan Domingo Perón

Por Ramón Paravís

I.

Ya de chico se hacía el distraído. Se hacía el distraído, igual que todo el que se hace el distraído, sea en la patria redonda de la infancia o desterrado de ella: cuando resulta inconveniente estar atento. Y la mañana de este párrafo no le convino. Estaba cómodo él, o lo estuvo hasta el momento en que supo que tenía que elegir entre su comodidad y la comodidad de la embarazada. Repasó la situación y eligió la propia, por supuesto. Pero cuando se disponía a esquivar con los ojos lo ya visto, a simular concentrarse en el cordón de su zapato o acaso adormilarse contra el brazo de su madre, sonó “una sonora bofetada para que le diera el asiento a aquella señora que era portadora de una nueva vida”. Ni una palabra, ni un gesto, ni un toque leve con el codo. 

¿Para qué nos contó José Mujica la historia esta? Dice que en el esfuerzo de comprender, desde lo humano, por qué el gobierno no impuso el encierro obligatorio, concluyó que: “No existió eso que tuvo mi madre, que me castigó delante de la gente para darme una lección. Me dolió mucho, pero vaya que aprendí. Es duro tener el coraje y pagar el costo de hacer llorar a quien quieres”. Es claro que este hombre confunde las potestades didácticas de una madre lacónica en tiempos de una niñez tan lejana como la suya, y las facultades actuales de un gobierno que se precia de ser republicano y sujeto a derecho. (Uno de sus deslices lógicos y retóricos permanentes consiste, precisamente, en  comparar cosas que no tienen la menor relación entre sí, equipararlas y tratarlas del mismo modo). Siguiendo ese cauce, identifica la sociedad civil con un niño descarriado y sin derechos, y predica tratarla como tal; lo que explica muchas cosas: el muy escaso aprecio a la institucionalidad republicana, el mesianismo, la violencia como instrumento pedagógico, el castigo como argumento disuasivo y ese toque de infalibilidad que acostumbran transpirar los que nunca barajan la posibilidad de estar equivocados. Todo esto envuelto en canchereadas de boliche y con la moñita esa de superioridad moral del que te pega por tu bien.  

¿Para qué cuento esta historia que nos ha contado él? Para tratar de entender, desde lo humano, una actitud distraída de la que a veces Mujica se distrae y enuncia. Eso primero. Si la empatía y el amor al prójimo es a golpes que se enseña y que se aprende, quede para mejor ocasión. 

II.

El señor que sacó una granada del bolsillo y la puso sobre la mesa durante un debate político transmitido en vivo, Eleuterio Fernández Huidobro, no se permitió mirar para otro lado y renunció a su banca en el Senado en 2011; motivo: discrepancia con el proyecto de ley interpretativo de la Constitución impulsado por el Frente Amplio que, en los hechos, anulaba los artículos 1º, 3º y 4º de la ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado: uno de los muchos manoseos que padeció una ley que ya había sido confirmada por pronunciamiento popular décadas atrás, pronunciamiento del soberano que fue olímpicamente desatendido luego. Lo de Fernández Huidobro fue simple coherencia con convicciones personales y apego a la opinión ya adelantada públicamente: era contrario al juicio de los militares y la cuestión había sido resuelta negativamente por dictamen popular; por tanto, nada que hablar. Eso fue en mayo; en julio, fue designado por Mujica ministro de Defensa Nacional y lo fue -atravesando dos administraciones- hasta el día lluvioso de agosto de 2016, cuando el cortejo fúnebre salió del ministerio de Defensa hacia el cementerio del Buceo. Para los uniformados fue una jornada luctuosa.

Con pieza tan sustantiva fuera del juego, la contradicción discursiva del progresismo local respecto de los crímenes cometidos por funcionaros públicos, especialmente militares, durante la dictadura vino a estallar muy conflictivamente en la agenda política. Luego de destituir a Guido Manini Ríos del Comando General del Ejército, el presidente Vázquez jugó a sacar y poner generales en ese cargo por períodos sugestivamente breves, como quien gusta apagar incendios con nafta, revelando una incomprensión profunda de la institución militar. 

¿Y Mujica? En lo habitual, distraído del tema en estratégica distracción. Y cuando se distrae de su propia distracción y lo menciona, dice cosas vagas y obvias, que sugieren otras menos evidentes y más concretas; cosas como que el tiempo pasa y pasa para todos, que nosotros los desentones ya no somos los mismos; en fin, largo etcétera. Sugiere permanentemente (décadas hace) que habría que poner fin a la situación de enfrentamiento que este país exhibió y exhibe en temas vinculados a violaciones de derechos humanos durante la dictadura, y hasta ahí. Entonces, se calla de golpe y hace un par de gestos con la cara y con las manos que cada uno interpreta como quiere. O se hace el desentendido, entendiendo que es un tema de la justicia y bla, bla, bla. 

¿Cómo decirle a sus votantes lo que no quieren oír? Él no tiene eso que tenía su madre, ni sus adherentes recibirían sopapo semejante sin chistar. Por eso, él va y viene, hace la señal para un

lado y dobla para el otro. Se hace el distraído al punto de distraerse en serio y hablar verdades inoportunas en ciertos trances, aunque nunca lo bastante como para alzar su voz en público y pronunciar palabras tales como “indulto” o  “amnistía”.

III.

Mientras tanto, se acentúa la judicialización de la política y la politización de la administración de justicia; o sea, un camino seguro y corto para que la república quede pronto vaciada de contenido.

Es más, trascendió hace semana y poco que los senadores Topolanski y Penadés estaban conversando sobre la posibilidad de que el Dr. Jorge Díaz, actual Fiscal de Corte, fuera un nombre de consenso para integrar la Suprema Corte de Justicia. ¿Qué puede salir mal?: es que lo decían en serio. Lo confirmé cuando el senador Manini Ríos, al ser consultado, proclamó que su partido nunca votaría la venia de Díaz. Hace un año en estos días, los legisladores Domenech y Lust pidieron, en representación de Cabildo Abierto, la destitución de Díaz al presidente Lacalle y no prosperó. El 13 de julio próximo pasado, el Esc. Domenech realizó una fundamentación breve y precisa de las razones por las cuales los senadores de su partido no acompañarían las venias en consideración respecto de los señores fiscales y reafirmó, de paso, los cuestionamientos (severos) al Fiscal de Corte, convocando incluso en su apoyo las opiniones (también muy críticas) del Dr. Leonardo Guzmán. Recuérdese que este último fue ministro de Educación y Cultura del presidente Jorge Batlle la última vez que se separó del cargo a un fiscal general y en la resolución administrativa respectiva se consignó que la motivaba “una línea de conducta marcada por exceso de poder, con desconocimiento de la jerarquía a que está sometido el funcionario, en cuestiones totalmente ajenas a la independencia técnica de sus actuaciones”. 

Convendría, entonces, despojarnos de toda pasión por un momento y tratar de responder, en términos impersonales y argumentados racionalmente, con el desinterés sereno de quien busca honestamente la verdad, ¿por qué y para qué castigamos las conductas que reprochamos penalmente? ¿Qué perseguimos con esa aflicción? ¿Y eso que perseguimos, se logra de una manera determinada y nada más, o de varias o de cualquiera? 

No puede hablarse de debido proceso -seriamente, digo- cuando falta la certeza jurídica más elemental, porque las reglas de juego se mudan a cada rato (o a cada década) según veleidades y enamoramientos circunstanciales de coyunturales mayorías. Si un supuesto sospechoso (cualquiera) no es tratado como el inocente que se le presume sino como presunto culpable, es que han colapsado muy elementales garantías constitucionales. ¿Qué clase de administración de justicia es esa?

Hacerse el distraído una vez constatado lo anterior, es una mezquindad cívica y una mezquindad; o una cobardía.

IV.

Mujica, en lo suyo. Mira pasar el tiempo por la ventanilla del ómnibus de su infancia, pero sus adherentes hacen del tema del castigo y la culpabilidad una cuestión intransigible, una bandera que no se arreará nunca, una trenza emocional que une y separa muchas cosas. En fin, un poco de combustible político que reaviva emociones, dolores, crueldades, pertenencias, enfrentamientos, odios convenientemente alimentados; y esa forma de la venganza a la que llamamos justicia, si nos favorece.

Manini, también en lo suyo. Pugna por un ministro de su partido en la Corte Electoral y busca alguna solución jurídica que vista legalmente una decisión política que no comparten sus socios de la coalición. No obstante, con los votos de todo el oficialismo, el mismo martes 13 el Senado aprobó la venia para designar -por tercera vez- al coronel retirado Dr. Eduardo Aranco Gil como miembro integrante militar de la Suprema Corte de Justicia Su designación fue precedida de cierta urticaria tras sus recientes declaraciones a Búsqueda. De cierta urticaria, digo, que no de polémica profunda o de debate, puesto que se los rehuye, pese a que allí se sostuvo y explicó que, en lo relativo a los juicios a militares por delitos durante la dictadura, campea la incertidumbre jurídica y no rigen en su plenitud las garantías procesales. ¿Con qué cara mirar para otro lado?

El tema está instalado muy cerca de la cúspide de la corrección política mínima aceptable y de la más subrayada hipersensibilidad. Los partidos tradicionales esquivan cuanto pueden el espinoso asunto. Prefieren dejar que se agote naturalmente, por la desaparición de los principales protagonistas y antagonistas. Probablemente tengan razón y no haya otro cierre posible más que ese. Hacerse el distraído, como quien dice.