POLÍTICA

Por Matilde de Ugarte (*)

Vivimos en este 2020 un tiempo social excepcional. Nuestra vida cotidiana ha sido radicalmente cambiada por las medidas que se han dispuesto para enfrentar la expansión de la pandemia mundial provocada por el virus llamado SARS CoV-2: confinamiento obligatorio de las personas en sus hogares durante varias semanas, que pudieron alcanzar en muchos países incluso más de 2 meses de corrido; suspensión de clases presenciales en todas las etapas de estudios, con muchos casos de sustitución de cursos que fueron dictados vía Internet; distanciamiento físico entre personas y medidas de prevención sanitaria, como el permanente lavado de manos o el uso de mascarilla en las caras, para el caso de las salidas autorizadas para cumplir tareas esenciales; y reestructuración laboral general, con la multiplicación del teletrabajo y con una merma general de actividad económica que ya ha repercutido fuertemente en el aumento del desempleo y en la caída generalizada de los ingresos de los hogares, sobre todo de aquellos cuyos integrantes realizan tareas menos calificadas o más informales en el mercado laboral.

Todas estas descripciones abarcan distintos países, dentro de los cuales hay algunos que para nosotros, por vínculos culturales o geográficos, nos son muy cercanos: España, Italia, Francia, Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, Brasil y Argentina, entre otros. En algunos casos de organización federada, como Estados Unidos o Brasil por ejemplo, hay que tomar en cuenta las disposiciones restrictivas fijadas a nivel estadual o incluso local. Pero en todos los casos, con algunas variantes menores, lo cierto es que hubo semanas en las que alrededor de la mitad del total de la humanidad vivió un régimen de reclusión en sus hogares, ya sea más o menos forzado o más o menos recomendado, y de forma general también se calcula que más 3.500 millones de personas en 7.400 millones en total, sufrieron grandes cambios cotidianos en materia laboral, social y económico.

Semejante situación de excepcionalidad es una circunstancia que, forzosamente, lleva a reflexionar sobre dimensiones sustanciales de la convivencia en sociedad. En efecto, es imposible encontrar en tiempos de paz antecedentes históricos de consecuencias tan drásticas, amplias y nefastas en materia económica como las que se han vivido en estos meses. Tampoco hay recuerdo vivencial de circunstancias tan particulares que dejaran tan en claro esa dimensión clave de la Humanidad que refiere a que ella está formada por seres sociables y sociales. En definitiva, aquellas viejas ideas del zoon politikon de Aristóteles, renovadas por ejemplo por Hannah Arendt en torno a la política entendida como un inter -esse de los hombres, que piensan a los seres humanos en el marco de una vida social sin la cual la dimensión humana sería precisamente la que quedaría excluida, se pusieron del todo en evidencia en este tiempo de pandemia mundial.

Así las cosas, la hondura, gravedad y extensión de los cambios cotidianos impuestos en estos meses atañen a la esencia misma de la forma de convivencia que nos hemos dado desde hace décadas en distintos países occidentales.

Lo que el mundo de las democracias liberales conoce como las garantías individuales, o las libertades personales más sustantivas, fueron en efecto suspendidas. El motivo superior invocado para limitar nuestras libertades de reunión y de movimiento, por ejemplo, o para obligarnos a tomar ciertas medidas sanitarias cotidianas, es por todos conocido y ha sido sustancialmente el mismo en todas partes del mundo: la necesidad de enfrentar drásticamente la expansión de una enfermedad que se definió como grave y letal.

Me interesa aquí reflexionar sobre tres dimensiones de este tiempo de pandemia. En primer lugar, quiero presentar algunos datos informativos claves sobre la pandemia de forma de definir bien su relevancia. En segundo lugar, daré cuenta de la manera en la que se legitimó la situación de excepción que vivimos, con lo que llamaré la extensión del miedo. En tercer lugar, a partir de esta constatación del miedo extendido, quiero detenerme sobre la imposible parresía -el decir veraz- de nuestro tiempo

1 La pandemia: algunos datos claves

Quiero prestar atención a cuatro tipos de datos que me resultan los más relevantes para estimar el daño que puede generar esta pandemia: cómo saber cuántos casos de Covid19 hay; cómo se definen los muertos por Covid19; cuál es la población más afectada por casos de muerte a causa del Covid19; y cuáles son los países más afectados por los casos de Covid19.

En lo que refiere a los datos concretos para analizar la situación, evidentemente la evolución rápida de la pandemia a nivel mundial lleva a consultar registros en Internet cuya actualización es permanente, mucho más que libros o revistas impresas que obviamente no pueden seguir el ritmo rápido de la evolución de la situación. Las informaciones son numerosísimas, y parte del problema acerca de esta pandemia y sus consecuencias es el exceso de fuentes, noticias y datos, a veces no del todo similares en sus resultados a pesar de pretender informar sobre lo mismo, ni tampoco iguales en cuanto a confiablidad del contenido. Es por eso que para este trabajo referiré a una única fuente de información general: se trata de la página vinculada a la Universidad de Oxford, ourworldindata.org. Ella hace años ya que se dedica a publicar una enorme variedad de información cuantitativa sobre diversos temas mundiales con gran seriedad y exigencia de calidad.

2 Cómo saber cuántos casos de Covid19 hay

Un primer paso fundamental para medir la importancia de la pandemia es saber cuántos casos de Covid19 hay en el mundo.

El problema es que se informa que existen personas con Covid19 que no presentan síntomas de tener ninguna enfermedad (“asintomáticos”). La única forma de saber certeramente si se tiene Covid19 es pues que la persona se realice un test específico. Esto da como resultado que el conocimiento sobre la cantidad de casos totales de Covid19 (enfermos y no enfermos) dependerá de la cantidad de test que se realicen en cada país. [1]

Aquí empiezan las enormes diferencias a nivel internacional, porque hay países que no tienen políticas definidas de realización de test, como Tanzania y Etiopía; otros que lo hacen a poblaciones objetivo predeterminadas que además tengan síntomas, como Argentina o Indonesia; otros que lo aplican a las personas con síntomas de estar contagiados (síntomas que el Covid19 comparte con otro tipo de enfermedades, como el resfrío por ejemplo), como India o Brasil; y otros que lo hacen de forma abierta a personas con y sin síntomas de la enfermedad, como Estados Unidos o Rusia.

En definitiva, algo tan elemental para medir la gravedad de la extensión de la pandemia como saber a ciencia cierta cuántos casos de Covid19 hay y cuántos enfermos por Covid19 hay en un momento dado en el mundo, en una región, o en país específico, en realidad no es tan sencillo de saber.

Porque en concreto hay países como Nigeria o Myanmar, por ejemplo, cuya cantidad de tests a fin de julio era menor a 2 /1.000 habitantes, otros como Estados Unidos o Portugal cuya proporción era de más de 145/1.000 habitantes, y otros, como la gran mayoría de los Estados africanos, que no cuentan con este dato. En general, estos problemas tan serios de metodología de conteo no son mencionados en las informaciones a las que se accede en distintos medios de prensa y en redes sociales para conocer la evolución de la pandemia.

3 Cómo se definen los muertos por Covid19

Un segundo paso clave para medir cuán grave es la pandemia actual es tener claro su tasa de letalidad. Esta tasa está vinculada al registro de la causa de muerte, y se define como la proporción de personas que mueren por una enfermedad entre los afectados por ella, en un periodo y área determinados (muertos/diagnosticados *100).

La letalidad es más importante que la mortalidad para conocer la virulencia de la enfermedad. En efecto, la tasa de mortalidad es la proporción de muertes entre una población general en un periodo dado, por lo que nos dice poco concretamente sobre la muerte generada a raíz del Covid19 en sí, más allá de que podamos establecer una correlación entre, por un lado, un aumento estadístico de muertes en un período de tiempo, y por otro lado, la idea de la expansión de la pandemia (pero, como se sabe, correlación no es causalidad).

El problema aquí es que atribuir la muerte de una persona a la enfermedad del Covid19 no es metodológicamente tan sencillo, al menos por dos razones.

En primer lugar, la enfermedad puede venir a sumarse a otros problemas de salud que sufría el paciente previamente. Esto quiere decir que, de acuerdo a los especialistas, no es evidente que se pueda afirmar con total certeza que una persona ya enferma de otros males y que contrae Covid19 y termina muriendo, lo hace por causa del Covid19. Morirá sí con Covid19, y seguramente el virus habrá agravado su cuadro clínico ya complejo. Pero no muere exclusivamente por causa del Covid19.

Eso es lo que se sabe bien para el caso de Italia, por ejemplo. Como se recordará, fue uno de los países sobre los que se informó con más desarrollo acerca de las consecuencias gravísimas y letales de la pandemia, ya que efectivamente allí murieron proporcionalmente más personas infectadas por el Covid19 que en otras partes del mundo. Pues bien, la autoridad nacional de salud realizó un estudio en marzo en el que se examinaron los registros médicos de cerca del 18% de las muertes por Covid19, y se concluyó que el 99% de ellas fueron personas que padecían afecciones médicas previas.

En segundo lugar, hay dificultades en la fijación de criterios analíticos únicos y generalizados acerca del registro de las causas de muerte. Si bien es cierto que existe una clasificación internacional de enfermedades de la Organización Mundial de la Salud que los estandariza, hay sin embargo países que definen sus propios criterios para guiar a los profesionales médicos sobre cómo registrar las muertes por Covid19. El caso de Chile en este sentido es ilustrativo, ya que en estos meses de desarrollo de la pandemia han variado fuertemente los criterios para fijar al Covid19 como la causa de muerte de un enfermo, lo que naturalmente ha influido en la estadística de muertos por Covid19.

En concreto, para el caso por ejemplo del Reino Unido[2], los médicos pueden registrar las muertes por Covid19 si piensan, creen o estiman que los signos y síntomas apuntan a esta enfermedad como la causa subyacente de muerte de la persona. Esto significa que no se requiere un resultado positivo de test de Covid19 para que una muerte se registre como consecuencia de padecer Covid19.Y esto, evidentemente, es muy importante desde el punto de vista estadístico y de definición de la gravedad de la pandemia.

En definitiva, lo que ya para el invierno austral parecía muy claro, si se analizaban ciertos detalles de la información acerca de la pandemia, es que su tasa de letalidad específica no era alta. Esto no es algo que forme parte de la información generalizada y más mediática que se ocupa de la pandemia, pero sí es muy importante para definir la gravedad del virus, y por tanto, para asentar la legitimidad de las medidas drásticas que se tomaron para enfrentarlo.

4 Cuál es la población más afectada por casos de muerte a causa del Covid19

Una tercera dimensión clave para calibrar la importancia de la pandemia es saber cuál es la población más afectada por ella: si mata igualmente a jóvenes que a viejos, por ejemplo, o si se concentra en ciertas franjas de edad y no es letal para otros grupos etarios[3].

Lo que se sabe es que los que corren el mayor riesgo de morir si se infectan con este virus son los ancianos. Seguramente sea porque ellos son quienes comparativamente más sufren afecciones de salud subyacentes, como enfermedades cardiovasculares, enfermedades respiratorias o diabetes, y ya vimos que la inmensa mayoría de las personas que murieron por Covid19 en realidad también padecían otras enfermedades. Pero lo cierto es que los casos de muertes de personas menores de 45 años en el mundo por Covid19 son muy pocas.

Dos ejemplos ilustrativos de estos datos que se repiten por doquier: Italia y Uruguay. En el informe de salud italiano antes mencionado, se señala que la edad promedio de quienes murieron por el virus en Italia es de 79,5 años de edad. Para el caso de Uruguay, un informe de su Ministerio de Salud del 22 de julio dio cuenta de que del total de los 34 infectados fallecidos en ese país hasta el momento del cierre del informe, ninguno era menor a 44 años, y 25 de ellos eran mayores de 65 años.

5 Cuáles son los países más afectados por los casos de muertes por Covid19

La última dimensión informativa es saber cuáles son los países más afectados por los casos de Covid19.

En primer lugar, es razonable deducir de todo lo anterior que donde el Covid19 puede tener consecuencias más graves es en los países cuyas poblaciones presentan un perfil envejecido, es decir, en donde la proporción de mayores de 65 años en el total de su población es más grande que en otras partes. Tal el caso, por ejemplo, de Italia en Europa, y en Sudamérica, por ejemplo, de Chile.

En segundo lugar, no hay día que no se informe a nivel general acerca de la cantidad de casos totales de enfermos o de muertes por Covid19 en tal o cual país. En efecto, cualquiera que preste atención a la prensa internacional de estos meses, notará por ejemplo que se acumulan las malas noticias en cuanto a cantidad de muertes en Estados Unidos o en Brasil: al 1° de agosto, fueron más de 153.00 los muertos por Covid19 en EEUU, y más de 92.000 en Brasil, lo que los sitúa en el primer y segundo lugar respectivamente a nivel mundial. No es novedad tampoco que los presidentes de ambos países han sido críticos con las medidas de confinamientos obligatorios, lo que ha llevado a que varios análisis vinculen las dos informaciones de forma de argumentar algo de este estilo: en los dos peores países de muertes por Covid19, sus presidentes respectivos promueven políticas de salud irresponsables.

El problema con la cifra absoluta de casos es que no tiene en cuenta la cantidad de habitantes del país. No es lo mismo un país de 328 millones de habitantes o de 210 millones, como EEUU o Brasil, que uno de 11 millones como Bélgica o de 10 millones como Suecia: razonablemente, en un período de cuatro meses, por ejemplo, habrá más cantidad de muertos en los dos primeros países mencionados, por todo tipo de causas e incluso por Covid19, que en los dos últimos, simplemente por una razón de tamaño poblacional relativo de cada uno.

Si se informara sobre la cantidad de muertes en función de un cálculo común, es decir, por ejemplo, llevada a una ratio de muertes cada 100.000 habitantes[4], los peores resultados en el caso de muertos por Covid19 al 10 de agosto de 2020 no serían los de EEUU (518/100.000) y de Brasil (501/100.000) en el mundo, sino, precisamente, Bélgica (856/100.000) y Perú (783/100.000).

Algo similar ocurre con las noticias que señalan la expansión de la cantidad de casos confirmados de Covid19[5]: el ranking mundial varía si se presentan los datos absolutos por países o los datos cada 100.000 habitantes de cada país. Además, en esta dimensión de las informaciones sobre la pandemia está lo ya señalado antes aquí, en cuanto a variaciones de políticas nacionales de realizaciones de test, a lo que se suman dos cuestiones más: por un lado, que dentro de la definición de casos confirmados hay personas que por haberse hecho un test y que dio positivo sí se sabe que tienen Covid19 pero no están enfermas, y personas que se hicieron el test, dio positivo, y además están enfermas (es decir, se sienten mal, con tos, fiebre, etc.); por otro lado, está la cantidad de personas que tienen el virus del Covid19 pero que no presentan síntomas de sufrir enfermedad y que nunca se han hecho un test para saberlo. Esta cantidad se puede estimar a partir de tests serológicos muestrales, que se han venido realizando en localidades puntuales de la tierra como el condado de Santa Clara, o el de Los Ángeles -ambos en California-, la ciudad de Nueva York, la de Florida, en ciudades europeas, etc. En todos los casos, aun con grandes variaciones, los resultados de esos estudios llevan a pensar que existe una proporción varias veces más grande de infectados que los números que indican los tests PCR -lo cual, a su vez, indica que las cifras de letalidad por Covid 19 son realmente muy bajas, y sensiblemente más bajas al 1% de infectados. Esto significa en términos prácticos que de cada 100 personas que se infectan con la enfermedad, 99 y fracción se recupera. Pese a que se trata de un dato disponible hace tiempo, no es común que se informe sobre él.

Por último, los datos comparativos con los que se cuenta acerca de la letalidad del Covid19 con relación a otras enfermedades, muestran que el Covid19 es mucho menos letal, por ejemplo, que el Ebola[6]. En otro orden de comparación, los casos totales de muertes que se manejan desde que se desató la pandemia mundial y hasta el 10 de agosto, eran de unos 750.000 (y 21 millones de casos oficiales); y sabemos que mueren al año 2,6 millones de personas por neumonía, 620.000 por malaria, 650.000 por gripe, 1 millón por Sida, y 9,6 millones por cáncer. En total, por año, mueren alrededor de 56 millones de personas, en un total de unos 7.800 millones de personas en total.

De todas estas informaciones me interesa retener cuatro conclusiones. Estas conclusiones evitan entrar en cuestiones médicas especializadas como, por ejemplo, cómo se contagia el virus, cuáles son los mejores cuidados para evitar que se extienda, si existe una inmunidad de rebaño, etc. Esos asuntos no son tema de este análisis, que de ninguna forma niega la existencia de la enfermedad Covid19, sino que procura reflexionar sobre el vínculo entre el miedo a la pandemia y la imposible parresía, por lo que me importa analizar mucho más la idea que el mundo se hace acerca de la gravedad de la pandemia, que los debates sobre soluciones médicas para enfrentarla. Esas cuatro conclusiones son las siguientes:

* cuando se informa acerca de la cantidad de casos de Covid19 en el mundo, en realidad lo único que se está informando es acerca de una idea vagamente aproximativa de cuántos son efectivamente los casos de Covid19 que existen;

* la proporción de muertos sólo por Covid19 entre los que contraen la enfermedad es ínfima (la gran mayoría muere con Covid19, pero también con otra enfermedad, es decir, no sólo por Covid19). O, dicho de otra manera, casi nadie que se contagia de Covid19 y cae enfermo, pero previamente gozaba de buena salud, muere por causa de esa enfermedad;

* el Covid19 sobre todo ha sido grave para las personas de mayor edad, al punto que el registro de enfermos graves que han muerto con Covid19 y que además son menores de 45 años es realmente muy marginal;

* hoy en día en el mundo hay varias enfermedades contagiosas mucho más letales, en cantidad de muertos y también en la población sobre todo más afectada (niños más que ancianos, por ejemplo) que el Covid19.

6 La extensión del miedo

Todas estas conclusiones contradicen el relato extendido según el cual el Covid19 es altamente peligroso para todo el mundo en todo momento. Sin embargo, a través de distintas vías de comunicación, medios de prensa, representantes políticos y referentes especializados en estos temas, se dieron informaciones que, en última instancia, movilizaron el sentimiento del miedo individual y social.

En efecto, los principales referentes políticos de países a los que prestamos habitualmente atención, los líderes de organizaciones internacionales vinculadas a estos temas, y la inmensa mayoría de la prensa internacional más consultada en los países occidentales, argumentaron en el mismo sentido: si queríamos reducir los daños que podía causar el Covid19, no había más remedio que sacrificar algunas de las libertades sustantivas ligadas al orden político propio de una democracia liberal. Y esos daños se anunciaban enormes: en el otoño austral, llegó a pronosticarse un futuro hecho de varios millones de muertos en muy poco tiempo en todo el mundo por causa del Covid19[7].

El razonamiento, simplificado, que subyace a esa amplia comunicación que atiza el miedo, es el siguiente: hay una enfermedad mundial de fácil contagio que lleva a la muerte a quien la padece, o a sus seres queridos más cercanos, por lo que la única forma de estar a salvo es evitar contraerla; por tanto, hay que promover un encierro masivo, que en muchos casos termina siendo imperativo, que anula la vida social hecha de contactos personales, que afecta las rutinas cotidianas más centrales – desde las clases para los niños hasta las compras en supermercados, entre otras tantas actividades comunes –, y que tiene consecuencias nefastas sobre los ingresos de los hogares, la actividad laboral y económica en general, y la convivencia social y familiar.

Mientras que ocurre todo ese cambio social fenomenal, el bombardeo noticioso diario informa sobre la expansión del Covid19, en cifras absolutas tanto de muertes como de casos confirmados, sin jamás poner en contexto poblacional y sanitario esos datos. Se genera así un estado de alarma extendido ante el inevitable avance de la pandemia que, claro está, es el que justifica el mantenimiento en el tiempo de las medidas extremas.

Además, a partir al menos de fines de julio, importantes redes sociales como Facebook, Youtube y Twitter pasaron explícitamente a censurar informaciones disidentes, por llamarlas de algún modo: videos, conferencias o textos de médicos, ciudadanos u organizaciones que brindan informaciones y argumentos diferentes a los que van en el sentido de la generación del miedo colectivo y generalizado que hace a la legitimación emocional de la actual situación de excepción política.

Así las cosas, la situación extrema que estamos viviendo puede perfectamente leerse con los lentes interpretativos que nos presta Michel Foucault, que escribe que

“a fines del siglo XVIII la población se convierte en el verdadero objeto de la policía; o, en otras palabras, que el Estado debe ante todo vigilar a los hombres en cuanto población. Ejerce su poder sobre los seres vivos en cuanto seres vivos, y su política, en consecuencia, es necesariamente biopolítica.” (Foucault, Las tecnologías 254)

En este sentido, la contingencia actual puede interpretarse como una situación extrema de biopolítica que prolonga el movimiento iniciado hace un par de siglos: porque toda la población es objeto de escrutinio en la medida en que la excepción en la vida democrática – es decir, la imposibilidad por ejemplo de ejercer la libertad de movimiento – pasa a ser la regla, y por tanto ha de justificarse formalmente la ruptura de esa regla, a través de los permisos de salidas por ejemplo, tramitados ante la policía, bajo pena sino de ir preso o de pagar una multa (dependiendo del Estado y del tipo de confinamiento del que se trate); y porque además, esta excepcionalidad se basa en un argumento biológico sustancial, que dice vincularse a la supervivencia vital, tanto individual como social, ante el peligro letal que representa la pandemia.

La descripción de la biopolítica adopta así una especie de nueva versión, en la que de todas formas la racionalidad política descrita por Foucault se mantiene: “la integración de los individuos a una comunidad o una totalidad es la resultante de una correlación permanente entre una individualización cada vez más extremada y la consolidación de la totalidad” (Foucault, Las tecnologías 256).

En este sentido, las consecuencias sociales que instala el tratamiento de esta pandemia se inscriben en esa individualización cada vez más extrema, que incluso hoy en día llega a vivir en una subjetividad enteramente aislada en su hogar, y con contactos sociales enteramente limitados desde un Estado que fija un confinamiento muchas veces obligatorio. La consolidación de una totalidad poblacional se hace bien definida también por la potencia estatal: el Leviatán ejerce sobre ella su enorme poder de control, al limitar las libertades individuales más sagradas por motivos de excepción que se hacen permanentes (perduran, al menos, por meses) y que son definidos, precisamente, por ese mismo Leviatán.

Frente a esa extensión del miedo, que es el sustento emocional legitimante del control de la biopolítica y que a la vez, en un mismo movimiento, aísla la individuación y asienta la totalidad, la parresía parece imposible.

7 La imposible parresía

Entiendo la parresía como la modalidad del decir veraz. Como bien explica Foucault, la noción de parresía es ante todo y fundamentalmente una noción política. En la parresía, “es menester que el sujeto, [al decir] una verdad que marca como su opinión, su pensamiento, su creencia, corra cierto riesgo, un riesgo que concierne a la relación misma que él mantiene con el destinatario de sus palabras” (Foucault, El coraje 30).

Para nuestra época moderna, Foucault señala que

“la modalidad parresiástica, creo justamente que, como tal, ha desaparecido y ya no se la encuentra sino injertada y apoyada en una de las otras tres modalidades. El discurso revolucionario, cuando adopta la forma de una crítica de la sociedad existente, cumple el papel de discurso parresiástico. El discurso filosófico, como análisis, reflexión sobre la finitud humana, y crítica de todo lo que puede, sea en el orden del saber o en el de la moral, desbordar los límites de esa finitud, representa en algún aspecto el papel de la parresía. En lo concerniente al discurso científico, cuando se despliega -y no puede no hacerlo, en su desarrollo mismo- corno crítica de los prejuicios, de los saberes existentes, de las instituciones dominantes, de las maneras de hacer actuales, tiene en verdad ese papel parresiástico” (Foucault, El coraje 46).

En este esquema, me resulta clave constatar que ninguna de las tres modalidades en las que se inserta en la actualidad el discurso parresiástico puede ejercerse en este tiempo de excepción dominado por el miedo. No se le presta atención a un discurso crítico sobre la sociedad; no se admiten visiones disonantes y críticas sobre la definición misma de las causas del tiempo de excepción que vivimos; y tampoco parece posible hacer audibles argumentos científicos diferentes a los que sostienen la inevitabilidad de las drásticas medidas que sufre la sociedad.

El decir veraz quedó absolutamente sepultado tras la movilización del miedo social por la inminencia de un peligro letal de gravedad universal, que de forma constante se señala que es el Covid19, el contagio, la enfermedad y la muerte, cuando en realidad nada de eso es verdad, es decir, nada de eso se puede constatar con datos, hechos y referencias que respalden, fácticamente, ese relato sobre el Covid19. 

Se logró así cancelar casi que totalmente cualquier perspectiva de pensamiento crítico que valore y justiprecie la eficacia de las medidas tomadas a la luz de los datos que se fueron conociendo acerca de la pandemia. Incluso más, cualquier posición que sostenga que el daño económico que se está generando en millones de hogares con las medidas de confinamiento generales es mucho más grave que el que puede ocurrir si se toman, por ejemplo, medidas de confinamiento parcial a poblaciones objetivo que, se sabe, son más vulnerables a la pandemia (como personas mayores de 70 años, por ejemplo), es inmediatamente descalificada con la sentencia, por ejemplo, de que ella supone la inmoralidad de jerarquizar el dinero por sobre la vida.

Ese falso dilema, sumamente extendido como latiguillo para apoyar las medidas que están arrasando la economía – y sobre todo, los puestos de trabajo menos calificados, que son los que más se han perdido en estos meses de pandemia en el mundo, y que están altamente correlacionados con los empleos que mayormente ocupan los integrantes de las clases sociales populares de menores ingresos -, se asienta implícitamente en el miedo a la muerte personificada en el Covid19, en tanto emoción dominante que todo lo justifica.

La parresía imposible no solamente ocurre en el espacio público, sino que incluso se constata en espacios semi- públicos. Ellos son los que han tomado el lugar de la socialización personal en esta vida de subjetivación aislada llevada al paroxismo que es el cotidiano del confinamiento por Covid19, es decir, por ejemplo, el espacio de la vida de las redes sociales, de los zooms con amigos, o de los grupos de WhatsApp.

Hágase una prueba sencilla en cualquier grupo de WhatsApp, por ejemplo, formado por esas clases medias relativamente acomodadas económicamente, que son las que a priori cuentan con los mayores recursos de capital cultural para ejercer su conciencia crítica, y que son también las que, en comparación con las clases populares, sufren menos las consecuencias de las medidas de encierro que afectaron al menos a la mitad de la humanidad a lo largo de tantas semanas del otoño austral, ya que, evidentemente, ellas cuentan con recursos para poder satisfacer sus necesidades más elementales; láncese allí pues, algunos comentarios parresiásticos sobre la ilegitimidad de las medidas liberticidas que se están tomando, sobre la relativización de los daños de la pandemia que se están publicitando, y acerca de la claudicación del espíritu crítico individual con el que debiera de analizarse la contingencia actual, tanto sanitaria, como política y económica: lo más probable es que las reacciones, más o menos viscerales, sean descalificatorias, sino de la persona, seguro de lo que ella dice, impidiendo cualquier debate, ya que la mera actitud de duda expuesta en ese talante crítico- parresía acerca de lo que se recibe como dogma informativo fundado en el miedo, será considerada sinónimo de negacionismo, irresponsabilidad, etc.

Se verifica así una especie de histeria colectiva, de predisposición al linchamiento irracional de cualquier voz disidente, que es muy propio de momentos excepcionales como una situación de guerra, por ejemplo, en donde no puede haber espacio para la contemplación de las posiciones del enemigo, ni tampoco miramientos legales hacia las garantías individuales sobre las que se asientan nuestras libertades. Vivimos así en una especie de comunicación social globalizante hecha de una metáfora permanente, atizada por el registro del lenguaje que se utiliza para describir la contingencia, en la que el campo semántico de lo bélico es lo que describe al peligro social y sanitario gravísimo que se está enfrentando por causa de la pandemia.

Así las cosas, este es el camino que ha tomado la sociedad de control sobre la que reflexionó Gilles Deleuze en 1990. Parece de ciencia ficción la agudización de los ejemplos mínimos que Deleuze señaló, pero es la pura realidad de este 2020:

“En el régimen carcelario, la búsqueda de “penas sustitutorias”, al menos para los delitos menores, y la utilización de collarines electrónicos que imponen al condenado la permanencia en su domicilio durante ciertas horas. En el régimen escolar, las formas de control continuo y la acción de la formación permanente sobre la escuela, el correspondiente abandono de toda investigación en el seno de la Universidad, la introducción de la empresa en todos los niveles de escolaridad. En el régimen hospitalario, la nueva medicina “sin médicos ni enfermos” que localiza enfermos potenciales y grupos de riesgo, y que en absoluto indica un progreso de la individuación como a menudo se dice, sino que sustituye el cuerpo individual o numérico por una materia “dividual” cifrada que es preciso controlar. En el régimen empresarial, los nuevos modos de tratar el dinero, de tratar los productos y de tratar a los hombres que ya no pasan por la antigua forma de la fábrica. Son ejemplos mínimos, pero que nos permiten comprender mejor lo que hay que entender por “crisis de las instituciones”, es decir, la instalación progresiva y dispersa de un nuevo régimen de dominación” (Deleuze, 254- 55).

Con esta especie de experimento social a gran escala que ha generado la pandemia, en el que se vulneran las libertades más sustantivas del orden liberal moderno a partir de una justificación que de ningún modo apela a la racionalidad del sujeto, sino que refiere a la emoción del miedo sustentada en un relato de muerte que es radicalmente fantasioso en su extensión y en su profundidad, el régimen escolar- educativo cambia de naturaleza, y pretende sustituir la enseñanza personal en el aula por el contacto virtual aislado y subjetivado, en donde se hacen evidentes tanto la dispersión como la imposibilidad del diálogo natural. También, el régimen empresarial termina de instalar la flexibilización de los asalariados, en trabajos fuera de hora, fuera de un lugar determinado, y además urgidos y amenazados por la siempre presente sombra del miedo a perder el empleo, en un contexto de enorme precarización económica general.

Pero los dos regímenes en los que la reflexión de Deleuze se hace más reveladora son el de la cárcel y el del hospital. Increíblemente, el régimen de dominación flexible y disperso toma una forma extendida en tiempos de pandemia, en el que la experiencia de la falta de libertad de movimiento se hace permanente, ya que el confinamiento muchas veces es total, a la vez que global y sin causa personal- penal, es decir, para todo el mundo e independientemente de que se sea o no culpable de algo, por lo que la población entera se hace objeto de vigilancia policial, para retomar la definición antes mencionada de Foucault.

Para el caso del hospital, es claro que una parte clave del discurso que fija este nuevo régimen de dominación pasa por romper radicalmente la diferencia entre persona sana y persona enferma. En el discurso dominante y global del tiempo de pandemia en que vivimos, todos somos potenciales enfermos y potenciales diseminadores de la enfermedad. No hay una población de riesgo específica sino que todos debemos de ser controlados, seguidos y escrutados permanentemente, de forma tal que no existe más la vida privada: a través de la legitimación del uso de ciertas Apps para celular que registran permanentemente el movimiento de la persona y de los contactos cercanos que ella tuvo, por ejemplo, se puede luego rastrear la potencial extensión del virus, si es que alguien de ese grupo de individuos en algún momento termina siendo un caso confirmado (que, recordemos, no implica tener síntomas de enfermedad, ni tampoco implica desde el punto de vista médico ser un transmisor eficiente y amplio del Covid19).

El individuo pasa a ser constantemente objeto de control, independientemente de que esté sano o enfermo, ya que la enfermedad no es una realidad en sí, sino que pasa a ser un pretexto, sustentado en un relato lleno de inexactitudes informativas (que generan miedo) en torno a los daños que puede causar efectivamente la pandemia.  El rastreo y el control operan – a través de nuevas técnicas cuyas complejidades son del todo ajenas al saber ciudadano común -, al servicio de un Estado con un poder real- potencial tal sobre su población, que no tiene parangón en la historia moderna.

Conclusión

Quiero concluir estas reflexiones haciendo hincapié en dos dimensiones claves de esta contingencia de pandemia que acabo de analizar.

En primer lugar, hay que prestar atención a la evolución rápida de la sociedad de control en tiempos de excepción. De un momento al otro, distintas barreras legales que protegían al ciudadano frente a los excesos del poder organizado fueron vencidas. En efecto, sus libertades de movimiento, de reunión y de trabajo – junto con otras relativamente menores, aunque no por ello desdeñables, como por ejemplo en Chile: la de caminar al aire libre sin mascarilla o la de que se acepte el pago en efectivo por compra de bienes – fueron radicalmente cercenadas.

Esto ocurrió, además, en un contexto de aislamiento forzado que, naturalmente, impide toda movilización social que pueda poner en tela de juicio la legitimidad y pertinencia de este régimen de excepción política. Y finalmente, la repetición constante de un tipo de noticias que en realidad desinforman y no aportan datos veraces sobre la evolución de la pandemia y su verdadera gravedad, generan un contexto de miedo colectivo a partir del cual ese control generalizado puede ejercerse sin fuerte contradicción social o política.

En segundo lugar, semejante evolución en un sentido liberticida radical en lo que refiere a las garantías individuales que dan sentido al régimen democrático representativo liberal de gobierno, se encontró con una claudicación excepcional de la conciencia crítica ciudadana, es decir, de las condiciones de posibilidad que permiten la parresía.

Aquí me importa hacer una distinción que creo relevante en torno a diferentes clases sociales. Por un lado, está la mayoría de los ciudadanos, a quienes el golpe de las medidas tomadas a raíz de la pandemia es de tal gravedad para su supervivencia, que se les hace naturalmente muy difícil ocuparse de pensar, analizar y ejercer el decir veraz en el espacio público. Y es que la disposición pensante- crítica que precisa el decir veraz debe tener un piso de subsistencia asegurado para poder ejercerse.

Por otro lado, la fragilidad de la conciencia crítica, la imposibilidad consecuente del decir veraz, y la exposición a un discurso de propaganda que hace las veces de información de lo que está ocurriendo acerca de la pandemia, es un fenómeno de características mucho más evidentes (y graves) en aquellas minorías ciudadanas que sí cuentan con el capital cultural y social como para poder ejercer la parresía. En sociedades, además, fracturadas cultural y socialmente, en las que las clases populares no parecen contar con fuertes voces que las representen para defender sus posibilidades de ganarse su pan cotidiano en medio de un contexto de miedo artificialmente creado, la orfandad de parresía se hace más tremenda y el sonambulismo ciudadano se hace más dramático.

Me cuesta creer que en la época en la que el “sapere aude” kantiano está más desarrollado, es decir, cuando las poblaciones alfabetizadas nunca fueron tan numerosas en la historia como hoy en día y cuando nunca hubo tantas personas con acceso a estudios universitarios como ahora, no pueda avizorarse una luz de esperanza que se arriesgue a la parresía a través de algunos de los tres tipos de discursos que Foucault describió para la modernidad, y que se denuncie así el relato del miedo con el cual se han impuesto medidas que violan enteramente las libertades más esenciales de los individuos en sociedad. El tiempo dirá.


(*) Magíster en Artes Liberales – Universidad Adolfo Ibáñez- Chile.-

Nota

1. Este es el mapa de la cantidad de test realizados por país. https://ourworldindata.org/coronavirus-testing#world-map-total-tests-performed-relative-to-the-size-of-population volver

2. href=”http://

2] Aquí un debate más detallado sobre el tema: https://ourworldindata.org/covid-deaths volver

3. El detalle de la información está aquí: https://ourworldindata.org/mortality-risk-covid#case-fatality-rate-of-covid-19-by-age volver

4. href=”https://ourworldindata.org/grapher/total-covid-deaths-per-million”>https://ourworldindata.org/grapher/total-covid-deaths-per-million volver

5. href=”https://ourworldindata.org/grapher/full-list-cumulative-total-tests-per-thousand-map”>https://ourworldindata.org/grapher/full-list-cumulative-total-tests-per-thousand-map volver

6. Por más datos sobre este aspecto específico: https://ourworldindata.org/mortality-risk-covid#how-does-the-case-fatality-rate-cfr-of-covid-19-compare-to-other-virus-outbreaks-and-diseases volver

7. No es tema de desarrollo en este trabajo, pero uno de los informes claves en este sentido fue el del epidemiólogo del Imperial College del Reino Unido, Neil Ferguson, quien tuvo consecuencias en el propio Reino Unido, pero también en Francia y Estados Unidos, para avanzar en los confinamientos para enfrentar la pandemia. En este sentido, me cuesta argumentar convincentemente acerca de que estamos ante una especie de gran complot internacional para recortar libertades o para favorecer ocultos designios de organizaciones de poder político o económico, que saldrían beneficiados de una coyuntura tan particular como la que vivimos, por lo que ese asunto tan desarrollado por ciertos análisis críticos no será retomado aquí. El informe es este: https://extramurosrevista.com/el-impacto-de-las-intervenciones-no-farmaceuticas-infs-para-la-reduccion-de-la-mortalidad-y-la-demanda-de-atencion-de-salud-por-el-covid-19/ volver

Bibliografía

Deleuze, Gilles. “Post-scriptum sobre las sociedades de control”. En Conversaciones, 1972-1990. Valencia, Pre-Textos, 1999. pp. 277-286.

Foucault, Michel. “Clase del 1° de febrero de 1984”. En El coraje de la verdad. Fondo de Cultural Económica, 2010. pp. 17- 47.

– – – . “La tecnología política de los individuos”. Lechuga, G. Veredas: Revista del pensamiento sociológico. n.9, 2004. pp. 213-226.

Roser, Max; Ritchie, Hannah; Ortiz-Ospina, Esteban; Hasell, Joe. “Coronavirus Pandemic (COVID-19)”. Publicación online OurWorldInData.org. https://ourworldindata.org/coronavirus’ 31 de julio y 1° de agosto de 2020.