ENSAYO

Por Alma Bolón

1)

En “El Libro de los Jueces” (12, 5-6) se cuenta que habiendo luchado galaaditas y ephrateos, y habiendo los galaaditas tomado los vados del Jordán, cada vez que un ephrateo vencido pedía permiso para atravesar el río, los galaaditas le preguntaban si era ephrateo y si el fugitivo negaba, entonces le decían que dijera “schibboleth” y como el tipo decía “sibboleth”, entonces los galaaditas le echaban mano y lo degollaban junto a los vados del Jordán. 

Así murieron cuarenta y dos mil ephrateos que no podían pronunciar el fonema representado por la letra shin (ש) del alfabeto hebreo (y arameo, y fenicio); fonema que en francés se representa con “ch” como en “chaud”; en inglés con “sh” como en “shopping”; en italiano con “sci/sce” como en “capisci”;  en portugués, catalán y gallego con “x”, como en “Xuxa”, “caixa”, “Xavier”. (Y en el español rioplatense para muchos hablantes a veces es “ll” o “y + vocal” como en “llega en mayo”).

Del hebreo, “schibboleth” suele traducirse por “espiga” o “rama” pero como es obvio su significado nada importa en esta historia, solo cuenta que hubo muchos vencidos, cuarenta y dos mil ephrateos bíblicos que no pudieron hacerse pasar por galaaditas pronunciando esa palabra como sus enemigos la pronunciaban. 

De este modo, “schibboleth” pasó a ser el nombre de un artilugio revelador de la pertenencia o la ajenidad de una persona a una nacionalidad o a un grupo social o profesional. Desde la Antigüedad, se identifican variados “schibboleth”; Freud, refiriéndose al criterio que distingue un buen analista de uno no tan bueno (su capacidad de lectura de los sueños), emplea esta expresión. Si nos quedamos en América y en el siglo XX, se dice que en 1930, el dictador Rafael Trujillo de República Dominicana quiso deshacerse de inmigrantes haitianos, vecinos pobres en la compartida isla, pero como no había modo de distinguir físicamente a dominicanos de haitianos, se pedía que se dijera “perejil”, y los haitianos no podían con la segunda y la tercera consonante, por lo que así fueron asesinados entre veinte y treinta mil de ellos, según se cuenta en lo que se recuerda como “la masacre del perejil”. Durante la guerra de las Malvinas, también se registra que el schibboleth empleado por los ingleses era “Hey, Jimmy”, pronunciado por los argentinos como “Yimmy” (horrible vuelta de tuerca, al hacer los argentinos lo que no habían podido hacer los ephrateos bíblicos, aunque con semejante efecto sangriento).  

En su forma cruel -la de  los ephrateos bíblicos, los haitianos en Dominicana, los colimbas argentinos en Malvinas- o en su forma idiota -burlarse rutinariamente de acentos y modos de hablar ajenos-, las variaciones en las maneras de hablar de unos y de otros han sido empleadas para sacar ventaja material o simbólica del vecino, para denigrar y dejar sentada alguna forma de superioridad ante otra manera de decir. 

2)

Al comienzo del Curso de lingüística general, Saussure se pregunta para qué sirve finalmente la lingüística, y se responde que todo el mundo se interesa, poco o mucho, por el lenguaje, lo que genera gran cantidad de “ideas absurdas”, “prejuicios”, “espejismos”, “ficciones” (sic y resic). En Uruguay el positivismo aplastó la reflexión sobre el lenguaje, percibido ya sea como una especie de etiquetaje volátil o de fardo estorboso con el que carga “la realidad”, ya sea como una especie de código intransitivo que nada refiere, que nada representa, que de nada habla. No obstante, a pesar de esa chapa de plomo que pesa sobre el lenguaje en Uruguay, a veces se achispa alguna discusión, demasiado a menudo nutrida de moralidad, es decir, de disquisiciones sobre “lo correcto” y “lo incorrecto”.

En estas cayeron “setiembre” y “septiembre”, nuestro rioplatense schibboleth de entrecasa, que puede dar lugar a diálogos graciosísimamente creativos en los que se juega el sagrado disgusto (o el sagrado amor) que pueden despertarnos algunas palabras, cuyo tufo, antojadizamente, las señala con destaque a nuestros ojos y oídos. (Por ejemplo, “evento”, palabra para mí indigerible. O “dineros”, usada en plural; o “al interior de” en lugar de “en el interior de”: cada uno con sus manías.) Pero también, nuestro módico schibboleth, además de despertar comentarios muy ingeniosos sin otro afán que divertirse con un gusto o disgusto personal, habilita cátedras pedantes, que pretenden convertir una preferencia personal o una tradición local en criterio de corrección universal: despótica pretensión para la que se inventan “reglas” o pseudo explicaciones. 

Que de un lado del Río se diga “setiembre” y del otro “septiembre” obedece al hecho de que la lengua es institución social, es decir, tradición, materia de transmisión que, en su transmisión misma, se modifica. El cambio lingüístico no responde más que a la arbitrariedad del propio sistema: no hay razón más valedera para decir “setiembre” que “septiembre”.  No hubo razón para que los verbos latinos en lo que hoy llamamos lengua española se pusieran a diptongar (“querer”, “poder” pero “quiero”, “puedo”), y en lo que llamamos francés, portugués o italiano no diptonguen. La diptongación sucedió en español y podría no haber sucedido. El cambio de “-ct-” en “-ch-” sucedió en español y podría no haber sucedido: “nocturno” y “noche”; “lácteo” y “leche”, “directo” y “derecho”, “octavo” y “ocho”, etc. 

Podría entonces haber sucedido que en Argentina dijeran “setiembre” y en Uruguay, “septiembre”; “septiembre” como “séptimo”, que de ahí viene, y en Uruguay quienes dicen “setiembre” supongo que no se ofuscan si oyen “séptimo”, y que incluso lo dicen. O también “septiembre” como “octubre”, porque también supongo que quienes se ofuscan con el argentino “septiembre” no por eso dicen y escriben “otubre”, que sería lo que correspondería para ser consecuentes con el ofuscamiento septembrino. Si en español, “enero” ya oculta su lazo etimológico con el bifronte dios Jano, mientras que “janvier”, “janeiro”, “january”, “gennaio” lo muestran, nada impediría que todo el mundo hispanohablante dijera “setiembre”, ocultando el lazo con “séptimo”. Incluso se podría argüir que, en español, la oralidad más alejada de la lengua escrita rechaza los grupos consonánticos, por eso no gusta de “ómnibus” y dice “ónibus”, o prefiere “esato” a “ecsacto”. Se podría argüir eso, pero ¿para qué? ¿Para proscribir todas las sílabas terminadas en “-p” (como la primera de

“septiembre”) y así decir y escribir sistemáticamente: “descrición”, “inscrición” (o “iscrición”, o “ijcrición”), “dececión” o “catura”?  ¿Y con “rapto” qué se hace? ¿O el problema es solo con “setiembre/septiembre”? 

¿Para qué atribuir corrección a una de las formas y, consecuentemente, hipercorrección o incorrección a la otra? ¿Qué delirio es ese de acusar de “incorrectos” (es decir, ignorantes, malhablados, descuidados) o de “hipercorrectos” (es decir, obsecuentes con las autoridades, conservadores) a quienes dicen “setiembre” o “septiembre”? La lengua es una institución social, histórica y política, pero regida por la arbitrariedad de su orden formal; la arbitrariedad del orden que es la lengua garantiza su estabilidad y su condición precisamente compartida, común: de todos y de nadie. Estas paradojas violentas (social y formal, histórica y arbitraria, de todos y de nadie, mutable e inmutable, producto terminado y en constante creación), referidas por Saussure, invitan a una aproximación menos moralista y más instruida.

3)

La prescripción –“no diga X, diga Z”-, rápidamente derivada en asunto moral (“decir X es de tal por cual”; “decir Z es de cual por tal”) constituye una parte importantísima de la relación con el idioma que hablamos. De hecho, la escuela tuvo por cometido enseñar las mejores variedades del idioma, las que encontramos en la lengua escrita y son obra de sus mejores poetas, cuentistas, novelistas, ensayistas. Sin embargo, por fundamental que sea el enfoque prescriptivo, hoy prácticamente abandonado por la enseñanza pública, es fundamental ir más allá. 

No solo se trata de corregir al niño que dice “rompido” en lugar de “roto”, sino que también se trata de mostrar que quien diga “rompido” está habilitado por el funcionamiento analógico del sistema, para el cual “rompido” es a “romper” lo que “comido” es a “comer” o lo que “bebido” es a “beber”; solo que quien dice “rompido” debe retener otra relación analógica, la de “roto” es a “romper” lo que “puesto” es a “poner”, o “vuelto” es a “volver”, o “escrito” es a “escribir”, o “muerto” es a “morir”). 

Ir más allá de la fundamental prescripción también supone mostrar su historicidad, por ejemplo, mostrando que en su “Oda a la vida retirada”, Fray Luis de León, de una estrofa a otra, en el espacio de cuatro versos, pasa de “roto” a “rompido”: 

   ¡Oh monte, oh fuente, oh río!

¡Oh secreto seguro, deleitoso!

Roto casi el navío, 

A vuestro almo reposo

Huyo de aqueste mar tempestuoso.

   Un no rompido sueño,

Un día puro, alegre, libre quiero;

No quiero ver el ceño

Vanamente severo

De a quien la sangre ensalza, o el dinero.

4)

Sin embargo, tampoco se trata de echar mano a la historia para así predicar el lugar común que sostiene que la falta de hoy será la regla de mañana.  Además de que esta sentencia no es necesariamente acertada, ¿para qué andar sacando a cada rato el carnet de 007 inimputable por autorización de su Majestad?

Se trata de ir más allá de la relación moral con el idioma, la relación solo pendiente de la corrección o de la incorrección,  tanto más cuando se recurre a inepcias para justificar una preferencia.

¿Qué hay más allá de la moralina moral (o de la moralina sociológica)? Más allá de la moralina, está el fabuloso poder de las palabras, su fabuloso poder de fabular mundos, sobre todo mundos cercanos, inmediatos, al alcance de la mano e intangibles, al alcance de los ojos e invisibles.

Por ejemplo. En el “El derrumbamiento”, Armonía Somers entre otras cosas cuenta el desamparo  y el amor de Tristán, negro prófugo por haber matado a un “bruto blanco”. En esa indefensión completa en la que se encuentra, Tristán invoca a su enamorada, a su “virgencita, rosa blanca del cerco, rosa clara del huerto, lirito claro”, e invocándola, Tristán la trae a sí y le dice: “Miremé cómo me lloro”.

Si alguien tuviera dudas sobre la maestría superlativa de Armonía Somers, podría detenerse en “El derrumbamiento” y, en particular, en “Miremé cómo me lloro”. Porque ¿qué significa “miremé cómo me lloro”? Entender, lo entendemos: entendemos la tristeza del negro que llora. Pero Armonía Somers dice mucho más que esa trivialidad, que podría decir cualquiera de nosotros; Armonía Somers refiere el abismal abandono del negro y su abismal amor por la virgencita. Para esto, la autora hace decir al personaje una frase extraña: “miremé cómo me lloro”, extraña al punto de que no hay manera de decidir, gramaticalmente, qué significa “me”. 

¿Tristán le dice a su enamorada “miremé cómo me lloro” como quien dice “miremé cómo me meo de amor y de miedo” o “miremé cómo me hago pichi de amor y de miedo” o “miremé cómo me deshago de amor y de miedo”?  ¿O acaso Tristán le dice a su enamorada “miremé cómo me lloro” como quien dice “miremé cómo lloro a mi amigo” o “miremé cómo lo lloro” o “miremé  cómo lloro a quien fui” o “miremé cómo lloro al muerto que ya soy”?

No hay criterio que pueda decidir, no hay gramática ni corrección ni incorrección que decidan. No hay “o” que valga y consagre una lectura única, solo hay suma de sentidos que habilitan las interpretaciones. Porque puede interpretarse que todo eso (y mucho más) dice el enamorado Tristán a su rosita blanca del cerco, en su noche de amor, luego del crimen y antes del derrumbamiento. 

Algo anda mal, cuando la relación que los hablantes mantienen con su idioma se reduce, fundamentalmente, a vínculos policiales, de exclusiva búsqueda y condena de los infractores. Y peor se anda cuando se dice “bueno, por lo menos queda eso, es mejor que nada”.