“Hace un rato me estaba paseando por el cuarto y se me ocurrió de golpe que lo veía por primera vez. Hay dos catres, sillas despatarradas y sin asiento, diarios tostados de sol, viejos de meses, clavados en la ventana en el lugar de los vidrios”
Juan Carlos Onetti, El pozo
ENSAYO
Por Santiago Cardozo
- Sobre la lengua
Es interesante pensar por qué, en la “reforma” educativa en curso (aunque, ciertamente, como expresión de una continuidad de las políticas al respecto), la lengua se ofrece como un instrumento de comunicación, hecho que justifica, por demás, su permanencia en el currículo, a resguardo de toda modificación en proceso, lugar intocable del sistema educativo, en la medida en que la lengua constituye una herramienta para la inserción social y, específicamente, para la inserción laboral. Ahora bien, la perspectiva instrumental en cuestión es también un profundo y exteriorizado deseo de una política pública que procura reducir al mínimo el riesgo que supone una concepción política de la lengua, de acuerdo con la cual esta no es, en primera instancia, un instrumento comunicativo, sino la forma misma de la arquitectura de lo social, el lugar y el “medio” de impugnación de las relaciones entre las palabras (siempre pletóricas), los cuerpos y los lugares sociales que estos cuerpos ocupan. Por lo tanto, es preciso instrumentalizar la lengua como una forma de su radical despolitización, emprendida abiertamente, sin tapujos ni timideces, ahora que el “paradigma económico” puede blandir sus enunciados obscenos sin mayores oposiciones internas.
Que se le dé más valor a la comunicación en el sentido de que se la plantea como la más inmediata y primordial función de la lengua (la lengua como un mero instrumento comunicativo, se dice y se repite incansablemente) supone que el sujeto que habla puede manejarse con unos pocos rudimentos expresivos “con tal que se entienda”. Esta desjerarquización del lenguaje en las modificaciones proyectadas, que, vale decir, continúa lo que se venía haciendo en los gobiernos progresistas anteriores, no puede más que tomarse como una despolitización de la realidad, en el sentido de que se crea un escenario acorde para el predominio rampante de los estados consensuales, con relación a los que las palabras, transparentes, no significan otra cosa que aquellas que significan en el discurso policial que fija los cuerpos a los lugres sociales que estos tienen determinados de antemano, porque, se concibe, así es el orden natural de la cosas, la partición de lo sensible.
Por su parte, la instrumentalización de la lengua implica, más tarde o más temprano, el confinamiento a una mudez que, finalmente, nos ubicará del lado de una pragmática elemental incapaz de pensarse a sí misma ni pensar el mundo que nos rodea. El sujeto es, precisamente, sujeto en el ejercicio de la interpretación del sentido, que ocurre solo en y por el lenguaje. En este, aquel encuentra su lugar ético, que es el lugar de la relación con el otro, con nuestro semejante: el otro sujeto, cuya constitución también pasa por el sentido, por el ejercicio interpretativo de la lengua más allá de la transparencia referencial como efecto resultante de la relación imaginaria entre las palabras y cosas.
Esa mudez consagra una infantilización del sujeto, que lo vuelve, a la inversa de la interpelación ideológica a la Althusser, individuo. La mudez propia de la infancia, del que no habla, del que aun no puede hablar y del que todavía tiene que hablar, o incluso del que quiere hablar pero cuya habla es calificada de ruido impertinente, es el efecto despolitizador de la lengua más brutal, más extremo, más policial. En este sentido, téngase especialmente en cuenta lo que señala Agamben sobre la relación entre el lenguaje y la infancia:
“[…] la constitución del sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje es precisamente la expropiación de esa experiencia ‘muda’, es desde siempre un ‘habla’. Una experiencia originaria, lejos de ser algo subjetivo, no podría ser entonces sino aquello que en el hombre está antes del sujeto, es decir, antes del lenguaje: una experiencia ‘muda’ en el sentido literal del término, una in-fancia del hombre, cuyo límite justamente el lenguaje debería señalar”. (2011, p. 63)
En este sentido, el efecto despolitizador de la lengua que implica su instrumentalización golpea allí donde el humano encuentra su potencia específica, donde pone en juego su propia naturaleza como humano. Pareja y simultáneamente, el golpe o la estocada instrumentales ponen en entredicho, cuando no liquida, la dimensión ética de la lengua, que excede por mucho su dimensión instrumental, y que tiene que ver, en principio, con la propia relación que el sujeto establece con la lengua que habla y que lo hace, sin adentro ni afuera. Esta relación ética, efecto de la coextensividad entre el sujeto y la lengua, es una particular forma de tratar con esta, tratamiento que no es, nunca, un (simple) uso. Nada de lo instrumental entra en la relación ética sujeto-lengua. Por ello, la instrumentalización de la lengua implica un problema de mayores dimensiones, que ataca a la propia naturaleza humana con relación a su “vida desnuda”:
“Por un lado se halla ahora el viviente, cada vez más reducido a una realidad puramente biológica y a una vida desnuda; y por otro lado, el hablante, separado artificiosamente de él, a través de una multiplicidad de dispositivos técnico-mediáticos, en una experiencia de la palabra cada vez más vana, a la que no puede hacer frente y en la que algo como una experiencia política se vuelve cada vez más precario. Cuando el nexo ético –y no simplemente cognitivo– que une las palabras, las cosas y las acciones humanas se quiebra, se asiste en efecto a una proliferación espectacular sin precedentes de palabras vanas por un lado y, por otro, de dispositivos legislativos que tratan obstinadamente de legislar cada aspecto de aquella vida que ya no parecen poder capturar”. (Agamben, 2013, p. 109)
Es preciso agregar en este punto que la lengua, puesta en funcionamiento (el discurso), produce, ante todo, un efecto de lazo y una cobertura imaginaria (la fantasía) de lo real, lugar de la intersubjetividad, de la interlocución (aunque esta sea imperfecta, aunque esté determinada de antemano por el malentendido). El territorio que construye el discurso es el escenario en el que se juega el drama de la interpelación ideológica, que consiste en la conversión de los individuos en sujetos (posiciones) sociales, políticos, jurídicos, históricos, etc. Esta conversión, cuyas formas de ocurrencias tienen que ver con el “uso de la lengua” (desde el “¡Eh, usted, oiga!” althusseriano a las expresiones como “nuestra historia” o los nombres con “-ismo” del tipo de “artiguismo”, “mujiquismo”, etc., pasando por signos aparentemente simples y banales como “árbol”, “mugre” [1], “felicidad” o “fe”), es objeto de un profundo y radical bloqueo cuando se entiende la lengua como un mero instrumento de comunicación, lo que despolitiza profunda e irreversiblemente las cosas.
- Sobre la literatura
En primer lugar, repito para la literatura, punto por punto, lo que dije para la lengua. Reflexionar a partir de un desdibujamiento de (o una indiferenciación entre) lo que nuestro sistema educativo ha consagrado como dos ámbitos claramente distintos: Idioma Español y Literatura, es una postura política necesaria para la crítica a la visión instrumental del lengua.
En segundo lugar, el tratamiento de la literatura dejar ver un odio a la literatura, que es, en el fondo, un odio a la dimensión política de la lengua. La declaración de inutilidad o de saber secundario de la que ha sido objeto la literatura (así como la historia, la filosofía, el resto de las artes) es la forma mediante la cual el poder pretende contener los efectos subversivos de la poiesis llevada a sus máximas posibilidades expresivas. ¿Pero por qué se trataría de una contención, cuando no de una pretensión de neutralización? Porque la literatura, al trabajar (en) la distancia entre las palabras y las cosas, (en) la multiplicidad de sentidos de los signos, hace de la lengua, decía, el lugar y el “medio” en el que se puede ejercer el disenso, el desacuerdo, donde las palabras sin amo suscitan la interpretación del lector, que no es otra cosa que el ejercicio de su constitución como sujeto político. Así, en la literatura, al ponerse de manifiesto la no coincidencia entre los modos de ser, los modos de actuar, los modos de hablar y las posiciones sociales que los cuerpos ocupan, tiene lugar un efecto político, consistente en una redistribución de las relaciones entre los elementos que no coinciden según el presupuesto orden natural de las cosas.
La apropiación de una palabra, es decir, inscribir la ajenidad en lo propio y lo propio en la ajenidad, conlleva la posibilidad de emplear la palabra contra quienes la usaban como propia, de utilizarla para describir un fenómeno que hasta el momento no era o no se había vuelto sensible/inteligible; de la misma forma, implica la posibilidad de plantear un desajuste entre los sentidos de la palabra y los estados de cosas del mundo a los que refiere.
En tercer lugar, la literatura permite el desarrollo de la imaginación, esto es, la construcción de imágenes de otros mundos posibles, otros estados de cosas configurados a partir de una nueva repartición de lo sensible/inteligible, manifiestamente contraria a la partición que asigna lugares sociales y nombres fijos a los cuerpos que los ocupan y que son nombrados por las palabras que circulan socialmente.
Así se configura, pues, el odio a la literatura, que es el odio a la democracia que aquella implica, la democracia entendida como la redistribución de las relaciones coincidentes y estables entre modos de ser, de actuar y de hablar. El odio a la literatura es, en suma, el odio a la puesta en escena de las no coincidencias que abren el pensamiento a otros mundos posibles, a otras arquitecturas sociales de sentido.
“Es evidente que una lengua se despliega, se desarrolla, se inventa en textos grandiosos y subterráneos solo cuando obliga a considerarla como lengua y no como simple vector de comunicación”. (Cassin, 2019, p. 35)
Si los textos que se ofrecen para leer son manuales de instrucciones, recetas, currículos, textos que, en general, podríamos llamar elementalmente utilitarios, muy alejados de las posibilidades expresivas de la lengua (textos en los que esta es un “simple vector de comunicación”), no hay espacio para la construcción de un pensamiento complejo, sofisticado, hecho de matices, capaz de escudriñar el sentido de las palabras para advertir una contradicción, una inconsistencia, un oculto deseo de esclavización, un vedada conclusión que no se desprende de los argumentos, la justificación que pretende instalar un estado de cosas engañoso.
Se trata, en suma, del interminable juego de la destrucción de la enseñanza a fin de que la lengua que se termine hablando sea una lengua pobre, desprovista de sustantivos (complejos, abstractos), adjetivos y verbos de diversa clase léxica, de perífrasis verbales que no vayan más allá de “tener/deber que…” o “ir a…”, de las diferentes formas de construir oraciones subordinadas, de la multiplicidad de nexos a tales efectos, la elocutio y la dispositio discursivas que se realizan con el material verbal de cada uno de los textos.
¿Dónde, entonces, nos encontramos con este despliegue de la lengua, que su instrumentalización quiere suprimir en beneficio de la licuada y licuefactiva comunicación de todos los días? En la literatura y en la filosofía. (Del problema señalado en el párrafo anterior a la exclusión, el rechazo de o la indiferencia hacia la literatura y la filosofía hay medio paso, aun cuando la filosofía esté de moda y se haya convertido, en parte, en un conjunto de estrategias marketineras de la prensa televisiva y radial, de los cursos de motivación y emprendedurismo, etc., una filosofía al alcance de todos y a la comprensión filosófica de nadie). Una y otra son, ante todo, “asuntos” de lengua y, por ello mismo, cuestiones de política, razón por la cual se las desprecia sistemáticamente, empujándolas a los confines de lo utilitario, del recurrente “para qué sirven” en un mundo como el de hoy, que transcurre por caminos completamente distintos (el de la matemática, el de la informática, el del emprenda su propia precariedad laboral, el de las ciencias duras en general). La oposición Humanidades versus Ciencias, por ejemplo, debe ser pensada a la luz del problema que instalan los antagonismos política versus técnica, lengua versus comunicación, pensamiento versus vida doméstica, escuela versus exigencias del mercado, escritura versus oralidad (en un futuro ensayo volveré sobre esta última oposición).
Muchas de las reflexiones que se llevan a cabo en el campo de la enseñanza de la lengua (tanto en la escuela como en el liceo) abundan con especial delectación en la clasificación de los textos, en la consideración de lo que se dice a partir del contexto comunicativo, lo que comprende la oscura pregunta por las intenciones del hablante: ¿qué quiso decir acá o allá?, ¿cuál fue su intención? (remito a la publicación que la profesora Alma Bolón realizara en su Facebook, en la que se refiere al conflicto suscitado por la pintura que Gallino “perpetrara” en una pared lateral del IPA). Este movimiento, con ser parcialmente necesario, es totalmente insuficiente, entre otras cosas, porque olvida aquello que debe detener nuestra atención, constituir el centro de nuestros desvelos educativos: la lengua, las formas que adopta la expresión, el juego entre lo que el sistema lingüístico nos ofrece como posibilidades expresivas y lo que cada hablante hace con ello, incluso en el seno de una tradición discursiva que no está al margen de la producción del sentido de lo que decimos a diario.
Así pues, lo que queda por el camino es la interpretación, en beneficio único de la comprensión de los textos, operación técnica que parecería asegurar o querer asegurar el correcto, apropiado e inequívoco entendimiento de las cosas que se dicen. ¿Cómo leer, en términos de comprensión, la felicidad de la puñalada en “Benjamín Otálora cuenta, hacia 1891, diecinueve años. Es un mocetón de frente mezquina, de sinceros ojos claros, de reciedumbre vasca; una puñalada feliz le ha revelado que es un hombre valiente” (Borges, 1996, pp. 545-546)? No bien nos detenemos en el sintagma en cuestión, nos damos cuenta de que no podemos comprender qué se está diciendo, aun cuando podamos describir el procedimiento literario en juego. Cabe efectuar un salto y pasar a la interpretación, a considerar los efectos de sentido que se suscitan por este particular uso de la lengua que hace Borges. Así, comprensión versus interpretación es una oposición que puede leerse de acuerdo con el enfrentamiento entre la técnica y la política, entre lo que vemos en la superficie textual y buscamos entender y lo que vemos, al ser detenidos por la propia forma de la expresión, y nos constituye en sujetos interpretadores en el mismo momento en que ejercemos la interpretación, es decir, en lectores que tratan con la lengua mucho más allá de lo que supone ser “usuarios” de ella.
Esto es, en mi opinión, lo que está en juego en las reformas educativas que instrumentalizan la lengua, la literatura y la filosofía, aun cuando estas, finalmente, sean configuradas como materias comunes a las distintas orientaciones posibles posteriores al Bachillerato general. Es preciso tener en cuenta, pues, que las tres disciplinas mencionadas implican una suspensión-superación del orden económico que gobierna las reformas educativas por venir y que dice tener pensado escuchar a todos, pero, finalmente, decidir. En tanto que disciplinas “sin finalidad” o sin otra finalidad que su propio estudio, que el ejercicio del pensamiento a partir del deseo de saber, ponen entre paréntesis la lógica doméstica, pragmática, económica, mercantil, tecnocrática que fundamenta la reforma pensada, paréntesis que opera sobre los estados de cosas del mundo asentados como naturales e inevitables, como el destino escrito hace tiempo al que debemos plegarnos, a fin de conseguir una sociedad evolucionada, adaptada al nuevo mundo, que es el mundo de las incertidumbres, de los irrefrenables avances tecnológicos, de las multinacionales autorizadas a incidir en la enseñanza nacional con el objetivo de obtener su mano de obra “especializada”, imponiendo o modificando planes de estudio con el beneplácito de las autoridades del gobierno. En y con la lengua, la literatura y la filosofía (y también, desde luego, la historia), se juegan cosas que van mucho más allá de los supuestamente atrasados contenidos programáticos de cada disciplina, porque, se dice, forman parte de una institución educativa que ya resulta anacrónica, pensada para fines que constituirían un lujo que los gobiernos actualizados no se pueden permitir. De este modo, la concepción instrumental general que guía la reforma en proceso, de la que aun nadie sabe nada específico, apunta precisamente a someter todo saber al régimen de la funcionalidad económica, del para qué sirve del mercado.
Notas
[1] Remito al ejemplo que analiza Sandino Núñez cuando dice: “‘Hay mugre’, como cualquier declaración o como cualquier proposición, es un acto de determinación que parte violentamente en dos el mundo indeterminado en el que yo vivía. Y ese mundo indeterminado anterior a la mugre (en el que yo vivía) es rigurosamente contemporáneo a la mugre, ya que yo era, hasta ese momento, incapaz de saber de él, incapaz de decirlo y de pensarlo. Se diría que lo proyecto retroactivamente desde el lenguaje presente: ahora entiendo que he perdido algo. En otras palabras: no se trata de un Uno que se rompe en dos, sino de un uno que puedo razonar (‘recordar’) recién a partir del dos. Pero ni bien soy arrancado del mundo indiferente en el que he vivido hasta ahora ese momento acepto hasta cierto punto la positividad propuesta: la mugre existe como una realidad objetiva (como un algo que debe eventualmente ser combatido, eliminado, etc.), y no como un significante, una ontología o un ‘mapa político del mundo’” (2017, pp. 214-215). Así, modificando el orden de las piezas discursivas dispuestas por Núñez en el libro en cuestión, llegamos a la conclusión del análisis que lleva a cabo con “mugre”: “Quien sabe que ve tiene algo así como una hipótesis acerca de qué es o qué significa ver. Para quien sabe que ve, el acto simple de ver está siempre ya mediado, presupone y él mismo es una compleja trama de saberes, una práctica social-subjetiva (cada vez que veo, digamos, entiendo ya de la objetalidad de la cosa, tengo una idea de cosa y de objeto, postulo ya, sin saberlo, la objetividad replicándose en la visión, como un espejo que prepara en el ojo el lenguaje de la verdad objetiva, etcétera)” (p. 207).
Referencias bibliográficas
Agamben, G. (2010). El sacramento del lenguaje. Arqueología del juramento. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.
—(2011). Infancia e historia. Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora.
Borges, J. L. (1996). “El muerto”. En Obras completas I. Buenos Aires: Emecé, pp. 545-549.
Cassin, B. (2019). Elogio de la traducción. Complicar el universal. Buenos Aires: El cuenco de plata.
Núñez, S. (2017). Psicoanálisis para máquinas neutras. Biopolítica o la plenitud del capitalismo. Montevideo: HUM.