Una de las características más evidentes del modelo “reseteado” que diariamente se nos informa de su inminente e inevitable desembarco, es que el mismo está asentado en una nueva-vieja religión: la estatolatría. El Estado como ente abstracto deificado, personificación de la bondad popular organizada, es la neorreligión secular del globalismo progresista.

ENSAYO

Por Diego Andrés Díaz

¿El gobierno unipersonal como propiedad sin posibilidades de definir y dirigir cuestiones privadas y sin avanzar sobre derechos de propiedad de los gobernados? ¿Gobierno democrático asambleístico con potestades absolutas de intervención si la mayoría así lo admite? Durante siglos, la emergencia del Absolutismo como condensación de los dos factores más negativos del esquema anteriormente formulado -gobierno monárquico con potestades absolutas de intervención en la vida de los individuos- desencadenó la lucha por las libertades individuales, y, especialmente, por la limitación del Leviatán: ese es, en definitiva, el origen de las Constituciones, el advertirle al poder de sus límites.

Todo este proceso de descentralización y consagración de un principio esencial en la vida política de los pueblos y los individuos -el principio de secesión, es decir, la posibilidad de escindirse de un orden político indeseable o simplemente ajeno- del poder tuvo sus momentos contradictorios y consagratorios, sus vaivenes y confirmaciones, hasta que buena parte de la acumulación de años de la lógica de la realpolitik, paso su factura: como bien señala Jörg Guido Hülsmann, en su lucha con las aristocracias y los órdenes políticos absolutistas, muchos liberales clásicos “…se apoyaron primero en el rey y después se sirvieron de las democracias centralizadas en aras de defenderse de fueros regidos por monarcas o aristócratas. Más que reducir el poder político, la realidad es que éste cambiaba de manos y se centralizaba. Creando incluso instituciones más poderosas de las que se intentaban eliminar. El éxito cortoplacista de los liberales clásicos trajo en realidad mayores obligaciones en el largo plazo y alguna de ellas nos ha tocado pagarla en el siglo XX…” 

Por ello, durante el siglo XX, el proceso de centralización del poder recuperó su vitalidad a partir de las bases que varias corrientes del liberalismo -y sus adversarios- habían configurado, quizá sin proponérselo, escudados en la retórica del “mal menor” de las “circunstancias”.  No hay que desvincular el esporádico éxito del liberalismo clásico -señala Hülsmann- con la plaga totalitarista sufrida durante el siglo pasado. El problema radica en que las reformas liberales no fueron adoptadas de manera espontánea y voluntaria por las distintas entidades locales, sino que fueron impuestas.”

La insistencia del desembarco del liberalismo “desde arriba”,  logró consolidar el proceso inverso: sociedades culturalmente estatólatras, que han incorporado a través de aparatos de hegemonía -la educación pública, los medios de comunicación, las expresiones culturales- un culto al Estado y sus “soluciones”, a la vez que un ambiente consensual de rechazo a las manifestaciones más evidentes y espontáneas de la sociedad civil, como la comunidad auto organizada, el mercado o cualquier propuesta descentralizada. 

Esta situación es descrita por L. Von Mises en el siguiente pasaje de su obra Gobierno omnipotente, donde refiere a ese proceso que aconteció en la primera mitad del siglo XX: “…El antiliberalismo ha conquistado la opinión popular enmascarado de auténtico y genuino liberalismo. Quienes hoy se consideran liberales defienden programas totalmente opuestos a los postulados y doctrinas del viejo liberalismo. Menosprecian la propiedad privada de los medios de producción y la economía de mercado, y defienden con entusiasmo métodos totalitarios de gestión económica. Luchan por un gobierno omnipotente y aceptan positivamente cualquier medida que otorgue mayor poder a los burócratas y a las entidades gubernamentales. Condenan como reaccionarios y retrógrados en economía a quienes no comparten su predilección por la reglamentación…”

El proceso de freno y control al poder político logró algunos avances en la segunda mitad del siglo XX, aunque representó más una dialéctica competitiva con el campo socialista que un verdadero proceso de descentralización. 

La identidad política como religión

Es algo difícil paralas sociedades actuales comprender cabalmente el significado de la “identidad política” que ha construido el estado moderno. La hemos naturalizado a un nivel sagrado. Nuestra identidad se construye, se configura, a partir de una definición netamente política, a la pertenencia de una jurisdicción monopolista de la violencia presentada como una abstracción: “el estado”. El proceso de centralización del poder en occidente es largo y complejo, pero en algún sentido está marcado por el anhelo del poder político de hacer para sí, de colocar bajo su tutela, actividades que podían significar un interesante ingreso fiscal y un control social. En este sentido, la capacidad recaudadora de la Iglesia era mirada con recelo y envidia, y no es extraño advertir que los señores feudales, reyes y todo tipo de gobernantes que tenían al poder como su patrimonio personal no lograsen convencer a sus súbditos entregar los actuales niveles de riqueza, sin que todo terminara en una rebelión general. Los impuestos eran para el señor, su propiedad, y resultaba imposible entregar tanta riqueza a unas manos humanas tan cercanas, tan terrenales.

Los estados modernos han construido una idea abstracta e intangible del estado, para legitimar su voracidad fiscal, mandarte a morir por él o beneficiar/castigar a sectores específicos de la comunidad. El proceso ha sido largo, pero, utilizando en el camino varias armas muy efectivas logró finalmente colocar al estado como idea abstracta, sagrada, en las mentes de la comunidad. El estado se convirtió en la religión de la modernidad.

Dice Murray Rothbard al respecto: “…Una de las doctrinas básicas del Estado fue identificarse a sí mismo con el territorio que gobernaba. Como muchas personas tienden a amar su tierra natal, la identificación de dicha tierra y su gente con el Estado era un medio de hacer trabajar al patriotismo natural a favor del Estado. Si “Ruritania” estaba siendo atacada por “Walldavia”, la primera tarea del Estado y sus intelectuales era convencer a los habitantes de Ruritania de que el ataque era realmente contra ellos y no simplemente contra la casta gobernante. De esta forma, una guerra entre gobernantes fue convertida en una guerra entre pueblos, con cada pueblo saliendo en la defensa de sus gobernantes, bajo la creencia errónea que los gobernantes los estaban defendiendo a ellos. Este truco del nacionalismo ha sido exitoso solamente, en la civilización Occidental, en siglos recientes; no hace mucho tiempo que las masas de súbditos consideraban las guerras como batallas irrelevantes entre distintos grupos de nobles…”

Es evidente que un análisis histórico o conceptual del mismo podría ser interesante, así como referirme al caso uruguayo, el regional o el occidental.  En definitiva, la materia a analizar abre numerosos planos de análisis y debate. Los Estados son una realidad política objetiva, representan aun el marco predominante de acción política y articulan la vida social a partir de un viejo conocido por todos los que participamos de este foro: su capacidad para aplicar la llamada “violencia legitima” sobre los ciudadanos, quien para unos son su cuerpo integrante, otros el cuerpo legitimador, para algunos de nosotros sus víctimas. Uno de los elementos que suelo referenciar con respecto a la capacidad de intervención, incidencia e influencia de los estados modernos, es que el mismo se manifiesta como fenómeno de grado, y no de absoluto. Es decir, que la influencia de los diferentes estados en la vida de los individuos sea lo que sea que pensamos sobre el mismo y su legitimidad, es tema de graduación. Si tuviera que transmitirlo en una imagen, la incidencia del estado no es una llave de “encendido/apagado”, sino una perilla de gradualidad. 

Sobre este elemento, voy a dejar planteado el enfoque de mi aporte: señalar nuevamente, alguna de las diferentes consecuencias negativas del Estado en el campo cultural, en la construcción de mentalidad colectiva y “espíritu de época”, entendiendo por este espíritu un ethos, un ambiente cultural dominante en determinado lugar y época. Y estas consecuencias negativas se manifiestan no necesariamente en el ámbito de las leyes, instituciones, organizaciones y actos estatales, sino que especialmente se hacen visibles en la mentalidad de los habitantes de una sociedad, es decir, es una realidad vivencial, y por ello, más determinante, y dañina.

Las consecuencias culturales de la expansión de la Estatolatría
Hay una frase que acuñó Thomas Jefferson que me parece un buen puntapié inicial de análisis con respecto al Estado: “el estado libre está fundado en el recelo y no en la confianza”. La idea es bastante clara en ese sentido y sería la primera idea que me gustaría compartir: 

Más allá de la concepción histórica y teórica que cada uno de nosotros tiene del estado, un primer elemento a señalar es la enorme diferencia que existe entre las sociedades que ven como un agente

externo, invasivo y peligroso al estado, y las que lo consideran una expresión cuasi continua de la sociedad, resumida en esa frase que sostiene que “el estado somos todos”. Representan sociedades netamente diferentes las que por un lado tienen una cultura social predominante donde se observa a las instituciones de gobierno de forma desconfiada y de tener, como espíritu comunitario, un rechazo al avance del gobierno más allá de coyunturales mayorías, frente a las que predomina la idea que  el poder y las agencias del estado son el resultado de un “pacto” donde nada prohíbe y hace ilegítimo reescribir ese contrato social a partir de mayorías circunstanciales, y que ve en la acción del estado una mano benévola y paternal, manifestación de toda la sociedad. Entonces, el primer punto a discernir es la concepción dominante sobre el estado: primero está la base filosófico-cultural desde donde se parte, y luego está la realidad política, lo posible, pero esa posibilidad, es el resultado de una posición filosófica inicial. Algo así como el terreno/reglas donde se juega el partido, desde donde se parte, a nivel de idiosincrasia dominante. Este elemento condiciona el debate y, sobre todo, predispone el factor cultural, el espíritu de época a la hora de analizar al Estado. Pueden darse diferentes formas de gobierno, pero esa posición filosófica inicial y clara de ilegitimidad del poder estatal construye una base cultural en la sociedad de suma importancia, que tiende a mirar a las instituciones de gobierno de forma desconfiada y de tener, como espíritu comunitario, un rechazo al avance del gobierno más allá de coyunturales mayorías.

Esa cultura de desconfianza automática frente al estado es uno de los factores fundamentales para que la tendencia constante al crecimiento y discrecionalidad del poder estatal cuente con los contrapesos de la sociedad civil, y modera la tendencia típica de la cultura pro-estatista: sus acciones son apriorísticamente nobles, sus propiedades son de todos, son comunes, sus intenciones siempre sanas y deseables, sus acciones legítimas. 

Podemos repasar solo algunas expresiones externas de la estatolatría como cultura social dominante:

“La idea que todo lo privado y personal es público, y todo lo público merece la injerencia de la sociedad organizada, el Estado”. Se va construyendo la idea que es legitimo que el estado deba educar, interferir y legislar sobre la vida privada de las personas, y potenciar la idea que le compete una acción educativa y disciplinadora de conciencias, gustos, actitudes y moral.

“El problema del estado es que es esta en manos de gente no virtuosa, cuando este en nuestras manos todo va a funcionar bien”. Esta es de las tesis más dañinas que se han instalado en la sociedad: la idea que el problema no radica en la creciente intervención de las agencias del estado, sino que el problema es que no esta en las manos convenientes que hagan de esos instrumentos herramientas de virtud pública.
El daño que ejerce esta idea es doble: no solo pone el foco en el “buen administrador”, sino que además legitima la creación de nuevas agencias y atribuciones estatales. Es bastante común que, ante cualquier cambio de gobierno, una nueva administración este legitimada a utilizar las agencias y potestades para nuevos fines o crear nuevas. El poder coactivo del estado es como un cuchillo: se puede usar para extirpar un cáncer o matar, pero ha sido una constante en la historia moderna que las libertades individuales sean asesinadas con las mismas herramientas o “cuchillo” que antes se utilizaba para supuestos fines virtuosos. 

“La única y verdadera solidaridad posible es la que ejerce el Estado y sus agencias”. El predominio de la mentalidad estatista intenta disociar la idea de solidaridad con respecto a la voluntad individual o comunitaria de ocuparse y preocuparse, de la vida y las necesidades de los vecinos que conviven con nosotros, y transformarlo en un acto institucional y mecánico sin el contacto humano ni los valores que conlleva. Se va transformando un tema de impuestos, porcentajes y organismos, de burócratas y programas. Los estatistas buscan destruir comunidades u asociaciones que hacían de la solidaridad un acto de contacto humano real, voluntario y comprometido, y transformarlo en un engranaje más de su aparato auto justificado. Era obvio que esto no significaría solo un cambio en el modo material de realizar la solidaridad, sino que representaría un cambio sustancial en la idea comunitaria y simbólica que este acto significa. La población va alejándose así de la comunidad y sus asociaciones libres, y el estado fagocita las redes de ayuda mutua a través de sus agencias y sus burócratas. la “Justicia Social” del Estado ha destruido el concepto de la solidaridad orgánica por una pseudo solidaridad mecánica en la cual el Estado te roba el dinero y “sabe” distribuir esa ayuda. 

“El estado te concede la gracia”. Una idea bastante extendida en la sociedad es que la misma ejerce sus derechos (desde tener una propiedad, tomar decisiones soberanas sobre sus activos, hasta moverse, elegir la actividad que va a desempeñar o emitir opiniones) gracias a una especie de concesión o gracia que hace el estado a los ciudadanos, que deben agradecerle por esta dádiva. Existe además toda una neolengua estatolátrica al respecto, que habla de conceptos como “renuncia fiscal” cuando el Estado no cobra algún tipo de impuesto, como si renunciase benévolamente a su dinero y te permite que tomes decisiones sobre el mismo de bondadoso que es. 

La estatización de las expresiones culturales libres y populares. El proceso que generalmente se da con las expresiones culturales de masas, una vez que las tendencias ideológicas y políticas la han ubicado como “presa”, es el irle despojando de los elementos espontáneos, tradicionales, arbitrarios, populares -en el sentido de tender a expresarse de forma inorgánica, “bárbara” y sin mayores “meta fines”-, y especialmente, irle desarticulando la “flexibilidad” que el ser una expresión de la sociedad civil, privada, le había dado, para irla encorsetando en las estructuras mecánicas y rígidas del estado, que obviamente responden en última instancia a los fines últimos del estado y de la ideología dominante.  En general, el desembarco de la ideología hegemónico-estatolátrica construye una lógica cultural donde los ciudadanos consideran automáticamente, sin mayor reflexión ni crítica, que esta expresión cultural se debe reglamentar, subvencionar, “profesionalizar” y encausar discursivamente bajo los esquemas de esta misma ideología. El proceso temporal es engañoso, porque en general esta estrategia es absolutamente victoriosa: a una expresión cultural popular, se le inyecta una enorme cantidad de dinero, apoyo logístico y cultural, legitimidad ideológica y sustento legal, que la hace exitosa. En definitiva, los primeros beneficiados son los propios exponentes de esta actividad, que ven su anhelada “oportunidad” y en definitiva, asocian la estatización de su labor con la “profesionalización”, que necesariamente sucede a fuerza de dinero público. La primera generación de sus protagonistas ve en este proceso un acto de “justicia” cultural realizada en manos del estado. En la segunda y tercera empieza el proceso de decadencia y degradación que hace de la manifestación cultural, una parodia muerta de sí misma.

La relación entre estatolatría y cultura es tan poderosa hoy que difícilmente en nuestra sociedad, los agentes culturales elijan tomar cierta distancia de la catedral que representa el Estado, especialmente por su enorme capacidad de premiar a sus promotores con rentas, poder y casta, concepto ya desarrollado en números anteriores de nuestra revista.  Como bien señala F. Hayek en Camino de servidumbre, este proceso requiere de la construcción de una cultura que ponga al estado -y sus agencias, intervenciones, soluciones y planificaciones- en un lugar metafísico: “…la tendencia hacia el monopolio y la planificación no es el resultado de unos “hechos objetivos” fuera de nuestro dominio, si no el producto de opiniones alimentadas y propagadas durante medio siglo hasta que hanterminado por dominar toda nuestra política…”.

Por ahora, los premios a los publicistas de la estatolatría son, evidentemente, muy seductores. El militante en el estatismo sea del rubro que sea su actividad, tiene la convicción profunda que en algún momento esa militancia será profusamente compensada por la adquisición, tarde o temprano, de la tranquilidad material prometida, donde la seguridad laboral y la dentadura postiza gratis están garantizadas, así como la pertenencia a la casta y el poder real sobre la sociedad. Así como un ariete doblega la puerta del castillo, sabe que alguien de la política, el empresariado prebendario del Estado, o el sindicalismo estatista, le darán su anhelado trofeo. Es por eso que el militante estatista no tiene problemas de mostrarse radical e intransigente, ya que sabe que su premio llegará al final.

Y, en general, no se equivoca.