ENSAYO

Por Mariela Michel

Los primeros días de marzo de este año se han cumplido tres años del comienzo de la declaración de pandemia en nuestro país, pero solamente dos años desde que las páginas oficiales del MSP comenzaron a registrar un abrupto aumento de los fallecimientos. Recuerdo el impacto que recibí al ver que esa delgada y aparentemente inofensiva línea se empinaba en dirección ascendente marcando el comienzo de una tendencia que no es exagerado calificar como escalofriante. Si no fuera porque su representación gráfica es lo suficientemente abstracta como para permitirnos eludir la fuerte carga emocional que esta información trae consigo, nos veríamos desbordados por el tipo de sentimientos que normalmente acompaña las catástrofes. Pero se trata meramente de una línea negra en fondo blanco u otra combinación de colores.  El número de eXtramuros cuyo texto de portada escrito por Aldo Mazzucchelli llevó el título Silenzio Stampa  se dedica a rescatar del olvido de la mayoría de los medios de comunicación “los miles de muertos de más que estamos ignorando”. Las gráficas también son elocuentes en el texto en el que Luis Anastasía analiza las cifras del alarmante exceso de muertes que no han sido explicadas. El esfuerzo por traducir, por pasar al lenguaje verbal líneas y cifras es necesario por la falta de medios que se disponen a ejercer la tarea que su profesión les encomienda: la de mediar entre nuestro conocimiento del mundo y la realidad en la que vivimos. Este artículo no tiene como objetivo repetir esta constatación, ni tampoco poner el dedo en una llaga que es muy dolorosa para quienes tenemos amigos o familiares que nos han sorprendido con sus muertes inesperadas o con enfermedades terribles de evolución vertiginosa. Tampoco tiene la finalidad de volver a evaluar la hipótesis sobre la ineludible correlación entre este fenómeno trágico y la innombrable variable independiente que más saliencia tuvo durante ese año y el siguiente: la vacuna Covid19 y su secuencia de dosis.  

Preguntar por las causas de estos fallecimientos repentinos es uno más de los tabúes que se instalaron en nuestra convivencia diaria, desde esa fecha fatal. Siempre ante una muerte súbita o una enfermedad repentina y sin causas evidentes surgen las mismas preguntas. Pero apenas alguien intenta rozar el tema de la explicación, las miradas se desvían y el aire queda cargado de silencio ominoso, hasta que alguien puede salvar la situación recurriendo a algún lugar común: “así es la vida”, “tenemos que aprender a vivir el momento porque no estamos libres de que nos pase lo mismo”,  “para morir solo hay que estar vivo”. Esos comentarios habituales transforman esa situación, que según las cifras es anormal, en una sensación poco definida de (nueva)normalidad. Puede aparecer luego el recurso de comentar algún video viral, para amenizar el momento, y, por suerte, siempre hay en el tapete radial algún tema de política partidaria candente que requiere la desatención de aquellas pequeñas tragedias cotidianas. 

Pero a algunos de nosotros, a aquellos que fuimos llamados “negacionistas,” parecería que justamente lo que más nos cuesta es entregarnos al mecanismo defensivo de ‘la negación’. La línea negra ascendente de esas gráficas de letalidad excesiva se nos impone; no hay lugar común que nos ayude a no verla. ¿Por qué tantas personas se expusieron con los ojos cerrados a una sustancia cuyos efectos a mediano y largo plazo eran desconocidos, según información que se podía leer claramente en la página del propio MSP? ¿Por qué estuvimos tan solos cuando intentamos evitar esta tragedia? Quizás ya sea tarde para tantos ‘por qués’ fuera de tiempo… Y ahora estamos en estado de shock por el duro golpe que hemos recibido, aún quienes previmos un desenlace similar a éste. Pero algún aprendizaje seguramente se puede extraer de este momento oscuro. Sería positivo que al menos estas muertes nos llevaran a pensar, nunca es tarde para eso. 

Quisiera en este ensayo abordar la pregunta sobre la obediencia. No se trata de descartar que en la época de la “pandemia” el miedo fue un factor importante. Pero la hipótesis del miedo resulta insuficiente. El miedo saludable es un mecanismo que nos lleva a tomar medidas defensivas: ataque o fuga. Nuestro sistema de alarma responde con un aumento de la frecuencia cardíaca y respiratoria, para preparar el cuerpo para la acción. La acción en este caso implicaría preguntarse, buscar respuestas, rechazar las contradicciones. Es cierto que la alarma fue maximizada por los medios de comunicación y prolongada hasta transformarla en una situación crónica, “la nueva normalidad”. Pero algún otro factor tiene que haber actuado para que la alarma en personas ya maduras  se agigantara hasta la parálisis. Los mensajes mediáticos aterradores sólo pueden tener efecto sobre personas adultas si son aceptados de modo acrítico, es decir, pasivo. El miedo, o incluso el estrés son factores protectores, nos impulsan a actuar. Para que el estrés se transforme en estrés tóxico, en un miedo que paraliza, es necesario que se conjuguen varios factores. Uno de ellos es la dependencia. El estrés tóxico que inhibe los mecanismos defensivos se describe principalmente como un fenómeno asociado a la infancia. Esto se debe a que los niños necesariamente están en situación de dependencia. Cuando no tienen adultos protectores a su alrededor, el mundo se vuelve amenazador y la alarma puede volverse crónica. Pero la aceptación acrítica adulta de los mensajes de las autoridades no puede explicarse por el miedo, porque esto llevaría a un razonamiento circular. La aceptación acrítica produce aumento del miedo protector adulto hasta transformarlo en estrés tóxico, y el estrés tóxico produce aceptación acrítica. Propongo aquí invertir los factores de la hipótesis del miedo, y considerar una alternativa que modifica el orden causal:  no fue el miedo lo que determinó la obediencia, sino que la obediencia fue la que causó la desmesura del miedo. 

Atentos, mudos y subyugados ¿hasta cuándo?

El análisis semiótico de los informativos televisivos en horario central al comienzo de la emergencia sanitaria Covid19 realizado por Fernando Andacht en junio de 2020 revela que los relatos e imágenes que pudimos ver hasta el agobio tenían características discursivas que los asimilaban a los relatos de ficción dirigidos a poblaciones infantiles o juveniles. Una de las secuencias abordadas en aquel texto de eXtramuros es la de una entrevista en la que un invitado conversa amenamente con el informativista mientras que, a sus espaldas, se observa en enorme tamaño y a todo color la animación de un coronavirus distorsionado hasta transformarlo en una inmensa criatura amenazante que, agazapada, parece estar a punto de saltar y engullir al incauto entrevistado: “La imagen forma parte ahora de una dinámica coreografía del Alien, que se mueve a sus anchas de un extremo al otro de la inmensa pantalla que oficia de siniestro decorado” (Andacht, 2020).  

El estudio de los informativos dejó en evidencia una estrategia comunicacional dirigida a producir lo que Andacht (2020) describió como una “Infantilización Progresiva e Irresistible de la Población (IPIP)”.  En las primeras etapas del desarrollo humano, la iconicidad predomina en modalidades de comunicación que apelan a todos los sentidos y que se apoyan en el lenguaje corporal: las variaciones cromáticas, la expresividad del rostro, la gestualidad, el predominio de aspectos motores y sensoriales, los matices en las modulaciones de voz.  Si bien la semiótica triádica de Peirce describe tres tipos de significación, a saber, icónica, indicial y simbólica, que coexisten siempre en el discurso, el predomino de cada una varía. A medida que el niño crece, el pensamiento se vuelve más abstracto y en la edad adulta prevalece el plano simbólico-conceptual.  Al contar un cuento infantil, para capturar la volátil atención de un auditorio en ese estadio evolutivo, el discurso verbal se acompaña de un variado despliegue icónico:  las palabras se alargan, por ejemplo, y se emplean así: “de repeeeente, aparece el lobo que estaba escondido…” La voz se vuelve grave, las pausas se acompañan con gestos y miradas cómplices. Basta con elegir al azar cualquier tramo de un informativo, entre marzo y junio del 2020, para notar que en las escenas armadas para los televidentes prevalecen signos icónicos dirigidos a despertar una fuerte respuesta emocional y sentimientos regresivos. La información transmitida en el plano simbólico que los adultos requerimos para comprender y poder pensar fue, desde un principio pobre, escasa y confusa.

El análisis semiótico constituye una forma de explicitar y dar un sustento empírico a lo que muchos televidentes percibimos de modo intuitivo: una constante subestimación de la capacidad intelectual y del nivel de maduración de los destinatarios de sus mensajes. Eso podría explicar, en parte, la intensa respuesta emocional a la que dio lugar: el miedo y la culpa. Pero no explica por qué motivo los adultos aceptamos aquella infantilización, y la consecuente desvalorización de nuestra capacidad intelectual, sin que algo en nuestro interior se indignase. Los adultos tenemos la responsabilidad de evaluar las órdenes antes de obedecerlas, porque de esta actitud autónoma depende la seguridad de los niños que tenemos a nuestro cargo. Cuando se sienten en peligro, los niños solamente obedecen de modo voluntario a aquellas personas con quienes tienen un sólido vínculo de apego. Eso garantiza su supervivencia. Pero lo adultos no obedecemos a las autoridades en base a un vínculo de apego, porque estamos entre pares. Para obedecer a un igual, es necesario que entendamos las razones de las órdenes con claridad. Incluso si se trata de autoridades médicas, la comprensión es un requisito necesario. Cuando uno de nuestros hijos tuvo que pasar por una delicada cirugía, el equipo médico en su totalidad se tomó un tiempo considerable para darnos información detallada y coherente sobre aquella complejísima intervención quirúrgica y sus razones. Hubiera sido fácil ahorrarse esa tarea amparándose en nuestra condición de legos. Sobre el escritorio del consultorio y en una pantalla iluminada al costado, fueron cuidadosamente colocados todos los estudios, las placas, la tomografía. La explicación detallada ofrecida con admirable claridad no nos dejó dudas sobre las razones por las cuales esa operación era imprescindible. Allí estaban, disponibles ante nuestra condición de simples padres no especializados en el tema, todas las respuestas a todos lo por qués que nos invadían. Esas valiosas y tranquilizadoras respuestas son las que hoy están ausentes frente a las muchísimas preguntas no formuladas. No ha pasado mucho tiempo. Sin embargo, hoy la ciencia se ha encaramado en el pedestal de los medios masivos, y ha elevado el cetro de una autoridad suprema e incuestionable. Y ostenta signos de poder que no podría levantar, si nosotros no se lo otorgásemos con nuestra obediencia. Se trata de la clase de obediencia incondicional que los niños luchan por dejar atrás a partir de los dos años de vida, cuando comienzan a exigir respuestas a su insaciables ‘por qués’.

La extraña persistencia de la obediencia

Mi justificación para insistir con el problema de la obediencia se debe a la observación de que se está manifestando una tendencia persistente en los adultos a obedecer de modo acrítico los mandatos de las autoridades políticas, médicas, e incluso de diversos referentes sociales con saliencia mediática, que va más allá del momento puntual de la emergencia sanitaria Covid19. Se trata de una tendencia que va en sentido opuesto al natural desarrollo de la autonomía, que comienza en todos los seres humanos a una edad que ningún padre puede olvidar fácilmente, la de los ¨terribles dos años¨. Llama la atención entonces observar que, mucho tiempo después de ese puntapié inicial del desarrollo de la autonomía, que no pasa desapercibido, la inclinación a obedecer persista. Y actualmente parecería que no sólo persiste, sino que se extiende a espacios sociales a los que muchas personas se acercan en busca de… justamente lo contrario, acuden en procura de grupos de pares en los que apoyar el desarrollo de su autonomía personal. Un ejemplo de esto lo constituyen los movimientos feministas, que tienen como objetivo explícito buscar la ‘equidad de género y el empoderamiento de la mujer’. 

¿Por qué sostengo esto? La razón es que al igual que sucedió en la “pandemia”, se ha invertido el orden de los factores en la relación de autoridad. El ámbito mediático se ha convertido en el espacio donde radica la autoridad. Los medios de comunicación en lugar de ofrecer su podio de máxima visibilidad a los ciudadanos de quienes la autoridad de las autoridades “emana” – como aprendimos en la escuela-, han usurpado ese espacio, y lo han reservado para una selección muy restringida de personas y de

grupos sociales que tienen acceso exclusivo a sus tan influyentes espacios. La condición de ciudadano no se limita al ejercicio del voto. Luego de eso, la ciudadanía sigue siendo el lugar de donde “emana la autoridad” de quienes toman las decisiones que nos afectan cotidianamente. Pero la noción de ‘ciudadano’ imperceptiblemente va reduciendo su alcance al aumentar la influencia de las personas que gozan del privilegio de presencia mediática. 

Mi autoridad emana de los medios y ella no cesa ante nadie

Esta misma tarde, escuché al pasar por un televisor en un programa en el horario vespertino que los conductores se disponían a leer algunos mensajes de los televidentes con comentarios sobre el evento organizado por la Intendencia de Montevideo para celebrar el mes de la mujer. Luego de anunciar que leerían solamente algunas opiniones, debido a la gran cantidad que estaban llegando, me detuve a escuchar una de ellas. Se trataba de un mensaje que una persona escribió para no opinar sobre su desacuerdo con la diferencia del monto invertido en unas o en otras artistas convocadas para el espectáculo de marzo: “nosotros no somos quien para juzgar la calidad de las artistas”. El sujeto al cual el pronombre ‘nosotros’ se refiere es ni más ni menos que a ‘los contribuyentes al municipio de Montevideo”, que invertimos en ese evento, y a quienes primariamente éste está dirigido. Me llamó la atención que una de esas personas se tomara el trabajo de enviar un mensaje para desvalorizar su propia opinión. Se trata de un mensaje solamente, pero lo considero significativo, en un entorno en el que la voz del ciudadano común, corriente e independiente tiene poco lugar en los medios de comunicación. Uno de los pocos mensajes elegidos tenía la finalidad de disminuir el poder del ciudadano común.

En febrero de este año, una nota del periódico La Diaria (24.02.2023), en la sección Feminismos, titulada Violaciones grupales: un “crimen de poder”, una “práctica de violencia de género” y otro escenario de “reafirmación de la masculinidad hegemónica”, su autora, Stephanie Demirdjian, comienza su argumentación con la siguiente explicación: 

Hace poco más de un año, el 23 de enero de 2022, una mujer denunció haber sido violada por tres hombres en el barrio Cordón, en Montevideo. La noticia causó conmoción y, entre las muchísimas repercusiones que tuvo, generó la convocatoria a una movilización nacional “contra la cultura de la violación” unas semanas después. Fueron miles las mujeres y disidencias que salieron a las calles para denunciar una cultura que naturaliza la violencia sexual en todas sus formas, y advertir que al silencio no se vuelve más. Quizás como en otras pocas ocasiones, en el aire se sentía el dolor, la rabia, el hartazgo y, sobre todo, el deseo –la necesidad– de que las cosas cambien.

Sobre la inestable base de la primera frase, se apoya toda una estructura argumentativa teñida emocionalmente con palabras cargadas de los mismos sentimientos que se sentían en el aire del barrio Cordón, y que quedaron estampados en color rojo en abundantes carteles levantados con gran fervor. El enorme despliegue de signos de elevada visibilidad y la fuerza afectiva del discurso escrito, y del vociferado en la manifestación, casi logran ocultar las palabras de aquella frase inicial que podrían causar el desmoronamiento del argumento central de toda la columna: “una mujer denunció”. Fue una denuncia lo que estuvo detrás de la convocatoria a la furiosa marcha multitudinaria. El llamado llegó inmediatamente a “miles de mujeres y disidencias” que respondieron al unísono.  La inmediatez es imprescindible para que no medie ninguna pregunta sobre la presunta inocencia de los denunciados “hasta que se pruebe lo contrario.”

En el segundo párrafo del texto de La Diaria, Demirdjian procede a mencionar cinco casos más de violación grupal. De un solo golpe retórico, ella cambió la palabra ‘denuncia’ por el término ‘violación’ y, como quien no quiere la cosa, le agregó cinco casos más. Quien dice denuncia dice violación, y quien escribe uno, escribe cinco. Resultado: seis casos de violación grupal en total. Total, no se necesita probar nada. Pueden ser seis, pueden ser siete, pueden ser miles, tantos como quienes quieran hacer una denuncia para descargar la furia que se expande de modo contagioso a través de cánticos, consignas, puños elevados y carteles.  De todos modos, si en verdad no hubiera habido violación, todo viene bien para realizar una catarsis con respecto a cualquier otra frustración cotidiana. No importa si algún inocente debe sufrir una “prisión preventiva” por tiempo prolongado, con consecuencias obviamente funestas. Y tampoco importa que la palabra ‘preventiva’ esté allí para ocultar que nada hay de preventivo en un castigo no merecido aún o quizás nunca.

En reuniones de pares en el ámbito de la psicología y de la psiquiatría que a veces frecuento, las conversaciones transcurren en general con armonía y cordialidad. De modo ingenuo al principio, en varias oportunidades, algunas personas o incluso yo misma intentamos plantear el hecho de que se trataba solamente de denuncias.   Todas las veces, sin excepción, el clima se tensó de modo notorio y la conversación tuvo un punto final cuando alguien enunció una frase recurrente entonada como un veredicto irrebatible, y, además, dicha con cierto  tono de ofuscación: “la denuncia es suficiente para que una mujer sea considerada víctima de violación”. En esos momentos, la auto-cancelación se vuelve notoria, porque es imposible que una afirmación categórica como esa no amerite al menos una explicación mínima. Es como si esa simple frase hubiera estado acompañada de las palabras “¡sobre eso no se habla más!” No es necesario golpear la mesa, el clima de obediencia queda flotando en el aire. Las manifestaciones del 8M siempre nos recuerdan a las mujeres que “al silencio no se vuelve más”. Y muchas mujeres aceptamos en silencio que su actitud autoritaria nos silencie. 

Cerca del tramo final del texto aquí mencionado de Stephanie Demirdjian en La Diaria, se nos dice que la psicóloga Manira Correa “aseguró que en la violación grupal se consolida de alguna forma el “‘título de hombre’ ante la mirada de otros” y que, por eso, “se presenta como un espectáculo de ejercicio de poder”. Dado el presupuesto de la existencia de una “cultura de la violación”, se excluye la posibilidad de que una violación grupal sea concebida por la inmensa mayoría de los hombres como una agresión patológica. La afirmación de que en nuestra cultura este acto abominable “consolida el título de hombre ante la mirada de otros”, por el nivel de generalidad que posee esa tesis, no es nada más que un prejuicio. Aunque esta afirmación podría ser cierta para algún grupo específico de hombres, una vez generalizada a toda la cultura, la misma se vuelve un prejuicio, y como todo prejuicio tiene un alto potencial lesivo. Sobre la base de la serie de pre-conceptos asociados a la idea de ’cultura de violación’ no es posible para nadie reafirmar la condición masculina, ya que, al buscar hacerlo, el hombre siempre estaría ejerciendo una violencia hacia la mujer. La identidad es siempre relacional y la complementariedad generalmente favorece el conocimiento mutuo. Una mujer tampoco podría reafirmar su identidad femenina en la relación a un hombre en una cultura en la que está latente una violación potencial. Sólo puede hacerlo en la calle, vestida de violeta y rodeada por quienes se definen como pertenecientes a su mismo género. Sin embargo, la relación de pareja es por definición un espacio de reafirmación de la identidad de ambos géneros. Es un camino identitario lícito cuando es armónico, marcado por el deseo y libre de violencia hasta que se pruebe lo contrario. 

La autoridad emana de nosotros 

Como una suerte de auto-análisis me pregunto ¿por qué tantas veces me callé? Luego de dos años de haber resistido la presión a la vacunación, no parece haber razones para ceder y evitar una discusión que en otros ámbitos de la vida social también se está cancelando. Veo con cierta preocupación una tentación general a la obediencia, una tentación a esperar que las autoridades, los referentes sociales o institucionales, o los medios de comunicación nos den la palabra. A veces, es cansador resistir, y la obediencia aparece allí bajo la forma de una cuerda salvadora. Nosotros al fin y al cabo no somos ‘quién’. La actitud de obedecer es muy cercana a la desvalorización de nuestro propio criterio. La confianza en lo que nuestros cinco sentidos nos revelan del mundo, en lo que nuestra mente piensa -porque muchas veces piensa sola- y en lo que sentimos, es, en definitiva, la confianza en nosotros mismos. En la época de la dictadura, no tuvimos más remedio que obedecer. Esta imposición por la fuerza bruta dictatorial nos llevó a vivir la desobediencia en los espacios que no eran visibles para las autoridades en función de una amenaza concreta y explícita.  En esos momentos, no podíamos exigirnos enfrentar, oponernos frente a frente, a quienes ostentaban el poder armado. Recuerdo una noche de salida grupal en una época en que las redadas policiales eran de rutina. Con unos amigos fuimos detenidos en una comisaría cercana al barrio de Carrasco. En determinado momento, me disponía a argumentar para reclamar con rebeldía juvenil un trato acorde a nuestra condición de ciudadanos honestos, cuando afortunadamente, mi mente se detuvo en seco. Me di cuenta de que todos nuestros derechos habían cesado al traspasar esa puerta. Ningún aspecto legal impedía que pudiéramos ser llevados directamente a una prisión prolongada, si así lo disponía el funcionario que se encontraba detrás del mostrador haciendo bromas sarcásticas con sus colegas, y alarde de su condición de nuevos ricos en términos del ilimitado poder. No había allí posibilidad alguna de cuestionar, argumentar, disentir y mucho menos de desobedecer. El miedo actuaba como un sentimiento protector y la obediencia era una estrategia defensiva en el entorno dictatorial. 

Pero hoy, los espacios académicos, las instituciones educativas, las reuniones sociales y los entrañables ‘boliches nocturnos’ se han vuelto ámbitos en los que la unanimidad termina por banalizar las encendidas discusiones de antaño. El boliche ya ni siquiera “conversa en silencio, sus palabras de vidrio y tabaco” (Los boliches, Ignacio Suárez). Esos ámbitos de práctica de la libertad y de la polémica, donde todos ejercitábamos la voz para participar en todo, una voz que sin duda es tan importante como el voto, están aún allí. Es necesario retornar a esos espacios, porque el desarrollo de esa autonomía que fue tan ruidosa cuando se inició a los dos años a fuerza de berrinches, no se detiene fácilmente y nos resulta tan necesaria como respirar. 

Cabe preguntarse por qué afirmaciones evidentemente polémicas como “vivimos en una cultura de la violación”, “la violación no es un hecho genital”, por ejemplo, despiertan en quienes las escuchamos respuestas que varían entre un fervoroso asentimiento militante y un casi imperceptible movimiento afirmativo de cabeza. Se trata de un silogismo cuyas premisas terminan por acusarnos a todos. Si la violación no fuera un hecho genital sino un hecho relacionado con el poder, y si el poder masculino fuera una característica de los hombres en general, cada una de las relaciones particulares entre un hombre y una mujer constituiría, por necesidad lógica, una violación. Si aceptamos automáticamente ese silogismo, otra conclusión necesaria es que no habría solución posible, aún si manifestamos en las calles “el dolor, la rabia, el hartazgo y, sobre todo, el deseo”. En ese discurso, no hay salvación: todos, y todas, los que formamos parte de la cultura somos culpables de los crímenes de odio que perpetuamos, cuando nos relacionamos en parejas heterosexuales. Con esas premisas no hay salida; es necesario cuestionar las premisas o aceptar la culpabilidad del género humano entero. 

No todos los psicólogos consideramos que una educación sexual integral (ESI) basada en estas premisas sea una solución a los problemas de violencia que sí existen. No soy la única que cuestiona los presupuestos de una supuesta ‘cultura de la violación”. La pregunta que surge es: ¿entonces por qué no existen ámbitos universitarios, educativos o mediáticos abiertos a este debate tan importante? Porque, en definitiva, el término ‘cultura de la violación’ es un marco perfecto para albergar y desarrollar pre-conceptos. Para combatir la obediencia, no ya impuesta por las armas, sino auto-impuesta, es necesario vencer el cansancio, el desgaste, el agotamiento y seguir demandando y reivindicando espacios de diversidad conceptual, que es, en última instancia, la única diversidad que existe.