¿Cómo pueden ser objetivos los estudios literarios?
ENSAYO
Por Hans Ulrich Gumbrecht
Dado que los argumentos reunidos por este volumen sobre el potencial de la “Objetividad” en las Humanidades y las Artes se remontan a un coloquio celebrado en la New School of Social Research de Nueva York, no puedo resistir la tentación de destacar, desde el ángulo de un erudito nacido en Alemania y ciudadano estadounidense, cómo muy pocas instituciones habrían sido un lugar igualmente emblemático para nuestros ambiciosos debates orientados al futuro. Al fin y al cabo, fue en la New School y en su “Universidad en el exilio” donde, entre principios de la década de 1930 y el final de la Segunda Guerra Mundial, académicos estadounidenses y eminentes pensadores europeos amenazados por el fascismo se reunieron en debates que darían forma a la relación entre las Humanidades y las Ciencias Sociales hasta nuestro presente.
Ahora bien, si me pregunto qué pudo motivar a los organizadores de unas conversaciones destinadas a influir en el horizonte de las generaciones académicas venideras a invitar a participar a un crítico literario jubilado desde hace tiempo como yo, sólo se me ocurre una respuesta posible y muy concreta. Debió de ser la confrontación, tanto en tono amistoso como en cierto modo dramático, que Markus Gabriel y yo mantuvimos sobre el estado contemporáneo de las Humanidades en las páginas de “Neue Zürcher Zeitung” durante el otoño de 2019.[1] Yo había abierto mi texto con la especulación, insólita desde dentro de las Humanidades pero pensada seriamente sin embargo, de que nadie fuera del mundo académico se daría cuenta si, un día y por la razón que fuera, las Humanidades dejaran de existir. Con palabras no menos francas, Markus calificó esta insistencia en lo que yo considero una pérdida total de resonancia pública como “un error gigantesco”, porque estaba -y sigue estando- convencido de que las Humanidades deberían más bien subrayar su singular potencial para analizar objetivamente los complejos problemas políticos, sociales, económicos y epistemológicos a los que la humanidad se enfrenta hoy en día. El concepto de “objetividad” que utilizaba incluía claramente un componente de pertinencia práctica (prefiero aquí la palabra alemana “Verbindlichkeit”), en el sentido de afirmaciones de verdad cuyo valor práctico les confiere el estatus de orientaciones vinculantes.
Sin embargo, si entiendo correctamente la posición de Markus dentro del “Nuevo Realismo” filosófico, en el sentido de que se basa en la premisa de que no existe una única realidad global, sino sólo una pluralidad de “dimensiones” en las que podemos alcanzar la objetividad de acuerdo con reglas individualmente específicas, creo que su rechazo de mi argumento sólo debería haberse aplicado a la Filosofía, es decir, según él, a la dimensión reservada al dominio de la razón universal, y no a las Humanidades en general. Podríamos ir tan lejos como para decir que cualquier discurso general sobre las Humanidades conlleva el riesgo de contribuir al establecimiento de una de esas “cosmovisiones” globales (e internamente heterogéneas) contra las que Markus polemiza. Tales consideraciones conducen inevitablemente a la sugerencia de que deberíamos abordar la cuestión de la “objetividad en las Humanidades” como un plurale tantum, en otras palabras: deberíamos abordarla preguntándonos cómo y en qué condiciones puede lograrse la objetividad (si es que puede lograrse) en cada disciplina concreta.
Para mí, esto trae a colación una tarea que he descuidado extrañamente en mi reflexión sobre el estado contemporáneo de las Humanidades, a saber, el esfuerzo de concentrarme en los “Estudios Literarios”, mi disciplina académica original y oficial. ¿En qué condiciones podemos ser capaces de producir percepciones y respuestas objetivas dentro de los Estudios Literarios? Mi primera impresión desde hace tiempo es que, vistos desde este ángulo, los Estudios Literarios pueden parecer impregnados de una polaridad particular. El polo de la interpretación textual, la reflexión y la “hermenéutica”, a pesar de los múltiples esfuerzos históricos y las pretensiones de mantener las limitaciones hacia la objetividad, parece estar intrínsecamente conectado a horizontes de pluralidad y complejidad del mundo. El polo de la “filología”, por el contrario, al que me gusta referirme como los “poderes de la filología”[2], muestra una afinidad con nuestro deseo de un contacto inmediato con la materialidad de los textos, es decir, con una “objetividad” en el sentido de cercanía física, diferente de la objetividad que debe alcanzar la Filosofía, por ejemplo. Tal polaridad bien puede estar fundamentada en una doble reacción que los seres humanos realizan en relación con todos los objetos intencionales, es decir, con cada percepción (física) que se convierte en objeto para y dentro de la conciencia[3]. No podemos evitar intentar atribuir significados e interpretaciones a cualquier objeto intencional (como resulta obvio en nuestras reacciones ante palabras en idiomas que no entendemos), pero también seguimos espontáneamente el reflejo de establecer configuraciones espaciales (a menudo puramente tentativas) entre los objetos intencionales y nuestros propios cuerpos. El segundo polo, como veremos, puede haber sido retomado con más frecuencia en la historia de los Estudios Literarios bajo la perspectiva de la “estética” que bajo la “filología” entendida como prácticas de conservación y edición de textos.
En la primera parte de mi ensayo, trataré de trazar una genealogía de esta polaridad típica de los Estudios Literarios en el contexto más amplio de las Humanidades, presuponiendo que los primeros tuvieron un comienzo institucionalmente marcado a principios del siglo XIX, por oposición a los segundos, cuyos orígenes epistemológicos pueden remontarse a principios de la Modernidad (si no más allá) y cuya concepción como conjunto de disciplinas se produjo tan tardíamente como alrededor de 1900. Esta matriz genealógica, que también puede proporcionar un marco tentativo para nuestras discusiones conjuntas, se convertirá en la base, en la segunda parte, para una sugerencia sobre cómo transformar la polaridad entre “hermenéutica” centrífuga y “filología” centrípeta en una inversión existencialmente relevante para nuestro presente.
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Mi, en cierto modo irresponsable, paseo por las historias de las Humanidades y de los estudios literarios constará de siete partes[4]. Comienzo con algunas observaciones sobre el cambio epistemológico que separó las culturas moderna temprana de la medieval (occidental) desde el siglo XIII y que se convirtió así en una base a largo plazo -avant la lettre, por supuesto- para las Humanidades. Decisiva dentro de esa transición histórica fue una profunda metamorfosis de la autorreferencia humana predominantemente utilizada. Si durante la Edad Media se había basado en el relato de la creación del mundo del “Génesis”, en el que Dios forma al primer ser humano a partir de tierra (materialidad que se convertirá en “soma” y “cuerpo”) y luego despierta a esta figura con su aliento (“espiritualidad”, “mente”), los primeros pensadores modernos pronto partieron en una trayectoria de autoconcepción que ya no era ontológicamente dual (“cuerpo” y “espíritu”), sino que se aproximaba a la fórmula de Descartes de “pienso, luego existo”, identificando la totalidad de la existencia humana con la conciencia. Esta sustitución cambió irreversiblemente la relación entre el ser humano y el mundo material que lo rodea.
Ahora bien, mientras que, debido a la vertiente corporal de su autorreferencia, los hombres medievales pensaban que habitaban y formaban parte del mundo material creado por Dios, la autorreferencia moderna temprana -“cartesiana”- asignó a los humanos un lugar fuera del mundo material que les otorgaría progresivamente el papel de observadores e intérpretes del mundo, pondría entre paréntesis todas las dimensiones físicas y constituiría el “paradigma Sujeto / Objeto” como decisivo para lo que estamos acostumbrados a llamar “Modernidad”. En consecuencia, el observador humano del mundo se convirtió en el único agente y origen de cualquier conocimiento aceptable, mientras que la cultura medieval había confiado exclusivamente en la revelación divina que los humanos sólo podían recibir y abrazar con gratitud sin ningún impulso de expansión o crítica. Este mismo contraste entre la herencia del conocimiento revelado y la nueva perspectiva del conocimiento del mundo producido exclusivamente por los humanos puso en marcha la Ilustración como empresa universal de revisión del conocimiento.
Un segundo momento importante en nuestra trayectoria, un momento que afecta principalmente al polo “filológico”, coincide con la tesis de maestría de Alexander Baumgarten de 1737 sobre “Algunas condiciones de los poemas”, citada canónicamente como el texto que contiene la primera aparición de la palabra “estética” en su sentido actual. Baumgarten reservó el nuevo concepto para aquellos objetos intencionales que imponen al ser humano una simultaneidad de reacciones interpretativas y sensuales, es decir, para una estructura de la experiencia excepcional en el contexto de la modernidad temprana porque no permitía la “racionalidad” como actitud de observación del mundo basada en la exclusión del lado sensual. En el caso de la poesía recitada, la inseparabilidad entre interpretación y reacciones sensuales corresponde a la simultaneidad de palabras a interpretar y los efectos prosódicos de su secuencia como una capa que se resiste a la atribución de significado pero apela a los sentidos. Para mi argumento es importante destacar la prosodia y su impacto inmediato en los cuerpos de quienes escuchan poesía como paradigma del tipo de “objetividad” accesible y, de hecho, central para los Estudios Literarios. Este énfasis tiene poco que ver con la forma en que los pensadores del Idealismo alemán desarrollaron el concepto de “estética” de Baumgarten, y sin embargo podemos decir que su insistencia en la “autonomía de la estética” confirma que un mundo-referencia que contuviera componentes sensuales tenía que aparecer como una excepción (o como “autónomo”) del tipo de racionalidad establecido como normativo en la vida cotidiana de finales del siglo XVIII.
El siguiente y tercer paso en nuestra historia de los Estudios Literarios vuelve al polo de la interpretación del mundo y se refiere a la aparición de la llamada “cosmovisión histórica” como su premisa incondicional desde el tercer cuarto del mismo siglo[5]. Hablo aquí de “cosmovisión”, con plena conciencia de los problemas sistemáticos que la noción implica, porque la cosmovisión histórica ha venido abarcando, en efecto, una serie de dimensiones diferentes dentro de la cultura occidental desde entonces. Como etapa inicial de su desarrollo, podemos documentar cómo, poco después de 1750, una nueva forma autorreflexiva de observación del mundo se hizo habitual entre los intelectuales de la época (que se llamaban a sí mismos en francés, como lengua transnacional, “philosophes”, con un significado mucho más amplio que el que asumimos hoy). Los “philosophes” ya no observaban el mundo sin observarse a sí mismos en este acto. Esta habitualización tuvo dos consecuencias. Los observadores del mundo autorreflexivos estaban abocados a descubrir cómo la experiencia de cada objeto intencional dependía de sus diferentes puntos de vista y cómo, por tanto, cada objeto intencional individual acababa rodeado de un halo de formas de experiencia (o interpretaciones) potencialmente innumerables. Al mismo tiempo, tomaron conciencia, a contracorriente de la “racionalidad”, de que sus cuerpos y sentidos sí desempeñaban un papel en la constitución de cualquier experiencia del mundo. Pero aunque esta segunda consecuencia pronto se convirtió en el centro del “Materialismo” contemporáneo, como movimiento filosófico comparativamente periférico, la mayoría de los pensadores se sintieron sobre todo provocados por la pluralidad perspectivista como una energía confusa en su experiencia del mundo. Retrospectivamente, podemos reconocer cómo el problema empezó a encontrar una solución en torno a 1800 a través del cambio epistemológico de un enfoque uno a uno, tipo espejo, hacia un patrón narrativo de representación del mundo. Michel Foucault describió el efecto de esta transición como “historización de las cosas” (“historization des ètres”), indicando que la nueva forma de representación del mundo sentaría las bases de la visión histórica del mundo.
Las narraciones no sólo absorbieron la pluralidad de perspectivas diferentes sobre objetos intencionales individuales, sino que a la larga -hegeliana- también neutralizarían (y por primera vez) la amenaza de la centrifugalidad y rescatarían la “objetividad” mediante una pretensión de verdad atribuida a las narraciones históricas maestras. Como punto de fuga de su obra erudita, Reinhart Koselleck caracterizó la cosmovisión histórica surgida de esta base en cinco aspectos. Se convirtió en el marco de pensamiento dominante durante el siglo XIX y principios del XX, con un futuro percibido como un horizonte abierto de posibilidades que los seres humanos creían poder modelar; concebía el pasado como algo que perdía su autoridad normativa en la medida en que retrocedía cronológicamente con respecto al presente; implicaba un presente que en lugar de identificarse con una generación (o aproximadamente treinta años) se encogía para convertirse en un “imperceptiblemente corto momento de transición” (como lo describió el poeta Charles Baudelaire) — y que al mismo tiempo se convertía en el lugar epistemológico donde los humanos intentaban elegir el futuro dentro de un campo de contingencia (o apertura) rodeado de necesidad e imposibilidad; y que, por último, consideraba el tiempo como un agente necesario de cambio (“necesario” en el sentido de inevitable, pero también de previsible, debido a la identificación de supuestas “leyes” que rigen el cambio histórico).
Bajo la influencia de la cosmovisión histórica -y como una etapa más de nuestra narrativa- se crearon en Europa los primeros cargos académicos y departamentos de Estudios Literarios durante la segunda y tercera décadas del siglo XIX, anticipándose con mucho a la configuración explícita de las Humanidades como su marco institucional más amplio. Si nos preguntamos qué función potencial pudo motivar la aparición de los Estudios Literarios en las universidades, nos damos cuenta de una tensión social específica existente en las sociedades que habían pasado por las primeras revoluciones burguesas exitosas. Era la tensión entre un horizonte de expectativas repleto de nuevas imágenes normativas de la existencia colectiva o individual y una realidad cotidiana incapaz de ponerse a la altura de tales promesas. La interpretación de los textos literarios, estoy convencido, cumplió aquí una labor de mediación al tratar de ilustrar esos horizontes normativos y conciliarlos así con la experiencia cotidiana. Este esfuerzo no sólo produjo un amplio abanico de atribuciones de significado a textos individuales, sino que también dio lugar a la Hermenéutica como reflexión sistemática sobre las tareas y prácticas de la interpretación que aúna las preocupaciones existenciales actuales con textos de diferentes mundos históricos.
Un desarrollo específico en una línea similar tuvo lugar en aquellas naciones que aún no habían alcanzado el proceso político de una revolución, entre ellas Alemania, Italia o España. A diferencia de Francia, Inglaterra y Estados Unidos y debido a la falta de nuevos ideales inspiradores que encarnar, sus intelectuales buscaron orientación para una vida mejor en el propio pasado colectivo o en el pasado de la antigüedad romana y griega. Las actividades literarias y eruditas bajo esta premisa tendieron a ser más reconstructivas que mediadoras e interpretativas, lo que motivó una renovación de las prácticas filológicas en el trabajo textual tal y como se conocían desde la época alejandrina. Entre los primeros catedráticos de estudios literarios en Alemania, Jakob y Wilhelm Grimm, por ejemplo, dedicaron gran parte de su trabajo a la conservación de textos medievales, mientras que clasicistas como Friedrich August Wolff o August Boeckh establecieron nuevos estándares para el uso “científico” de los métodos filológicos. Tanto en su enseñanza como en la resonancia de sus publicaciones entre los lectores cultos de fuera de la universidad, muchos de los textos que reconstruían del pasado nacional y clásico adquirían un estatus de reliquia, en lugar de convertirse en puntos de referencia para el despliegue de nuevos significados. Se convirtieron así en otra variante de la objetividad estética impulsada por el deseo de un contacto inmediato con vestigios de mundos remotos, tal y como inspiraba la época históricamente “romántica”.
Podemos decir que, basándonos en estas primeras estructuras institucionales y sin preocuparnos mucho todavía por las descripciones programáticas de su trabajo, los Estudios Literarios tuvieron su edad de oro a lo largo del siglo XIX. Sin duda, el gran teórico literario Wolfgang Iser tenía razón al afirmar que asumieron progresivamente la función de una nueva teología en las sociedades burguesas en las que la literatura y el arte habían ocupado el lugar que antes ocupaba la religión. Sólo en las décadas anteriores a 1900 comenzó a extenderse en el seno de los Estudios Literarios y sus disciplinas vecinas un sentimiento de crisis que acabaría motivando reflexiones sobre su configuración institucional y su posible misión en la sociedad como un capítulo más de la historia de las Humanidades. Dos razones principales motivaron esa nueva inseguridad. Una era la aguda impresión de una competencia desesperada con las
entonces cada vez más triunfantes Ciencias Naturales, cuya investigación empírica alimentaba el proceso económico de industrialización. Se vio agravada por un creciente escepticismo epistemológico respecto a la posibilidad de lograr descripciones objetivas del mundo dentro del paradigma Sujeto / Objeto, dudas que motivaron el nuevo estilo “fenomenológico” de Edmund Husserl o Henri Bergson de analizar las estructuras elementales de la conciencia humana.
Este clima intelectual y académico motivó el esfuerzo de toda una vida de Wilhelm Dilthey, como filósofo y como decano de universidad, por dar una forma explícita a las Humanidades (“Geisteswissenschaften”) como un grupo separado de disciplinas académicas. Sobre todo definió la interpretación de cualesquiera “productos del espíritu” (no exclusivamente textos) del pasado y del presente, de culturas propias y ajenas, como su denominador común y como la práctica central que las diferencia de las Ciencias Naturales. Hay razones para creer que esta autoasignación desencadenó entre los estudiosos de las Humanidades el temor a una pérdida de contacto “con el mundo real” (“Weltverlust”). En el continuo esfuerzo por controlar la infinita pluralidad de interpretaciones y rescatar así una posibilidad de objetividad, Dilthey optó por el llamado “círculo hermenéutico” que los estudiosos anteriores a él habían descrito como una premisa (o un “método”) para crear conciencia de las preorientaciones intelectuales y existenciales con las que nos acercamos a las obras del espíritu. En nuestro contexto específico, me gustaría destacar un tercer componente en la concepción de Dilthey de las Humanidades, un componente que ha sido durante mucho tiempo objeto de agudas críticas debido a una sospecha probablemente justificada respecto a su incompatibilidad con la interpretación y el círculo hermenéutico. Se trata de la asociación de las Humanidades con “Erleben” (“experiencia vivida”) como enfoque de objetos intencionales que no procede a la fase de atribución de significado, independientemente de que se presten o no a este acto. Debido a “Erleben”, Dilthey conectó con la fascinación de un contacto inmediato y sensual con el mundo. Probablemente fue su equivalente del polo filológico o estético de la objetividad.
Desde la obra fundacional de Dilthey, los humanistas han estado en permanente estado de reflexión sobre la crisis. El mencionado temor a una pérdida del mundo puede explicar su duradera obsesión por llegar a ser “políticamente relevantes” que, en la gran época de enfrentamientos ideológicos de la primera mitad del siglo XX, motivó incluso a destacados académicos a participar en el establecimiento de las cosmovisiones escandalosamente sobredimensionadas del fascismo y el comunismo. Como reacción a este “pecado original” de sus disciplinas, los humanistas de las naciones occidentales volvieron a concentrarse en los textos durante los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, activando un renacimiento de la “Nueva Crítica” angloamericana de principios del siglo XX. Le siguió el periodo de una auténtica “explosión teórica” entre finales de los años sesenta y mediados de los ochenta, cuyos provocadores valores atípicos dieron una visibilidad sin precedentes a las Humanidades, pero también minaron la confianza del público en que alguna vez pudieran llegar a resultados de objetividad colectivamente vinculante. Se trata de un legado de nuestro pasado disciplinar que todos los esfuerzos contemporáneos por recuperar las esperanzas y las normas de objetividad no pueden tomarse suficientemente en serio.
Para concluir nuestro examen de la polaridad entre hermenéutica y filología a lo largo de la historia de los estudios literarios y las humanidades, cabe mencionar dos hechos pertinentes y relativamente recientes. En lo que respecta a la interpretación y refiriéndonos a un libro tan influyente como Verdad y método de Hans-Georg Gadamer de 1960, podemos decir que, quizá por primera vez, la proliferación de la producción de significados ya no estaba ligada a las pretensiones de objetividad interpretativa. Más bien, las reflexiones filosóficas de Gadamer motivaron prácticas de interpretación de “textos eminentes” (una de sus expresiones favoritas) en un estilo de contemplación secular, es decir, como un potencial de traer a primer plano nuevas ideas, puntos de vista e imágenes que no podrían haber surgido de la experiencia cotidiana. En lugar de proporcionar soluciones, respuestas u orientaciones, estos impulsos atraerían nuestra imaginación y aumentarían así la libertad existencial. Desde el ángulo de las funciones sociales que deben asumir nuestras disciplinas académicas, me gusta subsumir este tipo de lectura e interpretación literarias (no sólo) bajo el concepto de “pensamiento arriesgado”, como un gesto intelectual cuya libertad imaginativa no tiene cabida dentro de las limitaciones de la seriedad pragmática.
Bastante más tarde que la hermenéutica de Gadamer, el llamado movimiento de la “Nueva Filología” animó explícitamente a los académicos a disfrutar de una relación con los artefactos del pasado que no fuera puramente reconstructiva, sino que insistiera en la estética del contacto sensual y la inmediatez. Los fenómenos pertenecientes a la “sustancia de la expresión”, como el pergamino, el papel, la tinta, la imprenta, la caligrafía, los colores de la ilustración e incluso las estructuras sintácticas, han vuelto con fuerza, sin estar ya subordinados a las tareas de interpretación y producción de significados. Existencialmente hablando, la “Nueva Filología” conforma puntos focales para nuestra concentración en la materialidad de los textos y se ha desarrollado hasta un asombroso nivel de sofisticación estética en los trabajos sobre la literatura augustea de clasicistas alemanes como Jürgen Paul Schwindt o Melanie Möller, que prefieren el nombre más atrevido de “Filología Radical” para su práctica.
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Hemos llegado así finalmente al punto en el que, a partir de nuestra trayectoria histórica de diferentes configuraciones entre hermenéutica y filología, es posible abordar el problema de cómo este legado puede adquirir relevancia existencial en el presente y en el futuro. En cuanto a la otra cuestión epistemológica planteada en el título de mi ensayo, la de cómo los estudios literarios podrían alcanzar la objetividad, ya he sugerido una respuesta que sé que no encontrará el consenso natural. Pues opto exclusivamente por el lado de la filología y la estética como potencial de objetividad, lo que no implica en absoluto que la interpretación y la hermenéutica abiertas a la pluralidad de significados deban desligarse por completo de ella. Por el contrario, y sin creer en una fácil interacción complementaria entre ambos polos, imagino que una práctica interpretativa liberada de la obligación de llegar a la objetividad podría servir de trasfondo que dote a la objetividad filológica de su valor existencial específico.
Ahora bien, antes de concentrarnos en un posible rendimiento existencial de la polaridad entre la complejidad hermenéutica y los poderes de la filología, es preciso hacer dos observaciones preliminares sobre el clima epistemológico y sobre la temporalidad cotidiana dominante en nuestro presente. En cuanto al clima epistemológico entre los intelectuales contemporáneos, muchos de nosotros estamos atrapados en un estado de ánimo de reacción (y a veces incluso de resentimiento) contra el “Constructivismo”, tal y como se había considerado un posible marco epistemológico para diferentes disciplinas desde finales de la década de 1960[6]. Remontándose al análisis fenomenológico de la mente humana en términos de condición inevitable y filtro para la experiencia del mundo, el constructivismo afirmaba que el consenso o los acuerdos entre un gran número de mentes sobre objetos intencionales (denominados “construcciones sociales de la realidad”) eran el único fundamento viable para las afirmaciones de verdad. En sus versiones más excesivas y populares, transformaba cualquier impresión o percepción de fenómenos materiales palpables en “construcciones sociales”. En otras palabras: la verdad y la objetividad habían sido sustituidas por grupos de consenso. Hoy, por el contrario, reaccionamos a la consiguiente pérdida de pertinencia y orientación vinculante con intentos de volver al realismo filosófico y a la objetividad -algunos observadores añadirían que lo hacemos “con plena conciencia de su imposibilidad”. Esta es precisamente la energía -no sólo académica- que nos reúne en nuestras discusiones sobre la “objetividad”.
De mayor preocupación aún entre las condiciones pertinentes para cualquier reflexión sobre un posible impacto de las Humanidades en la actualidad es la observación de que la visión histórica del mundo (los alemanes dirían “Geschichte”) ha dejado de ser el marco dominante de temporalidad que influye en nuestro comportamiento, nuestras acciones e incluso nuestro pensamiento en lo cotidiano. Estoy convencido de que, desde finales del siglo XX, ha sido sustituida por una relación estructuralmente diferente entre pasado, presente y futuro a la que me refiero (a falta de un nombre mejor) como “el presente amplio”[7]. Es necesario hacer algunas advertencias preliminares. En primer lugar, hay una serie de contextos contemporáneos bien circunscritos en los que la cosmovisión histórica sigue imperando: el mundo de los “Departamentos de Historia” académicos pertenece a ellos y, lo que es más importante, la esfera de la política democrática, porque depende de la creencia de la cosmovisión histórica en un futuro abierto al que los seres humanos deben dar forma. En segundo lugar, veremos que, de acuerdo con la “lógica” inherente específica del “presente amplio”, ningún resto del pasado (incluida la cosmovisión histórica como su sucesora) quedará excluido categóricamente. Pero también estoy de acuerdo en que el establecimiento del “presente amplio” puede ser menos global de lo que yo solía suponer[8]. Por todas estas (y algunas otras) razones admito que mi percepción de un marco diferente de temporalidad ha surgido de una vida con su núcleo en Silicon Valley y una periferia en Europa Central y Occidental.
Dentro de la temporalidad del “presente amplio”, ya no deberíamos describir el futuro como un horizonte abierto de posibilidades, ya que el nuevo futuro parece estar ocupado por la imaginación de las amenazas, en su mayoría ecológicas, que se acercan progresivamente al presente (el “calentamiento global” es sólo la más proverbial y empíricamente palpable de ellas). El nuevo pasado ya no retrocede detrás del presente sino que, en gran medida gracias a las capacidades de almacenamiento electrónico y sus funciones de memoria, se ha convertido en una dimensión que inunda agresivamente el presente con sus imágenes, pensamientos y momentos congelados en “acontecimientos” (no por casualidad, la mayoría de los días de nuestros calendarios están señalados de forma múltiple como “días de la memoria histórica”). Entre ese futuro congestionado y ese pasado agresivo, el presente tiende a contenerlo todo y se ha convertido así en un amplio presente en constante expansión. Por último, si el presente imperceptiblemente corto de la cosmovisión histórica se había asociado con la autorreferencia humana de la mente cartesiana, el cambio al presente en expansión puede arrojar cierta luz de plausibilidad sobre los omnipresentes intentos actuales de recuperar el “soma” y el cuerpo, ya sea haciendo footing por la mañana temprano o mediante ejercicios de pensamiento híbrido como la “Neurofilosofía”.
Además del puro aumento de objetos intencionales a procesar dentro de la complejidad del amplio presente, necesitamos comprender que la confrontación del “Sujeto” con el “mundo” ya no tiene lugar dentro de un “campo de contingencia”, como solía ser el caso dentro de la visión histórica del mundo. En efecto, mientras que antes el horizonte de posibilidades entre las que elegir para la constitución del futuro estaba rodeado de “necesidad” (condiciones existenciales que no podemos elegir) e “imposibilidad” (comportamientos y acciones que podemos imaginar pero no asociar en los seres humanos), estos polos parecen fundirse rápidamente en el amplio presente (de nuevo, al menos en parte, debido a los potenciales electrónicos del procesamiento de la complejidad y la resolución de problemas). Mis dos ejemplos habituales de esta “fusión” son la cirugía transexual y la comunicación electrónica. Lo que los mayores de entre nosotros aún recuerdan como una “necesidad” de género en función de los genitales con los que una persona nació ha empezado a disolverse por las esperanzas de transformación anatómica. Algo parecido está ocurriendo con los motivos tradicionales de “imposibilidad” {es decir, imaginaciones que no podemos asociar a los humanos), muchos de los cuales se habían convertido en predicados que ilustraban la “divinidad”. En las dos últimas décadas, “la red” se ha convertido en una versión práctica de la “omnisciencia”, mientras que hemos conseguido sobrevivir al presente-Covid gracias a la “omnipresencia” fabricada con zoom. La mayoría de los efectos derivados de esta profunda transformación del tradicional (siempre limitado) “campo de contingencia” en un “universo de contingencia” virtual sólo podemos acogerlos como un aumento de la libertad individual y colectiva. Al mismo tiempo, sin embargo, es obvio cómo el universo de contingencia-situación se añade dramáticamente a la complejidad interna del amplio presente, con el riesgo de sobrecargar la existencia individual y colectiva.
¿Cómo pueden los Estudios Literarios postconstructivistas, en su estado específico de polaridad entre hermenéutica y filología, encontrar una autoasignación en esta nueva temporalidad con su presente abrumador y su futuro congestionado? Mi respuesta presupone una situación elemental de enseñanza académica orientada a estudiantes y lectores individuales. A esto he aludido al hablar de una inversión “existencial” para el trabajo realizado dentro de la disciplina, tomando distancia de la tradición de las Humanidades de intentar imaginar e incluso cumplir funciones “sociales” y “políticas” más amplias. No estoy en absoluto argumentando incondicionalmente en contra de esas ambiciones más amplias, pero creo que primero deberíamos replantearnos las circunstancias institucionales que aún están bajo nuestro control antes de atrevernos a abordar un nivel de resonancia pública en el que, como he mencionado, las Humanidades han perdido mucha confianza y respeto en las últimas décadas.
Durante mis últimos años de docencia (que se prolongaron hasta la primavera de 2018), me impresionó la cantidad de debates y conversaciones que acabaron articulando un deseo -existencial- de “algo a lo que aferrarse”, es decir, un deseo de puntos de referencia y seguridad más físicamente fundamentales que las orientaciones éticas o políticas habituales. Sin duda, se trataba de un anhelo provocado por nuestra vida en el amplio presente y en su universo de contingencia. Muy a menudo e independientemente de mis estrategias pedagógicas, lo que he intentado caracterizar como la “objetividad” filológica y estética de los textos resultó proporcionar tales puntos de referencia porque era capaz de conjurar formas de concentración individual. Dedicar toda la atención a una canción trovadoresca medieval en su lengua original occitana, a un himno de Friedrich Hölderlin o al ritmo de la prosa de Luis Martín Santos en su novela maestra Tiempo de Silencio (el equivalente español al Ulises de Joyce o a la Recherche de Proust) nos apartaba, intelectual y físicamente, de la cotidianidad contemporánea convertida en universo de contingencia[9].
No es necesario subordinar esa atención focalizada (ni otras modalidades de objetividad filológica y estética) a otras funciones y tareas intelectuales. Su aura y fuerza existenciales se asemejan a la de entregar un momento de nuestras vidas, sin cortapisas ni resistencias, a una interpretación musical. Al mismo tiempo, sabemos, por supuesto, que tal enfoque proporciona la condición óptima para cualquier despliegue del potencial de significado de un texto, y sigo insistiendo en que deberíamos optar por una pluralidad de lecturas en nuestras interpretaciones sin atarlas a pretensiones de objetividad. La razón más poderosa que veo hoy para optar por la pluralidad tiene que ver con una flagrante falta de visiones alentadoras para la vida humana bajo la impresión de los futuros amenazadores del amplio presente.
Pareciera que estuviésemos atrapados entre cierta esperanza cosmológicamente improbable de detener acontecimientos como el ‘calentamiento global’, o ceder a los pronósticos de que queda un tiempo escandalosamente limitado de supervivencia de la humanidad. De ninguna manera sugiero que la lectura e interpretación de los textos literarios de hoy trate de encontrar “respuestas” o “soluciones” a estos problemas. Lo que espero, sin embargo, es una nueva fluidez y exceso en la producción concentrada de significado interpretativo, porque podría reactivar y recargar nuestra agotada imaginación, lejos de la intrínsecamente plausible obsesión actual por la supervivencia colectiva. Queda por ver si puede haber una forma, más allá del talento individual, de maximizar los efectos de tal práctica lectora a través de un nuevo “Arte de la Interpretación”. En realidad, se trata de un reto sobre el futuro de los Estudios Literarios que va mucho más allá del alcance -y de las obligaciones- de un emérito en el septuagésimo cuarto año de su vida.
Notas
[1] La respuesta de Markus se publicó el 20 de noviembre de 2019 y reaccionó a mi provocación del 29 de octubre del mismo año.
[2] Véase mi libro The Powers of Philology. Dynamics of Textual Scholarship. Urbana y Chicago [University of Illinois Press] 2003. Hay traducción al español: Los poderes de la filología. Dinámicas de una práctica académica del texto (trad. Aldo Mazzucchelli). Universidad Iberoamericana, México DF, 2007.
[3] Para un desarrollo detallado de este punto en su contexto filosófico más amplio, véase mi libro Production of Presence. What Meaning Cannot Convey. Stanford [Stanford University Press] 2004, pp. 51-90. (Hay traducción al español: Producción de presencia. Lo que el significado no puede transmitir, trad. Aldo Mazzucchelli, México DF, Universidad Iberoamericana, 2004).
[4] Para una versión anterior y más detallada de esta historia, véase mi ensayo “The Nineteenth- and Twentieth Century Tradition of [Academic] Literary Studies: Can it Set an Agenda for Today? Manchester [University of Manchester Press] 2009.
[5] Para una exposición más detallada de esta evolución, véase mi ensayo “Zeitbegriffe in den Geisteswissenschaften heute”, en: Hans Ulrich Gumbrecht / Michael Rösner: Zum Zeitbegriff in den Geisteswissenschaften. Foro de debate en la Academia Austriaca de Ciencias el 23 de junio de 2017. Viena [Academia en Diálogo] 2018, pp. 5-13.
[6] El nombre “Constructivismo” probablemente se inspiró en el libro seminal de Peter L. Berger y Thomas Luckmann The Social Construction of Reality: a Treatise on the Sociology of Knowledge. Nueva York [Anchor Books] 1966. El concepto “giro lingüístico” para una posición filosófica convergente se remonta a la antología “The Linguistic Turn. Essays in Philosophical Method”, editada por Richard M. Rorty. Chicago [University of Chicago Press] 1967.
[7] Para la historia de esta transición y para una descripción del “presente amplio”, véanse mis libros “After 1945 – Latency as Origin of the Present”. Stanford [Stanford University Press] 2013 (Hay versión en español: Después de 1945. La latencia como origen del presente. trad. Aldo Mazzucchelli, México DF, Universidad Iberoamericana, 2015), y “Our Broad Present”. Nueva York [Columbia University Press] 2014.
[8] Reacciono así a los contraargumentos expuestos por Markus Gabriel en la discusión de mi ponencia en el coloquio de la New School sobre “La objetividad en las humanidades” en octubre de 2021.
[9] Más allá de la objetividad filológica en relación con los textos y otros vestigios del pasado, me he ocupado de la idea de un retorno a los rituales sociales como reacción a la nueva temporalidad del amplio presente: “Embodiment, Empathy, Ritual. What to Do with the Past after the End of History?”. De próxima publicación en: Teoria da História [Brasil] 2022.