PORTADA

Por Fernando Andacht

I. El bautismo semiótico de la grieta televisual

Muchos y muy diversos son los caminos que conducen a la grieta. El término cobró vida no geológica cuando fue escogido por nuestros vecinos regionales para metaforizar con vigor el clima de feroz encono entre dos bandos político-partidarios, en el siglo 21. ¿Qué mejor imagen que la de una fisura infranqueable cuya temible anchura suprime todo deseo o esperanza de reunir a quienes quedan divididos de un lado y otro de esa violenta ruptura de lo que era antes un sólido y estable cimiento? El texto que empiezan a leer es una suerte de metáfora hecha a partir de esa metáfora. Les propongo la elaboración parasitaria de esa visión de lo irreconciliable ideológico, vivencial y anímico trasladada al mundo antes y después de que se declarase la pandemia. La llegada del virus fue proclamada urbi et orbi, como una encíclica papal, pero de alcance aún más abarcador, pues su  peligrosa existencia fue lanzada a todo el planeta con una voz tan atronadora como la del máximo jerarca eclesiástico.  

En vez de describir a partidarios ideológico de A o de B enfrentados partisana y encarnizadamente, quiero remitirme a una grieta que comenzó a ser elaborada el viernes 13 de marzo del año 2020 DDP, Después de la Declaración Pandémica en Uruguay. La labor incesante y monotemática de los medios masivos tradicionales contribuyó y contribuye hasta el presente a generar esa grieta. Como un cadáver reanimado, el zombi, la televisión abierta recuperó la vitalidad y salió a comer cerebros con inmensa voracidad y entusiasmo creciente. Así, hora tras hora, siete días a la semana, mañana, tarde y noche, los medios locales fueron ensanchando una enorme e impasable grieta que, como una muralla de vacío mental y máximo vértigo emocional procuró atemorizarnos, cada vez que cordial y puntualmente se nos convocó a mirar fijamente hacia el fondo de esa temible fisura que esos medios abrieron con energía en el mundo de la vida. 

Sin duda, fue clave para afianzar esa grieta colosal el eslogan lanzado aquí por la voz política en plena formación: La Nueva Normalidad. A partir de ese instante bautismal, la grieta tuvo nombre y apellido. Sus tres signos están diseñados para ejercer una fuerte seducción: un adjetivo atractivo como la juventud eterna, como la expectativa de renovar el viejo aparato celular; lo acompaña un sustantivo tan tranquilizador como el respirar una bocanada de aire en la Rambla montevideana. No olvido el discreto artículo que encabeza el eslogan con que se bautizó la grieta: “la”. Esa partícula se usa para describir lo ya conocido, lo que es del todo familiar, como la familia (de uno); precisamente, lo trágico de esta llamada Nueva Normalidad es que se trata de un elemento desconocido, ajeno por completo a la vida normal que transcurre con un ritmo cardíaco natural, que nadie ni nada puede imponernos. ¿Quién no querría dejar entrar en su vida esta Normalidad renovada, a la que se elevó de categoría, un upgrade que parecería ser sin costo para el consumidor? Su publicitado lanzamiento ocurrió un viernes a poco más de un mes de la inauguración de esta época sanitaria, el 17 de abril; ese fue el espaldarazo político y mediático que terminó de justificar y apadrinar la construcción ininterrumpida de la grieta. De un lado, quedó desolada, abandonada, la vida desprolija, injusta, anodina y por momentos fascinante, que vivimos – la normalidad con minúscula y sin imposición externa. Del otro lado de la grieta, vencedora y vocinglera, creció una nueva y extraña criatura: una existencia administrada, protocolizada a la sombra de la interminable letanía de un único, monológico y opresor relato vestido de ciencia, de discretos decretos, y de amenazas más o menos veladas y recurrentes – por ejemplo, la absurda persecución de surfistas o de turistas atlánticos, en semana de turismo, o el homicidio culposo de adultos a cargo de los niños infectados con Sars-Cov-2. Además del temor infundido, la grieta nuevo-normal propicia una creciente división que es inédita y siniestra, la de denunciadores y denunciados. Todo aquel que permanezca del lado equivocado de esa fisura podrá y, se nos recomienda en la tele, deberá ser delatado a las autoridades por ser agente maligno, un diseminador voluntario del virus. 

En esa grieta de fondo insondable no hay siquiera un atisbo de brillo esperanzador que podría traer la más insignificante fisura de disidencia o alternativa en la apretada narración tejida sobre la Covid19. No se percibe algo tangible que podría servir como un inicio del fin de la siempre creciente fisura, que nos sirviese para suprimirla. En el paisito, llevamos muchas décadas de unánime admiración ante la reciedumbre épica del Negro Jefe – un apodo que tal vez hoy, policía moral mediante, haya caída en honda desgracia, en otra grieta – de alguien que no se dejó avasallar por el desafío titánico de un estadio pletórico de deseos adversativos. Por eso, parece extraño hoy admitir la sumisa y masiva aceptación local de la existencia natural(izada) del nuevo-normal en base a una inmensa grieta hecha de temor, de silencio y de aceptación resignada de un relato macizo como una trompada envuelta en cloroformo que nos administraron y nos siguen administrando a diario las fuerzas conjuntas de la tele-unida-jamás-será-vencida.

Para describir su arma secreta pero tan evidente como la carta robada en el relato de Edgar Allan Poe, voy a atenerme al consejo del creador del psicoanálisis, y recurriré a los poetas, concretamente a una novela del escritor catalán Javier Cercas sobre la historia real de un célebre impostor español. Nada más apropiado para tratar de empezar a entender la industria de la impostura que se ha inaugurado a nivel mundial sobre la insólita carrera  estelar de este coronavirus. 

II. Viviendo en la grieta tibia y dulzona del kitsch televisual ininterrumpido

Antes de presentar uno de los incontables ejemplos de la tele cotidiana como muestra del cultivo del miedo que niega la vida, que la somete mediante una radiación letal de lo cursi, de lo kitsch, quiero recurrir a la literatura. Y le pido ayuda al narrador de la novela El Impostor (Cercas, 2014); en ella relata con lúcido ánimo reflexivo y político las andanzas de un auténtico fabulador español, Eric Marco (1921-  ), quien se inventó un pasado glorioso que se dedicó a recrear de modo infatigable y con inusitado éxito en los medios de prensa de su país. En su descripción de la obsesión del personaje central por figurar en la comunicación masiva, de su “mediopatía”, el novelista nos da la clave del relato distorsionado, a todas luces excesivo de los medios sobre el impacto o aterrizaje de este coronavirus en nuestra existencia cotidiana. Así concluye la crónica novelada de la vida de un narrador que le daría envidia a Sherezade, la cuentista incansable de las 1001 Noches: “Si Marco hubiera contado en sus charlas su historia verdadera, en vez de contar una historia narcisista y kitsch, hubiera podido contar con ella una historia mucho menos halagadora que la que contaba pero más interesante: la verdadera historia de España” (p. 412). Si en esa frase dedicada a definir la patología del impostor Eric Marco cambiásemos su nombre por ‘los medios de comunicación’, y en vez de “España” colocásemos ‘Covid19’, creo que no estaríamos lejos de la realidad de lo ocurrido en estos pasados ocho meses en virtud de la grieta pandémica creada por este poderoso agente social y cultural, en colaboración estrecha con el gobierno y con sus asesores. 

Se impone ahora definir el kitsch, y explicar por qué considero que está encarnado en esa frase publicitaria de La Nueva Normalidad, que es tan vendedora y halagüeña para muchos. Es como si en ella oyéramos: ¡viva lo virtual!  o ¡arriba la máscara que nos semioculta y la distancia que nos aísla y protege! Ese eslogan importado resume la forma de vida que impera autoritariamente del otro lado de la grieta que han ido ensanchando de modo servil y unánime los medios masivos para mayor gloria del poder político nacional y global. No es necesario pensar en una clásica conspiración mediática; alcanza con percibir en ese respaldo macizo y sobreactuado una completa sumisión para reinar mejor, para tener el beneplácito del poder y de paso recuperar su antiguo poder de modelar el comportamiento de un público cautivo y atemorizado por ese torrente de malestar representado a todo color y a toda hora. 

Para explicar el insólito éxito del español Marco en su sobreabundante difusión de mentiras durante tantos años sin ser descubierto, Cercas escribe: “sus relatos son con frecuencia una mezcla de verdades y mentiras, que es la forma más refinada de mentir” (186). Otro tanto puede afirmarse sobre la información parcial, unívoca, forzadamente unánime que se ha difundido en todos estos meses por la tele en su integridad. Agrega luego el narrador de El Impostor: “aunque todos los datos factuales que maneja Marco fuesen verdad, todo su discurso es puro kitsch, es decir, pura mentira; o mejor dicho: porque todo Marco es puro kitsch” (186). Allí donde figura el nombre del personaje central, el impostor español Enric Marco al que alude el título de la novela, de nuevo sugiero el ejercicio mental de reemplazarlo por ‘el relato mediático de la pandemia en Uruguay’. Y aunque lo ignoro, no me es difícil conjeturar que algo similar ocurrió en muchísimos otros lugares del mundo con respecto a la fabricación de una grieta a base de copioso kitsch. Inclusive en la denostada oveja negra de esta triste epopeya yatrogénica que es Suecia, también allí los medios de comunicación, al inicio, jugaron el mismo lamentable rol de explotar lo melodramático y exagerado sobre esta crisis sanitaria. Además del lucro por el sensacionalismo, su finalidad es desquiciar al gobierno, hacerlo actuar de modo impulsivo y temeroso, en lugar de buscar el método más razonable y responsable, como efectivamente lo consiguió ese país escandinavo. Y lo hizo en los meses más difíciles para optar por el buen método con el cual enfrentar este mal, tal como lo documenta a fines de octubre de 2020, de modo esclarecedor y detallado, el médico Sebastian Rushworth (2020). 

Antes de analizar un ejemplo mediático local, mediante una última cita, quiero despedirme de esta admirable crónica novelesca de la cursilería narrativa. Con esa estrategia, el impostor Marco construyó un dilatado castillo de facilismo sensiblero, para conseguir la fácil emotividad de un enorme público. La siguiente observación de Cercas sobre la naturaleza de lo kitsch que ayudó a instalar con impresionante fuerza y tenacidad la potente voz mediática en España, para colaborar con la falsificación de una vida heroica que jamás existió, en esa novela, o, como por extensión planteo aquí, en tiempos de pandemia, lo hace para maximizar la epopeya de un virus cuya real peligrosidad no lo justificó:

¿Qué es el kitsch? De entrada, una idea del arte que supone una falsificación del arte auténtico, o como mínimo su devaluación efectista; pero también es la negación de todo aquello que en la existencia humana resulta inaceptable, oculto detrás de una fachada de sentimentalismo, belleza fraudulenta y una virtud postiza. El kitsch es, en tres palabras, una mentira narcisista que oculta la verdad del horror (…) Igual que la ya vieja industria del entretenimiento necesita alimentarse del kitsch estético que regala a quien lo consume la ilusión de estar gozando del arte auténtico (sin) obligarle a que se exponga a ninguna de las aventuras intelectuales y los riesgos morales que entraña (pp. 187-188) 

No me parece difícil trasladar la aguda descripción que ofrece el narrador de El Impostor sobre el discurso del tenaz fabulador Eric Marco a la interminable saga del crucero Greg Mortimer en Montevideo, de la que hablé en otro texto de eXtramuros (junio 2020). Ese fue un episodio que tantas horas de melodrama le rindió a los canales uruguayos. En lugar de exhibir al menos algo de la enorme complejidad de lo que implicó la decisión mundial sobre cómo enfrentar la pandemia/sindemia/epidemia/mal endémico, se optó siempre por falsificarla a través de imágenes, sonidos y palabras que provocaran un efecto melodramático creciente y subyugador. Así como el kitsch es la muerte del arte genuino, la grieta abierta por la comunicación mediática desde el comienzo de la crisis sanitaria hasta hoy, no ceja en su esfuerzo de nublar la razón crítica e inundar las pantallas de todos los canales – sin excepción ni atenuación alguna – con “la negación de lo inaceptable humano” (Cercas), es decir, con el ocultamiento del fin natural de la vida por acción de la vejez, de la enfermedad, o simple y humanamente de la fatiga de motores con la que culmina nuestro acotado pasaje por el mundo. La grieta kitsch Covid19 se instaló para que perdamos la dignidad de vivir sin miedo constante, para volver aceptable el andar por la vida con un bozal que malverse nuestra identidad y nuestra vulnerabilidad, esos elementos que definen el humano y limitado existir. 

Pienso en dos potentes instancias de lo no-kitsch, de su negación rotunda y afirmadora de la vida como un revoltijo impuro y digno de ser celebrado. Uno de ellos proviene de la ficción fílmica y otro de la cotidianidad político-mediática. En el final del film italiano Ladrones de bicicleta (V. de Sica, 1948), vemos que el niño que partió junto a su padre como su orgulloso colaborador en la misión suprema de recuperar la bicicleta robada, el medio de vida de aquel hombre, se convierte en desolado testigo del intento frustrado de robo de una bicicleta de quien pasa así de ser la víctima de un despojo a un criminal. Como testigos dolidos, asistimos al triste retorno sin gloria de ambos. Ocurre una radical inversión de roles, porque es gracias a la intervención del niño lloroso que se salva el padre avergonzado de ir a la cárcel. Quien le tiende la mano al hombre, mientras emprenden el retorno más amargo, ya no es el niño del comienzo; él  ya vio demasiado y entendió algo que lo volvió otro para siempre. Curiosa traición es la frecuente traducción al inglés del título del clásico neorrealista como The bicycle thief, es decir, El ladrón de bicicletas. En la trama hay dos ladrones: uno exitoso e inalcanzable, el otro humillado y atrapado in fraganti. No se me ocurre una más límpida visión literaria completamente desprovista de kitsch de la vida como una travesía desprolija, antiheroica, desencantada, ambivalente, y auténticamente inauténtica, pues siempre la acecha la amarga desilusión. 

Mi otro ejemplo proviene de la vida real aunque representada mediáticamente, pero también desprovista del empalagoso ingrediente kitsch que se encargó de forjar la grieta pandémica en Uruguay. Se trata de un gesto que rehúye de modo elocuente la mentira edulcorada que falsifica y busca ocultar lo intragable de la vida, la muerte como su necesario suplemento. Sin ese elemento negado por el kitsch, no tendríamos más que una versión tan pobre del existir como el grotesco souvenir envasado en una campana de plástico con nieve artificial, para que caiga sobre una tristísima reproducción de la Torre Eiffel, cuando invertimos ese melancólico recuerdo. Cuando impera el kitsch irrestricto, la contaminación melodramática y falseadora de la realidad vital, un lugar común enunciado con sobriedad, en el momento y lugar justos, genera un poderoso efecto contrario a ese agente destructor de la verdad. El discurso político y sanitario que evoco a continuación se opone de hecho, por su mera existencia, a todo lo que vuelve anémica la energía vital, a la vida real que es inseparable de la muerte, a lo que degrada el sentido de nuestra existencia. 

A dos semanas de declarada la “emergencia sanitaria”, el 31 de marzo de 2020, en una de las entonces habituales conferencias de prensa del gobierno sobre la Covid19, habló el usualmente taciturno ministro de salud pública. Un diario eligió bien el titular para la noticia de su intervención: “La frase de Salinas sobre la muerte ‘como un fenómeno que es parte de la vida’” (El Observador, 31.03.20). Esos signos son enemigos mortales del kitsch, y como tales deberían figurar en la crónica de la pandemia en Uruguay, cuando ésta se escriba, pues ellos rivalizan en su temple con la decisión gubernamental de no encerrar de modo obligatorio a la población y confiar en su “libertad responsable”, al comienzo de la emergencia sanitaria: 

El ministro explicó que normalmente en el año hay de 1200 a 1500 muertes por infección respiratoria aguda grave. Y agregó: “La muerte es un fenómeno que es parte de la vida, es el final de la vida. No nos tenemos que dejar llevar por la pasión y debemos ser firmes, solidarios pero sobre todo proactivos.” 

En esa breva alocución, Salinas no le ofreció a la población ningún consuelo, ni la falsa ilusión de que todos podríamos escapar con vida al término de nuestra frágil y mortal travesía por el mundo. Por supuesto, parece una pura tautología, pero en aquellas y en estas circunstancias no lo es. Por el contrario, su palabra y su gesto adusto llegan como una bofetada de sobriedad, para contrarrestar el clima de sobreprotección y de alarma interminable con que construyen la grieta esos mismos medios que, qué más remedio, transmitieron por única vez esa palabra disonante y amarga, necesaria como el agua para la sed. 

Ese fue su último mensaje vitalista, quizás sin ser del todo consciente, ese funcionario de gobierno utilizó un antídoto eficaz contra el derrame gigantesco de kitsch televisual. Pronunciada esta frase inobjetable, durante un tiempo considerable, el ministro Salinas se llamó a silencio, probablemente reprendido por pares y superiores. Cuando volvió a hablar en público, sus signos mostraban las inocultables y dañinas huellas de lo kitsch en sus dos sabores, dulce, para alentar a la población a combatir sin tregua el enemigo invisible, y kitsch amargo, para recriminarla por su incumplimiento de alguna norma pandémica y arbitraria. Nunca más se pudo oír y observar a este solitario y aislado representante del anti-kitsch, después de aquel día. No cabe duda de que la grieta segregada por la producción informativa televisual no tolera la presencia de ese factor, de algo verdadero que amenace el reino de esta enorme fisura hecha a base de hipérboles falseadoras de la realidad. En la propia vida pública y mediática del ministro encargado de velar por la salud se instaló terminantemente la grieta. 

III. Nada mejor que pasar una tarde kitsch en casa

Hace un mes, uno de los programas que se encarga de mantener alto el nivel de cursilería atemorizante e innecesaria sobre la pandemia cuando no hay informativos en el aire,  nos trajo la amable presencia de una representante de la salud en su fase más mediática. El programa diario La tarde en Casa del lunes 5 de octubre de 2020, empezó con un revelador triángulo discursivo: de un lado de la pantalla dividida simétricamente al medio, veíamos a la mujer-informativo de la edición de mediodía de Subrayado; del otro a los conductores María Inés Obaldía y Nano Folle. Imposible imaginar una más perfecta puesta en escena para producir la contaminación de la noticia seria y atendible en el ámbito de la charla liviana, amena y doméstica. Cabe destacar que el hombre a cargo de esa conversación liviana oficia hace tiempo también como cronista de policiales en la edición central vespertina de ese informativo. El dato importa, ya que esa otra función cotidiana encuadra lo que él dirá ese día en un registro más preocupante, y por eso es un propulsor ideal del kitsch amargo, con el que complementar la variante dulzona desplegada por su compañera de tareas discursivas. Ella afirma que están ambos “dispuestos a mirar estas situaciones que ha generado el Covid. ¡Hemos tenido tantos casos, nunca hemos tenido tantos departamentos infectados, nunca hemos tenido esta situación que estamos viviendo!” Esta escena inaugural, por supuesto, hay que verla y no sólo leerla. Obaldía hace un gesto enfático muy amplio; busca señalizar un desborde o temible descontrol y prolonga por un buen rato la ‘a’, cuando pronuncia “tantos”, para referirse a lo que considera una inusitada explosión pandémica, en su opinión de mujer de medios concernida con la salud de la población. Su llamativa reiteración del “nunca” viaja directamente, sin escalas, del lenguaje melodramático de literatura, cine y televisión a ese estudio televisivo: todo lo más terrible es lo que nunca antes sucedió. 

Pero el kitsch siempre nos da esperanzas, nos promete un desenlace feliz, idealmente a través de la irrupción de la figura heroica, del o de la salvadora que nos rescatará de lo más temido: del sin amor o de la muerte, que en clave de melodrama es casi lo mismo. Y por eso la presentadora, con tono de alivio triunfante y no poco orgullo anuncia que tendrán en el estudio “la palabra de la Dra. Alejandra Rey”, pues “con ella vamos a tener el primer contacto en La Tarde en Casa”. No obstante, los que lleguen serán apenas sus signos, verbales y visuales, ya que el resto de su cuerpo permanecerá lejos, aún no transportable por el dispositivo de comunicación virtual.

El hombre obviamente no quiere quedarse atrás en su misión de heraldo de la muerte vestida de virus, y también recurre a una amplia y contundente gestualidad – con el brazo derecho – para visualizar y pronosticar con tono ominoso “la ola de todos los eventos que todavía no llegó”. Lo único que puede ser más atemorizador que una ‘ola’ de algo nefasto – crímenes, suicidios o contagios virales y mortales – es una ola que puede o no ocurrir en algún momento, y para lo cual debemos vivir en alarma constante. El tono severo que bordea el enojo de Folle es el mismo que el cronista policial probablemente usaría para anunciar la luctuosa noticia de un femicidio o de una rapiña particularmente violenta, en su hábitat mediático natural, la columna roja del informativo central Subrayado, en ese canal. 

Quien nos habla impregnado de un  kitsch amargo es un padre severo que exhibe su justificada cólera para el bien de la familia, pues su deber es protegerla del mal: “¡Hay un desmantelamiento del cuidado personal de cada uno de nosotros que tiene que volver!” Mientras lo dice, Folle frunce el ceño y avinagra un poco más la voz, luego, tal vez porque por el horario y el género de ese amable programa, él siente que debe recurrir a una pequeña dosis de kitsch dulzón, y agrega con casi una sonrisa: “¡Yo creo que la Dra. Rey nos va a dar un chas chas!”. Esta combinación verbal y gestual parece ideal para aportar su granito de ensanche a la enorme y siempre creciente grieta kitsch del Covid19 mediático. El aporte a ese esfuerzo corporativo de mantenimiento y ensanche de la grieta que realizan estos dos presentadores ese día, no es más que uno entre los muchos que se desarrollan a lo largo y ancho del universo televisual uruguayo. Lo suyo es tan simple, tan banal, que es casi como si no hubieran dicho nada, ni tampoco apelado a sus gestos grandilocuentes y severos, ya que lo único que sí importa es agrandar constantemente la grieta de la Nueva Normalidad, a toda hora y por todos los medios disponibles. 

Su Autoridad Médica ya ha sido anunciada, sólo faltaba un toque pintoresco o de banalidad explícita, para auspiciar mejor la entrada triunfal de la médica estable de ese canal. Antes, Folle decidió ensombrecer un poco más la comunicación, y para tal fin buscó decir algo que elevara aún más la importancia de la colaboración experta de la neumóloga invitada: “¡Arrancamos la semana con tono Covid!”. Y él pasó a comentar, como quien lo haría en la mesa de un bar, pero con la autoridad de ser un cronista policial, una información que le llegó al celular desde España sobre “el milagro uruguayo”. La anécdota le sirvió para acotar con visible amargura que “hay que empezar a pensar en que no estamos tan lejos de los otros”. La grieta es el lugar imaginario de donde provienen los signos de que todo absolutamente todo puede siempre empeorar, en esta extendida crisis sanitaria. Pero no es posible ya demorar más la entrada del saber medical, y Folle apela al kitsch dulce para cerrar esa simpática transición. Él se pregunta si la Dra. Rey estará vestida de médico, y su compañera agrega con picardía que ella tampoco sabe si será la neumóloga vestida de neumóloga la que ingrese por ZOOM al estudio, y no en vivo como lo hace de costumbre. Obaldía procede a saludarla y preguntarle con una sonrisa algo contrariada: “¿Qué nos está pasando doctora?”  

Somos testigos de un modo muy eficaz de lanzarnos con suave violencia hacia el margen disfórico de la grieta mediante esa inocente interrogación que le hizo preocupada la presentadora. Su pregunta predispone a los espectadores a una pasividad total, a una entrega completa al dictamen profesional. La escena me hace imaginar una gigantesca cama con millares de pacientes ávidos por recibir ese diagnóstico salvador: ¿viviremos o nos llevará el virus al fondo de la temible grieta? Ni corta ni poco galena, la Dra. Alejandra Rey procede a arrojar velozmente a la audiencia un dato preciso que proviene del experto principal y oficial en asuntos pandémicos, el Dr. Radi: “35”. Se trata del número de casos diarios que determinarían el pasaje de un color verde – medición cromática de la calma viral – a uno amarillo – señal agudizada de una alerta sostenida. Luego la médica se ocupa con minuciosidad de aquello que aún no se sabe, y que como tal va a nutrir del modo más persuasivo posible el ensanchamiento kitsch de la grieta. Es como si la médica exclamase entre preocupada y aguerrida: ¡a temer se ha dicho! 

Ella describe con consternación las consecuencias nefastas de una marcha masiva, su impacto aún desconocido – pero seguramente desastroso – para los avances planeados para la educación: “¡Hasta no saber qué pasa con la marcha, se demoran (los pasos planeados a dar), cuesta seguir con el protocolo planeado! Eso es lo peor, no afecta sólo a los que fueron o no fueron a la marcha, sino que afecta a toda la sociedad en su vuelta a la normalidad”. La doctora Rey pronuncia su discurso morosamente, casi diría con una respetable dosis dramatúrgica, para que no quede duda alguna de cuál es la finalidad última y real de su palabra y presencia en ese estudio de la tele: alimentar bien la grieta.  Su enfática descripción del impacto abarcador de esa movilización permite comprender un aspecto fundamental del real sentido de la grieta pandémica: ¡a dividir(nos) y a denunciar(los) se ha dicho! 

Y ya que hablamos de esa fisura protagónica, percibo un pequeño lapsus en su discurso no carente de importancia: “ahora le tocaba a los colegios disminuir la distancia” concluye la Dra. Rey con pesadumbre. La educación privada es la que normalmente asociamos al término ‘colegio’, mientras que para la pública usamos ‘escuela’. Lo menciono, ya que ese retorno a la vida normal educativa que fue trágicamente interrumpido no afectaría en absoluto, en principio, a quienes pagan una considerable mensualidad para educar a sus hijos. De lo dictaminado por la médica convocada se desprendería que en virtud de dicho pago, el educando quedaría protegido, sería inmune a las temidas y funestas consecuencias de esa marcha tan nutrida, más que por la acción de una máscara o por el siempre elogiado distanciamiento social. Sólo quienes acuden a centros de enseñanza pública sufrirían ese injusto retraso en su reinserción plena al ámbito educativo. Pero nada de eso forma parte de la seria y preocupante intervención de la médica televisual. La única grieta que a ella le preocupa es la construida a base del kitsch mediático, y no la social, esa que puso en evidente desventaja a los beneficiarios de la enseñanza pública frente a quienes sí tienen clase completa en la privada, haya o no haya marchas o muy concurridas elecciones municipales. 

Ya es hora de despedirme de este apacible programa de la tarde, poco después del almuerzo, con una observación más hecha por la médica que fue llamada para decirnos con total autoridad “qué nos está pasando” a todos los espectadores, y a quienes puedan disfrutar después del programa grabado en las redes. Cito una última vez a la experta invitada, quien nos deja este don ideal para continuar con el ensanche de la grieta kitsch de la pandemia: “¡Hay gente que es muy contagiosa! Supercontagiosos se llaman.” Luego de esa intervención final no puede sobrevivir duda alguna sobre cuál es el margen de la grieta que debería ocupar el amable público de La Tarde en Casa: esa voz autorizada aunque desprovista de uniforme nos ha reasegurado que la ola tarde o temprano vendrá, que el color de alarma viral pasará de verde a una tonalidad muchísimo más angustiante, y que habrá que tener un ojo muy vigilante – y también denunciante – para detectar a esa aterradora criatura que salió de la grieta forjada por los medios masivos, el ‘supercontagioso’, ese oscuro ser que vino al mundo de la vida para diseminar la muerte a granel. Nada se nos dijo sobre la normalidad – sin adjetivo alguno – que trae cada temporada su previsible número de enfermos, de engripados, de resfriados y sí, también, de quienes ya han cumplido su ciclo vital, y mueren, a secas, sin más, como todos antes o después estamos destinados a morir. Porque esos signos están terminante y silenciosamente prohibidos por el imperio del kitsch, de la sigilosa mentira que se disfraza de información, de actualidad y de prevención sanitaria. 

IV. Epílogo al kitsch de la grieta interminable

Para la despedida apenas unos signos más. ¿Cómo definir esta grieta inmensa y siempre en plena obra de incesante ensanche que se formó desde el 13 de marzo de 2020 en Uruguay? Si la grieta de los cercanos vecinos al otro lado del río contrapone ferozmente a dos tribus partidarias y políticas, la grieta pandémica generada por el kitsch mediático al servicio interesado de la voz política nos incita por el temor constante a abandonar el margen de la normalidad, sin protocolo y con fin incierto, como siempre transcurre la vida. El mandato de la grieta propiciada por los heraldos grandilocuentes y amplificados a toda pantalla y color es que ateridos nos apiñemos en el margen opuesto, el de la proclamada y alabada Nueva Normalidad. Desde ese margen nuevo-normal, podría volverse común el deseo de denunciar a aquellos que, tozudamente insistan, sin bozal ni distancia alguna en asumir su responsable libertad y resistir a esa letanía tetanizadora de la televisión-transmisora-del-virus agrietante. Esa inclinación es la consecuencia más triste y desoladora de la agridulce grieta kitsch alimentada desde aquel ya lejano día en que el vivir y morir quedaron envueltos en una mortaja acaramelada con esquirlas de miedo perenne y desconfianza.

Referencias

Cercas, Javier (2014). El impostor. Barcelona: Random House. 

Rushworth, Sebastian (2020).. A history of the Swedish covid response (31.10.20). En: https://sebastianrushworth.com/2020/10/31/a-history-of-the-swedish-covid-response/?_gl=1*1bfuxj*_ga*YW1wLTVBUmZLMEMwMmNwZG93UF9ubHlQTVE

El Observador (2020).  La frase de Salinas sobre la muerte “como un fenómeno que es parte de la vida” (31.03.2020. En: https://www.elobservador.com.uy/nota/la-frase-de-salinas-sobre-la-muerte-como-un-fenomeno-que-es-parte-de-la-vida–2020331152725