POIESIS / 53
Por Suleika Ibáñez
Leer los poemas de Jorge Palma es experimentar la mágica felicidad. La de descubrir una vez más la poesía, nunca ajena ni extranjera, sino extraña, pues asume –con su lenguaje-otro- lo ya sabido por humano. Y se vuelve entonces entraña del lector. Los poemas de Palma nos maravillan pues, por su belleza secreta (segregada) y concreta, que nos involucra, y por su a-temporalidad (facultad esencial a la poesía) y-sin paradoja- sumergida en el tiempo, golpeada por aguas y llamas del tiempo. Poesía de un ser ubicuo, morador del pasado-futuro y viceversa.
En Jorge Palma la madurez insólita es la piel del profundo deseo de justicia, restauración, salvación en tierra. Sin otra ideología que la de Eros-Karitas. ¿A qué los versos políticos (se preguntaba Quasimodo) si el poeta está siempre del lado de la justicia?

MIRANDO PASAR LOS BARCOS Vengo a ver la resurrección de la luna. A mis espaldas, la ciudad agoniza en su falsa intimidad. No cuenten conmigo hoy para velar a sus muertos. He venido a ver la resurrección de la luna. Un barco, inmenso y negro como la muerte, pasa empujando el día. Hay zozobra en la ciudad y quedan, todavía en llamas, gritos atravesando el viento. Vengo a ver la resurrección de la luna. Mientras miro pasar los barcos, la humedad hace nidos y la carcoma anuncia una nueva devastación. Crujen las casas de los olvidados de la tierra y yo vengo a ver la resurrección de la luna. Los barcos abren el agua y yo me pregunto de qué hablarán en las cubiertas en los camarotes si alguno siente crujir en sus dedos el olor de la humedad de los olvidados de la tierra, cada vez que juegan con un trozo de pan. A mis espaldas la ciudad corre, se infarta, devora trozos de cielo, mientras reparte lluvia en viejos canastos. Señor, vengo a ver la resurrección de la luna, y sólo veo barcos, enormes y negros como la muerte. ¿Dónde está la luna, Padre? Esto empieza a congelarse y oscurece. La ciudad corre, se infarta, mientras reparte lluvia en viejos canastos. Pero no llueve sobre mi rostro. Pero no llueve sobre mis manos. Llueve en las casas húmedas. Llueve en los patios sin luna donde la ropa tendida no se termina nunca de secar. ¿Por qué les siguen pagando con sal, a los más solos de la tierra? ¿Hay algo que no he comprendido realmente? ¿Alguien puede explicármelo de una buena vez? Traigan sus ábacos y pizarrones. La luna tarda en salir y un gemido de parto atraviesa esta tierra. Yo he venido a ver la resurrección de la luna. Y lo único que veo son barcos enormes, negros como la muerte, entrando y saliendo de la ciudad. ROBOS Hay quien roba pedacitos de cielo porque ya no tiene con qué darle de comer al corazón. O le roba la falda y los pechos al frutero, al farmacéutico, al dueño del circo, y se queda entonces con la mujer del trapecio. Hay quien roba pedacitos de cielo. Hay quien roba sonrisas, tiempo en los relojes sueños de mampostería ropa de los alambres o agua pura de los manantiales. Hay quien roba miradas, órganos, vacas y terneros, y se contenta del magnífico vilipendio. Hay quien roba trompos de los escaparates, y pelucas o máquinas de hacer risa o bombas de alquitrán o bolsas de harina de las puertas de las panaderías. Hay quien roba aire besos suspiros, labios para otros cuerpos para los que llegan de madrugada. Hay quien roba relojes lámparas, aviones y faroles de las plazas y paginas de la historia y paraguas y años de los almanaques y el legítimo derecho de elegir y ser otro, de tener una casa un árbol un libro que no sea de arena ni hambre en los bolsillos ni los párpados llenos de droga ni alcohol en las venas y en la mirada ni furia contenida por generaciones ni hogares de lata fabricados por la avaricia y el desinterés. Hay quién roba pedacitos de cielo porque ya no tiene con que darle de comer al corazón. Porque no tiene con qué darle de comer a tanta rabia. MALABARES En las esquinas del frío el hambre hace malabares, tira mancuernas al aire traga antorchas disimula el ruido de sus huesos haciendo malabares. En las cocinas más pobres las mujeres hacen malabares con el arroz las papas los boniatos con siete monedas y una carcaza de pollo con un huevo una manzana con tres panes diminutos esperando solos en una mesa vacía. Los obreros de las fábricas hacen malabares. Los vendedores de paraguas hacen malabares. Los contadores de historias hacen malabares con las palabras con las pausas los silencios con las monedas contadas en las esquinas al final de la jornada. En los hospitales de Dios los pobres hacen malabares. Las camillas hacen malabares. El algodón y las gasas hacen malabares. La sangre las proteínas el ácido nucleico hace malabares en un cuerpo que hace malabares para sobrevivir. Malabares a la hora de comer. Malabares a la hora de buscar, como un obseso, una camilla, un balón de oxigeno un tubo de ensayo. Malabares en las esquinas de la ciudad. Malabares con panes y cucharas. Malabares con los huesos que tiemblan, crujen, sacan canas verdes cumpliendo las leyes del mercado, en las esquinas del frío donde el hambre pone huevos, seguros, intactos, como el primer día. INTEMPERIE Camas. Camas en las veredas del mundo. Camas en las esquinas del cielo. Camas en las ramas de los árboles. Camas en las raíces de la lluvia. Camas en los racimos del llanto. Lluvia en las manos del hombre solo que pasa con una cama colgada de su omóplato haciendo malabares con un montón de palos trozos de algo que fue un armario un comedor un guarda bultos en la abultada colección de la señora piel de diamante. Camas solitarias en las veredas del mundo. Camas mojadas por la lluvia en las esquinas del cielo. Y más camas que se replican debajo del sueño de los otros. Debajo de las catedrales y las escuelas debajo de los restoranes y los días de lluvia debajo de las fábricas de ataúdes. Camas camas y más camas debajo de la risa idiota de un coleccionista de pájaros. Intemperie, señor mío. Intemperie. Al árbol, lo que es del árbol. Al cielo, lo que es del cielo. Nombremos las cosas por su nombre: clavo, herradura, sentencia, malparido, deshonesto, mago o hechicero. Los niños de los suburbios son vendidos en las fronteras y un bosque entero se incendia cada vez que un hijo del cielo cae en las aguas revueltas del río turbio. Intemperie, señoras y señores. ¡Intemperie! Dolor en los huesos. Tristeza infinita. Inaceptable acumulación del sinsabor. ¿Dónde, en qué lugar del desierto, sepultaron los 37.000 volúmenes de la historia Universal? La desidia teje trampas. Construye capullos de miedo en los abismos del alma y duele más que el llanto el ronco amanecer del invierno. ¿Quién se está comiendo a sus hijos en el centro del bosque? Alguien ha dicho, rascándose con una uña, la comisura de los labios: “Con los huesos harán palos, para tocar sus viejos tambores, hasta que desaparezca el firmamento” Y no quede piedra sobre piedra. Y no quede ni el más mínimo rastro de lo que fueron los pobres de la tierra. CARTA AL VENDEDOR DE PAJAROS Acuérdate de los niños del barrio cuando se haya marchado el último pájaro, cuando sólo quede en el aire el olor acre de la fricción, del arranque intempestivo, quemando combustible, sangre, la vida misma. Acuérdate de los niños del barrio cuando no queden pájaros en el cielo, cuando los últimos salgan como un temporal de los balcones, de las salas velatorias de los campanarios de los bolsillos de los médicos del cabello anaranjado de las mujeres de la vida de las faldas de las modistas de los pizarrones de las escuelas de las pensiones de las casas de citas de los cementerios… Acuérdate de los niños del barrio cuando no queden pájaros en el cielo y no queden pájaros en tus jaulas y no queden sonidos en los bosques y no rían los niños en las escuelas y nadie cante cuando amanezca y ningún sonido corte la tarde y nada suene en el aire cuando arranque a nacer la primavera. Acuérdate de los niños del barrio cuando no queden pájaros, cuando nadie sepa cómo latía su alegre corazón errante, cómo era cuando su cuerpo tibio curaba todas las heridas, antes, mucho antes, que la tierra fuera opaca, el cielo frío, y los días interminables y sin sonido. BALAS Balas. Balas a la hora de cenar. Balas a la hora de desayunar. Como si uno pudiera masticar en medio del barullo de las balas que silban cuando pasan entre las cortinas y la crema de afeitar. Balas entre el caldo y las ensaladas Balas mientras mecemos la cuna Balas en el reboso púrpura recién nacido Balas en el tembladeral… “…y no es que naturalicemos las cosas…”, dijo la mujer encinta. “pero tenemos que seguir viviendo” agregó, mientras hacía pesar dos kilos de berenjenas, en el puesto de la esquina, perforado de norte a sur como un colador. “…hoy se casa la mayor”, dijo emocionada. PALOS Palos de muerte en la frente para doler. Para doler desde el golpe hasta la pequeñez de un cielo recién nacido. Palos en las ruedas palos en las piernas en los huesos. Palos como truenos palos como azotes de hierro Palos. Palos que caen como mortajas, que suenan a cascarón a cáscara a ruido de parto a entraña viva a temporal de vísceras y sangre. Palos en un viejo costillar palos en la frente el cuello la quijada, palos en la frente, donde nace la luz y terminan las tinieblas. Palos como funestos instrumentos de la noche. Palos de muerte en la frente para doler, y recordar y saber, de primera mano, quiénes son los palos que buscan tu cuerpo para doler para molerte a palos en medio de la noche más oscura, esa, donde nadie escucha tus gritos que te ahogan en un dolor interminable, imposible de contar. EL DOMADOR DE HUESOS (evocación del contorsionista) “Con todos estos huesos tengo que vivir” dijo para sí el domador de huesos. Para vivir entero, de la cabeza a los pies, tengo que domar estos huesos, colocarlos a como de lugar, porque mañana, o acaso esta noche, tenga que volver a la intemperie mojarme como otra vez y colocar con cuidado cada hueso en la cajita. “Con todos estos huesos tengo que comer”, dijo para sí el domador de huesos ¿Habrá alguna vez una noche dada? ¿Cuándo tendré calor, medio plato en la mesa, un tercio de cuchara? Y agua que no caiga del cielo. Y sed que no la repare el agua de la lluvia. No quiero para mí agua de lluvia, viento de temporal calor de fogata. El fémur derecho afectado por la humedad. De tibia y peroné, ni hablar; falanges entumecidas omóplatos que ya no están en su lugar mientras se detiene de a ratos la lluvia y los huesos vuelven a girar: el brazo que se pliega, la pierna izquierda… Un acordeón de hombre, un fuelle humano entrando a la cajita; un cubo loco y transparente, un dado eterno girando al azar por dos monedas. “hay por hacer un poema sobre un pájaro que no tiene más que un ala” Guillaume Apollinaire BLUES DEL PAJARO SIN ALAS Hay por hacer un poema sobre un pájaro que no tiene más que un ala, decía Guillaume, el acrobático Apollinaire, nuestro hermano mayor, herido en la cabeza por la triste gracia de un obús. Hay que hacer un poema monotemático sobre un pájaro; decir por ejemplo: “Hoy ha entrado a mi cuarto por el costado izquierdo de la sin razón un pájaro herido” Hay que hacer un poema que no tenga más que un ala. Sigue siendo pájaro, como la mesa de tres patas sigue siendo mesa, y el perro mutilado, sigue siendo perro. Para hacer un poema sobre un pájaro que no tenga más que un ala hay que empezar por creer que es posible que un pájaro vuele solo con un ala, es decir: hay que inclinar la frente hacia el lado derecho de la vida donde canta el ruiseñor y la luna duerme durante el día en un garaje abandonado de un suburbio. Hay que seguir creyendo que los truenos son pesados muebles que alguien mueve en el cielo. Que la lluvia es agua que salpican las cabelleras de los ángeles. Que basta con soplar el pecho de una mujer, para que nazca la primavera. Un insensato habría dicho: “Cuidado con las ensoñaciones diurnas” “De hacerle caso, iríamos todos a la guerra”, agregó un hombre con monóculo, que pasaba por esa calle en su coche descapotable. Hagamos entonces un poema sobre un pájaro que no tenga más que un ala. Y de un hombre con una sola pierna que escala catedrales. Y de una mujer con un seno que da de comer a una multitud. Hagamos olas pequeñas que solas entren todas en un bolsillo, y guarden los truenos en botellas de vino de aguja y coloquen relámpagos en frascos de mermelada, para que los niños del barrio los pongan al atardecer encima de los muros. Un insensato volvió a decir: “Cuidado con las ensoñaciones diurnas” “Naturalmente”, dijimos al unísono al mirarnos con Apollinaire.

Jorge Palma (Montevideo, Uruguay, 1961) es poeta, narrador, periodista y divulgador. Publicó seis libros de poesía –Entre el viento y la sombra (1989) El Olvido (1990), La Vía láctea (2006) Diarios del cielo (2006). Lugar de las utopías (2007) La voz de tus ojos es más profunda que todas las rosas (2018)- y uno de cuentos, Paraísos artificiales (1990). Su poesía ha sido difundida en varias revistas extranjeras: Letralia (Venezuela). UNAM (Mexico). Akzente (Alemania). Wasafiri (Inglaterra). Actualmente es coordinador para Uruguay de la revista Caravansary (Colombia). Su poesía esta traducida al inglés, francés, italiano, árabe, rumano, macedonio, húngaro, griego y alemán. Ha participado en diversos festivales internacionales de poesía como los de La Habana (Cuba). Struga Poetry Evenings (Macedonia). Granada (Nicaragua). Africa Poetry (Durban/Sudafrica). Trois-Rivieres (Canada) y Ciudad de los anillos (Santa Cruz de la Sierra/Bolivia) Obtuvo el Premio Pilar Fernández Labrador. Accésit, 2022. Salamanca. España.