ENSAYO

A Vilma Percivale, por el impulso constante y el afecto mutuamente profesado. 

Por Santiago Cardozo

1.

Acaso La vida breve sea la novela de Onetti con mayor espesor y ductilidad lingüísticos: impresionante en su confección estructural, la hechura y la textura verbales llegan a su máxima expresión. Es notable el modo en que Onetti construye una novela en la que abundan inesperadas combinaciones de palabras, en la que se despliega un virtuosismo lingüístico que ha marcado definitivamente la lengua española y su literatura. Estilísticamente más límpida y ampliamente mejor trabajada que Juntacadáveres, La vida breve es el súmmum onettiano: su potencia es arrolladora, hipnótica. La lectura de una página puede retenernos lo suficiente como para producir un placer poético singular (como lo decía Barthes: el placer de que, en el momento en que estamos leyendo, llevemos el pensamiento a otra parte, a otra cosa), que rehúsa una lectura corriente, es decir, una lectura que no se detenga a sopesar el sabor de cada palabra, la colocación que le fue dada, el peso que comporta en el juego general de la forma de decir. 

El comienzo, un temporal: Santa Rosa (la posible devastación, el final del invierno y el comienzo de la primavera: lo que muere o puede morir renace): 

“Yo la oía a través de la pared. Imaginé su boca en movimiento frente al hálito de hielo y fermentación de la heladera o la cortina de varillas tostadas que debía estar rígida entre la tarde y el dormitorio, ensombreciendo el desorden de los muebles recién llegados. Escuché, distraído, las frases intermitentes de la mujer, sin creer en lo que decía. […]. 

Escuché por un rato el silencio del departamento en cuyo centro repiqueteaban ahora pedazos de hielo remolineados en los vasos. El hombre debía de estar en mangas de camisa, corpulento y jetudo; ella muequeaba nerviosa, desconsolándose por el sudor que le corría en el labio y en el pecho”.

Dos cosas notables, que dan parte del tono de la narrativa de Onetti en general, pero, también, de La vida breve en particular: (1) las relaciones humanas interferidas, dislocadas, fuera de foco (en este caso, por una pared), a través de la cual se escucha al otro, abriendo el paso a la imaginación, esto es, a cierta dimensión ficcional que parece ocupar el lugar que las propias relaciones no pueden construir, por las que están constitutivamente afectadas; (2) ese juego lingüístico por medio del cual una extrañeza se instala como efecto de un decir que no le hace concesiones a la lectura facilista que busca la superficial comprensión: “desconsolándose por el sudor que le corría en el labio y en el pecho”. La mujer del otro lado no se desconsuela llorando (como cualquiera de nosotros, con lágrimas cargan el desconsuelo y, a la vez, lo alivian, al menos momentáneamente), sino sudando, por el sudor (con toda la polisemia de la preposición “por”: medio y causa, indistintos, uno como interpretación ajena en el sentido propio del otro; incluso, como si el sudor fuera capaz de recoger el desconsuelo, formado en el interior del cuerpo y sacado al exterior por diferentes lugares: la frente, los sobacos, las palmas de las manos, la nuca, el pecho, las tetas, el culo). Esta construcción lingüística es llamativa y, por ende, reclama interpretación (tengo la sostenida intuición de que hablar de comprensión se queda brutal e injustamente corto), puesto que inscribe en el referente una opacidad que provoca al sentido: el desconsuelo y el sudor son, desde luego, esencialmente ajenos entre sí (no así, como señalé sin señalar arriba, el desconsuelo y las lágrimas, el llanto), lo que ya anticipa la singularidad de ese personaje femenino que el narrador, según su perspectiva (y este es el punto crucial de la novela: el modo de narrar, la forma de leer la realidad y las claves que la propia novela ofrece para que se la lea), carece de la nobleza del desconsuelo lacrimal. Así pues, “desconsolándose por el sudor” es una expresión que no solo pone sobre la mesa la función poética del lenguaje, sino que también funciona como una interpelación específica de la maquinaria de lectura que es la ficción de esta novela respecto de los modos más triviales de entender la literatura y nuestra relación instrumental (habitualmente instrumental) con la lengua, que es, al mismo tiempo y de forma irreductible, nuestra relación con el mundo. 

2.

La cuestión central estriba en que el singular empleo de la lengua que hace Onetti no es un (mero) ornamento del decir, un decorado verbal que embellece al texto; es, muy por el contrario, una redistribución de lo sensible, una política de la literatura (Jacques Rancière [1]) que cuestiona el normal y corriente reparto del orden estético en el que vemos y sentimos ciertas cosas y las nombramos de cierto modo; es una forma de reconfigurar ese sensorium (Rancière) que indica, si no define, los modos de sentir e inteligir, los modos de hablar y de hacer con respecto a los objetos del mundo, a las experiencias vividas y por vivir. Si habitual, normalmente nos desconsolamos por las lágrimas como formas de una expresividad determinada que ha excluido el sudor como exhumación de la interioridad dolorida y dolorosa de las personas, Onetti, mediante la “anormalidad” (Eugenio Coseriu) [2] del juego verbal llevado a cabo, da vuelta el reino mimético relativo a ese sentir e inteligir y propone, por así decirlo, una forma novedosa de relacionarnos con la experiencia propia y ajena y, claro está, con la lengua con que decimos dicha experiencia. ¿Por qué pensar, estrictamente, que solo nos desconsolamos a través de las lágrimas? ¿Por qué creer que son estas los únicos líquidos corporales que cargan con nuestro desconsuelo, descontado el semen en distintas situaciones? ¿Por qué otros fluidos del cuerpo no están a la altura de una experiencia desconsoladora? 

En este sentido, Onetti subvierte o pone en cuestión todo el orden sensible que liga desconsuelo y lágrimas, para mostrar-construir nuevas formas de sensibilidad/inteligibilidad del mundo, ampliando las posibilidades estéticas, complejizando la experiencia de la realidad y las formas posibles, según las vías expresivas posibles que, para decirlas, ofrecen la lengua y el discurso. 

La ambigüedad de la construcción lingüística pone el acento en la propia forma en que se dicen las cosas (el mensaje, según Roman Jakobson [3]), de modo que la función poética del lenguaje (la orientación del decir hacia, precisamente, el mensaje, la forma, aunque, en no pocas ocasiones, “mensaje” sea para nosotros, según una desgraciada intuición, únicamente el o lo contenido) viene a mostrar una demanda y una apertura interpretativas que no pueden ser reducidas a la descripción-explicación gramatical, semántica o pragmática. En este preciso punto radica, pues, la fuerza de la literatura con respecto a extraordinarios dispositivos de estabilización del sentido (saberes) como son los de las tres disciplinas lingüísticas referidas y, por lo mismo, la lectura de literatura está lejos, muy lejos, de la comprensión más superficial a la que se apela cuando se extraen ejemplos de diversos textos para el análisis gramatical que se realiza en las aulas escolares, liceales, universitarias y de formación docente. 

3.

Por lo regular, la lectura de Jakobson que se ha realizado en nuestro medio no ha calibrado adecuadamente la polisemia del término “mensaje” con el que el lingüista ruso conceptualiza la función poética del lenguaje, las complejidades que encierra, el equívoco que pone en primer plano y que da cuenta de la naturaleza misma de la función orientada hacia él. Más superficialmente, en la enseñanza primaria y secundaria, y no pocas veces en la enseñanza terciaria, la función poética ha quedado reducida a un inventario de figuras retóricas o literarias, como si cada una de estas (metáfora, metonimia, sinécdoque, prosopopeya, sinestesia, oxímoron, etc.) pudiera contener los efectos de sentido que la metáfora, la metonimia, la sinécdoque, la prosopopeya, la sinestesia, el oxímoron, etc., son capaces de provocar (y digo bien, provocar, ya que no solo producir). 

El problema implicado en esta situación es significativo, aunque, ciertamente, no sea visto de este modo: se trata de la reducción de la función poética a un embellecimiento del decir y de la literatura a un tipo de discurso más bien inocuo, que no produce mayores efectos en el mundo que aquellos resultantes de las emociones suscitadas en la lectura (cosa que, a decir verdad, no es poco), del trillado enriquecimiento del vocabulario personal (caballito de batalla de la escuela, como si esta no pudiera ver más allá de sus propias limitaciones conceptuales respecto de la noción de alfabetización y de lo que hace con la literatura como ejemplo de “buena lengua”, algo que, finalmente, decanta en una especie de lengua bondadosa sin consecuencias relevantes en términos de la sensibilidad/inteligibilidad de la experiencia, del mundo, de las relaciones humanas, etc.; una lengua bondadosa que se “presta” amablemente al análisis, sobre todo gramatical, y que, por ello mismo, no suele ir demasiado lejos). 

Esta lectura “comunicativa” de Jakobson pierde de vista –se le vuelve un punto ciego, por lo demás, el principal– la cuestión verdaderamente central de su planteo, sobre todo cuando consideramos las relaciones entre la función poética y la función referencial, las tensiones que, irreductiblemente –como un fenómeno inherente a la comunicación–, se establecen entre ambas, cómo una es un daño en la otra y, a la vez, en cierto sentido, su negación, en virtud de lo cual se determinan recíprocamente. Así, mientras una apunta a la transparencia del decir, a su homogeneidad y univocidad (la función referencial): “Murió mi perro”, “Afuera hay tres grados”, “La Tierra gira alrededor del sol”, como si el lenguaje se replegara ante la realidad, desvaneciéndose como lenguaje, como materialidad, la otra produce opacidad, heterogeneidad y equivocidad en la relación entre las palabras y las cosas: “Palmó mi perro”, “Afuera es una heladera”, “Gira alrededor del sol la Tierra”, palabras y cosas ya estructuralmente escindidas, separadas por una brecha que no puede resolverse en beneficio de unas ni de las otras, puesto que la escisión en cuestión es la división fundamental que permite que haya lengua y mundo y que, por lo tanto, haya relación (problemática) entre los elementos de ambos órdenes (esto es lo que Giorgio Agamben llama “mitologema originario”).  

“Este es el mitologema originario y, a su vez, la aporía con la que tropieza el sujeto hablante: el lenguaje presupone algo no lingüístico, pero esta no-relación se presupone dándole un nombre. El árbol presupuesto al nombre ‘árbol’ no puede expresarse en el lenguaje, sólo se puede hablar de él desde que tiene un nombre”. [4]

La cita que sigue abajo permite ilustrar más claramente aun el carácter no deconstruible, digamos, de la división lenguaje/realidad y, también, de la relación entre la función referencial y la función poética (en virtud de la brecha que vincula palabras y cosas), la tensión y el imaginario que despliegan contra lo real que no se deja representar del todo, que no cesa de no inscribirse en el lenguaje, produciendo la propia brecha por la cual se funda la realidad como aquello que no es lenguaje y que, a su vez y por ello mismo, es de lo que el lenguaje habla en su aspecto más notoriamente transitivo: 

“Con el término ‘presupuesto’ aquí designamos al ‘sujeto’ en su significado original: el sub-iectum, el ser que, yaciendo antes y en la base, constituye aquello sobre lo que –sobre cuya pre-su-posición– se habla, se dice y que a su vez no puede decirse sobre nada […]”. [5] 

En este cuadro de la problemática apenas esbozada, la función poética no solo machaca (en) la diferencia entre las palabras y las cosas (como ya lo señalaba el propio Jakobson), (en) la separación insalvable que las vuelve inconmensurables entre sí, sino que también es posible por esa no-relación que define la opacidad misma del decir en cualquiera de los puntos en que lo tomemos. Por lo tanto, la función poética no tiene nada que ver con una cosmética del discurso; antes bien, atañe a la forma que, para nosotros, toma la realidad en su constitución esencialmente equívoca, como tejido de significantes.


Notas

[1] Ver Jacques Rancière, Política de la literatura, Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2011.

[2] Para Coseriu, la norma se define como un uso constante, frecuente de la lengua, que no es relevante para el sistema en tanto en aquella no se juegan las diferencias y las oposiciones que permiten la distinción de signos lingüísticos, hecho esencial al sistema de la lengua. Es así que, cuando decimos /moska/, escrito “mosca” y pronunciado [mo∫ca] (con una aspiración del fonema fricativo sordo /s/, puesto que no hay vibración de cuerdas vocales), el fonema /s/ en cuestión (las barras oblicuas señalan los fonemas, es decir, unidades abstractas compuestas por un conjunto de rasgos articulatorios distintivos), la realización aspirada, prepalatalizada (contacto del dorso de la lengua con la parte anterior del paladar) o postalveolarizada (contacto del dorso la lengua con la parte posterior a la región alveolar), semejante a la de una [x] como en la palabra que escribimos “jefe” –fonológicamente, /xefe/–, no se opone en el sistema a la articulación no aspirada, de modo que, en el entorno fonológico en que aparece /s/ en /moska/, permitiera distinguir dos signos lingüísticos diferentes (no hay oposición que le interese al sistema de la lengua). Aun así, la pronunciación normal en este contexto, al menos para cierta comunidad de hablantes, es una [∫], es decir, un sonido aspirado. En /moska/, entonces, el fonema /s/ se realiza normalmente de forma prepalatalizada o postalveolarizada, mientras que en /reserva/, escrita “reserva”, no, aunque, en ambos casos, estamos ante el mismo fonema: /s/. Coseriu señala que esta pronunciación es un hecho de norma, no de lengua, a partir de una distinción que existe en todos los planos del empleo del sistema lingüístico (fonológico, morfológico, sintáctico, léxico y discursivo) y que vimos para el caso de las lágrimas y el sudor. Sobre este asunto, ver Eugenio Coseriu, “Sistema, norma y habla” [1952], en Teoría del lenguaje y lingüística general, Madrid: Gredos, 1969, pp. 11-113.

[3] Roman Jakobson, Lingüística y Poética [1959], Madrid: Cátedra, 1981.

[4] Giorgio Agamben, ¿Qué es la filosofía? Buenos Aires: Adriana Hidalgo editora, 2017, p. 12.

[5] Ibíd., p. 13.