ENSAYO
Por Fernanda Del Castillo
Esa idea que se absorbe sin procesar, que se acepta porque “todo el mundo sabe que es así”, o porque la escupió tal o cual eminencia, termina siendo madre de un equis pensamiento hegemónico que en principio se presenta como verdad absoluta. Sin embargo, de cara a otro pensamiento que amenace impregnarlo con alguna duda, intenta argumentar y no puede, porque como surge originariamente de la difusión pasiva, no tiene raíz. Puede hacer varias cosas, pero no puede dar respuesta. Entonces, cuando se ve acorralado, llama a la violencia para que lo haga por él.
A raíz del fallecimiento de Guillermo Sicardi, el 15 de julio, volví a escuchar el programa de Radio Rural donde comenta su propia columna, “Vacunas, miedo y dinero”, publicada en noviembre de 2021. La primera línea enuncia: – “No soy anti vacunas (me aplicaron 4 dosis)”. Seguidamente, en tan solo dos páginas, cuestiona la poca efectividad probada de las vacunas anti covid, compara la mortalidad entre países con mayor y menor tasa de vacunación, critica la falta de transparencia en la información, alerta sobre el peligro de vacunar a los jóvenes por el riesgo de sufrir inflamación cardíaca y deja abiertas unas cuantas preguntas de sentido común.
Al momento de comenzar el programa radial, éste es el abordaje de su entrevistador:
“Bueno, Guillermo, ¿qué pasó? Te volviste un antivacunas, un escéptico de la pandemia… ¿cuál es tu postura, qué pasó?”
“Bueno, Guillermo”. Arranque condescendiente, como quien se dirige a un niño que se portó mal y se dispone a corregirlo con suavidad, “qué pasó”. El dogma es desconcertado por la anomalía, necesita desviarse de la idea que no puede ni siquiera contemplar, entonces rápidamente se dirige contra el sujeto. “Te volviste un antivacunas”. Pero no puede ser, Guillermo ya dijo que “no” es antivacunas y que tiene cuatro dosis. Entonces se habrá vuelto “un escéptico de la pandemia”. Qué pasó. Es notable cómo tan pocas palabras pueden cargar tanto contenido. Asombro, extrañeza, ninguneo, condescendencia, incredulidad. Todo menos una interpelación “ajustada” (me encanta esa expresión de la psicología contemporánea) a la exposición clarísima que Guillermo Sicardi hace en su columna. Ese pensamiento que se volvió hegemónico – las vacunas anti covid son seguras y efectivas – se repitió como un mantra una y otra y otra vez hasta gobernar, literalmente, el diario vivir de millones de personas durante más de dos años. Intervino sus vínculos familiares, laborales y sociales, obviamente, pero lo más sorprendente fue que consiguió que los individuos se traicionaran a sí mismos. La orgullosa expresión de autosoberanía: “mi cuerpo, mi decisión”, se silenció entregando ese cuerpo a una farmacéutica a la que se exoneraba con firma de puño y letra ante cualquier efecto adverso, extensivo hasta la propia muerte; la sororidad feminista se evaporó frente a la realidad de las parturientas que no podían estar acompañadas por su pareja no vacunada; la solidaridad de clase le dio la espalda a aquellos trabajadores que fueron despedidos o no se les concedió la posibilidad de un nuevo empleo por no acatar la norma (eso que en dictadura, se llamaba ser “destituído”), cuando todos sabíamos, desde el día uno, que nos contagiábamos con o sin vacuna.
El concepto de hegemonía cultural nos remite a Gramsci (¿irónicamente?). Un fenómeno por el cual cierto grupo social logra imponer sus valores y creencias de modo general, y aquellos a quienes les es impuesto acaban no solo aceptándolos sino percibiéndolos como realmente válidos, sin reparar en el perjuicio que les ocasiona. Innegablemente esto toma una claridad meridiana a partir de la declaración pandémica. Y la “pandemia” no puede ser entendida sino en el marco de una sociedad occidental que enfrenta una crisis monumental del pensamiento crítico y
hasta lógico. Si alguien duda que estamos en un momento de la historia en el que las realidades más obvias pierden visibilidad en la niebla todoabarcativa del pensamiento hegemónico, que responda cómo es posible que “el desastroso presidente argentino Alberto Fernández, llegó a tener más del 70% de aprobación cuando tenía a toda la población encerrada bajo la consigna “yo te cuido”
En la misma temática pero en el otro polo de la insensatez, durante todo el 2020, por negarse a imponer cuarentenas, Suecia – concretamente en la persona de Anders Tegnell – no solo tuvo que enfrentar las críticas de todos los medios, sino que incluso países vecinos le cerraron las fronteras. Hoy, Suecia es el país con menor tasa de sobremortalidad de cualquier país de Europa. Esto que se lee como estadísticas, son vidas. No tuvo aumento de suicidios – recordemos la baja en la edad de los suicidios en nuestro país en 2020, que afectó mayormente a los adolescentes – no se registraron retrasos en la atención médica de enfermedades no transmisibles, la economía no sufrió una alteración drástica y por ende no aumentó la pobreza ni ninguna de sus consecuencias, los niños no fueron sometidos al pánico y el trauma de contagiar a sus mayores, las escuelas no se cerraron y no descendió su nivel de aprendizaje. Suecia es un país pero un país no es más ni menos que su gente, y su gente mostró que es posible no ceder a la presión del consenso general.
Suponer que las políticas pandémicas terminaron porque ya podemos salir a la calle y no usar tapabocas es autoengañarse. Como exponía unas líneas antes, la declaración pandémica es un punto de referencia histórico para la consolidación de otros pensamientos hegemónicos, que procurarán repetir las políticas adoptadas que fueron acatadas por la – tristemente – inmensa mayoría de la población.
Una muestra de la impunidad del disparate la dio la Intendente de Montevideo el 7 de setiembre, en una de sus declaraciones en el programa “La Mañana del 11”: “La pandemia también fue una consecuencia del cambio climático, porque en definitiva fue la consecuencia del avasallamiento de la naturaleza por parte del hombre y de ahí, bueno, empezó a pasar esto de contraer los humanos virus que no tenían.” Haciendo gala de una total ignorancia voluntaria acerca de todas las investigaciones que incluso llevaron a la desclasificación de documentos que vinculan al Instituto de Virología de Wuhan con la fuga de un virus (¿accidental?), la señora utiliza la narrativa falaz como trampolín para su campaña política: el compromiso “verde”. La promesa de implementar medidas para contener el cambio climático es una apuesta segura, porque ya está instalado en el imaginario colectivo y convengamos que con un nombre bastante acertado: pocas cosas han cambiado tantas veces en los últimos cincuenta años como las predicciones acerca del fin del mundo por este tema. De todo el “disparatario” (notable definición de un amigo para estos tiempos que corren que me apropié deshonrosamente), podemos seleccionar uno especialmente hilarante: en 2016 un grupo de científicos daban la buena noticia de que las emisiones de dióxido de carbono que emitimos los humanos habrían cancelado la próxima era del hielo por al menos otros cincuenta a cien mil años. Teniendo en cuenta que el dióxido de carbono representa el 0.04% de la atmósfera y los seres humanos son responsables del 3% de ese 0,04%, no podemos menos que emocionarnos frente a semejante proeza.
En fin. Indiferentes a la sumatoria de absurdos, seguimos regurgitando alegremente el vómito de los laboratorios de ideas. Porque hay gente que sí piensa, a quienes hace mucho tiempo le dimos autorización tácita para que lo hagan por nosotros. Gente que nunca va a sufrir ninguna consecuencia por las atrocidades que idean, porque somos nosotros mismos quienes las legitimamos y las imponemos.
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