PORTADA
Por Gonzalo Curbelo Dematteis
Nunca se me ocurrió, a pesar de tener una cierta habilidad para leer a las personas, seguir o estudiar las carreras de psicología o psiquiatría, y creo que nunca me alegré más de no haberlo hecho que ahora. No porque sean profesiones en crisis; al contrario, tengo la sospecha de que van a trabajar más que nunca en los próximos meses y a diferencia del resto de la sociedad, no van a tener grandes problemas de desempleo, pero van a tener un trabajo más duro, feo y desgastante que nunca, y eso no lo envidio para nada. Me explico; mientras el coronavirus se repliega en buena parte del mundo del orden de las prioridades que ocupó por completo durante cerca de 100 días, empiezan a emerger -como en aquel mundo sumergido de Ballard que al bajar sus mareas revelaba extraños y retorcidas ruinas de paisajes- los daños psíquicos de la sobredosis de terror a la que fue sometida el mundo. Como una herida a la que vemos sangrar pero no duele cuando está caliente, ahora, que los borbotones de sangre empiezan a hacerse más esporádicos, el dolor comienza a ocupar el lugar del rojo y podemos comenzar a definir la herida en su auténtica magnitud, y es profunda.
En estas últimas dos semanas he sentido no sólo en muchas personas a las que más o menos conozco, sino también en muchas señales sociales evidentes, que empiezan a aflorar los daños no evidentes, los que no pueden cuantificarse en contadores obscenos de cadáveres, de este fenómeno-experimento al que todos fuimos sometidos por accidente, descontrol o mala voluntad. En los medios las noticias de el espanto del coronavirus comienzan a ser sustituídas por otros horrores más parecidos a los anteriores, pero singularmente intensos, desproporcionados y crueles. Eso en el plano público de las crónicas rojas, en el plano privado se multiplican -y a veces salpican las redes- las historias de depresión y desamparo, de soledad y hastío, de maltrato por parte de parejas, jefes y autoridades, de acosos y sospechas en un panóptico de buchones voluntarios, de traumas instantáneos y quiebres emocionales, económicos y psíquicos, del sonido de sueños que se hundieron en el miedo como en la bajada de una montaña rusa que sigue en picada libre. Y a ese estado inaceptable le quieren decir la nueva normalidad.
Tuve dos fortunas personales durante esta crisis insólita; una fue la de vivir en Uruguay, país que por necedad, exceso de confianza y realismo o extraña lucidez, reprimió mucho menos que sus vecinos -y que buena parte de Occidente- los derechos de autonomía mínimos de sus habitantes. Estoy seguro de que voy a tener -y ya tengo- muchos problemas con el gobierno actual, pero le agradezco esa decisión. La otra suerte que tuve, más individual, fue que el haber estado no hace tanto tiempo realmente cerca de la muerte, la real, la huesuda y gélida que te respira sin respirar. Una experiencia que me blindó en parte -aunque también estuve muy asustado, tal vez por motivos un poco distintos- a ese pánico sin riendas que pareció desbocarse casi todo el mundo. Yo no sabía nada sobre este virus, y nadie sabía nada, pero si sabía que la muerte es cierta, es fría y no importa. Y que estar vivo es buenísimo, pero solamente si se vive, y lo que se estaba y se sigue proponiendo no tiene nada que ver con la vida.
Cada uno tiene sus rencillas particulares con el mundo, pero si hay algo que me parece ver en toda esta crisis es el daño que ha hecho la cultura de la seguridad, del espacio seguro y la luz permanente. Una cultura en la que no existe la muerte ni su posibilidad, sino solamente su negación, y si ella asoma su huesuda cabeza, todo el sistema de valores de cartulina que a la gente le gusta pegar en un palo o una bandera, se convierte en papel maché blando, amorfo y gris. En espíritu fofo, viscoso como banana pisada y dejada fermentar al sol. Un sistema que -excepto en sus clases marginadas, que se han hecho duros y peligrosos como clavos sumergidos- ha pasado treinta años ablandando todas las aristas y junturas sólidas del temple de sus hombres y mujeres. Que los ha convertido en bloques de gelatina moralizante en los que cada rasgo de estoicismo es condenado como un signo atávico, atrasado, de machismo, insensibilidad. Estoy hablando de las clases altas o medias, por supuesto, las que pueden desperdiciar años metidos en esas fábricas de retroalimentación bizantina de egos hipertrofiados y malcriados, que creen que el universo gira alrededor de la exaltación de sus pueriles sentimientos y su inactiva genitalia. Esa clase se recluyó, con sus tarjetas de débito y crédito en los safe spaces de sus hogares desinfectados, mientras tanto y como siempre, la otra clase, la que atrasa, la que hace chistes feos, cree en religiones ridículas y no tiene títulos o maestrías, les arrimaba la comida gourmet y los alcoholes artesanales en bicicletas que atravesaban una ciudad en la que el aire parecía burbujear de muerte y nervio. No hubo aplausos para esa gente, o para las caribeñas que tenían que atender en las cajas de los supermercados a cientos de personas tal vez infectadas, para luego volver a una pensión de Ciudad Vieja donde viven cinco por pieza. Hubo más bien caceroleos, reclamando que los policías no los dejen ir a pasear a la rambla cuando terminen sus turnos de reparto y atención.
Hace unas semanas vimos como el repulsivo alcalde de Nueva York, Bill de Blasio, condenaba vociferando en cadena a los judíos hasídicos de Brooklyn, que habían cometido la insensatez, la osadía, de reunirse al aire libre en una cierta multitud para despedir a un venerable rabino que había fallecido. De Blasio, el liberal, el protector de los derechos abstractos, mandó a la policía para dispersar a esos ancianos peligosos, contagiosos, inmostrables. Nunca se me ocurrió que podría sentir algo particularmente intenso con esos judíos ultraortodoxos de singular aspecto y vestimenta, que justo en estos días han sido criticados o ridiculizados por un par de series, pero en esos días lo que sentí no fue indignación ni incredulidad o superioridad racionalista, sino admiración. Yo no creo que esos judíos fueran unos ignorantes que desconocieran el relativo riesgo del coronavirus; yo creo que lo conocían, pero que tenían otras prioridades, otros valores más importantes que ir a temblar escondidos a que organizaciones mafiosas como la OMS y gobiernos fláccidos y obedientes, determinasen cuando y como pueden ser humanos. Cuando y como tienen que encerrar a sus niños lejos de la luz del sol y dejar a sus ancianos morir doloridos y asilados en soledad, y que sus cuerpos sean tirados a la basura por desconocidos. Con un miedo y una docilidad así, la policía es totalmente redundante. Y si acompañar en el viaje hacia el otro lado a los que te educaron y criaron es lo arcaico, lo supersticioso, lo que atrasa, y en cambio dejar a tus padres morir solos y asustados es lo responsable y civilizado, entonces que me circuncisen ya esos rabinos de Brooklyn. Enrónlenme en la cruzada, en la secta, en el jihad, en el sacrificio ritual ignorante que por lo menos respeta el valor de lo perdido y sacrificado, y que sabe que no sabemos nada, pero que podemos no saber con dignidad.
No soy ni remotamente uno de los que Carlos Tanco llama “terraplanista del virus”, es decir un negador de su existencia o importancia en función de algún torvo complot universal. El virus existe, es contagioso y mata, y no es algo que sepa solamente por mirar contadores dudosos que agregan numeritos que otrora fueron personas. Hace unos días me llegó la noticia de que un gran amigo de mi familia -y mi amigo también-, quien fuera mi anfitrión durante mi estadía en Chicago y un gran compañero de charlas de todología más o menos ilustrada, había muerto en Washington enfermo de coronavirus. No murió CON coronavirus sino POR coronavirus, y acá, a la distancia la noticia nos dejó muy tristes. Hacía apenas cinco meses habíamos estado charlando en una fiesta en Parva Domus, acerca del cambio de gobierno y del misterio que deparaba el 2020 para Uruguay. Nunca nos hubiéramos imaginado nada. Pero hay una enfermedad que mata mucha gente; es así de simple. Es así desde antes que unos monos pelados descubrieran como pegar el rayo a la madera y seguirá siendo así, excepto para los que fueron educados en el escamoteo de la muerte, en la trampa inexorable a uno mismo que hace soñar con el consumo y el juicio eterno en vida. Los que no van a los funerales de sus grandes hombres porque tienen miedo de encontrarse con la evidencia de que un día no vas a ver la próxima temporada de Netflix ni vas a comprar el nuevo modelo de iPhone ni vas a sumar tu avatar a una campaña de hashtags en contra de la realidad.
Pero mientras tanto todos los derechos mínimos de miles de millones de seres humanos, muchos de los cuales ganados dolorosamente por nuestros abuelos y bisabuelos en un plazo de tiempo que, en términos de historia de la humanidad, fue hace veinte minutos (pero que igual creemos eternos y garantizados para siempre), fueron suspendidos del día a la noche durante primero semanas y luego meses, a pesar de las evidencias casi instantáneas de que si bien existía un riesgo y una amenaza a la salud general, era un riesgo moderado para la humanidad y para la enorme mayoría de las personas. Se obedeció y se sigue obedeciendo, mientras las heridas no sólo se enfriaron y empiezan a doler, sino que se empiezan a infectar con bacterias viejas, conocidas y letales.
Miren si no a los artistas, los músicos, esos que el discurso poético-kitsch del captialismo bienpensante exalta como los conjuradores de la maravilla y el espíritu. Fue a los primeros que tiraron del Titanic como si irradiaran esporas de lepra con filo de iceberg. Los músicos, ya despojados desde hace años de la administración y provecho mínimo de su trabajo por la plutocracia tecnológica que concentró toda -absolutamente toda- la ganancia posible en su intermediación monopólica, de pronto se encontraron que hasta el hueso de palo que les habían tirado, el “ah, pero vivís de los shows” era quemado en la hoguera de la hiperseguridad, por gente exactamente igual a la que unos meses antes los invitaban a cantar que “el miedo no es la forma, laralaralá”.
Hoy en día yo no tengo banda, no tengo ninguna actividad musical como trabajo, pero si hoy en día necesitara hacerlo -como lo necesitan muchos músicos que conozco por motivos tanto espirituales como económicos- les diría que simplemente lo hagan: pongan los equipos en un boliche y toquen. Si en el boliche no los dejan, háganlo en la calle y pasen la gorra. Háganlo. ¿Qué les pueden hacer? ¿Prohibirlos? ¿Encerrarlos…? Eso ya lo hicieron. Big deal.
En esta nueva normalidad yo no tengo trabajo, aunque de momento más o menos me las arreglo, pero tengo salud, cosas que hacer y un extraño, casi morboso, buen estado de ánimo general. Pero sin ser la persona más sensible del mundo, miro alrededor y salvo en la gente simple que nunca tuvo ni siquiera la chance de esconderse y secuestrar a los suyos, veo señales de depresión, trauma y desarreglo mental enormes. Veo gente con sus proyectos abortados, sus relaciones emocionales sobrexigidas, culpabilizados, perseguidos, inseguros, asustados por psicópatas confiables y terroristas honorarios, drogados, rotos, violentos. Y eso que acá la llevamos suave, la llevamos bien; pero cuando lleguen las listas de daños, los números negros que no entraban en las tablas de puntos del pánico y la pandemia, las cifras van a ser tan horribles que -como hacían algunos generales alemanes luego de monstruosas batallas ya olvidadas del frente ruso- se van a quemar las listas de bajas, porque va a ser una realidad inaceptable.
Este es un texto largo, amargo y pum para abajo, pero personalmente no estoy mal, aunque puedo estarlo en cualquier momento, ¿por qué no? Motivos no faltan. Pero me parece más bien estar viendo un proceso de explosión de una farsa social basada en el microegoísmo y en la negación de las realidades básicas de la biología y la condición humana. Zizek ha dicho unas cuántas pelotudeces últimamente, pero hay una cosa en la que ha insistido con razón desde hace tiempo y a partir de su experiencia como testigo de la violentísima desintegración de Yugoeslavia, y es que las cosas cambian rápido y, como decía aquel barbado, todo lo sólido se disuelve en el aire. Máximo si esas cosas sólidas desde hace milenios, como la veneración de la despedida de los mayores, la autonomía de las profesiones, el contacto humano, el núcleo familiar, el valor ante lo adverso, el reconocimiento de la muerte, la libertad de movimiento y expresión, vienen siendo erosionadas por la prédica egotista de los que creen que una seguridad construída por falacias reificadas y castillos de paja en los que las palabras equivalen a los hechos. Hasta que los agarra un virus, claro. Hasta que viene la oscuridad y hasta el hijo al que estabas modelando como un perfecto objeto de decoración, brilla de aire nervioso y te aterra.
Giorgio Agamben, que junto al coreano-alemán Byung-Chul Han parece haber sido el único de los pensadores de primera línea que no cayó en el pánico maniqueo y ha intentado ver los rostros atrás de las nubes virales y las muecas de miedo (y que por eso ha sido atacado con dureza por los promotores del terrorismo nerd y los suspendedores de garantías), dijo muchas cosas sensatas en estos días entre las que rescato esto que es claro y frío, como un mesías de Leonard Cohen. Dijo: “creo que lo que nos permite palpar la situación que estamos viviendo es que nuestra sociedad estaba enferma, no en un sentido médico, sino humana y políticamente, y que de alguna manera, sin darse cuenta, lo sabía. Sólo esto puede explicar por qué millones de hombres aceptaron sentirse apestados. Evidentemente, en otro sentido, realmente lo estaban.”
Esa es la peste, y esos los síntomas que se promueven como señales de salud. Fuerza a mis compañeros y vuelvo a citar al William Carlos Williams que cité hace un par de meses, al comienzo de esta locura colectiva que demuestra que todo lo que llamábamos Occidente no sólo está muriendo, sino que se lo merece: Hold back the edges of your gowns, Ladies , we are going through hell.