ENSAYO

Por Alma Bolón

1 Este mundo es los otros

Poner en juego a un viajero  que con asombro de extranjero  revelará las incongruencias e insensateces de una sociedad es un recurso frecuente en la ficción filosófica y política del siglo XVIII. A veces se trata de extranjeros como Usbek y Rica, dos persas que hacen el viaje desde Ispahan hasta París y en un abundante carteo a sus amigos cuentan con sesgo crítico lo que ven durante su larga estadía en Francia. Esto es, se recordará, Las cartas persas, obra publicada en Ámsterdam anónimamente, puesto que el autor, Montesquieu,  para protegerse de la censura, se presenta como si fuera únicamente su editor. Otras veces, se trata del viaje que emprenden personajes europeos que salen a recorrer el mundo, como en el Candide, de Voltaire, o como en el Suplemento al viaje de Bougainville, de Diderot. En otras oportunidades, se trata de un extranjero, por ejemplo un escita, que es enviado a Persépolis para que averigüe si las costumbres de esta ciudad merecen que el castigo divino caiga sobre ella (Como va el mundo, Voltaire) o de un joven cretense enviado por su padre a estudiar a Roma (Historia de los viajes de Scarmentado, Voltaire).  Con una variante sutil, la extranjería puede consistir en el carácter excéntrico del personaje, puede tratarse de una extranjería con respecto al mundo de las personas “normales”; éste es el caso de El sobrino de Rameau, en el que Diderot aprovecha para criticar a raudales, al poner a dialogar al sobrino del músico y a un “yo, filósofo”, tal como en cierto modo ya había hecho Voltaire, al poner a conversar a un universitario teólogo  y un habitante de Cayena, en Entrevista de un Salvaje y de un Bachiller.  Tanto cuando charlan el cuerdo y el loco o el universitario y el salvaje, la sensatez y el espíritu crítico quedan en boca del supuesto salvaje americano y del supuesto insensato parisino.  La razón y la civilización no están en donde podría suponerse que estuvieran, sino en sus antípodas. 

Porque en todos los casos que aquí nombré, sucede que las críticas a la sociedad y a las instituciones del Antiguo Régimen, en particular las críticas a la monarquía, a la Iglesia y a la Sorbona, son claramente identificables como tales en las observaciones de un escita enviado a Persépolis, o en las palabras que un tahitiano expresa a un viajero francés, o en las reflexiones de Candide en Lisboa, o de un negro esclavo en Surinam, o de un indígena en Cayena, o en las ideas que un loco propina a un filósofo, en larga charla en un templo de la inteligencia como lo era el Café de la Régence, lugar en el que se jugaba asiduamente al ajedrez. (Michel Foucault escribió preciosas páginas, en su Historia de la locura, sobre este retorno de la figura del loco como portador de un decir veraz.) 

Se trata de procedimientos literarios destinados, suele decirse, a evitar la censura o en todo caso a mitigar el control que el Antiguo Régimen ejercía sobre todo aquello que, ya fuera en el plano filosófico abstracto o en el del chusmerío público de las costumbres amorosas y/o sexuales de la Corte y de la Iglesia, ponía en jaque su autoridad. Sin duda esta explicación es válida, por algo Voltaire vivió casi treinta años exiliado fuera de París, en un pueblo perdido cerca de la frontera suiza, por algo Diderot no solo pasó varios meses en una mazmorra del Château de Vincennes, sino que después prácticamente no publicó casi nada, si no fue la Encyclopédie, siendo la mayoría de su obra personal de edición póstuma.

Más allá de ese propósito de evitamiento de la censura, es posible percibir, creo yo, que al recurrirse al pasado lejano (Persépolis fue destruida por Alejandro) y al mundo entero como teatro de las andanzas de los personajes, está ficcionalizándose la convicción enciclopedista sobre el estudio, capaz de hacernos “contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los lugares”, tal como había escrito el caballero de Jaucourt, citando a Houdart de la Motte, en la entrada “étude” de la Encyclopédie. Principios tan abstractos como los de universalidad y de igualdad se encarnan: la razón, la sensatez y el buen pensar pueden estar en boca de cualquiera: joven cándido y un poco bastardo, esclavo negro, indígena americano, loco parisino, escita enviado por la divinidad, hijo de rey cretense depuesto y, como veremos después, hijo de labriego francés del Macizo Central.

También, ese viaje a alguna antípoda para pensar mejor el presente dieciochesco escenifica, creo yo, el trayecto de la reflexión, su ir y venir, su tomarse como objeto, su ser pensamiento que se piensa, yendo y viniendo.   

Luego de esos periplos, las conclusiones de los protagonistas alcanzan diferentes grados de desengaño; desde el ambiguo “hay que cultivar nuestro jardín” pronunciado en el Candide con inasignable entonación (¿resignaciόn? ¿esperanza? ¿alivio? ¿alegría de encontrarse vivos al cabo del viaje? ¿reconocimiento de una derrota?) hasta la ironía amarga de Scarmentado que habiendo estado en Roma, París, Londres, Holanda, Sevilla, Turquía, India, China y África y habiendo visto “todo lo bueno, bello y admirable que hay en la tierra”, decide que solo verá sus asuntos, por lo que se casa, es cornudo y ve que éste era el estado más dulce de la vida. 

2 El otro mundo es este

Sin embargo, hay un relato voltairiano en el que la razón y el corazón hablan por boca de un labriego del Macizo Central, de un joven provinciano. En Jeannot y Colin, se cuenta la historia de dos escolares del pueblo de Issoire que se profesan gran afecto hasta que los padres de Jeannot, comerciantes de mulas, viajan a París por un juicio y conocen a un empresario que, proveedor de los hospitales militares, se jactaba de matar más soldados en un año que los que mataba el cañón en diez. Gracias a esta nueva amistad, los padres de Jeannot hacen fortuna inmediata, al punto de ennoblecerse y pasar a ser marqueses de La Jeannotière.

Instalados en París, envían a su hijo, también devenido señor de La Jeannotière, un hermoso traje de terciopelo de tres colores; el ex Jeannot abandona entonces la escuela, pasa el día mirándose en el espejo y desdeña al resto del mundo, incluido a su ya no amigo Colin, que sufre el desdén. Una vez mudado a París, el joven marqués brilla en la alta sociedad y está a punto de casarse con una dama de gran linaje aunque poca fortuna, cuando sus padres se arruinan completamente. El ahora ex joven marqués busca la comprensión de su ya ex futura esposa, quien lo desdeña diciéndole que está buscando una criada y que podría darle preferencia a la ex futura suegra, a la sazón en la indigencia. El nuevo pretendiente de su ex futura esposa, un militar, ofrece a Jeannot alistarlo en su regimiento. Finalmente, de manera casual, el ex feliz marqués se cruza en París con su siempre amigo Colin, quien lo reconoce y le ofrece trabajo en su floreciente manufactura, que Jeannot acepta con alegría.

Curiosamente para la economía del relato, el pasaje más extenso incumbe el momento en el que los padres de Jeannot contratan a un preceptor para que eduque a su hijo, ahora que están los tres instalados en París y son acaudalados marqueses. El preceptor contratado resulta ser un carilindo perfectamente ignorante de todo lo que no fuera ser amable y apreciado. Así, va convenciendo a los padres de lo desacertado que sería enseñarle al joven marqués cualquier conocimiento, salvo el de las formas de agradar, cosa que puede aprender junto a su madre, sin pasar trabajo.

El latín, primera veleidad de los padres, es desechado porque nada importante sucede en latín (ni los pleitos suceden en latín, ni la ópera o las comedias son en latín, ni se corteja en latín); además el conocimiento del latín perjudica el del propio idioma, y la prueba de eso es que las mujeres escriben cartas más lindas que los hombres, gracias a que justamente no saben latín.

En cuanto a la geografía, nada más inútil, puesto que, para visitar las propiedades, alcanza con el conocimiento geográfico de los cocheros, que no suelen perderse en sus trayectos. Igualmente superflua es la astronomía, ya que en la tierra no nos rigen los astros y, además, los eclipses figuran siempre en los almanaques, así que para qué estudiarlos.

Descartada también por inservible la historia remota y la reciente, se rescata “la del día”, delicada manera de llamar a las intrigas y los chusmeríos que agitan la vida cortesana, conocimiento imprescindible para ser del agrado de unos y de otros.  

  La carga final contra la enseñanza de conocimientos se lanza sobre la aritmética, con términos que hoy resultan muy familiares: “¡Se ahoga el espíritu de los niños bajo un montón de conocimientos inútiles; pero de todas las ciencias, la más absurda, la que más asfixia cualquier genio es la geometría. Esta ciencia ridícula tiene por objeto superficies, líneas, y puntos, que no existen en la naturaleza!”. Como otro estorbo es desechada la agrimensura, por la que no vale la pena que se sequen los sesos del joven marqués, siendo que cuando necesite, pagará a un agrimensor para que haga el plano de sus tierras. Finalmente, se decide que Jeannot aprenderá la danza y compondrá versos, aunque a menudo, cuando le sobren o le falten sílabas en el armado de sus frases hechas, deberá pagar a un poeta, para que agregue las faltantes o rebane las sobrantes. 

Se recordará que, cuando sus padres se encuentren fundidos, Jeannot tendrá como único destino posible ser soldado, es decir, ir a hacerse matar en cualquier campo de batalla europeo, y será el bueno de Colin quien le evite ese destino. Dos veces, Jeannot había dado la espalda al estudio, so pretexto de su inutilidad, cuando se tiene dinero para contratar a quienes tienen los conocimientos. 

Puede entenderse, y no sería errado, que con esta ficción Voltaire vuelve a llevar la carga contra una nobleza improductiva, incapaz de hacer nada por sí misma, condenada a la dependencia de quienes saben, de quienes tienen los conocimientos y, por eso mismo, imposibilitada de sobrevivir como tal, de no cambiar. Así, se contrapone el labriego padre de Colin, que envía a su hijo a la escuela y los padres de Jeannot, que por dos veces lo privan del conocimiento escolar, en nombre de su condición de “marqueses”. En el diálogo del preceptor  con los padres, el criterio decisivo para descartar las diferentes ciencias es su inutilidad con respecto al propósito buscado, a saber, el lucimiento cortesano del joven marqués. Para la improductivad de la corte, saber bailar y componer versos chuecos alcanza y sobra.

Ahora bien, lo interesante, a mi modo de ver, es que no puede decirse que lo estudiado por Colin en sus años escolares sea de patente utilidad para la vida laboral que comparte con su esposa, y a la que invita a sumarse a Jeannot: se trata de una manufactura de objetos de metal. Nada indica que los conocimientos escolares -librescos- que recibió Colin hayan sido de directa utilidad para la fabricación de pequeñas piezas metálicas. Dicho de otro modo, es posible conjeturar que tan inútiles eran para la vida en la corte de Jeannot los conocimientos de latín, astronomía, historia o geometría que nunca tuvo, como eran los estudios escolares para la vida laboral de Jeannot. 

En ese sentido, el relato estaría diciendo que la “utilidad” del estudio y de los conocimientos no radica en su empleabilidad, ya sea en la corte, ya sea en una manufactura de piezas de metal, sino que su “utilidad” es de otra índole, más inasible, menos inmediatamente reconocible como “utilidad”. La actualidad del asunto -la ligazón de la enseñanza y los para qués: su instrumentalidad- no deja de sorprender en este relato dieciochesco.

En Jeannot et Colin, el periplo fue a tierras cercanas: la tierra incógnita y “salvaje” por la falta de piedad de sus habitantes es París. La civilización queda en Colin y en su esposa, una gordita “groseramente agradable”.