POIESIS /1
A propósito de la aparición montevideana de “Sobre roca resbaladiza. Recuerdos y reflexiones de un poeta“, (Yaugurú, Montevideo, 2020), de Alfredo Fressia.
Por Aldo Mazzucchelli
Me costó un poco encontrar el camino para escribir y resonar con el libro de Alfredo Fressia. Era marzo de 2020, yo estaba, ya no estoy, en “Silicon Valley”. Alfredo está “en Brasil”. Estamos en “pandemia”. Las palabras me obstaculizan. Tengo que viajar de nuevo y se me ponen por delante. Ninguna de las palabras que se nos imponen estos días me gusta, ni me interesa. El libro espera. Tengo que viajar de apuro, porque se acaban los aviones. El libro espera. Yo vuelvo a él. Me doy cuenta de que me encanta, y me paraliza que sea un libro tan íntimo, tan contrario a la pornografía biográfica. Me doy cuenta de que hay cosas que no cierran. Alfredo está en “Brasil” y espera. De pronto siento que el libro de Alfredo está arrimado a lo que yo sé de Montevideo. Yo no se nada de “Brasil”, pero de Montevideo sé algunas cosas. Y no sé cuánto sabrá Alfredo de “Brasil”, pero de Montevideo sabe muchísimo. Conoce los empedrados y los nísperos y los baldíos de calles que ya cambiaron de nombre pero él empecina en los nombres anteriores. Como cualquiera que se precie de tener una memoria, artefacto que vive en un crochet de palabras que hay que proteger de la polilla. La sabiduría montevideana no sé si será tan menor como nos han enseñado. En Montevideo conocemos de algunos secretos vinculados no a la geografía, sino a los libros, secretos que hacen de la ciudad algo engañosamente chico, porque la literatura es enorme, y más inmensa que la humanidad entera por cierto.
Aprendo que Alfredo leía lo mismo que yo. Una generación de distancia entre ambos no le hace. En la biblioteca de mis abuelos maternos estaba Lin Yutang y en la de Alfredo estaba el mismo libro. Estuvo Agatha Christie en la de mis abuelos paternos, y a él se lo pasó bajo cuerda una vecina transgresora de delantal eterno. Y lo peor, mi familia también supo ser italiana por los cuatro costados, y alguien -mi abuelo, a quien nunca le interesó pronunciar una palabra más sobre Italia- tenía Corazón, de De Amicis. Y yo lo fui a leer y no lo pude soportar. Hubo pocos libros que no pudiera soportar en la infancia, que me hicieran mierda el alma. Un libro sin esperanza y sin retorno, que lo pone a uno de noventa y dos años ya en la página cinco. De Amicis es el único que recuerdo, igual que Alfredo, que ahora lo escribe para ambos.
Este es un libro sobre el desarrollo del espíritu de Alfredo Fressia. Un libro entonces sobre el desarrollo natural de una autoridad. Todas palabras prohibidas, rechazadas, reprimidas hoy. Lo sé. Cuando Alfredo Fressia decidió no poner ningún dato biográfico el día que publicaba su primer libro de poesía, ya sabía todo esto. Se ha tomado unos años para escribirlo, pero siempre fue autor. Ahora nos deja saber, como sin quererlo, de esa autoridad elemental que es la de volverse un individuo por derecho propio. Esto no tiene nada que ver con el género. No sé qué porcentaje de todos nosotros, los que hemos nacido, llegaremos alguna vez a eso, pero sospecho que es un porcentaje modesto. Alfredo Fressia no quiere “volver a ello”, a las palizas que un padre alcohólico le daba con un cinto por no aceptar Alfredo las constricciones minúsculas a Eros que toda sociedad que se considere tal intenta, fracasando siempre miserablemente, como está escrito ya en Platón y en labios de una mujer que le habla a una cantidad de hombres que pensaban, y por tanto estaban dispuestos a todo, especialmente a la libertad de la erótica. Ella se hacía llamar Diotima, y me pregunto si no sería una brasileña de viaje por Atenas, desparramando sabiduría entre sus compañeros en el banquete. Pero después Alfredo nos cuenta brevemente a su padre, y en lugar de ajustar cuentas, enseña amor. También sabe que su poesía es más grande que cualquier militancia, y no la necesita. “Tengo la teoría de que la literatura “gay” no existe, pero que existió, y eso dentro de fechas bastante fijas ―sigo en eso el pensamiento de Dominique Fernandez―, a saber, entre 1869, que es el momento de la invención de la palabra “homosexualidad” y del personaje homosexual, según nos enseñaba Foucault, y 1968, con cierta “liberalización” de las costumbres.” Genial. Nunca se me había ocurrido, pero fue leerlo y entender que hay verdad en ello. Es justamente en llegar a la estatura que permita decir verdad sin moverse del propio centro, en la calma de la mano que se deja escribir, en lo que este libro es elocuente.
De golpe hay en el texto un pudor. Hay un uso de la itálica que parece una reticencia. Todo un pasaje de escritura desviada, inclinada. Es en ese momento que Alfredo se atreve a hablar de estrellería, un contagio que compartimos, y lo pone en voz distinta. ¿Es tal el nivel de represión de lo grande, lo trascendente, lo sagrado, en nuestro despreciable presente, que nos vemos todos obligados a evocar los antiguos mitos y símbolos en una letra que parece de otro, que nos cita a nosotros mismos y nos hace parte de una cautela, o una ironía?
Ahora que estamos en tema y hemos despachado lo previo, surge un par de preguntas más, porque este libro plantea también, además de conversarnos de género y exhibir las mismas grandezas, y hacerlo con la misma autoridad para decir que ya he mentado, un problema de género literario. Este libro travesti o poliforme es autobiografía es teoría literaria es Bildungroman es poema en prosa y es una novela epistolar sin remitente ni destinatario.

Y sea lo que sea, que apenas planteamos como problema se hace claro que ya no interesa, es algo grande. Es un recabar la propia grandeza y ponerla escrita en un libro. Esa hazaña solo podría ser el resultado de una vida bien vivida. Y me parece a mí que nos enseña algo sobre esa cosa tan rara, la escritura en el arte.
¿Cuándo fue que la ética se desenganchó del arte? ¿Cuándo se empezó a suponer que la forma, así decían, era lo que importaba? Ah, la sensación, la aisthesis. ¡Por reivindicar políticamente a Eros empezaron a considerarlo un problema técnico! Hay un malentendido ahí. Las sensaciones están mucho más acá de la forma, más acá de tecniquerías. Alfredo Fressia es el dueño de la forma desde que nació, porque se permite la valentía de sentir. Las sensaciones son de la integridad del ser. Ellas reconocen, sí, la forma, como cualquiera reconoce que la persona que ama tiene una nariz peculiar. Uno puede reconocer, describir la forma de esa nariz. Pero eso no tiene nada que ver con el amor. El amor es del Eros, es del ser, y por tanto existe con cierta independencia de la nariz.
Y el amor no solo Eros, también y sobre todo ese ser capaz de plantarse ante dificultades, y no dejar ir de modo frívolo. Que eso es escribir y vivir, resistir, ¿no? No dejar ir lo que se debe decir, no dejarlo perderse preocupado en la forma. En toda poesía (toda poesía es gran poesía, no hay de la otra) la forma es un resultado, se da por añadidura del bien que se encierra en lo hecho/dicho.
Se me ocurre que Alfredo Fressia es uno de los poetas de América, porque desde el Uruguay, de donde nunca dejó de irse, entiende que el lenguaje propio, es decir el de la madre de uno, es irremediablemente un lugar a donde siempre volver. Deseoso es. Las influencias y las generaciones resultan acaso, como la forma, motivos secundarios que permiten seguir la conversación para que la lengua, que es donde está existiendo algo, pueda refugiarse, a salvo ya de esa conversación.
Cuando un poeta puede dejar por un momento de lado su propósito inmutable de escribir poesía, acaso sabe decir más. Como en este extraño y bello libro. Y sabe decirlo en palabras que recaban su peso de una variante propia de vida vivida, de lenguaje ya hecho propio. Al verlo sabemos que el desafío que la poesía siempre le pone al ser ya está a la vista para Alfredo Fressia. Si no está conquistado, porque el desafío de la poesía siempre es más grande que un hombre solo, ser un hombre solo y ser capaz de mirar a la poesía a la cara, y dialogar con ella sobre ella, es a lo que se puede aspirar cuando uno “no va por pequeñas”.
Dicen que al lenguaje lo hizo un daimon, o un grupo de seres bajo su sonriente presencia muda, para jugar, para confundir, para engañar, pero también para que sea el único espejo inmanejable de la ética -es decir, de la costumbre que se hace propia, buena o mala, conquistada mientras se vive. Cuando alguien logra que el lenguaje muestre esta ética al abrir la boca, o la mano, no hace falta decir más.