POIESIS / 39

Por Santiago Espinosa

Hay un poema de Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972) donde parece que lo perdido volviera a articularse. Como si la poesía fuera el centro de gravedad donde agrupan esas cosas que pensamos dispersas:

[…] Koyu Abe no conoce a Van Gogh, mas pinta girasoles con su pala.

Koyu abe, cuya mirada divisa, en lontanza, los perfiles grisáceos de los silos nucleares.

A la vera de Fukushima se levantan los jardines del templo de Genji

y es preciso purificar el cielo, purificar las aguas, purificar el suelo,

purificar los soles sembrando girasoles.

Koyu Abe es un personaje real, el monje japonés que siembra girasoles contra la radiación de Fukujima. Pero también es un recuerdo de Van Gogh y la cultura en general. La cultura, que es casi siempre la respuesta de los frágiles para tratar de conjurar el tiempo. El final del poema es muy sugestivo: 

[…] Y Koyu Abe me extiende una bolsa de semillas

de cáscara repletas de diminuta luz.

La enorme regadera anaranjada 

me la acerca Van Gogh.

Existe en el poema una declaración. Entre esta jarra y las semillas está el puente entre la vida y la cultura, y yo diría que toda la poesía de Gabriel Chávez Casazola, de pronto el poeta boliviano más importante de las últimas generaciones. Es muy grande la devastación. En cada segundo agotamos el tiempo de los que sobreviven. Pero hay quien encuentre en la mitad de la vida unas semillas que antes no estaba en el mundo, poemas o girasoles. En la cultura una forma de regarlos, multiplicando su luz entre los días. A propósito de Van Gogh decía Antonin Artaud en su legendario ensayo que este pintor “restituyó el agua de la pintura a la naturaleza”. La vida y la cultura. Necesitamos de las dos para salvar la tierra en las palabras, pareciera decirnos Chávez Casazola. 

Pero aun hablando de estas cosas sus poemas no pierden la sencillez del que descubre algo en ellos. Cuando hablamos de la vida hablamos de todas las vidas, un burócrata o Ulises, no hay jerarquías. Y cuando hablamos de la cultura hablamos de toda la cultura, no importa si esta venga de lo culto y de lo popular. Su poesía es tan eficaz cuando hace “Llanto por los años 50”, con sus “neones” y sus “fuentes de soda”, como cuando habla de la Odisea o de los evangelios. Es tan vital en los mitos griegos como frente al tatuaje de una muchacha. En uno de sus poemas más conocidos, “1972”, nos recuerda que nació en el mismo año en que “Nixon visitó a la China” o que estrenaron “Solaris”, todo junto, que Bobby Fischer derrotó Spassky o que murieron Ezra Pound y Alejandra Pizarnik. 

Y uno piensa que así ha sido en realidad la historia. Que estos poemas hablan de un mundo abierto y condensado, atravesado de lecturas y vivencias, no apto para lectores agorafóbicos. Y sin embargo este poeta es capaz de encontrar en lo pequeño la perdida integridad. Un punto de contacto con los otros o el pasado. En otro de sus poemas, “Alivios”, el poeta nos recuerda que en la infancia “aliviaba cierto dolor” “atesorando piedras de cuarzo/recogidas en las calles de tierra”, “piedras/ comunes pero tocadas por alguna veta mágica…”, nos dice. Y que ahora, en la madurez, sigue buscando en el lenguaje esas piedras comunes pero “surcadas por una veta mágica”:

[…] su sólo estar ahí bastaba

para aliviar el mundo,

para transfigurarlo

para poner en los ojos un destello

y así elevar la piedra y aproximar el mármol

haciendo el mundo ligeramente más bello

y acaso 

también

menos 

cruel.

Gabriel Chávez Casazola se ha tomado muy en serio las lecciones de la Anti-poesía. “Los poetas bajaron del Olimpo”, decía Nicanor Parra. Quien escribe es fundamentalmente un individuo de la calle, un hijo de vecino. Y, sin embargo –a lo mejor esta sea la razón porque se le lea y se le imite tanto– sus poemas nos recuerdan que esos hombres sencillos también son capaces de imaginar un mapa para poder orientarse. Que en sus pequeñas memorias también habita la inmensidad. Imago mundi, le llamaban los cosmógrafos del siglo XV. Un libro que reuniera en la brevedad la complejidad del cosmos, capaz de abarcar lo disperso en sus contradicciones y ambivalencias. Aún con las limitaciones de nuestro propio lenguaje. Con nuestras propias limitaciones. Se nos dice con algo de humor en el poema “Vuelo Nocturno, Arte poética 2”:

El eje del mundo se ha movido hoy diez centímetros

a la izquierda o a la derecha quién lo sabe

pero los poetas esta noche andan revueltos

y se descalzan

y entran al río 

y se ponen 

a atrapar

el resplandor

de las estrellas

a atraparlas

con las manos

en el agua. 

No conozco a un poeta latinoamericano, o al menos no es así en las generaciones más recientes, donde se viva con mayor intensidad nuestro contacto con los antepasados y con la herencia en general. Hablo de una memoria histórica, pero también familiar, doméstica. En uno de ellos, “De paso”, se nos recuerda que el abuelo regresa con las voces del viento. En otro de ellos, “Los patios son para la lluvia”, “volvemos a ser niños que oyen llover”, “cuando cae la lluvia sobre los patios”. Más que la nostalgia lo que ocurre en los poemas es un vivo testimonio. Una conciencia de que es en las palabras donde encuentran su sitio los fantasmas. En ellas el tiempo se condensa y fluye. Y entonces el poeta se pregunta por su hija Lucía, que a los cuatro años ha tomado conciencia de la muerte. Por el momento en que ese mismo poema sea leído por su hija y las hijas de su hija. Y el poeta, como las madres de antes, es el teje un gran bordado de luces y silencios. O como lo dice el propio Chávez Casazola en uno de sus poemas más recordados, “La canción de la sopa”:

[…] Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío

o del tuyo, cuando las familias eran grandes

vivían en grandes casas –grandes o chicas, pero grandes

inclusive diminutas, pero grandes–

y veían sucederse a los hijos y a los nietos

en un ininterrumpido y gran bordado

con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en

el aire. 

Un bordado de hilos invisibles. Esto es a veces la poesía. Digamos que esta casa está poblada de muchos elementos, o de un Dios que está “en todos los elementos”, como se nos dice el poema “Elemental”. Cada poema abre una puerta distinta, y el otro abre otra puerta distinta hasta llegar al principio. Y aceptamos este juego precisamente porque en lo divino y lo mundano, en lo breve como en lo prosaico, todas estas cosas siguen siendo Gabriel Chávez. Esta poesía es la posibilidad de la integridad, al tiempo en que otros poetas, especialmente en las academias, siguen hablando de lenguajes separados y rupturas, desconfiando de todos  los discursos como si fueran una sustancia tóxica.

Ahora, como no ocurría hace unas décadas, el fin del mundo se ha convertido en un rasgo que atraviesa las estéticas. Y a veces tenemos la tendencia de pensar en ese mundo sin nosotros. Incluso de asociar con esa ausencia un raro sentimiento de belleza. A contra marcha de ellos, Gabriel Chávez representa el linaje de los poetas que residen en la tierra. Y nos recuerda sin pudor: “que la belleza no está en el mundo por sí misma y para sí, /la belleza del mundo está en los ojos/de los habitantes del mundo, /en la mente de los habitantes del mundo, / en la mente de los habitantes del mundo, en todos los sentidos/de los habitantes del mundo”. Por una extraña razón, azar o destino, hay vida inteligente sobre la tierra. Si desaparecemos nosotros tampoco habrá testigos de esta abundante diversidad. 

Quizás por su fatalidad geográfica, “mediterránea”, le llama Gabriel Chávez en sus entrevistas, los poetas bolivianos son muy conscientes de la totalidad del terreno. Están todos muy lejos de la certeza unánime del mar, lo que los hace buscar rutas de escape en todas partes. Son en cierta manera una mirada equidistante, especialmente dotados para la ambigüedad. “Con un pie en la luz y el otro en la sombra”, como ocurre con la Eurídice del poema de Gabriel Chávez Casazola. 

Creo que la poesía boliviana es el secreto mejor guardado de nuestro idioma. Y detrás de Jaime Sanz y Oscar Cerruto, Blanca Wiethüchter y Eduardo Mitre, detrás de todos ellos está la poesía de Gabriel Chávez Casazola. No porque haya continuidad en los temas y en los estilos. Es la amplitud de la mirada lo que nos interesa. Su misteriosa capacidad para moverse entre los reinos. Nos dice nuevamente Gabriel Chávez Casazola: “He nacido en los cofines de un imperio inasible/rodeado por líneas imaginarias y huidizas. / Desde niño quise conocer el corazón de la comarca, /acudir a su norte que era también su centro…” 

Si tuviera que escoger una palabra que encerrara esta poesía en una sola imagen, así sepamos que es imposible resumir a una obra en una imagen, y más la de un poeta como Gabriel Chávez Casazola que trabaja por acumulación de imágenes, quizás me inclinaría por la ambivalencia. Su contraste de luces y de sombras. Su cruce de emoción e inteligencia. Esto se vive especialmente en sus tres últimos libros, El agua iluminada (2010), La mañana se llenará de jardineros (2013), Multiplicación del sol (2017). A veces el recorrido, como lo dijera Hugo Mujica, nos recuerda “que estamos hechos de crisis y de nacimiento, como un corazón”. Y un día le dice Chávez Casazola a su hija que “la mañana se llenará de jardineros”, y otro día nos dice renegando de todo lo anterior: “es mentira/todo hombre es una /isla/ sueña el cielo y /lleva el mar/ que le rodea /dentro suyo”. Y se muestra oscuro y hundido, y protesta contra el lenguaje. Hasta piensa en otra cosa, la luz del erotismo o el humor de la amistad, comprendiendo el equilibrio. “Lo que nos llena es lo que nos vacía/lo que nos pone en movimiento es lo que contemplamos”, nos dice en “Sueño”, uno de sus últimos poemas.

Decía Juan Gelman en una de sus poéticas: “habría un par de cosas que decir/que nadie la lee mucho/que esos nadie son pocos/que todo el mundo está con el asunto de la crisis mundial/ y con el asunto de comer cada día…Lo lindo está en que uno puede cantar pio-pio/ en las más raras circunstancias.” Y yo no sé si hoy lea menos o más poesía que antes. Si esos poco sean nadie. Pero sí sé que hay poetas, Gabriel Chávez Casazola entre ellos, capaces de encontrar la poesía donde menos lo esperamos. 

Alguna vez escuché a Gabriel Chávez que, en su bodega de recuerdos, al lado de esas piedras de cuarzo y de los libros firmados, guardaba un cigarrillo que arrojó Juan Gelman a la calle, poco antes de morir. Es sólo un trozo de alquitrán y de papel, pero digamos que allí respiró una persona. Y detrás de estas personas otras muchas personas, especialmente si hablamos de un poeta como Juan Gelman, que hizo de nuestro idioma un lugar más libre. Mientras existan poetas como Chávez Casazola, pensamos, alguien podrá imaginar en los escombros las rutas del humo, poblando el mundo de fantasmas. Y nos dirá que esos fantasmas viajan más rápido o más lento según la edad en la que mueren, los muertos jóvenes “muy lentamente”, “los que han muerto viejos llevan los pies livianos”. Y un cigarrillo arrojado a la calle será mucho más que un cigarrillo arrojado a la calle.  

POIESIS 39 / Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972) Poeta. Libros suyos se han publicado en quince países y está traducido a diez idiomas.
De la procedencia de la luz

La luz viene siempre desde fuera
léase sol astros fuego lámpara:
nosotros somos oscuridad.

¿Pero la luz viene siempre desde fuera?
¿En el principio era la oscuridad y la luz sobrevino?
¿Desde qué afuera?
¿O en el principio la luz era un adentro?

¿Y la idea de la luz dónde sucede?
¿Podía alguien ver la luz si nadie había?
¿Podía alguien llamarla luz e iluminarse?

Entre el afuera y el adentro, la luz.
Nosotros somos un canal de luz, un río,
un mirar, un nombrar, un alumbrarse.

¿La luz que vino siempre desde fuera
se hizo en la carne y habitó en nosotros?
¿Ahora otra vez la luz será un adentro?
¿Habrá sol astros fuego lámpara en tu pecho,
en tu retina, en una circunvolución de tu cerebro?

Nosotros somos luz.
Ahora la oscuridad es un afuera 
que reinará cuando nos apaguemos.

¿Y, cuando nos apaguemos,
volveremos hacia la luz primera?
¿Nos envolverá la oscuridad temprana?
¿Seremos luz, seremos nada?

Cierro los ojos. 
La luz de la memoria
—el hombre teme más al olvido que a la muerte—
me devuelve a un hombre que se llamó Machado:

Anoche cuando dormía 
soñé ¡bendita ilusión! 
que un ardiente sol lucía 
dentro de mi corazón. 

¿De dónde viene la luz de este poema?
¿Del afuera que es Machado o del adentro que lo recuerda?

Insisto: ¿la luz viene siempre desde fuera?

Koyu Abe siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji

Koyu Abe, con rigurosa túnica negra, 
alta y rapada la cabeza
llano el ceño
siembra una semilla de girasol en los jardines del templo de Genji.

Con parsimonia deposita la pequeña cáscara repleta
de luz en potencia
de futuros asombros
en un cuenco cavado entre la tierra.

La cubre con una pequeña pala
la riega con una regadera anaranjada.

Pasa la brisa sobre los jardines del templo de Genji
la siente Koyu Abe en sus manos salpicadas por el agua.

En una bolsa de tela colgada en el regazo lleva
unas decenas o cientos de semillas.

Es aún muy de mañana y sembrar cada una es su tarea
y cubrirla
y regarla con su regadera anaranjada.

Un millón de girasoles habrán de alfombrar pronto los jardines de Genji y los huertos aledaños.

Monjes, campesinas, 
todos habrán de tener manos humedecidas por el agua que riega los futuros 
asombros amarillos de los niños,
las que serán luces piadosas para ojos extenuados.

Koyu Abe no conoce a Van Gogh, mas pinta girasoles con su pala.
Koyu Abe, cuya mirada divisa, en lontananza, los perfiles grisáceos de los silos nucleares.

A la vera de Fukushima se levantan los jardines del templo de Genji
y es preciso purificar el cielo, purificar las aguas, purificar el suelo, purificar los soles sembrando girasoles.

No es un efecto estético, me dice Koyu Abe, en el silencio de la imagen:
las raíces absorben los metales pesados
y del veneno nace, como si tal, la flor.

Mas es verdad que también la belleza purifica
por sí misma,

acota el holandés, saliendo del silencio de la tela,
y Koyu Abe me extiende una bolsa de semillas 
de cáscaras repletas de diminuta luz.

La enorme regadera anaranjada
me la alcanza Van Gogh.

La canción de la sopa

En tiempos de mi abuelo las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes.

Comían alrededor de grandes mesas
mesas fuertes, cubiertas o no de mantel largo
pero bien establecidas en el piso.

Con cucharas enormes comían la sopa 
en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones
de unas enormes soperas.

Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café, 
a fumarse un cigarrillo
sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia.

Mamá, bordando a veces y a veces tejiendo, 
veía sucederse a los hijos y a los nietos 
en un ininterrumpido y gran bordado.

Papá, la autoridad papá, llegaba todas las tardes a las 6
montado en un gran auto americano o en un gran caballo 
o con un gran estilo 
de caminar 
para pasar la noche junto con los hijos y los nietos que el 
tiempo no había interrumpido,
salvo aquél que enfermó, aquél que se fue
dejando un enigma y una sensación de vacío
—una enorme sensación de vacío—
flotando, con el humo de los cigarrillos, 
sobre la sobremesa de la cena.

A veces, en esos momentos, papá, la autoridad papá, dejaba de escuchar los sonidos de la radio y quería estar 
solo consigo mismo, simplemente 
no estar ahí, tal vez estar corriendo por alguna lejana 
carretera con una rubia parecida a mamá cuando no era 
mamá, montado en un gran auto americano o en un gran caballo o 
con un gran estilo de caminar aún no vejado por el tiempo.

Mamá a su vez algunas sobremesas sentía un nudo 
en la garganta, un nudo que después salía flotando de su 
boca montado en un gran suspiro, 
un enorme nudo que se enredaba en el vapor 
de su taza de café, con unas 
volutas que le robaban la mirada y la hacían desear 
estar sola, 
simplemente no estar ahí, escuchando los llantos 
de las últimas hijas y los primeros nietos.

Así fueron los años, vinieron los cafés y los cigarrillos 
y un día la gran casa se fue quedando sola, las enormes 
soperas vacías, las cucharas mudas 
de una enorme mudez que a hijas y nietos nos persiguió 
a lo largo de miles de kilómetros de carretera, de cable de 
teléfono, de grandes ondas que ya no se miden en kilómetros.

Incluso aquél que enfermó, el primero en partir 
como cada quien que bebió de esa sopa fue alcanzado por la mudez, 
que se metió en su pecho por la gran boca abierta 
de un enorme bostezo. 

Entonces 
compró una breve sopa instantánea 
y entre sus mínimas volutas
se permitió un pequeño llanto.

No podía tomar la sopa. 
en su diminuto departamento no había una sola cuchara, 
una sola mesa bien fundada, algo
que vagamente pudiera parecerse a la felicidad 
y sus rutinas. 

Entonces pensó en los tiempos de su abuelo o del mío 
o del tuyo, cuando las familias eran grandes
vivían en grandes casas —grandes o chicas, pero grandes,
inclusive diminutas, pero grandes
y veían sucederse a los hijos y a los nietos 
en un ininterrumpido y gran bordado
con enormes hilos invisibles abrazándolos a todos en el aire.  

1972

Fue el año en que Nixon visitó la China
que Marco Antonio Campos refutó a Neruda

–Las páginas no sirven. La poesía no cambia
sino la forma de una página–

que estrenaron Solaris (lo dije en otro poema) pero también Aguirre Cabaret Garganta profunda El hombre de La Mancha Gritos y susurros El último tango –ah María Schneider en la tina y Brando ubicuo, bilocal, al mismo tiempo en el ático parisino y en Villa Corleone, otro y el mismo– mientras Zefirelli hacía volar a Chiara y Francesco en una nube de flores, Snoopy se iba de casa junto a Woodstock y Chaplin volvía a Hollywood (ya Osvaldo Soriano lo contó en una novela suya).

Murieron Chevalier, Alejandra y Kawabata, el primero bailando los otros dos 
al filo del espejo
y se despidió de este mundo una princesa  
Carolina Matilde de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg, bautizada como Princesa Viktoria-Irene Adelheid Auguste Alberta Feodora Karoline Mathilde de Schleswig-Holstein-Sonderburg-Glücksburg
de la que solo queda el nombre en Wikipedia.

También dijo arrivederci el profeta de la usura, que solía contemplarse en los ríos 
en noches de plenilunio y enderezar aun las torres con sus cantos. 

Una estela explosiva dejó el cohete fallido que propulsaba a la sonda Cosmos hacia Venus
y otra Harry S. Truman, con su cortejo de átomos y carne chamuscada.

Bobby Fischer, el díscolo, el irreductible, venció a Boris Spassky 
llevándose el título a casa junto a unas cervezas, 
en tanto el odio ensangrentaba los juegos olímpicos de Múnich el penal de Trelew 
un domingo en Irlanda del Norte el campus de la universidad de El Salvador
en cuanto un terremoto destruía Managua y en Roma
un tal Laszlo Toth atacaba la Pietà de Miguel Ángel con un martillo, 
gritando que él era Jesucristo.

Era 1972 y en un país perdido entre montañas, 
en una clínica metodista, por puro azar,
nacía yo, que debí haber nacido en otra ciudad y otro hospital; 
y poco antes o después nacían otros niños y niñas con los ojos también maravillados, 
de este y del otro lado del Ecuador, dedicados ahora, como yo, a este inútil,
maravillosamente inútil oficio de escritura.

Sí, de seguro fueron los efectos del cohete de la Cosmos
el poderoso cóctel de todas esas películas
algo de los últimos alientos de Pound y la Pizarnik,
y sobre todo la estela del poema de Marco Antonio Campos:

Las páginas no sirven. / La poesía no cambia / sino la forma de una página, la emoción, / una meditación ya tan gastada. / Pero, en concreto, señores, nada cambia. / La poesía no hace nada. / Y yo escribo estas páginas sabiéndolo.

Eppur si muove, cuarenta años después
ya solo quedan en pie los poemas de Alejandra, los cantos de Ezra, algo de las novelas de
Kawabata, mucho de los versos de Neruda y casi todas esas cintas 
indescriptibles

mientras el resto: Nixon Mao Neftalí Reyes Tarkovski Klaus Kinski Bob Fosse la deliciosa Linda Lovelace el insoportable Ingmar Bergman la más deliciosa María Schneider el más insoportable Marlon Brando el ya no se diga Charles Chaplin Osvaldo el Negro Soriano Charles M. Shulz Maurice Chevalier Carolina Matilde de Schleswig- Holstein-Sonderburg-Glücksburg el propio Ezra el programa espacial soviético la URSS Truman Bobby Fischer y todos sus rivales las víctimas y los asesinos el loco del martillo
son ya carne de gusanos y de la desmemoria

como lo seremos los poetas del 72 y Zefirelli y Marco Antonio Campos algún día
pero no su refutación a Neruda que se refuta a sí misma

perdurando

inútil y maravillosa
como la poesía,
como la Loren
como La Pietá

triste, solitaria 
y final. 

El pie de Eurídice 

Piensa un momento en el pie que 
como un fruto
–opimo, terso, deleitable–
posa Eurídice en el territorio de la luz

antes de que el abismo la devore
–sombra fundida en otra sombra–
en el momento en que Orfeo osa mirarla.

Piensa ahora en el otro pie de Eurídice.

Aquél que como un fruto oscuro  
el sol no baña sino el agua de Aqueronte.

En el pie que mordiera la serpiente,
el que se queda atrás y que la arrastra. 

El pie mortal. 

Acaso la poesía es una Eurídice 
tendida como un arco
entre las zonas de la luz y de la sombra
que están dentro de Orfeo. 

(Ocurre, breve, cuando el poeta osa mirarla
–verse–
a los ojos
y porque la mira
deja de estar).

Tal vez muchas otras cosas son eurídices:
nosotros, entre la sabiduría y el deseo,
la memoria y el olvido,
el adentro y el afuera,
o todo lo que existe
entre las reminiscencias del Ser y del no Ser.

Una rendija

Y tomando barro de la acequia
el niño formó cinco pajarillos cuando nadie lo veía.

Se alisó entonces el cabello que le cubría la frente
tomó aire
sopló suavemente sobre ellos

y echaron a volar. 

Los patios son para la lluvia

Los patios son para la lluvia
cuando ella cae despiertan sus baldosas,
abren los ojos del tiempo sus aljibes.

Y entonces los patios cantan.

Un canto hondo,
en un idioma arcano 
que hemos olvidado pero que comprendemos 
cuando cae la lluvia sobre los patios
y volvemos a ser niños que oyen llover.

Bajo la lluvia todas las cosas son renovadas en los patios
y cuando escampa el mundo huele a recién hecho, a sábado de Dios, a primavera.

El canto de los patios en la lluvia borra el dolor del universo y susurra el dolor del universo
por las lluvias perdidas, por los patios perdidos, por los cantos perdidos,
por ti y por mí que bailamos 
bajo la lluvia de Bizancio 
arcanas danzas
con movimientos hondos 
en los patios de la memoria.

Por ti y por mí que bailamos
que llovemos
que despertamos las estaciones mientras el patio canta

porque la lluvia es para los patios,
esos indescifrables.
 
Promesa
(Donde el poeta, investido como un personaje de Kozinski, conversa con su hija) 

                                             Para Clara

Y si de pronto un rayo o un camión se abaten
sobre la palma erguida,
sobre su razón llena de pájaros
y mediodías

si la malaventura hiere su frente de luz 
y la desguaza
y convierte en escombros su razón 
y su alegría
que era también la nuestra

no te dejes llevar por la tristeza, 
hija,
recuerda que detrás de los escombros
siempre quedan semillas

y que algún día,
pronto,
después del rayo y la malaventura

se abrirá la luz
cantarán los pájaros
y nuestra calle y todas las calles del mundo
donde alguna vez hubo palmeras abatidas 
se llenarán de felices jardineros
que peinarán 
los nuevos brotes
y regarán los mediodías.

Te lo prometo, hija:
la mañana se llenará de jardineros. 
 
Punto

Es maravilloso haber llegado al punto
en que ya no es preciso buscar la razón de tu vida
el amor de tu vida 
el norte (y sur) de tu vida
porque ya has encontrado todas esas cosas
o ellas te han encontrado
y ahora puedes llamarlas, casi familiarmente, 
con un sustantivo,
sea éste el nombre de alguien
—aquí puedes poner el que desees—
o de algo misterioso, como la poesía.

Y sin embargo, lo más maravilloso de todo esto
es que debes seguir buscando, 
buscando
porque todas las cosas y los seres
que se encuentran
así como llegan se alejan.

Incluso la poesía, a momentos.
Esa desconocida.

Gabriel Chávez Casazola (Bolivia, 1972) Poeta. Libros suyos se han publicado en quince países y está traducido a diez idiomas. Es autor, entre otros libros, de El agua iluminada (2010), La mañana se llenará de jardineros (2013), Multiplicación del sol (2017) y varias antologías de su poesía, como Il canto dei cortili (Italia, 2018), La vitesse des fantômes (Francia, 2018), Persistence of tattoos (EE.UU.,2019) y Cámara de Niebla, con cinco ediciones en distintos países.

Recibió la Medalla al Mérito Cultural de Bolivia y el Premio Editorial al Mejor Libro del Año en su país, y fue finalista del Premio Mundial de Poesía Mística “Fernando Rielo” en España, entre otros reconocimientos.  

Es docente del programa de Escritura Creativa de la Universidad Privada de Santa Cruz (UPSA), curador del Encuentro Internacional de Poesía Ciudad de los Anillos y dirige el taller de poesía “Llamarada verde” en la ciudad de Santa Cruz, donde reside. 

Foto de portada: Melissa Sauma