MÚSICA
Que levante la mano quien en los ochenta no se haya marcado unos bailes con Franco Battiato y su «Centro di gravità permanente». Venerado en Italia como una de las más importantes personalidades del panorama cultural patrio, este siciliano de sesenta y nueve años y aspecto dandi (pañuelo anudado al cuello, chaqueta de terciopelo, gafas de pasta y zapatillas de deporte) es en realidad un tipo inclasificable. Es músico, letrista, compositor, cineasta, místico, intelectual, vegetariano, agitador de conciencias y durante un breve periodo de cinco meses incluso ha sido político. Ha hecho música nuevo-romántica, música de vanguardia, música experimental, música ligera, música étnica, música culta, rock progresivo, música clásica, ópera… Las letras de sus canciones también reflejan su eclecticismo: hablan de esoterismo, filosofía, política, de tendencias sociales, de cánones culturales, de sus particulares filias y fobias… Todo, con grandes dosis de ironía. «A Beethoven y a Sinatra prefiero la ensalada / a Vivaldi la uva pasa que me da más calorías», reza por ejemplo el texto de su «Bandiera bianca».
Battiato es tan suyo y tan particular como solo un italiano absolutamente genial lo puede ser. Ahora vive apartado del mundanal ruido en Milo, una localidad siciliana de apenas mil habitantes situada a los pies del Etna, donde dice estar preparándose para su muerte (sic). Pero mientras sigue dando guerra. Ahí donde le tienen, casi septuagenario, antes del verano publicó un disco junto a Anthony. Y ahora acaba de sacar un álbum de música electrónica que ya querrían para sí muchos jovenzuelos. Además, hace poco puso el «The End» a un documental sobre la muerte, una cuestión que en este momento le obsesiona.
Por Irene Hernández Velasco / Revista Jotdown
Antes de nada déjeme preguntarle, ¿por qué le ha dado por volver a hacer música electrónica?
Es simple. Hace más o menos diez años, quizá un poco más, un par de chavales muy jóvenes me regalaron dos discos. Miré y vi que eran unas grabaciones mías… Me las llevé a casa, en el concierto no tuve ocasión de preguntar a esos dos quiénes eran. Cuando llegué a casa vi que la fecha era 1973. En esa época yo solo improvisaba, tocaba solo e improvisaba. En esas grabaciones había dos conciertos, en el Leoncavallo de Milán y en Verona, y tengo que decir que cuando escuché esa música me pregunté «¿Cómo es posible?». Era el 73 y el resultado sonoro era excepcional. De hecho algunos de los samplers que hemos incluido en el último disco son de aquella época y no se sabe cuáles son de hoy y cuáles de entonces. Ha sido muy interesante. Por ejemplo, esa canción que hice, «Le pareti del cervello…», esa era una improvisación. Cantaba lo que me salía.
Usted nació en un pueblecito de Sicilia… Jonia se llama, ¿verdad?
Sí, desde aquí se ve. Después os lo enseño.
Un autodidacta como es usted, una persona de la que lo mínimo que se puede decir es que es absolutamente particular, diferente… ¿Cómo ha logrado abrirse camino desde Jonia?
La cosa más increíble, hablando de originalidad, no es tanto de naturaleza musical, porque todos tenemos un destino, sino de naturaleza espiritual. Porque he vivido algunas experiencias espirituales que treinta años más tarde he encontrado en los tibetanos.
¿Ah, sí?
Sí, porque el lugar donde nacemos… ¿Usted cree en la reencarnación?
No estoy segura… Creo que creo en ella, sí.
Crea, crea, hágame caso. Saltamos de un mundo a otro. En una película que hice, se llama Niente è come sembra (Nada es como parece), se narra la iluminación de Buda. Es una cosa maravillosa, Buda que dice: «Me encontraba allí, en ese planeta… en otras galaxias…». Si esta frase la hubiesen comprendido los de la física tradicional… Gracias a Dios la física tradicional se acabó, ese fraude ya no existe. Giordano Bruno, en el siglo XVI, ya hablaba de otros mundos y tuvimos que esperar hasta la llegada de Einstein para creer lo que Bruno había dicho. Así que llegados a este punto no me sorprende dónde ha llegado uno que nació en un pueblecito de siete mil habitantes que el destino quiso que se llamase Jonia. Aunque ese nombre solo duró un año, ahora el pueblo se llama Riposto, que es un nombre horrible.
Ah, es cierto, leí que fue Mussolini quien bautizó al pueblo como Jonia…
Sí, en 1945. Fue cuando nací yo, fue un regalo que me hicieron. Antes se llamaba de otro modo y al año siguiente le volvieron a cambiar el nombre. Así que mi madre, mi hermano y yo vivíamos en la misma casa pero oficialmente en tres pueblos distintos: Riposto mi madre, Giarre-Riposto mi hermano y yo en Jonia.
¿Cómo miraba la gente del pueblo a alguien como usted, que parecía llegado del espacio exterior?
La cosa fue así, en realidad: yo entré en el primer año de universidad después de haberme sacado el bachillerato de ciencias, con dieciocho años. En aquel entonces uno que llegaba del bachillerato de ciencias no podía hacer carreras lingüísticas. O sea que tuve que inscribirme en Magisterio, que era otra cosa, menos interesante. El primer examen que hice fue de francés, que es una lengua que conocía y que conozco bastante bien todavía hoy. En el instituto había tenido una profesora que me estimuló muchísimo: me dejaba escribir cartas, era el único de la clase que podía escribir cartas a las chicas francesas. O sea que aprendí bastante bien la sintaxis, la gramática, etcétera. Cuando llegué a la universidad le dije a la profesora: «Bonjour, madame le professeur» y ella me dice «No, no, habla en italiano». Empieza el examen oral y me pregunta, digo un nombre al azar, por Fané. Y yo le pregunto «¿Quién es Fané?». Me dice otro nombre. Yo cojo el libro, con los autores, Rabelais, etcétera, y le digo: perdone, aquí no está ninguno de estos. Y ella me dice que me vaya, y me suspende. Yo había sido el único admitido con reserva en los exámenes orales. Era una mujer bajita, bastante desagradable. Así que en ese momento, delante de ella, cogí los libros y los tiré a la basura. Al cabo de pocos meses me fui a Milán. Por otra parte estaba cansado de las lamentaciones de los isleños: este país es un asco, etcétera. Así que me fui, y tardé muchos años en volver a Sicilia.
¿Qué le hizo volver a Sicilia?
Tengo que decir que, a lo largo de estos años, he tenido algunos problemas. Llegué a Milán en diciembre del 64. Después de bajar del tren dejé la maleta en el suelo de la estación, había una niebla espesísima, y yo me dije: esta es mi casa. Nunca había salido de Sicilia, así que pasé el mes de diciembre viendo a los milaneses que se paseaban por la Galleria Vittorio Emanuele metidos en sus abrigos, que se hacían regalos… No tenía dinero pero no tuve problemas, poco a poco lo gané.

¿Se siente un poco un equilibrista? Ha hecho y hace de todo, siempre un poco en el filo, en la cuerda floja…
Sí, es verdad, en el filo, a punto de caer…
Sí, exacto. Pero supongo que arriesgar significa eso, estar siempre en el filo. ¿Dónde encuentra las fuerzas para hacerlo?
Tengo que confesarle que a lo largo de mi vida me han ayudado. A principios de los noventa, por ejemplo, estaba tocando un armonio, improvisando, y la primera frase que me vino a la mente, no que pensé sino que me vino de arriba, fue «Defiéndeme de las fuerzas contrarias». Apenas acabé de cantar esta frase me detuve. Al día siguiente me vino otra frase. Fue una cosa que duró más de veinte días, casi un mes. El resultado es una canción que se llama «L’ombra de la luce» («La sombra de la luz»), una de las cosas más bellas que he escrito. Y ahí entendí que había una comunicación trascendente. Y me acordé de una experiencia que había tenido a los dieciséis años, saliendo de la iglesia de mi barrio. Era domingo de ramos, estábamos saliendo, el cura había puesto una música y yo me sentí como si una fuerza tirara de mí hacia arriba. Para un niño como yo era entonces fue una experiencia increíble. Me acerqué al cura y le pregunté: «Disculpe, ¿qué música es esta?». Y él, me acordaré toda la vida, me respondió: «La escribió Johann Sebastian Bach». Era la Pasión según San Mateo.
¿Esa es la primera música que recuerda?
La primera pieza que recuerdo de música clásica, pero antes había escuchado canciones napolitanas, en los patios, casi sin darme cuenta. A los trece años mi padre me compró una guitarra y empecé a rascarla. Fue así como empezó todo.
Usted es muy conocido en España, en varios lugares fuera Italia… ¿Qué es lo que le molesta más que le digan como italiano cuando está en el extranjero?
Bueno, nunca he tenido problemas… Por ejemplo, la primera vez que di un concierto en Nueva York, en el Town Hall, había mil trescientas personas, estaba lleno, y no había más que veinte o treinta italianos, porque no era uno de esos cantantes que pertenecía a la tradición italiana, o siciliana o del sur de Italia. Tengo que decir que la primera hora fue un poco dura para mí, porque el aplauso era un poco distante, un poco frío. Pero después de esa primera hora, los siguientes quince o veinte minutos fueron un delirio. De repente el público empezó a entrar en el lenguaje, y fue muy bonito. Después he hecho varios conciertos en América. En la última gira que hemos hecho en Europa, por ejemplo, todos me decían: «No pienses que en Berlín vas a llenar, ningún italiano llena en Berlín», y al final fue una noche maravillosa. Puse en una pantalla la traducción de las letras de las canciones en inglés, y veía los que la seguían y los que no. Además, claro, también estaban los italianos.
En realidad me refería más bien a las generalizaciones y banalidades que a veces se dicen sobre los italianos…
Lo mío es diferente, es otra historia. En realidad los tres o cuatro italianos que han tenido éxito en el extranjero son italianos… cómo puedo decirlo para no ofender, no es mi intención… populares. Populares en el sentido de que hacen algo «fácil».
En cualquier caso, ¿usted se siente italiano?
Sinceramente nunca he sido un patriota. Es algo que no entiendo. Cuando era pequeño en la escuela todavía quedaban residuos del fascismo, en quinto aún hacíamos las exhibiciones de gimnasia típicas del fascismo y tengo que admitir que sentí esa cosa que años después he detestado: el deseo de formar parte de un grupo, como en ciertos mítines alemanes o franceses. Pero lo perdí en seguida. Es algo que no entiendo. Nunca me he sentido diferente de un negro.
Pero entonces, ¿se siente usted italiano o no? ¿Reconoce en sí mismo alguna característica italiana?
Si por ejemplo hablamos de fútbol, cuando veo un partido de la selección…
Ah, ¿le gusta el futbol?
Jugaba cuando era joven, pero no, no soy un fanático. Miro quién juega mejor, no es que me importe Italia, ¡qué más me da! De verdad, ese es un aspecto falso de la existencia.
Cuando ha dicho que detesta el concepto de patria he pensado en esa canción suya, «Povera patria» («Pobre patria»), en la que hace un retrato terrible de la Italia de la corrupción rampante poco antes de que estallara Tangentópolis…
Me turbó mucho ese periodo en el que gobernaron aquellos individuos asquerosos, esos tipos que no entienden que la van a pagar. Porque la pagarán.
¿Usted cree?
Sí, la pagarán. Es el karma.
Gramsci decía que el pesimismo es una cuestión de inteligencia, pero el optimismo es una cuestión de voluntad. Al final supongo que tenemos el deber de ser optimistas…
Sí, es exactamente así.
Cuando escribió en 1991 esta canción, «Povera patria», ¿pensaba que hoy, tantos años después, Italia habría hecho limpieza?
No, nunca lo he pensado, y de momento no veo una firmeza que permita pensarlo… Todavía hoy, con todo lo que hicieron, siguen robando. Es algo inaceptable.

Llegados a este punto le tengo que preguntar también por su experiencia política. ¿Cómo es posible que uno que cantaba contra los concejales de cultura y los directores artísticos haya acabado metido en política, como consejero de Cultura de la región de Sicilia?
Cuando Rosario Crocetta, el presidente de la región siciliana, vino a mi casa rogándome que aceptara ese cargo yo le dije: «No quiero ser consejero de Cultura. Lo que quiero es que me deis un presupuesto, que sean cien mil euros o dos millones de euros, y yo con eso hago festivales verdaderamente importantes». De hecho, durante aquel corto periodo de solo cinco meses en que fui consejero de Cultura, un americano vino aquí a mi casa porque querían organizar aquí, en Taormina, los Grammy Awards, y para la región de Sicilia habría sido algo fantástico. Después de que yo me fuera la cosa acabó en nada.
Así pues usted entró en política porque sentía que era necesario arremangarse…
Fue exactamente así. Y tengo que decirle que los primeros cinco meses, cuando entré en el Palazzo d’Orleans (la sede del Gobierno regional de Sicilia) con los otros consejeros había un clima que no se había visto nunca en la región. Pero después descubrieron que yo era un problema muy serio, porque no me podían manipular, era imposible convencerme. Recuerdo una sesión en que la tensión estaba al máximo, yo había escogido un director de orquesta que había estudiado en Rusia, muy bueno. Sentado frente a mí había un tipo que me pregunta: «¿Y por qué escogemos a este?». Yo le dije «¿Tiene usted algún otro nombre que proponer?». Y va y me contesta, en siciliano: «No, a mí me gusta el fútbol». ¡Yo aún me preguntó quién metió a ese tipo ahí! Porque nos ocupábamos del Teatro Politeama de Palermo, donde se hace música clásica y del que yo era presidente como consejero de Cultura. ¿Y en un sitio así metes a un futbolero?
O sea, que al final se trata siempre de las dinámicas de enchufados y corruptos…
Sí.
A usted le echaron como consejero de Cultura en marzo del año pasado, por soltar durante una intervención suya ante el Parlamento Europeo en la que hablaba de la política italiana la frase: «Estas putas que hay en el Parlamento harían lo que fuera. Es una cosa inaceptable, sería mejor que abrieran un burdel». Le acusaron de ser machista y Crocetta le cesó. En mi opinión fue algo bastante ridículo, porque lo que dijo es algo que todos sabemos que es verdad…
Ya lo sé, recibí mensajes de apoyo desde Inglaterra, desde Francia…
De hecho ayer mismo salieron las motivaciones de la sentencia del llamado caso Ruby, que deja claro que se practicaba la prostitución en la casa del expresidente del Gobierno Silvio Berlusconi…
Claro. ¿Pero usted se acuerda de esa parlamentaria que iba enseñando el trasero y que ganaba veinte mil euros mensuales?
Sí, claro, Minetti, la higienista dental de Berlusconi, a la que este metió en el Parlamento regional de Lombardía con un sueldo de veinte mil euros al mes y que el año pasado fue condenada en primer grado a cinco años de cárcel por favorecer la prostitución, porque se ocupaba de buscarle putas a Berlusconi.
Sí, jajaja… ¡Es un chiste!
¿Sabe que como parlamentaria de la región de Lombardía la Minetti ganaba más que el presidente del Gobierno en España?
Sí, sí, es increíble.
Usted apoyó en un principio a Cinco Estrellas, el movimiento antipolítica y anticasta que creó Beppe Grillo. ¿Cómo lo ve ahora?
Tengo que decir que los de Cinco Estrellas me apoyaban, dijeron que si me quedaba como consejero de Cultura me hubieran dado su apoyo. Y los otros se asustaron, dijeron: «A ver si estos nos van a echar». No se podía seguir adelante. De hecho creo que a Crocetta (el presidente de la región de Sicilia) no le queda mucho. Mire, treinta millones de italianos no votamos, yo tampoco voto.
¿Desde cuándo no vota?
Desde las últimas elecciones regionales.
Eso solo confirma que la antipolítica ya es un movimiento.
Es un movimiento, y nosotros seguimos como si nada. Italia sigue como si nada. Y la culpa la tienen los que están con ciertos políticos, ciertos sectores que les apoyan… No es fácil vivir aquí, con todos los impuestos que nos clavan. Si metemos dentro todos los que pagamos (la gasolina, las tasas…) la presión fiscal llega al 85 %. Todavía pagamos los impuestos sobre la gasolina de la Primera Guerra Mundial.

¿Usted espera la revolución, echarles a todos de una vez?
No lo sé, porque el peligro de los revolucionarios es que acaben siendo peores que aquellos a los que han derrocado. Me viene a la cabeza cuando Ionesco, desde el edificio de Gallimard, de puntillas porque era muy bajito, gritó a los estudiantes: «Vosotros seréis los siervos del poder de mañana». Y así fue, así fue.
¿Cómo se puede salir de esta situación?
Haría falta lo que hubo en los años setenta, pero que se acabó demasiado pronto. Esa también fue una fulguración cósmica. Diez años más tarde, cuando todo se acabó, todos a la discoteca a bailar. Cuando tú, como ser humano, encuentras un estado digno del ser humano, nadie te podrá quitar nada.
¿Pero a qué momento concreto de los años setenta se refiere?
Desde el 70 hasta al 78. Yo hacía música de vanguardia, una cosa realmente impresionante y vivía y hacía conciertos… La mayor parte de gente iba a ver las cosas difíciles. Algunos discos de música ligera se escuchaban casi en clandestinidad, a escondidas.
Por lo que dice está convencido de que ha habido una caída, ¿no?
Sí, una caída libre.
¿Es para huir de esa caída libre por lo que se refugia aquí, en esta casa a los pies del Etna?
No, no es por esto. Quiero que mi paso hacia la muerte esté bien calculado.
¿Cómo? ¿Ya piensa en la muerte?
Y tanto, sí. Me han encargado un documental sobre la muerte, que he titulado Attraversando il Bardo (Atravesando el Bardo). ¿Ve todos los libros que hay aquí? Todos estos son de los más grandes místicos, vivos y muertos. Es un documental increíble. He ido a Katmandú, porque los tibetanos como sabe, a causa del conflicto con China no pueden vivir en Tíbet. El documental saldrá aquí en Italia el 5 de noviembre y ya hay entre quince y veinte mil reservas, lo que supone una enormidad para un trabajo de este tipo.
¿Y se podrá ver también en España?
Sí, ahora haremos la versión española.
¿Entonces ya ha decidido cómo quiere morir?
Estoy en silencio, apartado, precisamente porque he decidido una vía mística y sé lo que sucede después de la muerte.
¿Qué sucede?
Bueno, si se lo tengo que decir como lo dicen los tibetanos, le diré que cuando uno muere la tierra se disuelve en el agua, el agua se disuelve en el fuego, el fuego en el aire, el aire en el espacio y en el espacio llega la consciencia, nuestra consciencia. Usted alguna vez habrá oído a alguien que está a punto de morir y dice: «Dios mío, me siento como…». Esa es la tierra que empieza a irse. A menudo va acompañado de la plegaria.
¿Usted en qué religión cree? ¿O la suya es una religión que ha inventado?
Todo, todo. Empecé con los místicos indios, a principios de los años setenta. Después el sufismo, en el que profundicé bastante. Después del sufismo encontré el sistema de Gurdjieff, que fueron siete años maravillosos, en el que estudias, te preparas, cambias… Cambias hasta tu signo zodiacal. Yo lo cambié: antes era aries. Y después los tibetanos, también algo de hebraísmo. En definitiva: he estudiado y practicado un poco todas las religiones. Porque al final son todas iguales. Por no hablar de España: santa Teresa de Ávila levitaba y sus compañeras lo sabían, o san Juan de la Cruz, que escribió cosas excepcionales siendo todavía muy joven.
Desgraciadamente, aunque usted y yo creamos que todas las religiones son más o menos iguales, no todos opinan así. Ya ve lo que está sucediendo con el califato, el terrorismo yihadista del Dáesh, las guerras de religión…
Esa es la típica cosa falsa, igual de falsa que cierta religión católica, tan superficial, de quien dice cosas sin saber realmente lo que está diciendo. ¿De verdad se puede aceptar que un miserable ser humano defienda a Dios con la espada y se vaya a matar a otro ser humano? Dios es amor puro, y antes de llegar a él hace falta verdaderamente mucha, mucha paciencia.
¿Usted medita todos los días?
Todos los días.
¿Desde cuándo?
Desde el 70.
¿Cómo es uno de sus días?
Maravilloso. Cuando te adentras en el camino del misticismo atraviesas subidas y bajadas. Y cuando bajas significa que algo está yendo mal, significa que tienes que ajustar el tiro. Aquí está este libro, que es una maravilla, se llama L’essenza della vita (La esencia de la vida). Sin saberlo, este se ha convertido en mi maestro. Es un monje benedictino que ahora tiene ochenta y siete años, un gran místico, Jäger Willigis. Antes de escribir este libro empezó a seguir a un maestro zen, se fue a Japón para aprender de él. En un momento dado este maestro le dice: «Ahora vuelve a Alemania y escribe un libro». Al señor Ratzinger, que entonces era el jefe de la Congregación para la Doctrina de la Fe, le hablan de este monje benedictino y se hace traer el manuscrito. Ratzinger lo lee, lo manda llamar y le dice: «Este libro no puedes publicarlo, es más, te prohíbo que hagas conferencias públicas». Willigis, que es un señor verdaderamente extraordinario, dejó el monasterio benedictino, pero sin dejar de ser monje benedictino, porque eso no se lo puede quitar nadie y ha fundado su propia ala. En el libro habla sobre todo de la mística occidental. Y yo digo: ¿pero no le da vergüenza a Ratzinger? En el libro están el maestro Eckhart, san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila, madame Guyon… De zen hay solo alguna frase, de vez en cuando… ¿No le parece que Ratzinger y compañía hacen un daño terrible? Es porque tienen miedo de perder el poder. Siempre que he coincidido con obispos o cardenales, la última vez en Roma el año pasado, yo siempre polemizo con ellos, les digo: «¿Perdonad, sabéis que Cristo hablaba de reencarnación?». Y como no son tontos, uno de estos me dice: «¿Isaías?». Y yo respondo: «También en el Evangelio según san Mateo». Silencio. Y les pregunto «¿Por qué no lo decís?». Otros dos o tres segundos de silencio y responde: «Son cosas delicadas». ¿Cómo cosas delicadas? ¿La verdad es una cosa delicada? Supongo que tienen miedo de que su mundo se acabe.

¿Y este papa, Francisco, qué le parece?
Mitad y mitad. Por una parte tengo que decir que me divierte, porque tiene ocurrencias simpáticas. Yo le he atacado un par de veces, y no debería hacerlo más. Es divertido, y de alguna manera ha despertado a cierto público. Sin embargo, en otros aspectos se equivoca. Cuando dice: «Un niño que muere va a las manos de Dios». Atención, porque no es tan fácil como dice. Depende de muchas, muchas cosas. Este documental que he hecho, Atravesando el Bardo, demuestra que en los cuarenta y nueve días, que divididos de siete en siete son exactamente siete, hay gente que por el modo en que ha vivido ni siquiera entra en el Bardo, va a algún reino interior. Pueden convertirse en un perro, una serpiente, un conejo… depende. En cambio, cuando consigues completar este camino en siete fases y llegar al último escalón significa que no vuelves al planeta donde has estado… O si vuelves a él es porque decides volver y a dónde quieres volver, en qué útero entrar, lo que ciertos budistas llaman «rinpoche». Pero algunos no quieren estar nueve meses en un barriga… A Padmasambhava, por ejemplo, lo encontraron a los ocho años en una flor de loto. No se les considera como Jesucristo, que hacía milagros, pero podían pasar a través del fuego. A Padmasambhava lo cogieron y lo tiraron al fuego muchas veces, y él todas las veces salió como si nada. Y los otros, claro, se volvían locos.
¿Y usted dónde quisiera reencarnarse, aquí o no quisiera reencarnarse en la Tierra?
Esto no lo sé, sinceramente, solo sé que estoy mejorando en los últimos tiempos.
De todas formas le diré que yo quisiera reencarnarme en Italia. A mí me parece un sito estupendo.
Jajaja… ¿Sabe que eso mismo lo dijo el dalái lama?
¿En serio?
Sí, en una entrevista. Dijo: «Estaría bien reencarnarse en Italia».
Un tipo listo el dalái lama. Italia es un lugar bonito.
Ah, sí, sí, a mí me gusta mucho. Me sabe mal por esta fauna tan terrible que tenemos. Pero se acabará, se acabará.
¿Matteo Renzi, el joven primer ministro, no le convence?
No lo sé. De vez en cuando dice algo acertado, me parece. Al menos respecto a otros. Pero ya veremos.
De todas formas usted siempre ha vivido en Italia, no se ha ido nunca. ¿Ni siquiera lo ha pensado?
No podría. No podría vivir en Nueva York, ni tampoco en París. Me compré una casa en Berlín y entre otras cosas ha sido un buen negocio, porque me dicen que en los últimos años los precios están subiendo [ríe]. De vez en cuando paso ahí alguna Navidad o voy a escuchar un concierto de música sinfónica.
¿Qué es a lo que no puede renunciar de Italia?
Mire, como en los últimos años de mi vida he decidido respetar el camino que estoy siguiendo, no tengo lazos que me aten. El dinero no me interesa para nada. En una canción que escribí en el penúltimo álbum, «Apriti Sesamo», hay una frase que después la gente que me sigue, porque tengo un público que me sigue, me ha preguntado por ella. La frase por la que me preguntan es: «Lo que debe suceder sucederá, porque ya ha sucedido». Efectivamente parece una frase poco comprensible, pero en realidad es facilísima. Yo se la voy a hacer fácil de entender. Usted por ejemplo entra en una sala y ve a un hombre que despierta su interés, se siente atraída por este hombre. ¡Ya ha sucedido, no hay nada que hacer! Esto es lo que significa esa frase. Lo que tiene que suceder sucederá, porque ya ha sucedido, a esto me refiero. No sé si me he explicado bien.
¿Quiere decir que ya ha sucedido porque ha ocurrido en ese instante?
Exactamente, ha sucedido y ya no puedes huir de eso. Podrás dejarlo atrás solo cuando, como ocurre, tú te canses de él, él se canse de ti, etcétera.
Hablando de atracción, en muchas de sus canciones usted habla del amor en un sentido místico y abstracto, separado del cuerpo, de la carne, de la pasión.
Así es, escribí una canción que se llama «Tra sesso e castità» («Entre sexo y castidad»), porque en realidad he tenido que luchar con… pero hay gente que utiliza…
¿Que utiliza el sexo para llegar a un determinado estado de consciencia, no?
Exacto, muy bien, veo que conoce la cuestión. En China lo hacían en el siglo XVI, cuando todavía no eran lo que son hoy. ¡Si pensamos que han matado a cien millones de tibetanos! ¡Cien millones! En fin, durante el siglo XVI uno de estos iluminados chinos inventó la retención del esperma, que en realidad es una técnica muy fácil. Comparado con este, el orgasmo sexual no es nada. Pero yo no lo he probado nunca porque cuando llegaba el momento siempre me decía, bueno, dejémoslo para otro día [ríe].
Así que usted no ha seguido el camino de la castidad…
No, no, no. Pero tampoco el de la truculencia.
¿Todavía hoy es vegetariano?
Sí, lo soy desde hace muchos años. En los años setenta era macrobiótico. Después cuando vi que tenía poco que ver con la comida de aquí, del Mediterráneo, lo dejé.

Antes no me lo ha contado, cuénteme cómo es un día suyo.
¿Mi día? Yo trabajo mucho cuando estoy fuera, pero cuando estoy en casa —y a veces lo estoy durante bastante tiempo— hago dos meditaciones al día. Durante la noche me despierto cada dos o tres horas. Leo mucho, libros que releo una y otra vez, y me digo: «¡Mira, mira lo que me había perdido!». Porque lees un libro y te gusta, pero después te das cuenta de que te has perdido cosas determinantes. Y también la naturaleza, esta naturaleza. Me atrae, aunque mantengo cierta distancia con ella. Otro «rinpoche» que hubiera querido entrevistar, pero tiene ciento cinco años y una salud delicada, cuando se fue de casa dejando la casa de sus padres se dio cuenta de que ya había hecho la mitad del camino. Quería decir en el sentido espiritual: yéndose de casa y renunciando a todos los lazos (los padres, etcétera) ya había hecho la mitad del camino.
¿Cuánto tiempo dedica a cada meditación?
Entre cuarenta y cinco minutos y una hora.
¿Y consigue vaciarse entero?
Completamente. No pasa ningún pensamiento.
¿Hay todavía algún peso que lleve encima y del que quisiera liberarse?
Sí, todavía queda alguno, sí. Pero lo estoy haciendo bien en los últimos tiempos. He atravesado diferentes muertes en los últimos tiempos. Me estoy acercando. Y es interesante esta cosa. Y después vuelvo a mi ser, así es como funciona la mente.
Sobre su último disco, que ha grabado bajo el nombre de Joe Patti’s Experimental Group en honor a un tío suyo que emigró a Estados Unidos. ¿La música electrónica también puede ser música mística?
Esto no lo sé. Muchos consideran la música de vanguardia superior a ciertas canciones, pero no es así. Porque cuando hay una letra, especialmente para mí que vivo en Italia y se unen música y letra, se logran cosas increíbles. Le cuento algo: aunque no soy tan estúpido como para creer que yo fuera la causa, eso nunca lo he creído, a principios de los noventa varias mujeres (siete u ocho mujeres) se hicieron monjas de clausura después de haber escuchado «L’ombra della luce» y este tipo de canciones. Las madres me llamaban para darme las gracias. Y eso que hay familias que no soportan la idea de que un hijo o una hija tomen una decisión de este tipo. Fue maravilloso, maravilloso. A veces me sucede que, cuando surge algún problema, abro el ordenador, escucho alguna canción mía de los años noventa y me digo «Dios, qué cosa magnífica». Cuando alguien viene y me dice: «Perdona, ¿puedo cambiar algo?». Yo siempre digo: haz lo que te dé la gana. Nunca he considerado las canciones como de mi propiedad. ¿Por qué iba a hacerlo?
Le quería preguntar una cosa muy trivial, por la que le pido de antemano perdón…
Diga, diga.
No sé si sabe que en España había hace años una pareja de humoristas que le imitaban siempre…
No, no lo sabía. ¿Y la gente se divertía?
Sí, mucho. ¿Y sabe qué es lo que imitaban siempre de usted, de lo que hacían burla? De la nariz. Le llamaban Napiatto, que en español viene a decir narizotas. Si me atrevo a decírselo es porque como ve yo tengo una nariz tan importante como la suya. A mí este pedazo de nariz me ha dado seguridad en mí misma, no sé si para usted ha sido igual.
Sí, es cierto, a mí también. Le diré más: a veces en los conciertos escucho chicas que me gritan «¡Guapo!», lo que es algo muy ridículo.
A mí me gustan las narices como las nuestras, con personalidad. Yo creo que hay dos tipos de reacción ante una nariz como la nuestra: o lo aceptas o…
O la aceptas… ¡o te pegas un tiro! [ríe].
Bueno, hay quien se opera. Pero a fin de cuentas usted es un artista, y un artista tiene que creer en sí mismo. Especialmente alguien que se arriesga tanto como hace usted.
Es cierto.
¿No ha tenido nunca la sensación, caminando tan en el filo, de caer, de hacer el ridículo?
El ridículo es difícil, el problema es al contrario. Cuando por ejemplo voy a la televisión me encuentran reticente a bromear. El ridículo en todo caso nace de la ignorancia.
Fotografía: Antonello Nusca
