Enemy sighted, enemy met, I’m addressing the realpolitik
You’ve seen start and you’ve seen quit
(I’m addressing the table of content)
I always thought of you as quick
Exhuming McCarthy
(Meet me at the book burning)
R.E.M., “Exhuming McCarthy”
PORTADA
Por Gonzalo Curbelo Dematteis
Días atrás y en pleno auge de las protestas raciales generadas por la muerte de George Floyd a manos de un policía blanco, el canal de streaming HBO Max decidió enviar una señal fuerte de solidaridad con las protestas y retiró temporalmente la película Lo que el viento se llevó (Victor Fleming, 1939) para que se le agregara un segmento previo que explicara el contexto histórico de la película, que desde hacía un tiempo venía siendo acusada de racista por su descripción amable de personajes del Sur estadounidense durante la Guerra Civil de yanquis contra confederados, así como por la embellecimiento del personaje de la esclava Mammy, interpretada por Hattie McDaniel, un rol por el que se convertiría en la primer mujer negra en ganar un Oscar. El retiro de Lo que el viento se llevó se produjo en forma casi instantánea luego de que fuera atacada en una columna de opinión por el guionista John Radley -autor de la adaptación de la oscarizada 12 Years a Slave (Steve McQueen, 2013), justamente una película que se presentó y quiso ver como la anti-Lo que el viento se llevó, por su cruda -pero muy estetizada- descripción de los maltratos a los esclavos previamente a la Guerra Civil. Sería igual injusto el asumir que el gigante HBO reaccionó simplemente a una columna sobre-exitada en particular, ya que la película de Fleming, que el año pasado había cumplido ocho décadas, era un objetivo frecuente de protestas y el método para censurarla-pero-no-censurarla elegido por el canal da la impresión de que ya había un plan de contingencia al respecto.
¿Por qué era tan importante Lo que el viento se llevó y por qué se reavivó una batalla ideológica que en realidad ya estuvo presente en los días de su estreno, en los albores de la Segunda Guerra Mundial, que coincidió con un período muy liberal en lo político y hasta de tintes izquierdistas del cine de Hollywood? Es una pregunta que se contesta fácil: Lo que el viento se llevó sigue siendo -si se adecua su taquilla del momento a la inflación y depreciación del dólar- la película más exitosa de todos los tiempos; y aunque el contenido ideológico -o si se quiere racista- de la película es muy tenue en comparación con otras que la precedieron o llegaron después, su persistente popularidad y esa corona de GOAT (Greatest of All Times) la han convertido en la Stalingrado de las batallas culturales. Aunque sería una Stalingrado en la que el general Zhukov le entregara “temporalmente” las trincheras al ejército alemán de Von Paulus. Si existe una película u objeto cultural alto como una colina por el que las identidades en permanente fricción de las fuerzas encarnadas por el Norte y el Sur, Izquierda y Derecha, Integradores y Discriminadores, Progresistas y Reaccionarios o las subdivisiones que se quieran aplicar, consideran que vale la pena pelear es Lo que el viento se llevó. Lo cual es una pena y un malgasto de fuerzas, porque lo primero que se nota al revisarla hoy en día es -salvo su perfecto final- lo mal que ha envejecido, y que esencialmente es un dramón de época sin pretensiones simbólicas mayores.
Mucho más interesante que observar la pertinencia o no como objeto de discusión de una película demasiado larga que va camino al siglo de su estreno, es el pensar en el cómo fue atacada ahora en la segunda década del Siglo XXI. Y el cuándo lo fue y desde dónde, porque hay todo un proceso gradual -que sobrepasa en mucho las intenciones de este artículo- en el que se puede notar como la concepción misma del arte en Occidente, pensado como una fuerza de cambio y revulsión social que por naturaleza se enfrenta con los poderes de la reacción y el conservadurismo de bases morales religiosas, ha ido siendo totalmente distorsionado por una Revolución Cultural de baja intensidad, de exclusión y silenciamientos extrajudiciales, que en apenas tres décadas invirtió casi todos los avances del Free Speech Movement de los años 60, forjado en las universidades y en el combate contra el Código Hays, las Listas Negras y demás instrumentos de censura en Hollywood, que ahora ha sido sustituido por un sistema de opresión y discriminación menos alevoso, de motivaciones más humanistas que teológicas (aunque no más científicas ni iluministas) y oficialmente con pocas reglamentaciones (por ahora). Un sistema que ha conseguido un control del discurso expresivo cómo no se veía desde los días de la Guerra Fría, y que ha tenido a los mismos aliados -y los mismos impulsos- que en su momento señalaban con el dedo defenestrador a los sospechosos de comunismo o de ser compañeros de ruta de este.

II
Cuando los R.E.M. editaron su canción ‘Exhuming McCarthy’ (exhumando a McCarthy) en 1987, podía considerarse como una reacción de la brumosa pero entonces cada vez más politizada banda a las políticas de derecha del entonces presidente Ronald Reagan, El mandatario ex actor, justamente, había sido uno de los “testigos amistosos” (léase “buchón” o “delator”) que había colaborado con las investigaciones del Comité de Actividades Antiamericanas, creado entre otras cosas para barrer de comunistas la industria del cine, a la que se veía como un medio importante de influencia ideológica de los enemigos del otro lado del Telón de Acero. Aunque nunca fue parte del mismo (sí su impulsor), el Comité siempre quedó asociado en el imaginario popular con la figura del senador republicano Joseph McCarthy y su anticomunismo persecutorio y cerril. Y en este caso -según una primer lectura de la canción- Ronald Reagan sería su representante tardío y quién estaría exhumando el cadáver maloliente de su mentor ideológico.
Sin embargo en 1987 las principales presiones serias sobre el arte estadounidense y los músicos de rock no provenían del sector político de Reagan, sino del PMRC (Parents Music Resource Center), un comité formado por Tipper Gore, esposa del senador demócrata Al Gore (más tarde vicepresidente de Bill Clinton), con el objetivo de vigilar/reprimir la difusión de canciones que estimularan americanos al sexo, el satanismo y las drogas (el orden de relevancia puede variar). El detalle interesante es que no se trataba de un grupo proveniente de los sectores más religiosos, ligados tradicionalmente con el Partido Republicano, sino de grupos morales de corte más laico y preocupado por la psiquis -la sensibilidad y la fragilidad- de sus hijos, no por sus almas.
El PMRC -que no tenía la más remota idea de lo que hacía y cometió errores muy graciosos como considerar satánico a un disco instrumental como Jazz From Hell- se las arregló para reunir en su contra a un improbable trío musical compuesto por el cantante de heavy metal Dee Snider (de Twisted Sister), el apacible y hasta entonces lejano a cualquier controversia compositor folk John Denver y el volcánico y virtuoso transgresor del rock (y cualquier otro género) Frank Zappa. Estos resultaron portavoces formidables de su gremio y el PMRC fue desprestigiado rápidamente, generando un efecto boomerang que le devolvió al rock un poco de su ya oxidado carisma rebelde. Incluso un modesto triunfo pírrico del PMRC, el poner etiquetas de “advertencia parental sobre contenido explícito” acerca de las letras en las tapas de los CD, terminó siendo casi una marca de promoción para muchos artistas -especialmente del ámbito del hip-hop- que parecían competir en qué tan ofensivos podían llegar a ser con sus textos para lucir esa etiqueta peligrosa. Simultáneamente el mundo del arte se alineó uniformemente del lado de los músicos casi censurados, como también de los escasos artistas capaces de generar escándalo a fines de los 80, especialmente el fotógrafo Robert Mapplethorpe, que con sus exhibiciones de imágenes estilizadas pero llenas de sexo explícito homosexual y sadomasoquista, consiguió que algunas alcaldías prohibieran momentáneamente algunas de sus muestras, hasta que la presión del mundo intelectual y políticamente liberal consiguió que estas exhibiciones fueran legitimadas y sus fotos fuesen vistas prácticamente en cualquier lugar salvo Disney World, suponemos.
Pero a principios de los 90, con los residuos de censura gubernamental o del establishment religioso derrotados o en franca retirada, pequeñas muestras de deseo de control del discurso artístico y cinematográfico comenzaron a entrar por una ventana que había quedado abierta. Parte del mismo ambiente de la militancia gay que había defendido con ferocidad el derecho a expresión de Mapplethorpe, decidió manifestarse en contra de la película Basic Instincts (Paul Verhoeven, 1991) con el insólito argumento de que como el personaje de la asesina en el film -la escritora interpretada por Sharon Stone- era bisexual, toda la película era un ataque hacia los bisexuales/homosexuales. La protesta caprichosa fue vista en general como lo que era, una sobreinterpretación, pero también era una forma de mantenerse en el candelero. Habiendo conseguido el objetivo casi inverosímil de volver respetable y aceptable artísticamente a un trabajo tan radical como el de Mapplethorpe, lleno de imágenes gráficas de toda clase de parafilias sexuales, no quedaba ya mucho espacio que se pudiera conquistar afirmándose en la libertad expresiva, el espacio de poder a conquistar ya se encontraba en el campo de las libertades del otro, del que no es parte de nosotros o que expulsamos hacia afuera. Escritores y pensadores como Bret Easton Ellis o Camille Paglia, hasta entonces pesadillas del conservadurismo tradicional estadounidense, de pronto empezaron a ser atacados desde el área que los estadounidenses denominan liberal y que se equipara bastante bien con nuestro concepto actual de progresismo. Un movimiento y clase intelectual que acostumbrado a una larga sucesión de victorias culturales desde los años 60, se había quedado sin territorios que liberar, por lo que podía utilizar la inercia de sus impulsos en el control de todo lo convulsivo y poco funcional o didáctico del campo artístico.
Seguramente había decenas de películas en 1991 que podían interpretarse -y generalmente en forma correcta- como auténticamente homofóbicas o abusivas en sus representaciones del mundo gay, pero la película de Verhoeven tenía algo especial: tenía una indudable calidad artística, tenía popularidad y una cualidad auténticamente trangresiva que resultaba particularmente insoportable para una mirada que había decidido hacer un campo de batalla en el que ninguna representación de este lado podía tener visos negativos, mientras que ninguna del otro lado podía presentar rasgos de humanidad. Que el personaje de la asesina de Sharon Stone fuera lo más alejado imaginable a cualquier estereotipo de lesbianismo y que su bisexualidad jamás fuera presentada en la película como motivación siquiera remota de su psicopatía, era totalmente irrelevante. Ya no era un personaje, era un símbolo por mera identidad, y por lo tanto off limits de cualquier mirada exterior.
Las protestas contra Bajos instintos fueron percibidas, correctamente, como exageradas y caprichosas, y el propio director las aceptó como parte de las reglas del juego de lo provocativo, pero señaló la presencia de algunos pequeños huevos de araña entre la brillantina intrascendente del repudio minoritario, con una frase que destacaba sutilmente el carácter infantil, irracional e intransigente de estas lecturas únicas basadas en la identidad. Refiriéndose a sus detractores, Verhoeven dijo: “el fascismo no está en levantar tu voz. El fascismo está en el no aceptar el no”.
III

El Código de Producción Cinematográfico que regulaba los temas e ideas inconvenientes (principalmente sexuales) de las películas de Hollywood, establecido en 1930 y más conocido como “Código Hays” en honor a su promotor, coincidió con el ascenso global -aún en aquellos tiempos pre-globalización- de las nuevas ideas autoritarias de los fascismos europeos y el estalinismo soviético, y era una concesión del mundo del arte a la ola de moralismo que había instaurado -impulsada por el proto-feminsimo cristiano y puritano de Carrie Nation- la Ley Seca, entre otros aparatos de control social del espíritu “decadente” de los locos años 20.
Luego del abandono en 1966 del Código Hays, la censura en el cine estadounidense fue siendo -en ocasiones gradualmente y en otras a toda velocidad- abandonada, y encapsulada en un momento de la historia reciente, pero no vivida o recordada por los veinteañeros de los años 70, los demasiado jóvenes incluso para haber participado del movimiento del Free Speech, es decir quedó relegada en el relato al período oscuro -y superado- de McCarthy y las listas negras.
La ya sobrecitada frase de Marx acerca de que la Historia se presenta como tragedia y se repite como comedia es, en el caso de Hollywood y sus mccarthysmos, una verdad que fusiona ambos aspectos en una tragicomedia. Se puede tomar como ejemplo la primera vez que la industria cinematográfica decidió tratar aquellos días poco dignos; El testaferro (1976), de Martin Ritt demoró más de cuarto de siglo en existir -a pesar de que Hollywood suele hacer películas sobre los hechos históricos estadounidenses casi de inmediato que ocurren, o incluso mientras están sucediendo-, y estaba guionada y dirigida (en un auténtico lavado de cara de la industria), por artistas que habían sido parte de las listas negras durante más de una década. Pero los villanos de la película -que utilizaba personajes inventados y ligeramente basados en figuras reales- eran los políticos del Comité de Actividades Antiamericanas, sin que la responsabilidad censora tuviera mucha participación extragubernamental (tal vez por eso fue prohibida durante alrededor de diez años por la dictadura militar uruguaya, que no quería que los espectadores hicieran paralelismos incómodos).
Lo interesante es que el protagonista de El testaferro, en uno de sus escasos roles exclusivamente como actor, no era otro que Woody Allen, quien con el tiempo se convertiría casi en el emblema del artista de las nuevas listas negras, a causa de las acusaciones de abuso sexual que le hiciera su hija Dylan hace más de veinte años. A pesar de que dichas acusaciones eran harto conocidas -y la justicia exoneró de ellas a Allen en forma inequívoca-, las mismas resucitaron virulentamente en los últimos diez años, convirtiendo al cineasta en una especie de apestado que sólo puede (o podía) filmar en Europa, volviéndolo un auténtico caso de culpabilidad por sospecha, más allá de su declarada inocencia legal. Además en un giro de características con un tufillo estalinista, muchos de los actores que trabajaron con Allen en los últimos años -y que lo hicieron ya sabiendo de las pasadas y sobreseídas denuncias que pesaban sobre el director- renegaron públicamente al autor de Manhattan, al que ahora soltaron como si fuera un leproso, porque si algo no destaca a la escena cinematográfica estadounidense es la lealtad y Allen se volvió totalmente inútil para prestigiar carreras, motivo por el que antes los actores se amontonaban para formar parte de sus elencos. Culpable por sospecha, Allen se ha vuelto el ejemplo más conocido de una inversión total del presunción de inocencia que sostiene que si no se puede demostrar dicha inocencia con pruebas, se le debe igual tratar como culpable. A esta falacia argumental se le denomina, porque el universo tiene un raro sentido del humor, “falacia de McCarthy”, en honor a ya sabemos quién.
Pero estas paradojas no deberían dar la impresión de que se deben a un vaivén entre fuerzas políticas -como lo era el mccarthismo- en pugna por su representación en el arte, sino que simplemente obedecen al cuidado de marca que la industria cinematográfica y televisiva ejerece cuidadosamente en relación a sus termómetros de la subjetividad de los líderes de opinión o influencers. De la misma forma que no fue Joseph McCarthy el que elaboró y proscribió de facto a los cineastas que perdieron sus carreras en los 50, tampoco es ninguna de las voces políticas emblemáticas de las protestas identitarias actuales las que confeccionan las listas de quienes tienen que bajarse de las pantallas. Son los mismos de siempre, los que le toman el pulso a la sensibilidad general y que notaron hace más de treinta años que la marea de las libertades estaba retrocediendo, y que simplemente la arena seca que dejaban atrás había cambiado de color.

IV
Tienen razón quienes afirman que nadie prohibió a Lo que el viento se llevó, porque nadie podría hacerlo, fuera de alguna tecno-dictadura de modelo chino; se puede prohibir de facto -y se ha hecho incluso con comediantes que se podían creer demasiado grandes para caer como Louis C.K.- un trabajo en progreso, pero no algo culminado, enorme y establecido como la película de Fleming (que dicho sea de paso, disparó sus ventas en Blu-ray desde que se corrió la voz de su defenestración virtual), pero la lógica de interpretación unívoca ideológica impulsada ahora por quienes supuestamente defienden la diversidad interpretativa, es la lógica de un carbón: si no puede quemarte, te ensucia, y eso es lo que ya se hizo con Lo que el viento se llevó. De la misma forma que una bandera confederada en Estados Unidos ya no puede significar “nací en Virginia” o “me gustan los Lynyrd Skynyrd”, sino únicamente “odio a los negros y viva el Ku Klux Klan”, Lo que el viento se llevó ya no significa ni representa un drama romántico de época, una representación de una sociedad cortesana y caduca, sino, bueno: “odio a los negros y viva el Ku Klux Klan”. La breve acción simbólica de su retiro temporal del catálogo y su próximo espacio de advertencia -similar a los cartelitos del PMRC de los que hablábamos antes y a las trigger warnings que advierten a los frágiles estudiantes universitarios estadounidenses que van a leer un libro para adultos- es todo un éxito como método de estigmatización de la película, que en términos de prestigio ha sido derribada como si fuera una estatua ecuestre del General Lee.
Este método es unidireccional: ningún espacio equivalente de discusión o relativismo histórico se ha planteado, ni remotamente, para visiones recientes y supuestamente históricas (a diferencia de Lo que el viento se llevó, que nunca pretendió ser más que la adaptación de una ficción romanticona) como la película sobre Martin Luther King Selma (Ava DuVernay, 2014), que no sólo sostiene la falsedad -según sus defensores, una “libertad artística”- de que el Presidente Lyndon B Johnson se oponía a la universalización del voto para los afroamericanos (cuando fue de hecho su gran impulsor en colaboración con King), sino que también eliminó la presencia notoria de rabinos blancos en la primera fila de la manifestación que da nombre a la película. O la irónicamente llamada The Birth of a Nation (Nate Parker, 2016) -cuyo título es homónimo de la película de DW Griffith de 1915 que era un canto, esta vez indudable, a las bondades del Ku Klux Klan-, la que al narrar la revuelta del esclavo Nat Turner en 1831, dejó de lado señalar el pequeño detalle de los múltiples femicidios e infanticidos realizados por el insurrecto héroe en cuestión. Después de 90 años de cine en colores, Hollywood está regresando a toda velocidad a un blanco y negro totalmente contrastado, sin paleta de grises.
De cualquier forma actualmente el cine estadounidense está -y aún antes de la parálisis de la pandemia- herido de muerte en términos creativos. Un cine infantilizado y dependiente en lo económico del género de la fantasía de superhéroes -un género en el que es casi inimaginable la producción de un exponente que no tenga un fuerte mensaje de integración identitaria-, y en el que hasta sus viejos bastiones emblemáticos como Clint Eastwood han caído en el ninguneo más absoluto, cuando no en el ostracismo virtual. Un cine que no sólo no tiene variantes, sino que ya no tiene enemigos o opositores reales en lo expresivo; que está subido en el caballo motivador de la resistencia a la desagradable personalidad de Trump, y se ha aliado a un consenso intelectual que ha entregado la antigua bandera del Free Speech a los ambiguos libertarians o incluso a la derecha radical, porque no goza de tanta unanimidad que no necesita esa libertad. Pero que aún tiene la necesidad de perpetuarse en contra de algo, por lo que tiene su lógica que esta revolución cultural light pero despiadada, se haya orientado hacia el pasado, hacia los monumentos de cemento o celuloide de un mundo ya derrotado hacia muchas décadas, porque no hay revolución más simple y satisfactoria que la que ya estaba ganada.
Tal vez este tiempo sea visto en el futuro como un “tiempo de canallas”, como definiera Lillian Hellman al mccarthysmo original, pero mientras que aquel solamente pretendía el dominio del presente, este en cambio combate también el pasado y el futuro, como acaban de anunciar los planes de requisitos de representación ideológica para los próximos premios Oscar. No parece un proceso que vaya a detenerse o a encontrar sus límites en la brevedad: el cadáver de McCarthy que Michael Stipe y los R.E.M. temían que se exhumara en los ochentas, estaba podrido hasta la médula y ya no asustaba a nadie. Este otro ser colectivo opresivo que sólo soporta a lo que lo celebra y le sirve de espejo, es jóven, goza de excelente salud y está soplando como un lobo sobre las casas enclenques de los cerditos perezosos. Y lo que conocíamos como arte es lo que este viento se llevó.
