ENSAYO

Por Aldo Mazzucchelli

Las imágenes de una vida completa se pueden acumular, casi apilar. Pero como lo dice otro Eugenio, Zanetti, que coincidió con “mi” Eugenio en mi tiempo y espacio antes de ayer, “el diseño, sin la intervención de lo que no puede ser nombrado, no tiene sentido para los demás“.

No creo que Eugenio pensase mucho en la vida como diseño, aunque quizá supiese que lo era. Me contó la suya -es decir, me contó lo que de una vida se puede contar, que es lo que no termina dando el sentido a los demás. Otros tendrán otra forma de contarla. Yo veré de contar algo de ella ahora que está exteriormente terminada, con las azarosas imperfecciones con las que quizá él me la contó a mí en una sucesión de conversaciones durante los últimos 7 u 8 años.

Nació en Buenos Aires al comenzar la década del ’40, de una familia alemana. Estudió en la Universidad de Buenos Aires, donde enseñaban Literatura -la materia más misteriosa, pues casi nadie, ni siquiera los que la estudiamos, logramos explicar exactamente cuál es el sentido de hacerlo, puesto que tampoco ahí se puede nombrar lo que no se puede nombrar. 

A comienzos de los sesenta toma clases con algunos escritores importantes entonces. Se enamora de una mujer casada, mayor que él. Ella ya tiene un hijo chico. Un día Eugenio ve en un libro información sobre la isla de Chiloé, y el sur chileno. Envía una carta a la alcaldesa de Ancud. Esta señora le asegura que la tierra en el sur es muy barata, y fácil conseguir espacio para establecerse.

Hoy hay quienes piensan que la práctica milenaria de “irse del sistema” es algo novedoso. Sin embargo, es algo viejo renovado con cada generación, ciertamente mucho más viejo que Diógenes el del barril. A comienzos de los años ’60, aquellos dos hacen su opción, la misma opción que millones a lo largo de la historia, y se establecen en la “selva” del sur chileno, frente a la isla grande de Chiloé pero en tierra firme, a 5 km “en línea recta” a la costa. Sin caminos, sin luz eléctrica, y sin nada salvo el monte y lo que se pueda hacer con la naturaleza y la inteligencia. Eugenio construye primero un refugio, luego empieza a aclarar una zona del monte, pequeña, y ahí planta papa, arveja, centeno. 

Empiezan a hacer su pan, a recrear técnicas de cultivo, a separar el grano y la paja. Eugenio fue ahí partero de sus primeros hijos. Estábamos a cinco horas a caballo para salir a un camino de tierra, donde si pasaba alguien podía hacerse dedo para llegar a Puerto Montt, recordó una vez. 

El hijo de su mujer se hizo muy cercano, como propio. Un día varios años más adelante estaban cortando un árbol en el monte. “Lo habíamos hecho muchas veces antes, no sé qué fue lo que pasó”. El muchacho se distrajo, se corrió sin avisar del lugar donde le tocaba estar por seguridad, y el árbol se le desplomó arriba. “Lo agarré en brazos y corrí, como loco”. Murió antes de que pudiese llegar siquiera a la casa. 

Las cosas se precipitan en el cuento después de esta enormidad. Pasan más cosas. Un par de gentes de la ciudad vienen y ocupan la casa de un vecino mientras éste no estaba. Los vecinos quieren expulsar a estos forasteros, pero no se hace fácil. Hay un conflicto. Se convoca a una asamblea, aparece un juez y dos gendarmes desde la ciudad. Se discute, los forasteros reclaman su derecho a quedarse en la casa. La razón está claramente del otro lado, pero sin propiedad formal la ley no ampara. Eugenio, que lidera a esos vecinos, hace un aparte con el juez. 

“Lo que yo puedo hacer -dice el juez- es llevármelos 24 horas detenidos hasta la ciudad. Luego tengo que soltarlos. En esas horas, ustedes destruyan la casa”. Marchan los usurpadores río abajo con el juez y los gendarmes. Eugenio le indica a unos muchachos vecinos que deshagan la casa, y se va a la suya. 

Pero los muchachos, además, deciden quemar la madera. Esto genera un incendio forestal desastroso. Eugenio es denunciado como el causante, y debe ir ante la justicia, que lo condena a una prisión que se cambia pronto por una orden de no salir de la ciudad. Su mujer lo espera en el monte.  

Se precipitan muchas cosas más en este lapso. La vida termina un ciclo y comienza otro.

Eugenio, que se ha vuelto un experto en muchas cosas naturales, recibe con el andar del tiempo una invitación para conseguir un campo para que invierta en él un amigo y un conjunto de socios alemanes. 

Lo encuentra cerca de Young, y ese campo finalmente comprado tiene a Eugenio ahora como su administrador.

Es “San Ramón”, una estancia que se hará justamente famosa entre los conocedores. Eugenio recién conocía el Uruguay por entonces, años setenta. Se instala en el campo. “A cualquiera que sabía algo de pasturas, de forestación, de cría de ganado, yo lo invitaba a la estancia y le preguntaba.” Una inmensa humildad de fondo (la sincera necesidad y capacidad de aprender) se enmascara a menudo en una distancia y dignidad justa.

Siempre Eugenio parece entender que todos somos iguales, siempre que estemos dispuestos a hacer el esfuerzo de nuestra propia dignidad. Se relaciona igual -como hombre- con la cocinera y con el canciller. Le da oportunidad de trabajo a quien lo traicionó antes, porque entiende que incluso la pasión o la traición son accidentes en un camino que tiene derecho a convertirse en virtuoso. Pero también sabe que a quien no quiere ser igual, es imposible ayudarlo. 

Miles literalmente no me dejarán mentir en esto: quien quiso crecer, siempre tuvo su mano abierta. 

A un alambrador muy modesto -pero muy bueno en lo que hacía- de la zona, se le ocurrió mandarlo una vez a Alemania, en donde la técnica de alambrado empleada aquí no existía. Pensó que le iba a ir bien. Lo puso en un avión sin que nunca se hubiese subido a ninguno, y coordinó que alguien lo recibiese allá. Ese paisano hizo una vida y dejó una obra en aquella tierra extraña en todo sentido. 

Ejemplos como el anterior se multiplicarían. Eugenio toma contacto algún día con lo que queda del viejo saladero y frigorífico Casa Blanca. Una junta público privada lo administraba, y la entidad vegetaba. En poco tiempo Eugenio se hace cargo, y termina comprando todo. Al comprar el frigorífico, compra también lo que con él viene: un conjunto de padrones y edificios que componen el pueblo Casablanca, incluyendo una vieja capilla, y una serie de galpones y taperas, algunos de los cuales reciclará y construirá probablemente el mejor restaurant de la región, La Pulpería. Organiza la cultura y el arte en torno a ese espacio contra el río. En la capilla hay conciertos de música antigua con instrumentistas e instrumentos únicos. Se le paga el pasaje y la estadía al mejor del mundo en, digamos, clavicordio, para que venga a dar un concierto gratis en la capilla de Casablanca, a donde quizá solo asistiesen en una noche invernal Eugenio y un puñado de conocidos o empleados de su empresa.

Los hechos, pese a su grandeza, son mezquinos con un hombre siempre mayor que sus hechos. Pese a ello, la obra probablemente sea lo único que importa de una vida, lo único real. No me refiero solo a la obra literaria -el entusiasmo de Eugenio le hacía leernos sus poemas y pequeños textos en cualquier ocasión. Lo que importa es lo que pueden decir quienes vivieron con él en sus distintas fases, y que en general no escribirán. La obra de Eugenio es también en parte la vida de ellos, de todos nosotros.

El invierno último tuvo una crisis de salud. El resultado fue devastador, y Eugenio ya no tenía la fuerza física extraordinaria que conservó casi intacta hasta sus 80 años. Sí la fuerza mental. Tuvimos una conversación final el 2 de octubre último, cuando fui a visitarlo por última vez, a su llamado. Todo era claro, pero los detalles no importaban todavía. Los periodistas que a menudo lo miraban con envidia y resentimiento, ahora hablan de que “tuvo Covid”. Él se reía de todo eso, sabiendo que un PCR positivo es solo otra dimensión del miedo. Eugenio supo desde el primer día las dimensiones de la farsa, sus causas, y entendía sus consecuencias. Es más, despidió a una de sus secretarias más fieles porque ella insistía en usar tapabocas en su presencia. En La Pulpería jamás se aplicó “protocolo” alguno. Y los secretarios y los médicos y académicos de la farsa iban sin tapabocas a comer y festejar allí sus miserables victorias contingentes, bajo la mirada inteligente y silenciosa de Eugenio, que los conoció y evaluó bien a todos -me consta. Ahora están agregando a sus farsas de siempre, la farsa de su duelo por la muerte de Eugenio.

El día que se le antojó, Eugenio dijo que se iba a dormir la siesta. Fue a su casa como todos los días después de comer, se sacó la ropa y los audífonos, y todo en orden, abrió la puertita de fierro que daba al río, y se tiró a nadar, como tantas veces. Alguna vez ya en este siglo -es decir pasados sus sesenta años- había cruzado el río a nado hasta la costa argentina. Se ve que quiso probarse de nuevo, sin esperanza ni miedo, para ver qué le deparaba la realidad esta vez. “El diseño, sin la intervención de lo que no puede ser nombrado, no tiene sentido para los demás”.