PORTADA
* La autodestrucción de las viejas estructuras de Occidente no equivale al “final de todo”: parece más bien el proceso natural de relevo de las viejas legitimidades
* Un análisis del problema que las nuevas tecnologías le presentan al poder y el conocimiento establecidos según viejos modelos
Las nuevas tecnologías de información y comunicación impusieron un cambio cualitativo en las sociedades, en el concepto de individuo, y en las formas del poder, a partir de la primera mitad de los años ’90, cuando internet comenzó a generalizarse a toda la tierra, y por tanto han acelerado una transformación de la humanidad, sus sociedades, y sus sistemas de gobierno y administración. El dilema para los hábitos de la sociedad anterior, incluyendo los hábitos de los poderes establecidos en ella, ha estado en cómo controlar la transición a un mundo distinto -en red, con tecnologías tipo blockchain potencialmente fuera de la jurisdicción de los estados, y por ende con menor control, más descentralización y más poder local, y mayor nivel de conciencia y conocimiento generalizado de la población- sin perder cuotas significativas de poder. Esta transición afecta a todos los niveles El esfuerzo por controlar y domesticar el crecimiento de autonomía y conciencia individual y la democratización que permiten las nuevas tecnologías, define el proceso global que vemos desplegándose desde comienzos de los años ’90. Lo que las nuevas tecnologías producen es un desafío masivo a las formas de legitimación del poder y el conocimiento creadas en la Modernidad. El proceso de caída de esas estructuras viejas y su reemplazo por un tipo de legitimación distinta, en sociedades que se organicen de modo distinto, es precisamente el ciclo que estamos viviendo y al que nos referimos en este ensayo.
Por Aldo Mazzucchelli
En una conferencia sobre evolucionismo en la Universidad de Washington, en Seattle, hace ya más de veinte años, un académico chino invitado, el Profesor Chen, terminó una exposición abundantemente ilustrada con ejemplos de organismos complejos aparecidos sin antecedente evolutivo alguno en el sur de China luego de la llamada ‘explosión cámbrica’. Su intervención presentaba serios problemas para la ortodoxia neodarwinista que aun controla la academia en Occidente. Entonces, un importante investigador local levantó su mano cuando se abrió la oportunidad de preguntas y respuestas, y en lo que pareciera una dolorida objeción que mezclaba política con ciencia, le observó a Chen: “Profesor, fascinante su charla. Pero ¿no lo pone un poco nervioso estar expresando escepticismo respecto de la evolución darwiniana viniendo, como viene usted, de un país comunista?”
La respuesta de Chen, luego de una leve sonrisa, fue: “Bueno, en nuestro país podemos cuestionar a Darwin, aunque no al gobierno. En el país de ustedes, pueden cuestionar el gobierno, pero no a Darwin”.
La respuesta puede sonar a una especie de koan más adecuado para la meditación zen que para el pensamiento sobre la crisis actual de occidente. Sin embargo, pienso que da exactamente en el blanco de los problemas que este ensayo merodea. ¿Es posible una ciencia legítima en una sociedad que pierde su capacidad de cuestionamiento libre de la ciencia (no del gobierno)? ¿Cómo la legitimidad del sistema central de conocimiento -desde el siglo XIX, si no antes, la ciencia bajo paradigma materialista en las sociedades atlánticas-está vinculada a la legitimidad del gobierno y, con ella, a la cohesión de una sociedad? ¿No es la crisis de Covid, cuando la ciencia se volvió Ciencia -bajo un estilo claramente autoritario anticientífico- un síntoma de la autodestrucción de la legitimidad de las sociedades occidentales, y un anuncio de su próxima caída y renovación?
Ese ciclo de renovación en el que estamos inmersos parece a algunos no existir (“lo que estamos viviendo es un episodio más, como tantos”), y a otros constituir el apocalipsis (“dentro de poco viviremos en un régimen global dictatorial controlado por una elite maligna; se trata de una conspiración que atraviesa los siglos y está llegando a su culminación”). Creo que, entre esos dos extremos, es preciso intentar ganar alguna perspectiva más amplia respecto de la crisis Covid, la violencia actual en Europa, las amenazas de interrupción de la cadena de suministros y hambrunas generalizadas, todo ello bajo el signo de un control aumentado de la vida en base a nuevas tecnologías invasivas del cuerpo y la privacidad. Las visiones apocalípticas que piensan que el mundo terminará cualquier día, y que si no termina en todo caso está destinado a convertirse en una distopía de control centralizado, son desafiadas aquí, y por supuesto también aquellas que piensan que no hay nada de único en estos tiempos y, por tanto, que las elites manejarán todo esto con solvencia y nada mayor cambiará.
Lejos de ir hacia un aumento del control central en todos los aspectos, mi visión es que a la larga lo que aumentará será la autonomía de los “nodos” de un mundo cuya estructura será más parecida a la de una red. Y que para ello, las formas de legitimación (narrativas instaladas como centrales y verdaderas, es decir lo que llamamos “Occidente”) están en un proceso de autodestrucción. No hablo de destrucción material, aunque no hay duda de que un proceso de destrucción material de la vida en todos los sistemas dependientes de la centralidad Occidental ya está ocurriendo, y probablemente se profundice en los años que vienen. Es posible que antes de llegar a esa reorganización, los poderes que están de salida -es decir, los que siguen insistiendo en conseguir su legitimación dentro de los mecanismos discursivos caducos- en su desesperación por retener el control causen, apoyados en la tecnología disponible, aun mucha destrucción, hambre, guerras, e incluso alguna peste realmente importante. Pero todo apunta a que están de salida, y cuando uno mira las alternativas del ciclo histórico que estamos transitando, esta perspectiva se hace más clara. Lo que estamos viendo, incluyendo la payasada de Davos y Bilderberg -una especie de reunión de Club de Leones o Rotary glorificada por la cantidad de dinero que manejan algunos de los pomposos charlatanes globales que concurren- forma parte de la escenografía de un mundo de estructura vieja que inexorablemente tendrá que irse.
El ‘fin de las grandes narrativas’ y el comienzo de una gran narrativa nueva
Cuando Jean François Lyotard definió la “condición posmoderna” como el de la “caída de los grandes relatos”, ejemplificando éstos con “la dialéctica del Espíritu” o “la hermenéutica del sentido” o “la emancipación del sujeto razonante o trabajador”, lo que se leía superficialmente era que cundiría una incredulidad respecto de tales “grandes narrativas”. Treinta años después, parecemos vivir bajo el fortalecimiento inaudito de una “gran narrativa” occidental única. Sin embargo, el análisis de Lyotard tiene su punto fuerte, verdaderamente anticipatorio, en el tratamiento de cómo la “ciencia occidental” -el adjetivo es de esencia- requiere relatos legitimadores, y estos relatos son narrativas también. Es decir, la ciencia no es un ámbito puro desconectado de la política, y lo que se considere “verdad científica” depende de la legitimación discursiva (no científica) de las instituciones que la afirmen y en ella se apoyen.
La ciencia aparece así no como un problema puro de experimentación, sino como un problema de intereses, dinero y autoridad. Y todo esto es lo que está en una crisis notable.
Lo que este ensayo sugerirá es que esta crisis tiene distintas etapas, y estas etapas pueden leerse como un ciclo histórico que -igual que muchos anteriores- va mostrando las maneras en las cuales lo viejo, las formas viejas de legitimación, van dando paso a formas nuevas de legitimación que darán lugar a nuevas formas de organización social. La tecnología juega un rol esencial porque, por las posibilidades que son inherentes a su forma histórica, abre determinadas rutas de avance y clausura otras. Son las posibilidades de la tecnología las que juzgan y limitan, en última instancia, los modos en que el espíritu humano consigue legitimar su poder y sus formas de acuerdo social. La tecnología es la nueva metafísica en el sentido que es el ámbito en donde se investiga el Ser, y es la que demuestra ostensiblemente por fin lo que es y lo que no es. Y esto es realmente independiente de la propaganda que se quiera hacer y el modo como se la quiera presentar.
Los años ’90 y el inicio del presente ciclo. La verdadera “internet libre”
El ciclo histórico en el que estamos arranca cuando cae la Unión Soviética, termina la guerra fría, y los Estados Unidos autoproclaman -con aquiescencia generalizada- ser los dominadores exclusivos de la escena global. Las pretensiones de “fin de la historia” fueron renovadas entonces en la versión hegeliana degradada de Fukuyama, y pareció que advendría un reinado interminable de capitalismo y liberalismo ecuménico. Lo único que faltaba es que terminase de extenderse y conquistar a los bolsones de “teocracia” y “autocracia”, como se le decía entonces a naciones soberanas que gobernaban de hecho a más de la mitad de la población mundial.
Pero al mismo tiempo que esto ocurría, el actor más obvio de lo nuevo entró a escena, y lo hizo en una atmósfera de distensión y creatividad, lanzada por un mundo occidental “sin enemigos a la vista”. Así, cuando la internet se generalizó a mediados de los años ’90, el espíritu que dominaba entre sus primeros usuarios era lo más parecido al libertarianismo digital que haya existido alguna vez. A disposición estaban aplicaciones, utilitarios, juegos, foros, procesadores de texto y planillas de cálculo, buscadores cada vez más rápidos y eficaces, y sobre todo una cantidad de información sobre todos los temas de la humanidad que crecía exponencialmente hora a hora. El navegante de la web contribuía sus propias creaciones de todo tipo -desde software y aplicaciones, a contenido para plataformas o juegos de código abierto, a música, arte, y opiniones libérrimas en los blogs personales que ya entonces comenzaron a proliferar.
Los períodicos y medios de comunicación establecidos comenzaron, tímidamente al principio, a crear sus sitios web y ver la forma de entrar en el juego de la comunicación de sus contenidos por medios digitales. “La creación de contenidos es lo más importante”, se repetía entonces.
Prácticamente nadie cobraba nada por sus contribuciones salvo los programadores profesionales. Las plataformas y utilitarios podían descargarse a menudo gratis, pues en esa fase el juego era posicionarse y ganar usuarios.
A nadie se le ocurría, ni en sueños delirantes, que alguien pudiese querer censurar contenidos en internet. El mundo vivía su década dulce, en ausencia de enemigos a la vista, y el juego, el viaje, la exploración, el pasatiempo, y el aumento del propio capital, parecían las actividades futuras únicas para mucha gente.
En esta primera fase del ciclo, pues, el mundo establecido con sus lógicas y formas de legitimación del poder, digamos así el sistema tal cual es, se vio en la situación de adaptarse y responder a esta avalancha de novedades que -desde luego- él mismo había creado y contribuido a generalizar. Siempre que este tipo de encuentros ocurre, es precisa una especie de negociación de ajuste entre lo viejo y lo nuevo. Los tres momentos de crisis que veremos en este ciclo son momentos en los que ese ajuste se produce entre ambas posiciones relativas.
En los años 90 el recién inaugurado optimismo digital se acompañó con un optimismo bursátil notable respecto de las llamadas .com, las compañías de nuevas tecnologías que habían logrado comenzar a cotizar en los mercados de acciones. La sensación general era que estas compañías iban a mantener un ascenso de valor sostenido y espectacular, considerando que no tenían techo en materia de creatividad y desarrollo de nuevos rumbos y aplicaciones.
Esto era cierto. Pero también era cierto que sus “fundamentales” eran muy frágiles. El sistema tal cual es -en este caso por la vía de la lógica del mercado de acciones- se cobró una cantidad notable de víctimas cuando, a comienzos del año 2000, la famosa “burbuja” de las .com se reventó. Compañías que habían crecido aprovechando la promesa de crecimiento sin límites del sector durante el lustro que entonces terminaba, desaparecieron literalmente del mercado. Sus aplicaciones dejaron de ser respaldadas, y se hundieron en el olvido.

Algunas compañías sobrevivieron apenas. Y algunas aprendieron cómo transformarse para existir en el sistema tal cual es, sin perder su capacidad de innovación.
El ejemplo más espectacular de este último grupo es, por supuesto, Google. En el último año del siglo pasado, recuerda Shoshana Zuboff, “Google no tenía realmente nada que vender. Su departamento de publicidad tenía siete personas. Google no tenía un “modelo de negocios” rentable. Un analista de Forrester Research creía, en 1999, que solo había unas pocas formas en las que Google podría hacer dinero a partir de su motor de búsquedas: “construir un portal [como Yahoo!]… asociarse con un portal… licenciar su tecnología… esperar que una compañía grande los compre”.
Como escribíamos hace dos años, “para sobrevivir en el clima creado luego de la ruptura de la burbuja de las .com, la compañía tuvo que encarar el problema de cómo obtener ganancias. Además de los pioneros y sus ingenieros iniciales, a la compañía se habían unido un conjunto de inversores cuyo interés natural y prioritario era hacer dinero. Fue entonces que los inversores doblaron la mano al encare purista de los fundadores, y que éstos tuvieron que ordenar al departamento de publicidad que encontrase formas de hacer dinero a partir del conocimiento de los usuarios que la compañía ya había venido acumulando. Esto significó además ofrecer un proceso simplificado para el anunciante. Los “datos colaterales” dejados por cada usuario al hacer una búsqueda, hasta entonces usados para mejorar el servicio de búsquedas, comenzaron a usarse para personalizar la publicidad. Esto decidió en cierto modo el futuro: Google comenzó a tener ganancias sostenidas, y exponenciales. Eric Schmidt, un ejecutivo experiente contratado en 2002, comandó el redireccionamiento de Google hacia una compañía for-profit, pero de nuevo tipo“.
El ejemplo de Google es paradigmático del eje que organiza esta lectura de la historia reciente: lo nuevo debe hasta cierto punto adaptarse a las demandas y formatos de lo viejo para poder entrar en el juego. El sistema tal como es tiene, especialmente al principio de un ciclo de cambio como el que estamos describiendo, aun mucha fuerza para imponer sus parámetros al ingreso de lo nuevo. El truco para lo nuevo siempre es adaptarse hasta el punto de ser viable, sin perder en el proceso toda su capacidad de innovación. Empezaba en el 2000 una nueva fase. Muchas compañías que habían sobrevivido o se habían creado en ese momento constituirían la base de la sociedad digital que seguía su marcha, transformándolo todo.
El sistema contraataca
Al mismo tiempo que lo nuevo iniciaba su camino y mostraba sus incalculables posibilidades transformadoras y liberadoras, el sistema tal como es aprovechaba su momentánea ausencia de rivales de cuidado, y calculaba su estrategia. En 1997 se formaba en New York el “Proyecto por una Nueva Centuria Norteamericana”. Según la Wiki, “el objetivo declarado del PNAC era “promover el liderazgo global estadounidense”. La organización afirmaba que “el liderazgo estadounidense es bueno tanto para Estados Unidos como para el mundo“, y pretendía conseguir apoyo para “una política reaganiana de fuerza militar y claridad moral“[7]. Los responsables de aquella fundación eran dos “straussianos“, Robert Kagan y Bill Kristol, y entre los veinticinco firmantes de la Declaración de Principios inicial estaban Elliott Abrams (Asesor de Seguridad Nacional en la segunda presidencia de Bush hijo), Dick Cheney (Vicepresidente de EEUU 2001-2009), Donald Rumsfeld (Secretario de Defensa 2001-2006), y Paul Wolfowitz (Subsecretario de Defensa 2001-2005). Es decir, los teóricos de fines de los ’90 fueron los políticos guerreristas invasores de Afghanistán e Irak en 2002-3, iniciadores de los últimos 20 años de desestabilizaciones e intervenciones de Estados Unidos en todas partes, para imponer su “claridad moral” -al tiempo que transfieren cantidades astronómicas de dinero de los contribuyentes a los fabricantes de armas, contractors de destrucción y reconstrucción, intermediarios petroleros, y burocracias internacionales cómplices y legitimadoras de este “orden basado en reglas” (hechas por EEUU y cambiables a piacere).
El evento del 9/11 2001 es un ejemplo notable de la capacidad de adaptación del sistema tal como es a las nuevas posibilidades tecnológicas. Se montó un espejismo y se lo convirtió en un “ataque terrorista”. El evento estaba lleno de puntos inconcebiblemente delirantes -pilotos con 50 horas de experiencia en avionetas (60 a 90 millas/h) que aciertan Boeings 767 volando a 400 nudos y a 200 metros de altura en edificios de decenas de metros de ancho; edificios de acero que se derrumban verticalmente de modo perfecto y eficaz luego de menos de una hora de incendios en el piso 80 de fuego frío -incapaz totalmente de fundir siquiera uno de los muchos pilares-; piloto con 50 horas de experiencia en avionetas que hacen un giro de 360 grados en descenso, vuelan recto y nivelado a 600 nudos a 20 metros del suelo (resistencia estructural de un B 757 totalmente sobrepasada), sin chocar contra el suelo, e ingresa olímpicamente en el Pentágono rompiendo solo un poco del primer piso, rompiendo un ancho de una cuarta parte de lo que es el avión con sus alas desplegadas, y sin dejar rastro de las dos turbinas de titanio en la fachada -nada quedó, cuando aun en los accidentes más catastróficos las turbinas quedan mayormente enteras. Milagrosamente, sólo en este caso, todo se desintegró en el impacto.
Un ejemplo nuevo, de máximo nivel, de un discurso único de pánico y catástrofe fue adoptado y repetido por todos los medios, que se contagiaban entre sí los disparates alimentados por las agencias responsables de este evento teatral. Para conseguir el efecto deseado el sistema tal como es fue capaz de manejar tecnologías digitales de simulación de excelente nivel, y controlar la narrativa pública usando la herramienta que siempre ha usado: los medios mainstream, únicos dotados por entonces de credibilidad. Gracias a una ya hacía tiempo instalada globalización informativa con centro en Estados Unidos, la operación fue restransmitida en tiempo real al mundo entero.
El problema clave: control de lo que se considere “real”
Los poderes establecidos no solo habían, en esa primera crisis, controlado la tecnología nueva y la habían adaptado para potenciar sus propios fines discursivos, sino que habían convencido a un porcentaje muy grande de la población mundial de que un conjunto de hechos no ocurridos, habían ocurrido.
Este es el punto en donde se juega buena parte del problema de la política, el poder y la legitimación del mismo, y donde la emergencia de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación desbarata los recursos de las estructuras de poder anteriores, que están durante todo este ciclo luchando por controlar y mantenerse.
Lo dijo con insuperable claridad el ex presidente Obama el 21 de abril.“Si usted miraba televisión en los EEUU entre 1960 y 1990, lo más probable es que usted mirase una de las tres grandes cadenas noticiosas que existían entonces. Y esto tenía sus propios problemas” pero, “en términos de noticias, al menos, los ciudadanos de todo el espectro político tendían a operar usando un conjunto común de hechos…” A Obama no le preocupa tanto que las nuevas tecnologías generan una diversidad de “opiniones”, lo que le preocupa es que la información alternativa que circula destruye la capacidad del sistema tal como es de dictar cuál es el “conjunto común de hechos” que todo el mundo debe dar por sentado.
Y todo el ciclo que estamos analizando gira en torno de esta, la madre de todas las cuestiones políticas contemporáneas.
Precisamente, he ahí el quid de toda el dilema digital, que es asunto metafísico: ¿qué es real, y quién controla lo que es considerado como real, es decir, quién controla la representación? Para un realista, ambas cosas no son en absoluto lo mismo, y solo separándolas es que se puede razonar políticamente con cierta perspectiva de éxito en esta coyuntura histórica. No separarlas, en cambio, es pensar según quiere el poder que se piense. El propósito del poder y su ilusión coinciden (y en eso consiste una ideología, precisamente): construiremos la realidad que queramos, haremos creer a la gente lo que queramos, resolveremos todos los problemas humanos en base a inteligencia artificial, y venceremos incluso a la muerte. Al menos, eso es lo que se dice a sí mismo el discurso hegemónico de la elite, por voz de su “filósofo” oficial, el insoportable Yuval Harari. Pero veamos cuál es la realidad de lo que pasa cuando se la examina desde el punto de vista de la lógica interna de desarrollo de este nuevo ciclo en la eternamente renovada lucha entre lo nuevo y lo viejo.
Hacia un reforzamiento del control
Luego de 9/11, entonces, el sistema lanzó su contraofensiva, y profundizó su uso de la tecnología digital para sus propios fines. El mundo vio en vivo la guerra de Afghanistan y luego la de Irak -pero esto es viejo: ya había visto la del Golfo por CNN diez años antes. Lo nuevo es el nivel de pánico inducido por la repetición de un discurso único con un alcance antes no igualado, que permitió a su vez conseguir la aprobación de un paquete legal en Estados Unidos que profundizó notablemente el control de la gente, limitó o eliminó garantías constitucionales hasta entonces sagradas, y condicionó a la población a aceptar que vivía en un mundo completamente irreal, es decir, un mundo “amenazado por el terrorismo”. Algunas operaciones aisladas en Europa, más el apoyo abierto y evidente del propio Estados Unidos a grupos terroristas islámicos -véase Isis, Siria, Benghazi, Libia, etc.- mantuvo un mínimo de “hechos” reportables a fin de mantener la narrativa.
Es decir, con la contraofensiva de 2001 lo que el sistema tal como es consiguió es retrasar un poco el acceso por parte de los muchos a los hechos independientes de la narrativa oficial del poder, consiguiendo así una vez más modificar la percepción global de lo real, y generar un sinfín de hechos políticos que pudo aprovechar en el sentido que siempre lo hace: profundizando aun más los mecanismos de control social, y haciendo más dinero en base a transferencias público-privado, concentración y monopolización de áreas de la economía, y consolidación del poder y los negocios de la elite que controla el sistema tal como es, que si bien no puede evitar completamente los aspectos liberadores de las nuevas tecnologías, sí puede combatirlos, adaptarlos a sus propósitos de control, y enlentecer su expansión benéfica.
La segunda crisis: 2008-9
En 2008 el panorama político de Estados Unidos había cambiado bastante. La confianza que se había depositado por parte de la mayoría en la narrativa de Bush, sus teóricos neocon, y los grandes medios -basada en todos sus puntos fundamentales en mentiras- se tambaleaba. La campaña de Irak no convencía ya a nadie, la región estaba en caos, los shiitas se habían fortalecido y ahora la peor pesadilla, una expansión de Irán desde el Este hacia el territorio iraquí, y un fortalecimiento de Hezbollah y Palestina, era una amenaza palpable. La debacle organizativa, la imposibilidad -comprobada por enésima vez- de exportar la democracia, el interminable goteo de muertos y lisiados norteamericanos siendo desembarcados desde Medio Oriente, había llegado a los medios. La mentira de que Irak tenía “armas de destrucción masiva” era ya vox populi, luego de que ningún inspector de armas independiente pudiese encontrar ni rastros de ellas luego de cinco años de ocupación norteamericana. La estructura narrativa del 9/11 apenas podía contenerse por parte de medios y una censura interna que castigaba severísimamente a cualquiera que insinuase incredulidad -cuando Trump en 2016 arriesgó cuestionar esa narrativa, enseguida arrió velas y se plegó al discurso oficial; hasta Trump entendió que se puede discutir algunas cosas al sistema tal como es, pero otras destruirían su legitimidad irremediablemente. Para peor, había rumores de que la economía no iba del todo bien. El segundo período de Bush hijo llegaba a su fin.
Mientras el partido Republicano lidiaba con las consecuencias políticas de la debacle de la narrativa de 2001 (9/11 + terrorismo islámico + WMD), la catástrofe financiera provocada por la conocida por “crisis de las hipotecas sub-prime” se aproximaba y nadie podía ni ocultarla ni pararla, desde que ya en 2007 Bear Stearns había anunciado su crisis y en marzo de 2008 se vendió a JP Morgan por $10 la acción (cuando hasta hacía poco valían $133). Lo que unos pocos en la industria habían predicho y muchos temían tanto que habían preferido esconder la cabeza en la arena, ocurrió. En setiembre de 2008 el sistema tal como es decidió, bajo el argumento que las grandes compañías financieras en riesgo eran “too big to fail” (demasiado grandes como para caer), evitar para otros la suerte de Bear Stearns, salvar a Wall Street y, lamentablemente, dejar que Main Stret (es decir, la calle principal por donde va la gente común) se hundiera. Hubo “libre mercado” para el pueblo y socialización de las pérdidas de los ricos. El plan de bailout diseñado por el jefe de la FED, Ben Bernancke, y el Secretario del Tesoro, Henry Paulson, fue apoyado no sólo por Bush y por el sistema político casi entero -pese a remilgos y usos políticos para la galería, en plena campaña electoral, del repulsivo John McCain-, sino también por el candidato presumiblemente ganador de las inminentes elecciones, Barack Obama.
El quiebre técnico de toda la estructura financiera fue aplazado y la confianza relativamente mantenida, con costos espectacularmente altos para los ahorristas de a pie, y ganancias que no disminuyeron significativamente para la elite financiera, que siguió cobrando puntualmente sus bonos al terminar la temporada 2009, como fue ampliamente publicado en los medios -que en aquel momento aun conservaban periodistas profesionales dispuestos a criticar el sistema tal como es.
El rebote de 2008: un nuevo aumento de conciencia
El resultado fue significativo en términos de avance de conciencia. Millones se desengañaron definitivamente del sistema tal como es, de su confiabilidad, y de cualquier posible ilusión de que los políticos, en esta estructura ideal de gobierno republicano -creada básicamente en el siglo XVIII- trabajen para los votantes. Quedó claro que trabajaban para ellos y para el sistema tal como es, que es el que los sostiene, y que cualquier idea de rebelión o transformación del mismo era utópica como mínimo. El sistema sacó entonces su mejor conejo de la galera, el encantador Barack Obama, y apenas unos meses después de la quiebra y el rescate, oleadas de gente pobre, especialmente negros, tomaba trenes en el corredor del Este, con los ojos llenos de lágrimas y el único traje conservado quizá desde el día del casamiento, para no perderse la inauguración del primer presidente negro de la historia del país. Obama prometía ser distinto.
Este evento fue, para los que no compraron la nueva esperanza Demócrata, el inicio de movimientos de alternativa anti-sistema. En febrero del 2009 el Tea Party Movement dio su grito de inicio. Sus principios eran sanos: gobierno mínimo, menos impuestos, reducción de la deuda pública, entre otros. Obviamente, los medios del partido en el poder del Estado -los Demócratas para el caso- lo demonizaron, y los medios correspondientes lo pintaron como un “movimiento conservador”. Se consolidó entonces el uso del término “conservador” y “reaccionario” para cualquiera que no repitiese obediente la liturgia del sistema tal como es que, de haber sido visto unánimemente como “la derecha”, pasó a llamarse a sí mismo ahora “progresista” o “liberal” en el sentido que el Partido Demócrata norteamericano le da a la expresión.
Dos años más tarde el movimiento Occupy Wall Street lanzaba su enigmático poster “¿Cuál es nuestra única demanda?”, sin respuesta, con una bailarina encima del toro del dinero de Wall Street. “Traiga carpa” era parte de la convocatoria. Ocuparon la plaza Zuccotti, y el alcalde Bloomberg dijo que protestar era divino y la gente tenía derecho a hacerlo. Luego procedieron a ocupar edificios corporativos, y en la primera marcha grande hubo 700 detenidos. El movimiento siguió más o menos un año, y no consiguió nada práctico. Obama fue reelecto. Pero el movimiento aportó también un notorio aumento de conciencia en mucha gente respecto del poder del dinero en la política, y cómo crecientemente el sistema trabaja exclusivamente para sí mismo.

La explosión de la “democracia digital” y el riesgo de perder completamente el poder narrativo
El momento de la crisis de 2008 es también el momento de un aumento notable en las posibilidades de apertura y democratización de la información, es decir, un momento de expansión de lo nuevo.
Al mismo tiempo que el sistema tal como es había madurado su propia crisis de credibilidad, internet había madurado sus métodos para dar lugar a que más y más voces se expresaran con mayor libertad. El 23 de abril de 2005 se subió el primer video a YouTube. Cuando algunos blogueros y gente con voluntad de armar y comunicar su punto de vista lo descubrieron, el sitio comenzó a ser el principal espacio para econtrar las voces que, ahora con toda la potencia de lo audiovisual, desertaban de unos medios crecientemente incapaces de hacer periodismo, aunque este fenómeno no iba a explotar antes de 2008-9. Pero el espacio estaba servido. Facebook (abierto a todo el público en setiembre de 2006) y Twitter (julio 2006) también se sumaron, aportando sus semillas a lo que en un par de años se convertirían en las tres principales “redes sociales”.

¿Cuál es el punto aquí? Así como el sistema tuvo su crisis y generó alrededor de 2008 la necesidad de un crecimiento de conciencia respecto a la real naturaleza controladora y engañosa del sistema tal como es, la nueva tecnología generó también sus espacios para que esa conciencia se generase, en red, en conversación horizontal entre la gente de todo tipo. Todo el mundo sintió entonces la necesidad de “estar en” twitter o facebook, de consultar y contribuir a YouTube. Y entre millones de videos de gatitos, y trivialidades e insultos en las redes, comenzó de todos modos a crecer la conciencia utópica de que debía existir un espacio totalmente alternativo a los espacios de comunicación de narrativas del poder. Este fenómeno se vio aumentado con el crecimiento de las plataformas de podcast como Spotify o los servicios de Google o Apple en ese rubro, y por la proliferación posterior de periódicos y sitios de noticias online.
Más de lo mismo y la sorpresa Trump
La crisis del 2008 inició un período de extraordinario “crecimiento”, pero fue un crecimiento irreal, basado fundamentalmente en estímulo fiscal y monetario. Todo parece subir, crecer, y hay una abundancia ficticia que lleva a la especulación y una desbocada inflación. Durante el período la impresión irresponsable de cantidades nunca vistas de dinero por parte de las autoridades monetarias norteamericanas fue la norma. Una prueba de esto sale de la voz de un ultra-insider, nada menos que Jamie Dimon, el CEO de JP Morgan, que ha considerado en una muy reciente entrevista que ahora la FED tendrá que enfrentar el pasado y presente exceso de QE (quantitative easing: bancos centrales comprando activos en el mercado abierto y con ello inyectando grandes cantidades de dinero en el sistema), lo que llevará ahora a un exceso de QT (quatitative tightening: eliminar oferta monetaria al dejar de comprar activos en el mercado y vender activos. De este modo, un banco central vende los activos de su balance, básicamente todos los bonos que tiene en su balance en este momento, y reduce la oferta monetaria que flota en la economía). Esto, sumado al crecimiento del precio de commodities debido a la incertidumbre de la guerra de Ucrania, configura una situación “sobre la que se escribirán libros de historia durante 50 años”, dice el experto financista. De este festival financiero que ya lleva 15 años podríamos estar despertando en breve con una “tormenta” que Dimon tampoco duda en predecir. Esta situación explosiva fue sin duda uno de los ingredientes fundamentales en la preparación de la tercera crisis, que llegaría en 2020 y de la que no hemos salido aun ni por asomo. Pero antes, faltaban algunos ingredientes que aparecerían por necesidad, pues todas las alarmas comenzaron a prenderse entre la clase media y baja de Estados Unidos y otros lugares durante el período 2008-2016.
Luego de la crisis de conciencia del 2008-9, que abrió los ojos de muchos y puso a funcionar en overdrive las redes sociales creadas poco tiempo antes, apareció la expresión política de estos movimientos dispersos. No es verosímil que Trump sea una figura “de futuro”: es un empresario con visiones idiosincráticas y capacidad de resistir hasta ciertos niveles -no demasiado profundos, para nada- al sistema tal como es. Pero Trump fue un gran canalizador de las frustraciones que se venían retroalimentando desde al menos 2008. Así como los neocon comprendieron cómo montar un control de la narrativa en base al miedo a partir del uso competente de las nuevas tecnologías, Trump comprendió como usar los efectos burbuja y los contagios de opinión en las redes sociales -en la estela de Obama, que las había usado eficientemente ya en su campaña de 2012- para construir una base electoral en tiempo record en 2016. Sus dos principales puntos fueron muy simples: apelar a la base de nostálgico orgullo productivo nacional de Estados Unidos -los desempleados del Rust Belt, la herida narcisista por el ascenso industrial de China, la mala situación económica del último Obama- y apelar al orgullo de millones de norteamericanos trabajadores humillados y dejados de lado, ostensiblemente, por el nuevo estilo de representación adoptado por unos medios masivos totalmente cooptados por la elite globalista.
Si en la década del 90 o incluso parte inicial de los 2000 existía aun una representación del Estados Unidos productivo tradicional, esta fue reemplazada en la era Obama por un modelo de andrógino que despreciaba cualquier tradición americana, se consideraba o veía a sí mismo como ciudadano de la aldea global, trabajaba en tecnología o en finanzas o en alguna de las miles de ONG de perfume caro y jet privado que los nuevos “filántropos” como Soros o Gates financiaban, vivía en una ciudad y despreciaba el campo y la producción salvo para hacerles una visita exotista un fin de semana al año. Hillary Clinton puso el último clavo al ataúd de su propia campaña el día que dijo que los votantes de Trump eran el “basket of deplorables” [tacho de basura de los deplorables] hasta el punto que los propios votantes de Trump adoptaron el nombre para sí mismos y comenzaron a llamarse orgullosamente a sí mismos de “deplorables”.
Cuando Trump ganó la elección, miles de adolescentes y jóvenes “woke” totalmente conformistas con el sistema tal como es lloraron en público, en parques, plazas, y sobre todo en los campus de las universidades más caras y selectas. Esta gente fue instruida desde pequeña en una especie de chantaje, al que el sistema tal como es la sometió y que podría parafrasearse así: “si crees en estos valores que te damos como los únicos obviamente verdaderos -proteger la naturaleza, creer en el apocalipsis del “calentamiento global” tal como nosotros lo pronosticamos, crees en “la Ciencia” oficial, haces de la invención superflua de la propia apariencia tu “identidad”, y profundizas con ello tu ego y tu individualismo insignificante hasta que esté a punto de explotar, y repruebas con todas tus fuerzas y con toda tu violencia a quienes piensen cualquier otra cosa, tendrás un lugar en el mundo del futuro que estamos creando para tí”. Una mayoría demasiado joven y demasiado cómoda como para arriesgar su futuro, se subió a ese tren.
Ante la victoria de Trump, la racionalidad del sistema tal como es pareció volverse loca. Por primera vez el control narrativo no había sido capaz de evitar el éxito mayoritario de discursos alternativos. Tipos que hicieron toda su carrera -algunos durante décadas como Alex Jones o Steve Bannon, migrando de espacios radiales tradicionales al espacio audiovisual digital, otros en un ascenso meteórico de solo unos cuantos años como Ben Shapiro o Joe Rogan- comenzaron a concitar audiencias de decenas de millones en programas a veces de dos y tres horas de duración, diciendo exactamente lo contrario que el sistema tal como es esperaba que dijeran. El mito de “la gente no escucha más que 10 minutos” se hizo trizas. Y no todo es arenga política. Abundan desde que surgieron YouTube y demás los espacios de filosofía, las clases online gratis dictadas por gente extraordinaria y competente, y una riqueza de información totalmente inédita y para nada disponible pocos años antes, está ahora a disposición de todo el mundo que tenga deseos de llegar a ella. A una decadencia lamentable de la escritura (cada vez más recurso exclusivo de las elites y unos pocos realmente educados), lo contrabalancea hasta cierto punto una expansión gigantesca de la información de calidad en formato audiovisual. Nace una especie de sociedad neo-oral, de oralidad secundaria, capaz de relámpagos sintéticos de gran comprensión, aunque sin historia ni perspectiva temporal o causal de los eventos.
Al menos en lo que tiene impacto político directo, esta revolución de la conciencia es insoportable para el modelo de control centralizado de las narrativas que el sistema tal como es sigue, en su vejez terminal, favoreciendo. Por tanto, ¿cuál fue la respuesta del poder tal como es? La de siempre: doblar la apuesta del control.
Se desata la furia del control
En 2016, decíamos, los medios se volvieron locos. Recuerdo decirle a amigos inteligentes y bien informados, aunque de forma tradicional, si no notaban que de pronto todos los medios estaban diciendo exactamente lo mismo. Quienes se informaban también por fuera del sistema, lo veían claro. Quienes solo confiaban en su tradicional BBC, NYT y CNN, no lo veían para nada. Para ellos Trump se volvió efectivamente el demonio, porque la narrativa que les servían los medios en que ellos confiaban estaba tan absolutamente sesgada hasta lo caricaturesco y ridículo, que ese mismo ridículo y extremo hacía imposible aceptar que lo fuese. Aceptarlo, implicaba para estos amigos aceptar que todo su mundo se caía a pedazos, que las antiguas virtudes del sistema tal como es se habían desvanecido.
Entonces se dio una nueva etapa en la maniobra defensiva del sistema tal como es, y la gran política hizo públicamente responsables a las plataformas de redes sociales por la victoria de Trump y -curiosamente- por la “influencia de Rusia” en las elecciones norteamericanas. Ese fragmento de narrativa, que primero había establecido que Trump era el demonio, ahora establecía que Trump y Rusia eran el demonio. Es el momento en que las elites norteamericanas vuelven a las andadas para intentar frenar el desarrollo independiente de Rusia, que bajo Putin venía no solo produciendo su propio “milagro económico” sino que, más que nada, amenazaba objetivamente el poder unipolar norteamericano. La intervención norteamericana y europea en Ucrania en 2014, dando un golpe de Estado y removiendo al presidente legítimamente electo porque “estaba apoyado por Rusia” y no cumplía con los deseos de control de la Unión Europea y la OTAN sobre Kiev, resultó también esta vez dirigido por los neocon -con Victoria Nuland, esposa de Robert Kagan, como estrella principal. A partir de allí comenzó el fortalecimiento de los antes pequeños grupos de neonazis y ultranacionalistas, el bombardeo del Donbas por parte del ejército de línea y las milicias ultranacionalistas. Estos son los antecedentes inmediatos de este último capítulo en la situación de violencia actual.
Cuando Zuckerberg creó Facebook era un estudiante de 20 años en Harvard. Cuando Hurley et. al. crearon YouTube, no pasaban los 25 años. Cuando Jack Dorsey creó Twitter en 2006, tenía 29 años. La constante de todas estas compañías es la misma: un inicio creativo, a veces algo casual, un impacto descomunal, y un período inicial “libre”. Luego, el sistema tal como es aplica su normal operación de limitación, control y desviación del espíritu original, introduciendo el principio del control de narrativas como elemento fundamental. En el caso de estas compañías el trabajo se concentró en la narrativa “imponer límite a los discursos de odio en redes sociales”. Este es el modo en que el sistema codificó lo que realmente está haciendo, que es extorsionar a las plataformas de redes sociales para que cumplan con los deseos narrativos de la élite en el poder. Esto implica eliminar de las redes a los actores independientes o críticos del sistema tal como es y de sus narrativas. Repetidos llamados al parlamento y presiones de todo tipo para que las empresas tecnológicas censuren contenidos inconvenientes para el discurso único, es todo lo que se busca. Durante la tercera crisis -la de Covid- la censura se comenzó a ejercer desembozadamente, buscando apretar el control al máximo posible. Una vez más, es un error pensar que el esfuerzo de censura es por voluntad de Jack Dorsey o Mark Zuckerberg. Estos fueron chantajeados o cooptados por el sistema en proporciones variables y desconocidas, y sus empleados son en su mayoría militantes convencidos de la ideología del sistema en versión juvenil (la ideología woke), pero no hay nada inherentemente censurador en las redes sociales. Son también víctimas a la vez que aliados circunstanciales de los poderes del sistema centralizado viejo, en su larga y lenta retirada.
De todos modos, el conjunto de los espacios alternativos es abrumador, y en la medida en que se genera una narrativa contraria a la mainstream, estos sitios alternativos operan como una cámara de eco creando y reforzando esas narrativas alternativas. Luego de la crisis de Covid es fácil ver que, pese a la censura redoblada en las redes “tradicionales”, la conciencia general respecto de los huecos y absurdos del pensamiento único oficial no para de crecer.
Crisis de la Corona
Con el panorama complicado por la crisis del 2008, el aumento de las voces y narrativas alternativas a un nivel de masa crítica importante, y Trump y su negativa a “afinar” en el poder del país más poderoso de la tierra, los poderes en retirada lanzaron un nuevo esfuerzo de control de la narrativa, con la finalidad de tapar los problemas financieros, crear condiciones para sacar a Trump del poder, y aumentar otra vuelta al torniquete de control, fortaleciendo de paso a los viejos medios mainstream que, por razones tecnológicas, son los únicos que les permiten realmente crear y controlar una narrativa única.
Parte de estos objetivos se cumplieron total o parcialmente. Pero la cuestión no es esa, sino analizar en qué medida el triunfalismo de los voceros del sistema tal cual es tiene el partido ganado. ¿En qué medida aquella previsión delineada por los teóricos neoconservadores a fines de los ’90, de unipolaridad, concentración indefinida del capital y globalización bajo reglas comerciales y burocrático-globales norteamericanas es realmente posible? ¿En qué medida la etapa controladora y centralizadora puede sobrevivir indefinidamente a su contradicción con las posibilidades de nuevas tecnologías esencialmente abiertas? Por supuesto que Internet puede controlarse a nivel físico por cualquier estado, pero ese control centralizado en una sociedad como la Occidental solo puede ejercerse a un altísimo costo político a la larga. Ese uso controlador de la tecnología ha sido avanzado en China, y ahora es intentado en Occidente, pero lejos de ser cosa juzgada, también podría revertirse en Oriente en la medida en que China se consolide y la amenaza exterior disminuya.
La crisis del Covid es la de la emergencia, de modo espectacular, de los problemas de legitimación de la ciencia en las sociedades occidentales. Para convencer a la población de un nuevo “discurso único generador de pánico” -al estilo 9/11- y unas medidas delirantes, hubo que convertir a la ciencia en “Ciencia oficial” y poner de manifiesto el nivel de fabricación y fraude al que ha llegado hoy, como lo denunciara el British Medical Journal, la “medicina basada en evidencia”. Otras civilizaciones y culturas con una organización social distinta fueron afectadas también por esta crisis, en la medida en que aun estaban en la fase de aceptar la legitimación del saber según las instituciones científicas occidentales -sus laboratorios, universidades, e instituciones reguladoras como la FDA etc., y sobre todo su participación en estructuras burocrático-legitimadoras globales bajo control de Estados Unidos y sus aliados. Estas naciones -por ejemplo Rusia o Brasil– parecen estar dándose cuenta institucionalmente de que deben abandonar las narrativas hegemónicas de legitimación de la verdad científica, y volver a confiar en sus propios laboratorios y formas de práctica científica y técnica, sin confiar en ninguna autoridad que venga de Occidente. Quién sabe si estas naciones u otras llegarán a instrumentar su abandono, crecientemente sugerido o discutido en los últimos días, de la OMS. No hay que olvidar que Trump también llegó a eliminar el apoyo financiero norteamericano a la OMS, el cual fue restablecido a toda velocidad por la elite y el Estado Profundo apenas retomaron el poder en EEUU en 2021. Esto es especialmente evidente cuando se contrasta el rendimiento del aparato militar ruso, por ejemplo, con respecto al manejo que hizo Rusia de Covid. Mientras que la “ciencia” farmacéutica rusa repitió los modelos occidentales y fabricó vacunas tan venenosas como las occidentales, su industria de armamentos y tecnología espacial se desarrolló de un modo autónomo, pues incluso durante los años de sumisión a Occidente (1990-2000 aprox), pese a la intervención directa de Estados Unidos en esos años, los rusos supieron preservar su autonomía científico-técnica en materia militar. La clave de la diferencia está en los discursos de legitimación: sólo cuando la legitimación sigue siendo autónoma de las narrativas enemigas podemos confiar en los productos científicos que las narrativas legitiman. Como, también Lyotard, preveía, “la cuestión de la legitimación de la ciencia se encuentra indisolublemente relacionada con la de la legitimación del legislador. Desde esta perspectiva, el derecho a decidir lo que es verdadero no es independiente del derecho a decidir lo que es justo, incluso si los enunciados sometidos respectivamente a una u otra autoridad son de naturaleza diferente. Hay un hermanamiento entre el tipo de lenguaje que se llama ciencia y ese otro que se llama ética y política: uno y otro proceden de una misma perspectiva o si se prefiere de una misma «elección», y ésta se llama Occidente“
Aquel capítulo de La condición posmoderna, libro aparentemente olvidado que estas reflexiones han llevado a releer, concluye con esta afirmación, completamente premonitoria: “…saber y poder son las dos caras de una misma cuestión: ¿quién decide lo que es saber, y quién sabe lo que conviene decidir? La cuestión del saber en la edad de la informática es más que nunca la cuestión del gobierno“. Piense el lector en el Dr. Fauci, funcionario de una burocracia gubernamental, puesto a trabajar de legitimador en horario central. La “ciencia” no alcanza en absoluto para imponer a una población normas, y se hizo preciso hacer salir a la “Ciencia” a la cancha. Aun así, la grieta en la legitimación sólo se hizo más grande. Hoy, luego de dos años y medio de intentos de convencer que el fin de lucro de una farmacéutica es la “Ciencia”, lo que se ha obtenido es un avance de la deslegitimación de la medicina como tal. La gente antes de Covid creía abrumadoramente tanto en las vacunas como en los antibióticos y en las pastillas para el dolor de cabeza. Hoy, una parte mayor que antes de la sociedad cree menos en las tres cosas, intenta evitar en lo posible ir al médico, y está intentando ver cómo reconstruye las estructuras de legitimación en las que antes creía. Muchos aun no se dieron cuenta que esas estructuras deben caer, la legitimación del saber y el poder en Occidente debe sufrir y ser derrumbada. Esa es la única condición a partir de la cual se podrá construir una estructura más autónoma y libre donde la ciencia pueda volver a florecer con la legitimación estricta que le da su funcionamiento comprobado, al margen de los discursos comerciales.
Porque, lamentablemente, en la medida en que la estructura monopólica y concentrada de bigpharma y medios se ha consolidado, esa consolidación tiene necesariamente que correr en paralelo con la deslegitimación de la ciencia misma que esas farmacéuticas pretenden producir. Simplemente la comercialización del saber es un oximoron y, como se sabe bien ya desde tiempos de Platón, el saber verdadero no sobrevive a los trucos de la retórica -y mucho menos a las mentiras de la propaganda.
Esto completa el círculo por el cual es preciso entender que ni la política ni los políticos son los responsables de lo que ocurre, sino mayormente sus víctimas, por más absolutamente corruptos que sean. Es decir, son culpables de corrupción, pero no lo son del todo de sus pésimas, y aun criminales políticas, porque en un mundo como el que tenemos deben dejarse orientar por la técnica legitimada por el sistema tal como es, del cual la gran mayoría son por necesidad una parte. O, simplemente, son sustituidos. Pero esa “Ciencia” en la que se apoyan está deslegitimada por la ambición de lucro. Es el lucro el que no solo corrompe, sino que deslegitima el proceso por el cual los políticos mismos quedaban, junto con la ciencia, legitimados. El resultado es la caída del “cuarto jinete”, que es el sistema científico en Occidente (ya cayeron la confianza en las religiones establecidas hace más de un siglo, el sistema financiero con las sucesivas crisis y el escándalo del 2008, y el sistema político, que lo hace cíclicamente con cada nueva renovación del ciclo de autolimpieza/corrupción).
En una sociedad como la contemporánea, los políticos de Occidente están bien lejos de ser los todopoderosos conspiradores interconectados por redes secretas que la ignorancia popular postula todos los días en sus propias redes. Los políticos de las repúblicas occidentales son una raza de ciudadanos profundamente disfuncionales, víctimas y chivos expiatorios de una imposibilidad histórica, de la que intentan patéticamente compensarse todos los días con sus corrupciones y su ignorancia. A estos ciudadanos -es decir, a los ambiciosos e ignorantes que se postulan a los cargos políticos debido precisamente a que abundan en ambas condiciones- se les exige que hagan que un sistema que se ha vuelto completamente incontrolable se comporte como los sistemas de gobierno creados en el siglo XVIII, basados en una racionalidad piramidal y compartimentada que permitía su control, una estructura “analítica” y de sistema cerrado. Evidentemente, con las nuevas tecnologías en el nivel actual de desarrollo, pretender gobernar una sociedad en base a las legitimidades y modelos organizacionales inventados en el siglo XVIII es una imposibilidad. Es, pese a todo, lo que tratan de seguir reproduciendo los tontos estentóreos de Bilderberg y Davos, solo que ahora bajo la forma de una conspiración tecnocrática. Intentan usar la tecnología de red abierta y flexible para cerrar y controlar. Tampoco funcionará, no porque el poder no pueda imponerse a fuerza de armas de fuego, cámaras en todas partes, algoritmos rastreándolo a usted 24 horas en su bolsillo o en su dormitorio, o baneos digitales de la moneda y la riqueza individual. Se puede, pero es completamente disfuncional y contrario a los intereses de estas fuerzas históricas que se han despertado bajo formato tecnológico. Por lo tanto, esos intentos de una forma u otra fracasarán, no sin antes haberse cobrado bastante su retirada en términos de angustias, dolores individuales y vidas humanas.
Usted no está viendo ninguna conspiración creada hace siglos y llevada adelante disciplinadamente por generaciones de los cinco continentes. Eso a lo que usted refiere como conspiración, siempre se llamó historia, y es un resultado necesario de fuerzas infinitamente más complejas e incontrolables que la voluntad de un grupito de illuminati. Lo que usted está viendo es una dinámica de conflicto entre las viejas formas en que el poder controlaba las narrativas y la realidad, y el aumento de la conciencia y la participación libre de los ciudadanos sin poder, lo que implica además la emergencia de nuevas narrativas que entran en conflicto con las narrativas anteriores. Esto no es una mera “caída de los grandes relatos”, sino un conflicto abierto en dos planos: por un lado, para imponer el propio relato -o, al menos, para buscar coherencia entre relatos en conflicto irremediable e insoluble. Por otro, lo que se pone en juego es la metafísica, es decir, si hay algo real, qué es eso real, cuáles son las características de esa realidad. La respuesta del poder a la metafísica es la ilusión tecnocrática -es decir, elaborar un argumento según el cual la tecnología, en poder del poder, ya ha suplantado parcialmente, y terminará suplantando totalmente a lo real.
El objetivo de quienes no tienen poder sino futuro, es apostar a lo real, y demoler la ilusión tecnocrática, apropiándose de la tecnología para crear una sociedad diferente.