ENSAYO

Por Rafael Bayce

Primera Parte. De la democracia originaria a la madura

1 Introducción.  Una multisemia con alguna empiria

Partamos de algunos ‘ismos’ que califican o coliden con el núcleo típico-ideal y utópico de las ‘democracias’, quizás hegemónico, así como de algunas ‘empirias’ que parecerían reforzar la creciente creencia en la vigencia de esos ‘ismos’. 

La multisemia. Habría un cierto consenso sobre la progresiva hegemonía de una ‘nueva derecha’, que sucedería a una relativa primacía de una izquierda en Europa y en A. Latina durante la primera década del siglo XXI. Habría también un ‘neo-nacionalismo’ que enfatizaría la parte ‘local’ de la evolución de un proceso de ‘glocalización’ que balancearía a la ‘globalización’ translocal. Esa derecha, equilibradora de un auge ‘rosa’ en la globalización, tendría un carácter ‘neo-conservador’, anclado muchas veces en renacimientos religiosos ortodoxos y en nuevos grupos religiosos moralmente ‘retro’. Se conceptúan como amenazas a las democracias, también, tendencias tales como ‘autoritarismos’, ‘autocracias’ y hasta ‘totalitarismos’ que implementarían y se servirían de legitimaciones ‘populistas’, anteriormente llamadas aproximadamente de ‘demagogias’. En esta consensuada evolución despierta particular interés el equilibrio entre la novedad coyunturalmente incitada y la reconstrucción ‘neo’, como lo atestigua el excesivamente laxo carácter de ‘neoliberal’ que oficia de paraguas no siempre justificado para las políticas públicas y económicas de tales regímenes.

La empiria. Algunos fenómenos que sustentarían esos calificativos, más descriptivos que explicativos, serían: a) una nueva derecha, en el discurso y en los votos, que sucedería a las socialdemocracias en Europa y a los progresismos ‘rosa’ de izquierda relativa en América Latina; en las dos últimas décadas: la última del siglo pasado y la primera del actual; b) mediciones de sondeos de opinión pública que mostrarían, tanto una menor adhesión explícita a la ‘democracia’ como forma de gobierno y de selección de gobernantes, como de aprobación de popularidad para gobernantes y gestiones. Aunque pueda objetarse su conclusividad debido a la sospechosa polisemia del término ‘democracia’, tanto en el estímulo dado por los encuestadores a los respondentes como en los mismos receptores; polisemia que puede contaminar la validez interna de las respuestas de los receptores, con mucho mayor peligro interpretativo cuando se trata de sondeos e investigaciones comparadas. La serie estadística del Latinbarómetro puede servir de ejemplo de esta empiria, con sus virtualidades y limitaciones.

2 La cuestión central

¿Estaríamos presenciando o viviendo una némesis o descaecimiento de las democracias, capturable por medio de procesos de entropía, erosión y regresión de sus caracteres típico-ideales y utópicos hegemónicos? Adelantemos una respuesta positiva a la identificación de esos procesos y de su convergencia, y un fundado temor en su irreversibilidad en un plazo corto y mediano.

3 La democracia originaria, quizás típico-ideal pero no utópica

La democracia, en su núcleo típico-ideal y utópico, podría, en atrevido nano-resumen, describirse como un ‘non plus ultra’: a) de las formas de selección de gobernantes; b) de la representatividad y representación del cuerpo electoral; c) de un cuerpo electoral que es soberano y vox dei; d) de adopción de decisiones legítimas vinculantes. Pero esa no es la democracia originalmente concebida por quienes acuñaron el término como descriptivo y clasificatorio de ‘constituciones’ o ‘formas de gobierno’. Hay una importante polisemia entre esas dos acepciones: la originaria, la griega de Platón-Aristóteles, más taxonómica; y la madura, ahora más consensual y naturalizada, típico-ideal y utópica, aún hegemónica, muy posterior, más de 20 siglos posterior, construida post-Rousseau y parte de los avatares que llevan a la Carta Magna inglesa, a la Revolución Francesa y a la Democracia Republicana norteamericana; ésta última fue la del independentismo latinoamericano, en especial del uruguayo, artiguista. 

Conviene no sustentar esa acepción más madura, aun hegemónica, ni en la originaria ni en la experiencia de las prácticas democráticas atenienses, porque son muy distintas; más que continuidad, hay una ruptura radical entre ambas, ensuciada y oscurecida por la igualdad del término común usado para nombrarlas: ‘democracia’, ya fuertemente polisémico desde siempre y más aún desde que se hace forma de gobierno normal en el político-culturalmente dominante occidente; y cuya polisemia aumenta constantemente.

En efecto, Platón le dedica los 11 capítulos de la Parte 9, Libro 8, de La República (circa 370-386 a.C.), a las ‘Sociedades Imperfectas’, aquellas que no podían ser gobernadas por el Filósofo Gobernante y su clase Guardiana, objeto de una formación completa y excelsa desde la primera niñez hasta casi la tercera edad. Todas las sociedades no gobernadas por el Filósofo y los Guardianes así formados serían sociedades imperfectas, que se suceden históricamente, de las Timarquías a las Oligarquías, de ellas a las Democracias y de éstas a las Tiranías, en un orden crecientemente alejado de la idealidad a partir de conflictos inherentes a cada forma de gobierno. Cada sociedad caracterizada por una forma específica de ésas producía y estaba formada fundamental -pero no exclusivamente- por tipos especiales de individuos (en esto insistirán mucho los psicólogos sociales en la década de 1940, con provecho teórico). Las democracias, entonces, eran muy imperfectas, más que otras (como las oligarquías), aunque su énfasis en la libertad y la igualdad de oportunidades las constituía en formas atractivas para los hombres libres y jóvenes, sin embargo con gran riesgo de caos social y de tentación para la intervención de tiranos normalizadores; las democracias habrían nacido de la degeneración de las oligarquías y no serían, desde el punto de vista de la virtud y del bien común, formas de gobierno y tipos humanos muy bien ranqueados entre las formas de gobierno; solo serían mejores que las tiranías.

También es así durante todo el transcurso de la Política de Aristóteles (circa 335-322 a.C.). Ya desde la Ética Nicomaquea había clasificado la constitución en las sociedades de acuerdo a dos tríadas: una de formas buenas y otra de formas perversas de aquéllas. Hay 2 formas de gobierno por uno (monarquía la buena, tiranía su perversión), por pocos (aristocracia la virtuosa, oligarquía la perversa) o por muchos (política constitucional la buena, democracia la mala); su virtuosidad depende de su dedicación al bien común o a promover el interés del uno, los pocos o los muchos gobernantes; en general ricos los uno o pocos, pobres los muchos. Distinción interesante es aquélla entre la política constitucional y la democracia como gobiernos de muchos; la primera es conducida estrechamente desde la institucionalidad legal, la segunda desde modos mucho más informales, como los líderes populares (que son rechazados ya desde Platón) y otros modos formales menos institucionalizados que, como veremos, adquirirán creciente relevancia durante el siglo XX. También importa mucho la recomendación del seguimiento de las pobres, especie de justo medio entre las posiciones conflictivas.

En sus acepciones, descripciones y evaluaciones originarias, entonces, no solo la democracia no es de las mejores formas de gobierno sino ni siquiera intrínsecamente buena, para los filósofos políticos pioneros.

Habrá que esperar 20 siglos para que se instale, luego de una lenta acumulación de insumos, la actualmente hegemónica acepción típico-ideal, utópicamente pensada y sentida como non plus ultra en tanto forma de gobierno.

4 La democracia madura aun hegemónica, forma de gobierno non plus ultra

A través de los aproximadamente 20 siglos que demora la concepción originaria imperfecta de la democracia en convertirse en una concepción madura cuasi-perfecta, una prolija revisión debería hacerle justicia a una enorme cantidad de pensadores que no podemos recorrer aquí, ya que el objeto del breve periplo va mucho más allá de esa mera transición por sí misma.

Pero para dar una idea del tipo de aportes que va encaminando hacia la concepción madura y a una acepción nueva en la polisemia democrática que vivimos y referimos, basten algunos mojones notables hacia la construcción de la noción madura, hoy aun hegemónica, de democracia como forma non plus ultra de gobierno, que es la que veremos erosionarse, entropizarse y regredir, nuestro asunto focal.

Maquiavelo. En primer lugar, la importante revisión de Niccoló Macchiavelli de la filosofía política antigua en El Príncipe; aunque nosotros estamos particularmente interesados en tres observaciones de sus Discursos sobre los Primeros Diez Libros de Tito Livio (circa 1512-1517): uno, la afirmación, tan diversa de las de sus antecesores y sucesores, de que la naturaleza humana es mala y de que las formalidades, formas de gobierno e instituciones son para evitar la maldad y la facilidad con que se pasa de un momento virtuoso a uno corrompido; en ese sentido, considera muy fácil pasar de las constituciones aristotélicas virtuosas a las viciosas –vide supra-; un ejemplo de esta mediación preventiva fue la institución de los tribunos en Roma, como modo de moderar el conflicto típicamente post-oligárquico entre el Senado y el pueblo. Dos, quizás inadvertidamente, quizás no, Maquiavelo lista a la democracia como una de las formas virtuosas de constitución, al contrario que Aristóteles y Platón; solo una licenciosidad y anarquía extremas serían degradaciones de la democracia, degradación que sería una tentación o excusa para un tirano para ambos pensadores (ahora también autoritarios populistas lucran con nostalgias e imperfecciones aumentadas). Con Maquiavelo se da, luego de 18 siglos, la reversión histórica que evalúa a la democracia como una forma de gobierno virtuosa cuando la concepción Aristotélico-platónica la clasificaba como forma, no solo básicamente viciosa, sino degenerada respecto de otras anteriores, en una visión platónico-plotiniana de desviación desde un bien ideal primigenio (que se recupera ascéticamente en Plotino, no en Platón). La reversión de Maquiavelo es más completa: la humanidad lucha por imponerse a una naturaleza mala original; en los griegos –en especial Platón- la bondad pre-natural se va perdiendo con la civilización. Veremos cómo Rousseau parte también de una bondad primigenia, pero para protegerla en su virtud mediante un contrato social constitutivo. Tres, hay que mediar entre una monarquía u oligarquía en conflicto con el demos de modos que no impliquen la subordinación de unos a otros por medio de instituciones nuevas, de mediación y ‘justo medio aristotélico’ entre los contendientes; quizás hay una aceptación general de la evolución de las formas de gobierno platónicas y de la jerarquización de las formas aristotélicas. La fenomenología del príncipe, uno de los puntos notables en Maquiavelo, se refiere a cómo la tentación tiránica y manipuladora surge desde defectos en componentes conflictivos de momentos oligárquicos y democráticos, con foco en el noble regente unipersonal italiano de su época, personaje que piensa desde las categorías de los antiguos pero aplicados espaciotemporalmente y desde una concepción diversa de la naturaleza humana.

Hobbes. En segundo lugar, Thomas Hobbes, en especial desde su Leviatán, (1651) que, un siglo y medio después establece una instancia pacificadora que el Estado, el Bien Común, la civitas romana, constituyen celebrando un pacto contractual que da poder soberano a un representante instituido como tal mediante un proceso pacífico diverso al que su adquisición por la fuerza, poder instituyente que construye paz pero defiende sus libertades también; el aspecto represor del Leviatán ha sido sobredimensionado respecto al de constructor pacífico, de proveedor legítimo de poder soberano alternativo a la fuerza. 

Otro tema hobbesiano relevante a futuro es la afirmación de que como las acciones dependen de las opiniones, el buen gobierno depende de la generación de buenas opiniones; pero que, aunque como en materia de opinión no hay verdad (el argumento aristotélico de la verdad demostrable como ajena al sentido común y a la opinión) de cualquier modo debe regularse, porque el soberano pacíficamente instituido debe velar porque los enfrentamientos de opiniones, las falsedades y las novedades inopinadamente aparecidas no llevan de la paz a un estado de guerra. Un último tema hobbesiano muy relevante a nuestro desarrollo es su idea de que existe derecho a defender la libertad como bien supremo; pero el uso en seres humanos de la palabras ‘libre’ y ‘libertad’ serían un abuso, ya que un objeto libre es aquél cuyo movimiento no tiene un impedimento externo para dirigirse adonde su voluntad lo indique. Un importante trabajo de Arthur Schopenhauer (1837) distinguía lo que mucho más tarde hará el filósofo uruguayo Carlos Vaz Ferreira (1957) entre determinismo-necesidad, para el movimiento físico de objetos, versus libertad-dependencia, para la formación auntónoma de la voluntad. La sociedad democrática contemporánea puede disfrutar de libertad física de movimiento como objeto sin por ello gozar de autonomía de la voluntad como sujeto, pudiendo, claro, tener ambas o ninguna. Justamente el proceso de formación de opinión y de formación de la voluntad (la razón práctica kantiana) es crecientemente criticable y lo veremos; Hobbes, que ya percibió algo de todo esto, no parece haber percibido aún cómo las acciones, y la voluntad de ejecutarlas, están tan amenazadas de pérdida de libertad como la libertad de movimientos físicos, ni de cómo la disminución y manipulación de los insumos de formación de opinión pueden influir en los de autonomía de las voluntades que van a terminar en acciones.

James Stuart Mill, otro siglo después (…..) es muy consciente de la distinción de Schopenhauer sobre la que enfatizó Vaz Ferreira: la primera línea de On Liberty (1859) dice “el objeto de este ensayo no es la así llamada libertad de la voluntad, tan desgraciadamente opuesta a la mal nombrada necesidad filosófica; sino la civil, la libertad civil; la naturaleza y los límites del poder que puede ser legítimamente ejercido por la sociedad sobre el individuo”. Porque esa pacífica institución colectiva hobbesiana de representantes empoderados tendrá que ejercer cierta dosis de poder sobre los sujetos soberanos instituyentes. ¿Cuál con legitimidad, cuál no? Pero recuperemos la linealidad cronológica en este viaje histórico por la polisemia de la ‘democracia’.

Locke. En tercer lugar, John Locke. Uno. En el segundo de sus Dos tratados sobre el gobierno (1690) comienza arguyendo que lo que desarrollará tiene puntos de apoyo, tanto en la razón natural (trascendental, inherente a la humanidad) como en la revelación (trascendente, propio de comunicación divina a la humanidad), distinción de la que luego veremos su importancia para nuestro desarrollo. Dos. Como ocurrirá por estas épocas, siglos XVII-XVIII, un supuesto estado de naturaleza precedió originalmente al estado agregado, y, cual secularizado y profano paraíso terrenal, sería un estado perfecto en el orden de las acciones y en la disposición de sus posesiones, a voluntad sin depender de la voluntad de ningún otro. Pero, cuando, para mejor defensa de sus integridades físicas y de sus propiedades, decide formar una comunidad con el consentimiento de sus miembros, hacen un solo cuerpo de esa comunidad, con el poder de actuar como un todo mediante la voluntad y la determinación de la mayoría. Lo que habilita a todo lo que ya hacía en el estado de naturaleza: a) hacer lo que le parezca para preservarse y preservar a otros con el permiso de la ley; b) castigar los crímenes cometidos contra la ley (divina y/o secular, de lo cual habla extensamente Émile Durkheim en su Dos leyes de la evolución penal (1899), desde cuando hay una mayoría de delitos religiosos, luego una mayoría de delitos penales, más tarde con tendencia a predominio de los civiles). Tres. En el estado artificial consensuado al menos mayoritariamente, se emplea el poder delegado por el soberano original en hacer leyes (para evitar intereses e ignorancia), designar a quienes resuelvan conflictos (que sean más neutrales que las partes para ello) y las hagan ejecutar aun contra resistencia del condenado (porque no todos aceptan sentencias contrarias): legislativo, ejecutivo y judicial legislado para un orden diverso del natural. Cuatro. Esa estructura legal administrativa de la comunidad es así especialmente como “forma de gobierno perfectamente democrática”; aunque pueda también adoptar la forma de una oligarquía o de una monarquía, hereditaria o electiva. La forma democrática, forma negativa y degenerada en los griegos, adquiere estatus de bondad recién con Maquiavelo, 18 siglos después; un siglo más y Hobbes acepta y postula una generación pacífica de poder alternativa a la fuerza; otro siglo y Locke consolida la revolución política de la primacía trascendental de la soberanía popular originaria, el bien del pueblo como fin y regla moral. Cinco. Pese a este empoderamiento delegado, articulado de diversos modos, “la comunidad retiene perpetuamente un supremo poder de salvarse a sí misma de las tentativas y designios de cualquiera, aun de legisladores que puedan intentar afectar libertades, propiedades y la autopreservación” que ya les cabía desde el estado natural. “Salus populi suprema es la ley que si se observa no permite ningún error fundamental”. Aunque la mayoría de las futuras disputas políticas sea sobre los contenidos de esa ‘salud populi’, ya tenemos una base del devenir del origen y fin de los actos de poder y gobierno: nacen de la voluntad soberana del estado natural informado por ley divina y/o ley natural. Ya no es un poder y objetivos determinados por unos pocos o uno, nobles o religiosos; la forma de gobierno puede ser más o menos plural en la ejecución de la voluntad constituida colectivamente, pero es una ficción creciente en el imaginario teórico, que se encarnará políticamente y se cumplirá en un cotidiano legislado. Es difícil de imaginar la revolución política que resulta de esta ficción sustituta de las antiguas, la de la soberanía popular, implementada por formas de gobierno e instituciones votadas y por mayoría, y capaces de derribar a los representantes empoderados que no implementen adecuadamente los fines de la reunión de los individuos en estado natural hacia un estado artificial de comunidad, Leviatán en conflictos, bien común (Commonwealth), cuerpo cívico (civitas). Es un mecanismo de defensa contra la arbirariedad de la voluntad de jerarcas que se creían autorizados a ello por derecho divino, monárquico o derivado. Es un trascendentalismo que destrona a las trascendencias, primigenias en la legitimación teórica del poder. Pero un paso más lo dará Rousseau. Veamos.

Rousseau. En cuarto lugar, Jean-Jacques Rousseau, nuevamente casi un siglo de distancia. En el segundo párrafo de El Contrato Social (1772),y más allá de la mítica ficción del buen y noble salvaje como depositario de toda bondad natural, se va un poco más lejos en el mismo sentido en que vamos haciendo la historia de la idea de democracia: “el orden social es un derecho sagrado que sirve de base para los otros. Pero este derecho no viene de la naturaleza; está entonces fundado en convenciones; las únicas y primigenias sociedades naturales serían las familias. Aquí ya abandonamos la fuente trascendente que fundaba órdenes humanos en la revelación divina, como en La Ciudad de Dios de San Agustín; también hemos superado el estadio lockeano del orden político soberano como anclado en el estado trascendental de naturaleza soberano; en Rousseau también se superan el poder y el derecho generados de modo alternativo a la fuerza del pensamiento hobbesiano: la fuerza no genera derecho, y la única obediencia debida es a legítimos poderes, que no serían ya no una mera alternativa a la fuerza sino la única fundación de la legitimidad. En términos weberianos posteriores, la fuerza puede producir validez normativa, o política, pero no legitimidad, que es cultural.

En el cap. 3 Rousseau se pregunta si la ‘voluntad general’ puede equivocarse. Dice que la voluntad general siempre tiene razón, pero de ello no se sigue que todas las deliberaciones sean siempre rectas, porque puede no percibirse bien; que nunca es corrupto pero puede ser engañado. Estamos en camino del vox populi, vox dei, qué distancia hemos recorrido desde los griegos en favor de la legitimidad popular y legal, de incalculables consecuencias políticas, que se proyectarán más allá, cuando la entropía, erosión y regresión democráticas, en el siglo XX y con aceleración en el XXI. Rousseau Introduce la diferencia entre la ‘voluntad de todos’ y la ‘voluntad general’: aquélla, la suma de los particulares, ésta, la resultante de la suma y resta de voluntades diversas de una modal. La importancia de esta distinción de Rousseau (similar a la que hará dos siglos después Durkheim entre ‘general’ y ‘colectivo’) es que el cuidado con la implementación de la voluntad general evita la formación de facciones y subgrupos que pueden llegar a implementar fines particulares al interior de instituciones que deberían hacerlo solo con las mayorías o la voluntad general; es un peligro que en el siglo XX dará origen a una de las fuentes de descaecimiento de las democracias más potentes: la oligarquización.

Jefferson. En quinto lugar, Thomas Jefferson (circa 1817). Cuatro puntos suyos son muy importantes en esta narrativa, desde el ángulo de su discurso. Uno. En una carta a John Adams (s/d) coincide con la valoración griega de la virtud y habla de una ‘aristocracia natural’, la de las virtudes y talentos (¿cualquier semejanza con la constitución uruguaya será mera coincidencia?) de orden superior, a otra ‘aristocracia artificial’, inferior, la del nacimiento y la riqueza; la natural debe preferirse para los cargos públicos, que serían para proteger a los menos favorecidos, que los más ya se las arreglarán para que no les vaya mal. Dos. Vale la pena sencillamente reproducir un trozo de una carta a von Humboldt (1817): “El primer principio del republicanismo es que la ley de la parte mayor (mayoría) es la ley fundamental de toda sociedad de individuos con iguales derechos; considerar la voluntad de la sociedad enunciada por la mayoría de un voto simple, tan sagrado como unánime es la primera en importancia de todas las lecciones; a pesar de que sea la última en ser completamente aprendida. Una vez que esta ley es desdeñada ninguna otra permanece, salvo la de la fuerza, que termina necesariamente en despotismo militar”. Tres. En una carta a John Colvin, de 1810 (s/d), dice que la estricta observancia de la ley escrita es indudablemente una de las altos deberes de un buen ciudadano; pero no es la más alta. Las leyes de la necesidad, de auto preservación, de la salvación de nuestra nación cuando esté en peligro, son más altas obligaciones. Cuatro, en una carta a Isaac Tiffany (s/d), comentando una nueva traducción al inglés de la Política de Aristóteles, afirma que todavía esté pendiente un experimento de un gobierno, democrático sí, pero representativo, que ya estaría siendo probado en varios ejecutivos y legislativos de los Estados Unidos; le llama al republicanismo representativo, gobierno popular democrático de segundo grado de pureza, siendo el de máxima pureza la democracia directa, implausible con las magnitudes de los cuerpos electorales en un mundo contemporáneo de crecimiento imparable de los tamaños y densidades urbanas.

A este punto, creo que hemos cumplido en el propósito de mostrar el camino desde una democracia originaria, básicamente griega, concebida como una forma perversa y poco virtuosa de gobierno, se vuelve, entre 18 y 20 siglos después, no solo una forma buena y de las mejores, sino también la más mejorable para los padrones demográficos de los cuerpos electorales.

No nos estamos olvidando de dos autores, algo posteriores a los vistos, que mucho podrían aportar para este retrato dinámico: uno es el maravilloso elogio de Henry David Thoreau Sobre el deber de desobediencia civil (1849), ejemplo persuasivo de individualismo moral radical, conducta que ya había sido aprobada por Jefferson. El argumento central es que ni las leyes escritas ni las prácticas políticas deben ser respetadas cuando parecen arguiblemente contrarias a la moralidad profesada; que ni las consecuencias personales ni algunos efectos de retroacción adversos deberían disuadir al resistente desobediente civil. “Bajo un gobierno que aprisiona a cualquiera injustamente, el verdadero lugar para un hombre justo es también la prisión”. Y lo hizo repetidamente en vida: ante una exigencia injusta, prefería ir a la cárcel que acceder a la injusticia o a aceptarla para evitar consecuencias adversas para la libertad propia. Otro gigante que no olvidamos es John Stuart Mill, levemente referido y también posterior a los focalizados en la narración; sería necesario un tratado para hacerle justicia en estos temas. Pero es suficiente, nos parece, apuntar esos mojones en el camino prometido.

Si continuamos la historia del pasaje de la concepción originaria de la democracia, bastante devaluada entonces, hacia su concepción madura, gruesamente la aun hegemónica hoy, que ha pasado a ser el non plus ultra de las formas de gobierno, deberíamos agregar a la lista de hitos en ese camino a la Carta Magna y sus entornos, a la Revolución Francesa y los suyos, como los que rodearon a la Independencia norteamericana y su constitucionalismo republicano tan relevante para las independencias nacionales y en especial la uruguaya desde la doctrina artiguista. Así como la continuidad de estos fenómenos en la evolución de los Derechos Humanos como nuevo iusnaturalismo afirmado como trascendental aunque difundido –en realidad impuesto- entre un puñado de naciones occidentalmente hegemónicas como universales, aunque sin la menor consulta a la mayoría de los países ajenos a esa tradición, como tantos africanos y asiáticos, sin hablar del mundo indígena global (por más, Habermas, 1998), en abierta violación del principio de las mayorías tan caro a los demócratas desde el siglo XVIII. 

Pero, bastante impuesta la democracia como forma de gobierno de tendencia universalizante en el siglo XIX, coexistirá con formas anteriores de gobiernos conservadores, oligárquicos y monárquicos, con fascismos, franquismos, comunismos, nazismos, anarquismo, socialismo y una socialdemocracia que será la fusión de las tendencias izquierdistas con las democracias, signo indeleble del siglo XX a nivel teórico-práctico.

En medio de esta evolución de largo plazo y de este estado de las democracias en el siglo XIX con continuidades en el XX, ya podemos avistar, a principios del XX, indicios de erosiones, entropías y regresiones en las democracias, que serán convergentes y difícilmente reversibles en este presente y futuro próximo.

El plan para el próximo artículo, segunda parte de éste, es el siguiente:

Segunda Parte. Descaecimiento democrático por erosión, entropía y regresión convergentes, difícilmente reversible.

5.-  Erosión oligarquizante o re-oligarquizante de las democracias.

6.-  La Entropía carismático-populista.

7.-  Sociedad de Consumo: la oligo-oferta deviene demo-demanda.

8.-  Cooptación más perfecta del demos: comunicación global, digital y redes.

9.-  Mimesis y Magnetismo de las mayorías y hegemonías.

10.- El horror a las Disonancias cognitiva y emocional.

Conclusión: del auge al descaecimiento de las democracias.


Bibliografía mencionada (en la Primera Parte)

Platón. – La República. Circa 386-370 a.C.

Aristóteles.- La Política. Circa 335-322 a.C.

Maquiavelo, Niccoló.- Discursos sobre los Primeros Diez Libros de Tito Livio. Circa 1512-1517.

Hobbes, Thomas.- Leviathan. 1651.

Schopenhauer, Arthur.- Sobre el libre albedrío. 1837.

Vaz Ferreira, Carlos.- Sobre los problemas de la libertad y los del determinismo. 1957.

Stuart Mill, John.- On Liberty. 1859.

Locke, John.- An esssy concerning the true original extent and end of civil government. 1690.

Durkheim, Émile.- Deux lois de l’évolution pénale. 1899.

Rousseau, Jean-Jacques.- El Contrato Social. 1772.

Jefferson, Thomas.- Carta a John Adams (s/d), Carta a Alexander von Humboldt (1817), Carta a John Colvin (s/d), Carta a Isaac Tiffany (s/d).

Thoreau, Henry.- Sobre el deber de desobediencia civil. 1849.

Habermas, Jurgen.- “Acerca de la legitimidad basada en los derechos humanos”. La Constelación Posnacional. 1998.