SEGUNDA PARTE

ENSAYO

Por Rafael Bayce

Segunda Parte. La democracia descaecida. Descaecimiento democrático por erosión, entropía y regresión convergentes, difícilmente reversible [viene del número anterior]

Como vimos en la Primera Parte, la idea de democracia sufrió una inesperada inflexión semántica, acompañada de un matiz evaluativo moral. En Grecia, por lo menos en la potente tradición Platón-Aristóteles,  la democracia, no solo no era, como hoy, un non plus ultra de las formas gobierno o constituciones de las polis; no era siquiera una buena forma de gobierno o constitución. 

En Platón, era una forma derivada de conflictos al interior de las oligarquías, en un proceso de descaecimiento de las formas de gobierno, formas imperfectas desde la ideal a cargo de un Gobernante filósofo y su clase Guardiana; y no solo era una forma más imperfecta que otras sino que sus conflictos propios podrían llevar a una forma aún peor, la Tiranía. Para Aristóteles no hay formas perfectas, pero hay formas de gobierno de uno, de pocos o de muchos, que pueden ser buenas o perversiones de éstas: las de uno, Monarquías, tienen su forma perversa, la Tiranía; las de pocos, muestran una forma virtuosa, la Aristocracia, y una perversa, la Oligarquía; las de muchos, una forma benéfica, la Política institucional, legalista, institucionalista –diríamos hoy- y una perversa, la Democracia. No era el número de los gobernantes ni el de las voluntades originales lo que importaba sino su virtud moral y su dedicación al bien común; la del demos –muchos- no era intrínsecamente una voluntad más válida que la de la de pocos o de uno solo, porque todas ellas, en sus formas perversas, podían ser viciosas y tendientes a favorecer a facciones y no al todo; hasta piensa Aristóteles que, en medio de un conflicto endémico entre ricos y pobres, las capas medias, como titulares de un justo medio en el conflicto, debían ser atendidas especialmente.

Esta visión sufre una brusca inflexión cuando Maquiavelo (principios del siglo XVI), 19 siglos después, desde El Príncipe y desde el Discurso sobre los 10 primeros libros de Tito Livio, en medio de un Renacimiento que lo es también de Aristóteles de la mano de filósofos árabes, declara que la democracia es una buena forma de gobierno, malinterpretando o cambiando el juicio de Aristóteles. De ahí en adelante, nunca más la democracia será considerada una mala o perversa forma de gobierno; y su prestigio y caracteres típico-ideales y utópicos irán creciendo con los siglos, los autores y las prácticas políticas.

Hobbes, a mediados del siglo XVII, considera que hay una forma alternativa para la generación de legitimidad que es pacífica y no basada en la fuerza como tradicionalmente, aunque la fuerza aun es necesaria para evitar la guerra de todos contra todos; pero eso tan conocido no es el único centro del trabajo de Hobbes: tan importante como eso es la propuesta de una alternativa pacífica a la fuerza en la producción de legitimidad política; unión de titulares de soberanía que, convencionalmente, delegan su poder en representantes que lo ejercerán pacíficamente, aun cuando no lo hubieran obtenido así. Y es misión de ellos vigilar que la formación de la opinión pública lleve a buenas decisiones desde que la gente está guiada por lo que opina. Debería haber, entonces, una instancia pacífica de gobernar de forma delegada desde la voluntad general, anclada en una vigilancia de los insumos de formación de opinión pública que guiarán las decisiones. Entonces, la opinión pública, insumo importante debería ser cuidada, aun no era vox dei.

Locke, medio siglo después, formalizará mucho más explícitamente esta forma de legitimidad representativa delegada, pacífica. Se trata de una solución acorde con la revelación trascendente y con la ley natural trascendental. Para mejor perseguir el bien común y sus bienes, se instaura un poder delegado pero frente a quien el soberano mantiene su prioridad en caso de que el delegado se aparte de la salud del pueblo, valor máximo. La democracia anclada en soberanía del demos es un seguro contra poderes de uno o de varios, monárquicas u oligárquicas, aunque, como veía Aristóteles, puede haber formas de gobierno de uno, pocos o muchos que persigan el bien común, del soberano delegante y representado.

Rousseau, casi otro siglo después, ya XVIII, da dos pasos más en la reversión de la visión sobre la democracia de los griegos, pese a que son famosos por haber vivido una experiencia política muy romantizada en su divulgación: la democracia ateniense. Uno, el contrato social que vincula al soberano posteriormente al primigenio estado natural, no es ni trascendente ni trascendental; es simplemente convencional; pero siempre tiene razón el soberano–vox populi, vox dei- aunque pueda errar coyunturalmente y provisionalmente por ignorancia, persuasión o intereses que impidan ver el bien común.

Jefferson suma dos puntos más en esa progresiva reversión de la democracia desde forma perversa y poco virtuosa hacia forma non plus ultra de las formas de gobierno legítimas. Uno, lo más sagrado para defender a las democracias y evitar las dictaduras militares es el respeto a las mayorías, un simple modo de resolver una disputa en Aristóteles. Dos, la debilidad de la democracia aristotélica radica en que no probó ni llegó a concebir ni practicar la representatividad republicana, novedad norteamericana a experimentar, para él.

Así llegamos a una casi reversión del valor político y moral de la democracia originaria en esta etapa que llamamos madura de las acepciones y evaluaciones de la democracia como forma legítima de gobierno. Thoreau la reforzará en pleno siglo XIX con su idea de que la moral individual tiene el deber de desobediencia civil si el poder delegado no encarna la moralidad básica; hay aquí un hiper-liberalismo que es casi anarquista pero que corona esa reducción del poder y legitimidad delegados a los del cuerpo representado; la coincidencia y la fidelidad a la rectitud moral las juzga la recta conciencia individual (de un buen liberal).

La Carta Magna inglesa, la Revolución Francesa, la Independencia y el republicanismo norteamericanos, y la elevación de la democracia a una cuasi-forma de gobierno adecuada al trascendentalismo neo-iusnatural de los Derechos Humanos, son fenómenos por medio de los cuales se afirma esa reversión y la instauración de la democracia como la forma de gobierno non plus ultra, a defender y exportar, como una fe profana y secular, por medio de neo-cruces y neo-espadas.

Pero en su práctica, se fue mostrando menos de lo que su utopía non plus ultra indicaba, y fue, además, sufriendo erosiones, entropías y regresiones durante el siglo XX que nos hacen verla desde un imaginario no tan hegemónico y como una forma de gobierno a ‘recauchutar’ y repensar. A eso vamos.

5 Erosión por oligarquización o re-oligarquización de las democracias.

Decimos oligarquización o re-oligarquización porque, como vimos, la oligarquización puede ser vista, oligos, como una perversión de la voluntad de pocos, aristos (Aristóteles), o como un regreso (Platón) a una forma mejor de gobierno, más cercana a la ideal del Gobernante Filósofo y su clase Guardiana, una forma más lejana al peligro de las democracias de desembocar en tiranías. Anclaré el análisis de esta forma de descaecimiento de la utopía democrática hegemónica actual solo en algunos autores de los muchos que podrían utilizarse para dar cuenta del fenómeno.

Antes que nada, cuando se habla académicamente de demo-cracia por oposición a la oligo-cracia, ya desde los griegos, y en especial de Aristóteles, habría un gobierno por voluntad y en nombre de muchos, y otro por voluntad y en nombre de pocos. La ficción de la soberanía radicada en el pueblo, demos, y a su manifestación pacífica institucionalizada por oposición a la anterior, radicada en la fuerza, (derecho de conquista, divino, monárquico o hereditario-sucesorio), inaugura históricamente la creencia -luego impuesta, arbitrario luego naturalizado y hegemónico hoy- en la legitimidad del poder obtenido pacíficamente por la voluntad manifiesta de muchos o todos, representada al menos por una mayoría general. La demo-cracia se afirmó por razones político-ideológicas de defensa de todos o muchos ante la arbitrariedad y discrecionalidad de las mono-cracias o de las oligo-cracias; formas por las cuales uno o pocos perseguirían sus estrechos intereses en desmedro de los intereses de todos, o muchos, más. Aunque sea dudoso que las democracias surgieran históricamente de conflictos endógenos de las oligarquías, al menos es concebible que, desde una base democrática, se pueda devenir hacia una forma oligocrática, sea esto considerado una mejora, como sería en Platón, o sean ambas formas perversas de mejores formas de gobierno de y para pocos o muchos, sin plantearse las hipótesis de transiciones entre ambas, como en Aristóteles. 

Pero esta situación teórica y moral griega cambia, 19 siglos después; entre los siglos XVI y XIX, la democracia ya es vista como una forma más legítima y mejor de gobierno que las otras; más aún, se vuelve la forma de gobierno mejor y más digna de mejorar. Maquiavelo la considera una forma buena y funcionalmente correctiva de la maldad humana básica. Hobbes la propone como una forma pacífica de generación legítima de poder alternativa a la fuerza. Locke la considera, no solo buena, sino la única forma legítima de generación de poder, que lícitamente traducía un orden natural en artificial. Rousseau levanta el listón y, partiendo de una esencia humana buena (el buen salvaje), muestra a los contratos sociales sugeridos por Hobbes y postulados por Locke, como una forma desprendida de todo origen trascendente o trascendental –como era en los anteriores-; sería simplemente convencional, producto de una soberanía primigenia, del demos soberano; y ya plantea la necesidad de impedir que los intereses de todos sean sustituidos por su usurpación a cargo de pocos, oligo. La historia había mostrado que la voluntad había sido de unos pocos y gobernada también por intermedio de unos o pocos, no voluntad de muchos ni ejecutada por muchos. La advertencia de Rousseau sobre el peligro de la oligopolización de los gobiernos se afirma con la centralidad que adquiere la norma de la mayoría como materialización cuantitativa de la voluntad general con Jefferson. Esa demo-voluntad, delegada en representantes que encarnan una convencionalidad de mayorías, que debe ser respetada como la soberana legítima del demos, o traicionada por uno o pocos que la usurpen. Como advertía Rousseau, existe el peligro de la expresión real de voluntades mono u oligocráticas en formas de gobierno democráticas. Los antídotos clásicos serían el voto castigo, la rotación electoral o, como últimos recursos, la desobediencia civil (Thoreau) o las revoluciones, que, con antecedente en Aristóteles, empiezan a teorizarse y a practicarse desde fines del siglo XVIII. El siglo XIX será un supermercado de coexistencia o sucesión de diversas formas de gobierno y distintos procesos de reacción a formas y modos de gobierno. 

Reivindicada, priorizada y tematizada respecto de la antigüedad clásica, la democracia comienza a mostrar, en el siglo XX, signos de descaecimiento respecto de la idealidad cuasi-utópica que alcanza con los teóricos de los siglos XVIII y XIX. La oligarquización es uno de los 6 modos de descaecimiento que sufre, y que trataremos en los puntos 5 a 10 de este trabajo, perversión ya pensada como posible e indeseable, frente a la democracia o a la democratización, en Rousseau.

Como en la descripción de la transformación histórica de la democracia originaria en democracia madura, solo mencionaremos algunos autores clave en la descripción y explicación del descaecimiento por oligarquización de las democracias contemporáneas, que conformarán un tercer momento para la teoría de las democracias, junto al primero de democracia ‘originaria’ (mundo antiguo, en especial Grecia clásica), y al segundo de democracia ‘madura’ (siglos XVI a XIX): la democracia ‘descaecida’ (siglos XX y XXI).

Antes de comenzar dicha amputada selección, mencionemos, aunque más no sea, dos opiniones del siglo XIX que tienen su importancia: a) La distinción de Herbert Spencer (1879) entre sociedades militares y sociedades industriales, con tendencia al predominio de las industriales, de consenso y no de imposición, de solidaridad pacífica, aunque fuera posible que hubiera rebrotes puntuales de sociedades militares en coyunturas específicas que las hicieran comprensibles (mencionaba a las guerras de des-colonización, las americanas y aquellas respecto del imperio británico, como la de India). Alexis de Tocqueville (circa 1835-1840) observaba una dicotomía similar entre sociedades aristocráticas y sociedades democráticas, pero advirtiendo, como Spencer, que podía haber evoluciones anti-democráticas en medio de esa tendencia general; en ambos la perversión de lo democrático, consensual y pacífico era excepcional en medio del predominio tendencial de sociedades no-militares y de sociedades democráticas, sobre las militares y aristocráticas; ya se empezaba a vislumbrar el descaecimiento, que, por lo demás, ya era parte de las ideas griegas ya vistas.

En 1906, Rosa Luxemburgo (vide Offe, 1983) observó varias cosas sobre las organizaciones de clase proletarias en sociedades de masa que le costaron la vida, asesinada por la policía en 1919: uno, son organizaciones burocráticas que se vuelven interesadas en su propia mantención y sobrevida, más allá de su funcionalidad a los objetivos; dos, los burócratas encumbrados tienden a usar la organización para implementar sus intereses propios más que a propulsar los del colectivo a servir por la organización; tres, el demos institucional y el externo tienden a ser depreciados como ‘compañeros sin discernimiento’. Los intereses de las cúpulas burocráticas, entonces, autonomizan sus organizaciones, oligarquizan sus metas y aristocratizan su poder. Los autores de la primera generación de la Escuela de Fráncfort trabajarán mucho sobre el punto, en especial Herbert Marcuse en ‘El marxismo soviético’ (1958), por lo cual serán tildados de revisionistas y perseguidos.

En 1917, Max Weber (1917) muestra un desprecio sarcástico por las esperanzas ingenuas de compatibilidad entre la democracia partidaria y la economía de mercado, que fue afirmada más tarde por Seymour Lipset y otros como el fin de la lucha de clases, sustituida por la lucha democrática de clases. Pero Weber también se mofa un poco de las visiones que ven neuróticamente una incompatibilidad radical entre democracia partidaria política y economía capitalista de mercado, mantenida tanto por Karl Marx como por Stuart Mill desde trincheras diferentes; hasta Kautsky y la 2ª Internacional desconfían; Lenin (1917) verá la compatibilidad aparente como ‘cáscara’ que encubre la dominación económica de mercado.  Weber verá al partido socialdemócrata como a un posible moderador de la inclinación plebiscitaria callejera, tan temida por los conservadores desde la instauración de la democracia con sufragio universal. Pero, al mismo tiempo, observará la tendencia “a la sumisión inescapablemente plebiscitaria de las masas a los impulsos irracionales del líder carismático y su utilización demagógica de la ‘máquina’ partidaria burocrática”. Implacable lucidez precoz, en línea con las observaciones pioneras de Luxemburgo, como vimos.

Weber observa el imparable desarrollo de la racionalidad instrumental, de la masificación y de la burocratización, con sus consecuencias sobre la democracia, de cuya variedad es consciente (“democracia puede significar cosas enormemente dispares. Aunque bien mirada solo viene a significar esto: que no existe ninguna desigualdad formal en cuanto a los derechos políticos entre las diversas clases de la población”).

Pero no participa de los ideales de la democracia como non plus ultra, como traducción de la “verdadera voluntad del pueblo”, ni de su superioridad ética, ni como trascendental iusnaturalista, ni como “gobierno de todos”, ni como autogobierno, ni como utopía, ni como modo de conseguir una autolegislación autónoma, ni como perfección de representación, ni como modo particularmente apto de perseguir justicia social ni bien común. Solo sería una forma de persecución de poder para usufructo personal, un modo de institucionalizar y civilizar el conflicto político, una especie de desarrollo de ideas hobbesianas, cuasi-maquiavelistas, como vimos. 

En un contexto de procesos de largo aliento de masificación, burocratización y auge relativo de la razón instrumental, con conflictos de equilibrio del burócrata con el político y del líder con la masa (el modelo histórico primigenio de este conflicto es el de los profetas contra los sacerdotes, según dice maravillosamente en su Sociología de la Religión, en ‘Economía y Sociedad’ (1922), con equilibrio de poderes, hacia una democracia plebiscitaria, cesarista, carismático-populista. Habría que prepararse para un populismo carismático que equilibre, con el vínculo irracional líder-masa, una tendencia a la servidumbre masificación racional-burocrática. Demasiadas cosas perspicaces para haber sido dichas hace algo más de un siglo, éstas en realidad en sus ‘Obras políticas completas’ de 1917 y en su ‘Historia Económica General’. Y a las que volveremos.

En realidad, lo que el main-stream académico y la vulgata democrática consagran como utopía non plus ultra, en la que aquí hacemos pie para impostar el desarrollo, para Weber no sería un descaecimiento, sino una visión realista, históricamente situada, del único modo posible de administración racional-burocrática de masas, con equilibrio entre la administración por masificación racional-burocrática, y la adhesión irracional de las masas por medio un cesarismo carismático y populista, legitimante, en el límite ‘democracia plebiscitaria’. 

Entonces, lo que en Rosa Luxemburgo parecía descaecimiento de una utopía o ideal motivado históricamente por la necesidad de limitar la arbitrariedad, discrecionalidad y egoísmo de uno o pocos frente a las mayorías, en Weber es solo ajuste histórico-situacional en medio de algunas sólidas y relevantes tendencias de largo plazo, y por medio de algunos equilibrios, visión bien diferente a la de la vulgata teórica de la democracia como un non plus ultra utópico de racionalidad política macro-histórica. Porque la democracia como materialización de una supuesta soberanía popular, más ética y efectiva para el logro de diversos fines humanos últimos, es una creación renacentista, de reelaboración modificada de una conceptualización griega, que no implicaba, para nada, la superioridad de la voluntad de todos o muchos sobre la de unos o pocos. Y es una revolución política mayor en la historia la invención de la soberanía popular como forma insuperablemente legítima, -trascendental o meramente consensual-, ética, y políticamente defensora de los más frente a los menos (pocos o unos), cuando la historia había presenciado siempre el dominio y hegemonía de éstos últimos. Es recién con Maquiavelo, y luego con la secuencia vista Hobbes-Locke-Rousseau-Jefferson-Stuart Mill-Thoreau, que se transforma la conceptualización ya vista; y se torna modélica y paradigmática una experiencia histórica, la democracia ateniense, bastante contemporánea de Platón y Aristóteles, muy romantizada pero sin duda muy interesante, de ejercicio y superación de la democracia directa en contextos nuevos que no la hacían ya posible. 

Entonces, anclamos los parámetros a partir de los cuales evaluamos realidades democráticas contemporáneas en esta elaborada ficción de la democracia como ejercicio de una voluntad popular suprema y superordinada, forma más legítima de representar al demos mediante mayorías. Partiendo de la democracia madura, y no de la originaria o de otra tal como la ‘situada’ weberiana, entonces sí podemos hablar de descaecimiento múltiple, eventualmente convergente y  difícilmente reversible de esos descaecimientos, de los cuales el primero que tematizamos es la ‘oligarquización’. 

Pero ya Weber a comienzos del siglo XX nos advierte sobre el probable error de tomar una utopía políticamente funcional a un control de los unos y de los pocos por las mayorías o el demos todo como parámetro real para entender y evaluar los regímenes históricamente ocurrentes; cree Weber que esa democracia madura utópica no es un buen tipo-ideal para comprender las democracias contemporáneas: que una democracia en medio de procesos de racionalización instrumental en detrimento de otras, de masificación cuantitativa y de burocratización como modo de administrar masas, con determinados equilibrios (de poderes, de líderes-masas, de políticos-burócratas, en fin del paradigma de circulación y duelo profetas-sacerdotes) constituye un tipo-ideal más cercano a las realidades a entender que la utopía de la democracia madura de los siglos XVI a XIX.

Pero, sigamos anclados en la vulgata conceptual de la democracia madura para evaluar procesos que, partiendo de ella, podríamos calificar de descaecimientos de esa utopía ética. De hecho, Rosa Luxemburgo asume esa idea de democracia madura para denunciar la triple oligarquización que sufren las organizaciones proletarias de clase.

A partir de estas nociones de Luxemburgo y de Weber, esta crítica termina generalizándose para todas las asociaciones humanas, en particular para los partidos políticos, a partir de la importante obra de Robert Michels (1911), discípulo directo de Weber, en realidad asumidas como contravenciones al modelo utópico de la democracia madura. Las asociaciones, aun las más democráticamente conformadas, tienden a desarrollar élites oligárquicas y liderazgos demagógicos, en aras de la eficacia y eficiencia de las decisiones complejas que se deben tomar con premura de tiempo;  y también con necesidades de legitimación rápida de las mismas frente a las masas en rigor ilegítimamente desatendidas del proceso decisorio. Entonces, cualquier asociación humana numerosa, aun democráticamente conformada, en aras de la especialización y la velocidad de decisión, debe confiar: a) técnicamente en élites expertas (oligo-pocos) y b) políticamente, en líderes (uno) carismáticos demagógicos que vuelvan legítimas ante el demos organizacional (o demos mayores) esas decisiones que transgredieron la base democrática de la organización.

No obstante ello, ni la democracia originaria, ni la democracia neo-maquiavelista (Weber, Pareto, Mosca, Michels) son tomadas como base para enjuiciar la evolución de la democracia en una etapa ya contemporánea; el padrón y parámetros seguirán siendo los establecidos por el tipoideal de la democracia utópica madura. Un importante trabajo contemporáneo, y muy citado, en esta línea, es el de Martin Gilens y Benjamin Page, en el Cambridge Journal (2017). En él, los autores colectan cerca de 2 mil resoluciones políticas que coincidirían o no con el apoyo o calificación dada por a) el votante promedio, b) el votante de élites, c) grupos de interés pluralmente representativos de todos los grupos, y d) grupos de interés representativos de intereses de élite. La investigación concluye que las políticas que favorecen o son aprobadas por votantes de élite son las más frecuentes (.78), las que coinciden con grupos de interés de élite ocupan el segundo lugar (.43), mientras que las decisiones que favorecen a grupos de interés que agregadamente abarcan a todos tienen un apoyo aún menor (.24); las decisiones que representarían los intereses del votante promedial son las menos frecuentes (.08). O sea que no parece que, ni los intereses del votante promedial ni los de la pluralidad de los grupos sean los más contemplados por el decisión-making político, como presumiría la teoría democrática política. No parece, entonces, que la voluntad de las mayorías o de los más esté servida por las decisiones gubernamentales en las democracias, que favorecerían más a los grupos elitarios de interés o al votante de élite. La soberana voluntad popular y las mayorías (demos), no obtendrían tanta satisfacción para sus intereses y valores como los pocos o los meno (oligo); la oligarquización de las democracias, idealizadas por la utopía democrática madura, parece apuntar a un descaecimiento de las democracias, de acuerdo a los parámetros de esa democracia, como vimos diversa de la originaria y de la neo-maquiavelista. 

Entonces, trabajos teóricos o empíricos, desde principios del siglo XX hasta principios del XXI, muestran evidencia para la afirmación de la ocurrencia de procesos de descaecimiento oligarquizante de las democracias, siempre en la hipótesis de que las democracias-parámetro sean las típicoidealmente ‘maduras’, y no las originarias o las provenientes de autores aproximadamente neo-maquiavelistas o weberianos.

Déjenme incluir dos trabajos muy recientes que muestran cómo la legislación electoral contribuye de varios modos a la oligarquización, aquélla encargada de establecer los mecanismos por los cuales se llegaría a las mayorías, que, junto a la representatividad, encarnarían la voluntad del soberano en espaciotiempos en que no se puede aspirar a una democracia directa como la ateniense. Recordemos que Jefferson, comentando a Aristóteles, se jactaba de que estaba empezando a experimentar, en los recién independizados Estados Unidos, con una democracia republicana que impondría mayorías representativas del cuerpo electoral soberano para mejor garantía de la implementación de su voluntad.

Pues bien, ya vimos, en la mencionada investigación de 2017, que las decisiones no coinciden para nada con las preferencias, ni del votante promedio ni de un conjunto plural de corporaciones de intereses; pero sí coinciden mucho con las preferencias de la élite y con las corporaciones que la representan; si se controlan las decisiones por estas últimas preferencias claramente oligárquicas, la relación de las preferencias populares con las decisiones de sus representantes electos es prácticamente insignificante.  La postulada coincidencia de la voluntad popular con las decisiones gubernamentales según la utopía democrática madura no se verifica; en cambio, el temor a la oligarquización de las decisiones que temen Luxemburgo, Max Weber y los neomaquiavelistas parece confirmarse.

Dos estudios de este año 2020 se concentran en mostrar cómo la legislación y proceso electorales son mecanismos fundamentales en la oligarquización de las democracias. Una Ted Conference de Larry Lessing (2020) muestra que, aunque el cuerpo electoral vote y elija de entre los candidatos nominados, la oligopolización del proceso electoral comienza violentamente cuando se sabe que solo el 0.2% de los electores conforma el selectísimo grupo de los que financian a los nominables para las candidaturas, que, ésos sí, serán votadas por todos; de modo que se vota por nominados sobornados por sus financiadores, un esquema indudablemente corrupto de preselección no democrática de los nominables y de los nominados, de entre los cuales, ahora sí, se elegirá democráticamente (Madison pedía que solo la gente eligiera, sin otro factor contaminante de la selección electoral). Por su vez, un artículo de Cristopher Ingraham en el Washington Post (2020) muestra que la distribución distrital de la que resulta el Colegio Electoral que se mezcla con la votación abierta para determinar el resultado electoral presidencial (i.e. el que determinó el triunfo de Trump, menos votado masiva y generalmente pero con más delegados distritales en el Colegio Electoral que Hillary Clinton), no guarda relación de representatividad con los habitantes de cada uno, censalmente determinables. Otra alteración oligarquizante del proceso electoral. Y hay más en el mismo sentido, aunque menores que las analizadas: por ejemplo, la diversidad étnica de los obstáculos variados que se interponen para la inscripción electoral.

La elección norteamericana, país cuna de una democracia representativa que consagraría la voluntad de las mayorías representadas, se inclina a la oligocracia mediante el proceso de la financiación de los candidatos en cada instancia, no es distritalmente representativa de los totales poblacionales (casi un 25% no cuenta, frente a cupos fijos a priori), sus decisiones están mucho más vinculadas a las preferencias de las élites y a sus lobbies corporativos que al elector medio y a sus corporaciones representativas, y muestra obstáculos diferenciales para inscribirse y para ejercer el sufragio.

La oligopolización de las democracias utópicas típico-ideales maduras parece indudable, por lo menos desde principios del siglo XX y hasta nuestros días, sin duda en la más cacareada democracia madura del mundo, autoproclamada modélica: los Estados Unidos.

6  La Entropía carismático-populista (de nuevo Max Weber).

Como vimos, Weber era un demócrata tan convencido como desconfiado de la bondad tan esperada por los forjadores de la utopía de la democracia madura. En sus Obras políticas completas y en la Historia Económica General, además de mostrar que la oligopolización sería una tendencia endémica en las democracias (como vimos), observaba que otras tendencias más afectarían la pureza de la forma de gobierno: el crecimiento de la importancia de los líderes carismáticos y la derivación de la deliberación electoral en demagogia populista, de modo que la democracia tendería a ser plebiscitaria y carismático-demagógica o populista. Citémoslo brevemente, al afirmar que se produciría: “La sumisión plebiscitaria inescapable de las masas a los impulsos irracionales del líder carismático y a su utilización demagógica de la ‘máquina’ burocrática partidaria”. 

Desde un punto de vista estrechamente electoral, la publicidad comercial ya hace unos 30 años que, para convencer, intenta seducir emocionalmente más que persuadir cognitivamente; la Retórica de Aristóteles segunda de su Poética; resulta más barato y rendidor mostrar que Natalia Oreiro y Luis Suárez consumen un analgésico que construir trayectos digestivos gráficos exhibiendo sonrientes médicos con lentes, túnica y microscopios que comparan el ácido acetil-salicílico con el ibuprofeno. Se llega más profundamente, en publicidad más corta, barata y con llegada más segura. La publicidad y la propaganda político-electoral adoptan el criterio de la propaganda comercial de privilegiar la seducción emocional por sobre la persuasión cognitiva; también, desde The People’s Choice de Paul  Lazarsfeld y otros (1944), se dan cuenta que es más fácil ofrecerles a los electores  lo que éstos demandan que convencerlos de qué es lo mejor para el bien común, sin mayor garantía de que los individuos busquen más el bien común que el individual con su voto ni que lleguen a concordar con esa oferta; es solo sondearlos para saber qué hay que ofrecerles, sin tomarse el inseguro trabajo de convencerlos de una oferta seguramente más lejana a sus preferencias. En los 80 la elección presidencial norteamericana comenzó con una muy articulada oferta del demócrata George Dukakis, que largó aventajando ampliamente al republicano George Bush (padre). Pues bien, Bush decidió ofrecer un programa mínimo pero adaptarlo, en cada lugar, a las demandas que se habían sondeado como deseables. Bush fue el presidente electo. Es más fácil ofrecer lo que la demanda desea, simplemente averiguándolo, que hacerle desear otra oferta muy probablemente más lejana a sus deseos. 

La demagogia populista garante su lugar de privilegio desde que LeBon dijo en 1895 que ninguna idea se fija sino mediante vínculo emocional, y desde que la publicidad comercial de los 50 le muestra el camino a la propaganda política. 

Parece que Weber ya lo sabía. Weber ya tenía otros argumentos para temer una democracia plebiscitaria a futuro, carismática, demagógica, populista. Como veía un mundo de racionalidad instrumental creciente, en una sociedad en proceso de masificación y burocratización, esos 3 procesos precisarían de algún líder carismático capaz de inyectarle deseabilidad a propuestas racional-burocráticas; tendría que haber algún imán irracional para que la masa irracional adhiriese emocionalmente a propuestas de fría racionalidad instrumental burocrática y técnica; tendría que buscarse un mejor balance racional-irracional. Los ‘caudillos’ proveerían de legitimidad profunda, irracional, a los ‘doctores’, élite técnica, en el lenguaje de la historia política uruguaya, versión Juan E. Pivel Devoto, adherida más que nada por las huestes ‘blancas’.

A la vez, Weber decía que las decisiones últimas teleológicas, valorativas, no las de mera instrumentación y ejecución, tenían que hacerse aceptables por algún carismático irracional, con imán emocional de masas; los líderes balancean a los burócratas así como los políticos ejecutivos balancean a los parlamentarios; dentro del modelo histórico primigenio, en Weber, de la lucha y balance entre profetas y sacerdotes en las asociaciones religiosas. 

Además, así como la seducción emocional y la servidumbre de la oferta hacia la demanda se contagiaban de la propaganda comercial a la electoral, los candidatos pueden ser ‘vendidos’ más fácilmente por sus características personales y sus cualidades morales –ad hominem- que por sus convicciones teórico-ideológicas, ya que la mayoría de los electores no está en condiciones de pronunciarse (por falta de información) y elegir entre planes y programas alternativos; pero sí cree que puede comparar personas, polemistas, conductores, gobernantes. Entonces, los carismáticos sustituyen a los estadistas como candidatos, y el populismo demagógico ofrece lo que los sondeos le susurran, lo que sustituye con ventaja a la oferta de planes y programas, que tienen un efecto cosmético y decorativo tan necesarios como inocuos como insumos decisorios. La democracia tiende a ser plebiscitaria; a ofrecer candidatos líderes carismáticos más que sesudos estadistas, y una oferta populista demagógica, sin confirmar esa ficción de la decisión racional del elector que delibera demoradamente sobre insumos intelectivos y fácticos. 

Es muy claro que a partir de los 80 abundan los candidatos que diferencian su oferta por un plus de carisma, y que reverencian la soberanía popular extendiéndola más que dudosamente a decisiones en temas específicos, con un componente de información y de aspectos técnicos insoslayable. En el mundo comienzan a aparecer políticos del tipo outsider, ajeno a la socialización política partidaria, sin solemnidad retórica ni prolijidad de ropa y arreglo corporal. En el Uruguay, la corbata quedó desterrada del atuendo de los políticos desde que José ‘Pepe’ Mujica llegó al Parlamento, a fines de los 80, en una moto (una Siam Lambretta) o un auto de los 60 (un Volkswagen escarabajo), sin corbata, pelo revuelto, de sport y con un lenguaje rurbano lleno de aforismos populares; pero con incursiones pensativas y filosóficas que lo hicieron ícono mundial. La parodia de campaña que Ricardo Espalter hace de un político clásico ficticio, Pinchinatti, entierra, junto al antihéroe sustituto, Mujica, al político tradicional, prolijo estadista verborrágico. Carismático (cualidad atribuida para la que se pueden tener condiciones, pero que depende más de la creencia de la gente y de su confirmación o no por sus resultados, Weber dixit) aunque no siempre populista, Mujica en realidad aprovecha su carisma para hacer cosas que no serían demanda espontánea ni prioritaria del electorado, ni siquiera del suyo, como por ejemplo la regulación estatal del ciclo de la marihuana y su despenalización básica. 

Este carisma demagógico seductor, que tiende a dominar crecientemente la oferta electoral, se confirma por la promoción de cualidades ad hoc y ad hominem para prestigiar y/o desacreditar a personajes políticos y candidatos. De ahí la progresiva abundancia de recursos político-electorales novedosos tales como la ‘judicialización mediática de la política’. Por ella, la argumentación sobre los proyectos técnicos de los candidatos es sustituida, como insumo electoral, por rumores sobre gustos domésticos o sospechas sobre la vida privada; se apunta a crear, por la vía de la repercusión mediática de alguna conducta sospechable y eventualmente denunciable en juzgados, una imagen devaluada del candidato y sobevaluada del pundonoroso denunciante. Los gustos por las mascotas, y los hobbies y gustos más o menos criticables se convierten en algo que inclinará las balanzas electorales, más que las propuestas técnicas, que igual deben hacerse pero como perfume ambiental, como algo que se debe hacer aunque no se pueda evaluar; pero que no puede faltar, en el simulacro de gobernante, en su look y mood. 

Una democracia plebiscitaria, con oferta carismática y populista, no es parte del tipoideal estereotípico de la democracia madura, tanto más utópica que esta otra más realista y pragmática, casi ucrónica y distópica, descaecida para los sostenedores de la madura, pero no mucho más que una democracia situacional y epocalmente adaptada para quienes no se reconocen en el estereotipo modélico de la democracia madura.

Las democracias liberales y republicanas, y no la weberiana ni la de los neomaquiavelistas, siguen siendo el punto de partida y el ideal a alcanzar para los reelaboradores más importantes de la legitimidad en los estados de bienestar. Quizás el teórico más importante, tanto de la crisis de legitimación en los estados de bienestar como de sus intentos de relegitimación, junto a los de las formas de gobierno democráticas, sea Jurgen Habermas, en quien nos habremos de detener brevemente. 

En su producción de alrededor de los 70, Habermas (1973) analiza la crisis de legitimidad del Estado y los gobiernos en el capitalismo tardío; pero también, además de ese diagnóstico, hace recomendaciones terapéuticas para superar o al menos moderar esa crisis; entre ellas habrá sugerencias para mejorar los Estados democráticos de Derecho que intentan, no solo enfrentar esa crisis de legitimidad, sino acercarse a una ‘democracia radical’, que es, en cierto sentido, un aggiornamento de la utopía de la democracia madura.

A grandes líneas, la crisis de legitimación de Estados y gobiernos en el capitalismo tardío resulta en una cadena de deslegitimaciones que nace en la incapacidad del subsistema económico de darle al Estado los recursos necesarios como para satisfacer con su oferta las demandas societales. La crisis nace de la imparable y progresiva fuga hacia delante de los deseos de consumo de bienes y servicios (demanda), que es sociocultural, y que se presenta en las sociedades de consumo, de abundancia y del espectáculo. Estados y gobiernos, para intentar responder con una oferta satisfactora a esa demanda, necesitan recaudar más; y eso no lo pueden hacer sin deslegitimarse por excesiva carga fiscal; pero si no lo hacen también se deslegitimarán por insuficiencia en la oferta satisfactora de la demanda. 

Estamos ante la denominada ‘crisis fiscal del Estado’ (O’Connor, 1973), que genera una crisis de racionalidad formal, instrumental, que produce un déficit de legitimidad en el subsistema político, a una falla en la creencia en su deber ser. Las crisis fiscal (económica) y de oferta satisfactora de demandas implícitamente prometidas (política), configuran la crisis sistémica básica en los capitalismos tardíos, fiscal y de racionalidad formal instrumental, que se transforma en crisis de legitimidad. Esas crisis, con resultado de ilegitimación, derivan en una crisis de motivación más profunda, de identidad sociocultural. 

Habermas le llama a esta excesiva presión de los deseos ilimitados, transformados en expectativas y hasta creídos como derechos, ‘asedio’ al Estado; y procede a imaginar cómo escapar o disminuir este asedio. Varios mecanismos son indicados como ‘esclusas’ que podrían drenar este asedio sociopolítico al Estado, sobre la base de la permanencia de la crisis fiscal, a saber: uno, a falta de oferta material suficiente, oferta simbólica (i.e. honores y privilegios socioculturales sustitutivos); dos, descentralización para dispersar mejor el poder y la legitimidad de las instancias centrales, y para distribuir mejor el peso de los reclamos por insuficiencia de la oferta; tres, desconcentración administrativa. Descentralización y desconcentración son ‘esclusas’, herramientas que distribuyen mejor el ‘asedio’ al sistema, que tantas veces se concentra en chivos expiatorios únicos, que sufren más un asedio que sería menor si compartido y así diluido; cuatro, medidas de aumento de la participación en decisiones de gestión, que, de nuevo, diluyen responsabilidades y reclamos; cinco, presupuestos participativos, que comparten responsabilidades y acostumbran a decidir con recursos escasos y sin apostar a la perfección. Como se ve, son medidas que intentan minimizar la deslegitimación política y la desmotivación sociocultural, los productos más sólidos y amenazantes de una crisis de origen económico-fiscal. Si pensamos bien, no hay democracia de bienestar que no haya manejado sus crisis o sus gestiones político-administrativas sin echar mano a estas innovaciones; en Montevideo y en el Uruguay es muy claro, aunque una relativa bonanza minimizó la crisis fiscal madre. 

Pero Habermas, además de trabajar en el diagnóstico y terapias para las crisis de legitimidad de Estados y gobiernos en el capitalismo tardío, propone un modelo de ‘democracia radical’ (1988, 1996), alternativo a una ‘democracia liberal’ y a una ‘democracia republicana’, lo que sería una actualización histórica de la que llamamos ‘democracia madura’, una invención típicoideal que permitía diferenciar una concepción hegemónica hoy de una muy diferente ‘democracia originaria’ y también de posiciones que no partían de esa democracia madura (Weber, neomaquiavelistas). Porque lo que Habermas intenta, además de mejorar la legitimidad en los capitalismos tardíos, es mejorar la calidad y poder legitimante de las democracias, mediante la implantación de una “democracia radical”, deliberativo-procedimental, producto de su larga reflexión sobre la acción comunicativa societal. Habermas entiende que la democracia, en lo que tiene de prístina deliberación racional para la formación de la voluntad colectiva, debe anclarse en un acuerdo sobre procedimientos, que descanse menos en la lucha de intereses que habilite al uso legítimo del poder (democracia liberal) o en la autoafirmación ética constitutiva de la comunidad (democracia republicana): ”El concepto de una política deliberativa sólo cobra una referencia empírica cuando tenemos en cuenta la pluralidad de formas de comunicación en las que se configura una voluntad común, a saber: no sólo por medio de la autocomprensión ética, sino también mediante acuerdos de intereses y compromisos, mediante la elección de medios en relación a un fin, fundamentaciones morales y la comprobación de lo coherente jurídicamente. Si están suficientemente institucionalizadas las correspondientes condiciones de comunicación, la política dialógica y la política instrumental pueden entrelazarse en el medio que representan las deliberaciones. Todo depende, pues, de las condiciones de la comunicación y de los procedimientos que prestan su fuerza legitimadora a la formación institucionalizada de la opinión y de la voluntad común. El tercer modelo de democracia que yo quisiera proponer se apoya precisamente en las condiciones comunicativas bajo las cuales el proceso político tiene para sí la presunción de producir resultados racionales porque se lleva a cabo en toda su extensión de un modo deliberativo” (1996). La normatividad procedimental que posibilitaría una deliberación ética y funcional constaría de, al menos, estas normas: uno, que todos puedan estar presentes en las instancias en las que se delibera y decide; dos, que todos dispongan de la competencia comunicativa que les permita deliberar y decidir; tres, que todos dispongan de la información suficiente como insumo para esa competencia comunicativa y esa presencialidad deliberativa y decisoria. 

La centralidad de los acuerdos procedimentales para la deliberación y la decisión es una actualización y profundización de la concepción madura de la democracia; y pretende enfrentar las críticas a las democracias de bienestar y algunas de sus fuentes de descaecimiento. Está claro que las democracias radicales habermasianas, ante la crisis del Estado de Bienestar, ante el auge de las democracias neoliberales consecutivas a esa crisis, y para la articulación de los gobiernos de izquierda de fines del siglo XX y comienzos del XXI podrían ser antídotos para el descaecimiento, en lo que tenga de ofensa a la utopía aún hegemónica.

Hasta aquí, algunas fuentes de descaecimiento de las democracias y algunos recursos para su restauración, dentro de los autores que se paran en la que llamamos democracia madura, no la originaria ni la de autores que no parten de ese estereotipo para construir una teoría de la democracia.

7  Sociedad de Consumo: la oligo-oferta deviene demo-demanda; primera cooptación del demos.

Otra fuente de descaecimiento de la democracia en su concepción madura es la progresiva imposición de la ‘sociedad de consumo’, más responsable aun de desafíos importantes para la democracia que las sociedades de la abundancia (i.e. Kenneth Galbraith) y del espectáculo (i.e. Guy Débord), de aparición aproximadamente coetánea con la de consumo, que tomaremos en la sofisticada versión de Jean Baudrillard (1968, 1970), tan coincidente, por lo demás, con los desarrollos ya vistos de Habermas y de otros teóricos de la crisis de legitimidad en los capitalismos tardíos, inmediatamente posteriores.

La llamada ‘sociedad de consumo’ nace de la lógica capitalista de prevenir la reiteración de crisis de oferta, tales como la crisis de fines de los años 20. El objetivo era asegurar que la oferta productiva tuviera venta; para ello había que alentar la demanda del comprador por la oferta del vendedor. Pero la propaganda no asegura demanda en general por la oferta en general; solo la hace puntualmente probable, pero no segura. Una mejor manera de aumentar la probabilidad de demanda por la oferta es instalar, en el imaginario sociocultural, la necesidad de consumir más, y eso para producir autoestima y prestigio de estatus: clasificación de los objetos como vehículos de diferenciación y jerarquización. Para ello, hay que jerarquizar, no solo el consumo, sino la novedad con el atractivo de la moda, para aumentar la probabilidad de que cada nueva oferta en el mercado sea comprada por lo que acarrea de estatus y prestigio, del objeto en cuanto tal (tecnología más funcional, más moderno) y de su connotación de estatus (nuevo valor de uso, no técnico-funcional sino de estatus diferencial y jerárquico). Entonces, se alimenta una propensión general a consumir más y más nuevo con los argumentos del progreso tecnológico y del plus de estatus de la novedad de moda. Similar a la diferencia weberiana entre ‘obediencia’, que es el sometimiento y aquiescencia a un mandato concreto, y ‘disciplina’, que es una propensión general a obedecer mandatos; Weber dice que hay que desarrollar ambos durante la socialización: las obediencias concretas producen disciplina, que se fomenta con obediencias legítimas y eficaces; y la disciplina en abstracto, en general, inclina a las obediencias concretas. Así también, la internalización de la propensión a consumir más en cantidad y más nuevo en calidad, moda, novedad, prestigio de técnica y distinción, le prepara el terreno a la propaganda puntual por bienes y servicios concretos, aumentando la probabilidad de la venta de las ofertas concretas mediante su demanda en general, de la atractibilidad general de los objetos de consumo, además de su atractibilidad concreta a promover.

Esta instalada propensión impulsa a consumir cuantitativamente más pero también cualitativamente más nuevo y tecnológicamente funcional, más distinguido por implicar novedad y moda, produce una ‘fuga hacia adelante’ del deseo y de consumo mayor y más nuevo, de moda, lo que, a su vez, produce una creciente dificultad para la satisfacción de esta creciente demanda exacerbada, tanto a nivel privado desde los ingresos personales, como desde la oferta satisfactora de Estados y gobiernos, cuya recaudación fiscal no puede seguirle el paso a este consumismo desaforado de más, más nuevo y de moda, consumido por ‘otros significantes’ modélicos. La crisis fiscal en el capitalismo tardío y las otras crisis sistémicas y de motivación, que vimos en Habermas, encajan perfectamente con esta explicación de Baudrillard.

Un siglo antes, Émile Durkheim había visto (1897) que el aumento de la criminalidad y de los suicidios eran indicadores de desmesura de los fines/objetivos, y de las expectativas en comparación con los medios materiales para perseguirlos y con la formación moral necesaria para restringir la obsesión por logros improbables. Cuando el frustrado culpa a otros de su fracaso tenemos criminalidad como respuesta al logro imperfecto de objetivos y expectativas; cuando el frustrado se autoculpa, la respuesta es el deterioro psíquico y el suicidio; por eso Durkheim pide no generar expectativas que no puedan satisfacerse, para no producir esos fenómenos. Pues bien, la sociedad de consumo hace exactamente lo contrario de lo que Durkheim pidió; es una gran fábrica de sueños rotos, de deseos incumplidos, de expectativas tan obsesivas como improbables. Lo que se nutre es una infelicidad real por frustración de expectativas, por incumplimiento de los niveles de consumo que se muestran y se publicitan como vehículos de felicidad; porque lo que importa, recordemos, es que la oferta se venda, que tenga demanda genérica además de concreta. Infelicidad estructural para felicidad de los dueños del mundo, aquellos que han impuesto el código significativo del consumo para todos los significantes-objeto. La fuga hacia adelante del deseo y la demanda por consumo mayor, más nuevo y distinguido, al menos en carácter de novedad y moda, son criminógenos y psíquicamente destructivos. A mediados de los 40 los psicólogos sociales (1949) explican que lo que frustra a la gente no es tanto la ‘deprivación absoluta’ de bienes y servicios sino la ‘deprivación relativa’ respecto de la mejor situación comparada de aquéllos con cuya comparación importa salir bien parado. Y en la medida que la deprivación absoluta se está volviendo poco frecuente, la base de malestares consigo mismo o con otros por la frustración de los deseos y expectativas será crecientemente la deprivación relativa de bienes y servicios, de los que, además, otros sí disfrutan, y se nos muestra obscenamente; empeora el panorama el hecho de que esas deprivaciones relativas son desigualdades, y las desigualdades son consideradas injustas si no ilícitas según la ideología democrática que, a mediados del siglo XX, empieza a combatir la deprivación relativa y las desigualdades injustas por medio de la ilegalidad de ellas según la igualdad ante los derechos humanos; los derechos humanos convierten en ilícitas las desigualdades moralmente injustas.

Baudrillard lo dice con crudeza y elegancia. La sociedad de consumo, para asegurar la venta de la oferta, imponiendo una demanda generalizada por más, más nuevo y de moda, construye infelicidad, crimen y crisis de legitimidad de Estados y gobiernos que sufren crisis fiscales ante la imposibilidad de mantenerle el paso a la ideología de consumo. Baudrillard agrega que la sistemática inclusión progresiva de los consumos como derechos humanos económicos y sociales alimenta la fuga hacia adelante y la frustración subsiguiente, con sus consecuencias en la psiquis individual y en las conductas colectivas.

Recapitulemos un poco en función de nuestro objetivo: mostrar el trayecto histórico y los avatares que sufre el concepto de democracia en la historia y más precisamente en nuestros días; de la indiferencia inicial al auge hegemónico, y de allí al descaecimiento posible hoy. El punto de partida de la democracia hegemónica hoy, la idea de democracia que hemos llamado aquí democracia madura, es que la gente, todos o muchos, sufrió la arbitrariariedad  y discrecionalidad de la voluntad de uno o pocos a través de la mayor parte de la historia. La revolución política de la idea de la soberanía popular, de la voluntad de los más, -y no más alguna variedad de las ideas que legitiman a los unos o pocos-, cuantificable en mayorías, supone una diversidad básica entre la voluntad del demos, -demo-voluntad- de todos, muchos, mayorías- y las mono u oligo-voluntades. Y consagra, al menos deontológicamente, la superior legitimidad de la demo-voluntad sobre las mono u oligo-voluntades, que habían primado históricamente y que son depuestas revolucionariamente por la utopía sustituta. De ahí que haya que asegurarse de la recta formación de la demo-voluntad en las demo-cracias, del mismo modo que los griegos, en medio de mono u oligo-cracias, se preocupaban por la educación intelectual, física y moral de las mono u oligocracias. La idealidad democrática asume la ficción de que la voluntad popular, en contenidos sustantivos y en voluntad electoral, se forma autónomamente, deliberando sobre su interés y el común, en base a conceptos, valores y hechos; y oponiéndose a la voluntad mono u oligárquica. Los líderes y las élites proporcionarían los insumos para esa formación autónoma de voluntad sustantiva y electoral. Un primer matiz, que ya vimos, lo constituye el hecho de que los candidatos, paulatinamente, no intentan tanto ilustrar la voluntad del pueblo sino reverenciarlo demagógica y populistamente, camino más corto y seguro para obtener su apoyo electoral. Del mismo modo, crecientemente también, los candidatos apelan más a la seducción emocional del votante que a su persuasión cognitiva. Me parece claro que este sagrado respeto a una voluntad popular que no se contribuye a conformar ilustradamente sino a servir demagógicamente para obtener su voto es, al menos, una regresión desde el tipoideal de democracia madura que es hegemónica aun hoy. También me parece claro que el énfasis en el carisma de los líderes y candidatos, más que en sus conocimientos, formación y moral, es también una regresión en las prácticas y las estrategias políticas. Recordemos que el carisma demagógico, en Weber, es una búsqueda de equilibrio entre la fría racionalidad instrumental de la administración burocrático-legal de masas, y la legitimidad que la matizaría por medio del carisma del líder y la demagogia populista; aunque desde el tipoideal de la democracia madura eso sería una regresión y descaecimiento. Recordemos que los conductores primigenios de la humanidad en su etapa de hordas y nómades, tuvo siempre jefaturas monocráticas, y que esa paleo-política (Sloterdijk, 1993) arrastra sus caracteres mucho más allá, en cierto sentido hasta ahora, como también lo muestra Marvin Harris (1993). En niveles socioeconómicos y culturales bajos, la atracción política es de caudillos, líderes autocráticos individuales, a imagen del pater familias absolutista, encarnación de lo que sería un poderoso cotidiano. Por eso, una población dada geoespacialmente puede votar por Pacheco, unos años después por Mujica y luego por Manini; no es la ideología lo que decide, sino la atracción del carismático líder.

Con la sociedad de consumo se da un paso más en la erosión de la voluntad popular autónoma y su bondad como insumo; la demanda pierde autonomía cuando se le ‘vende’ a los más la oferta de los menos; cuando ya no solo se la reverencia instrumentalmente para tener su voto; ahora se modela y manipula su voluntad, su demanda, que pierde autonomía, para asegurarse la venta de la oferta, su compra por los más. Más aún, se les introyecta una demanda genérica creciente en cantidad y calidad que refuerza todas las ofertas concretas posibles futuras. Y se refuerza su obsesión con el efecto de demostración de altos niveles de consumo para que la deprivación relativa y su superación sean un motor fuera de borda que impulse a tener más ingresos para comprar la utopía. Pero el tiro puede salir por la culata si la gente no trabaja más sino que delinque, recurre sistemáticamente a inmoralidades, o sufre psíquicamente la deprivación, con los efectos graves que esto tiene sobre la demanda y su menguante satisfacción posible, base de crisis sistémicas que disminuyen la calidad de las democracias. Hay que ver que la demanda por bienes y servicios será demanda central para la legitimidad de los Estados y gobiernos, que deberán ofrecer satisfactores en medio de una crisis fiscal, mientras la demanda y el deseo explotan, y la igualdad de acceso a niveles crecientes de consumo será considerada derecho humano de persecución lícita, en medio de una desigualdad proclamada como injusta. El demos es cada vez menos autónomo; sus objetivos serán progresivamente los de las mono u oligo-crátas; la distinción fundante de la democracia madura, la distinción de voluntades entre demos y no-demos, se esfuma; las voluntades mono u oligocráticas invadirán la voluntad popular del demos, que será cada vez menos autónoma y distinta de las mono y oligocráticas. 

Habrá un paso más en la pérdida de autonomía de las demo-voluntades a manos de las mono y oligo-voluntades, que ya habían heteronomizado su demo-voluntad económica (consumo) y cultural: propensión permanente y eterna a consumir más, nuevo, técnicamente de última generación y de moda, imposición del nuevo código del significado a los objetos como significantes, momento para una nueva crítica de la economía política del signo (Baudrillard, 1972); se dará un paso definitivo hacia la indiferenciación de una demo-voluntad frente a mono u oligo-voluntades; la más perfecta cooptación de la voluntad y la demanda populares se completará cuando descubran cómo cooptarlas sin que lo perciban, creyendo en su autonomía e indignándose ante cualquiera que dude de su virginal autonomía. Ahora los mono y oligócratas ya no le temen más a las democracias, como históricamente les temieron por el riesgo que implicaba la democracia con sufragio universal para la dominación y hegemonía de las mono y oligo-voluntades; las voluntades ficcional o antiguamente diversas pierden su identidad progresivamente; la voluntad popular vox populi será vox dei pero también vox rex porque los mono y oligócratas la habrán modelado; se pueden hacer gárgaras democráticas, sondeos de opinión pública; la demo-voluntad coincidirá de modo aceitado con las mono y oligo-voluntades. Veamos cómo sigue este descaecimiento de las democracias.

8  Cooptación más perfecta del demos: comunicación global, digital y redes.

La cooptación de la autonomía de la voluntad del demos por las mono y oligo-voluntades – si es que hubo diversidad sustantiva entre ellas -empezó, como vimos, por la adaptación paulatina de la demanda del demos a los intereses de la mono u oligo-oferta, y a sus intereses de acumulación a partir de ofertas crecientes a vender. La sociedad de consumo lleva a cabo esa tarea, con la ayuda de un aparato de publicidad y propaganda originalmente comercial pero inmediatamente extendido a la publicidad y propaganda políticas. No se tardó en vislumbrar que, mejor que persuadir cognitivamente al demos, o que sondearlo y conocerlo para seducirlo emocionalmente con líderes carismáticos y populistas, sería más efectivo moldear sus valores y criterios de decisión a priori de cada acto decisional concreto, así como se instauró una demanda genérica creciente en la sociedad de consumo, pero con contenidos políticos. Si se conseguía moldear a priori creencias, valores y criterios de elección, ya no habría que temerle más a la consagración de la demo-voluntad a través de mayorías electorales democráticas–temor conservador del siglo XIX- ya que no habría más especificidad de la demo-voluntad, que no sería mucho más que las oligo-voluntades convertidas en demo-voluntades por una carambola a una o más bandas. Ya no habría que persuadir ni seducir demagógicamente. Sería radicalmente más seguro anular las diferencias entre la demo-voluntad y las mono/oligo-voluntades lo antes posible; el miedo a la democracia terminaría; hasta podría pensarse en realistas que lo fueran más que el rey. De ese modo, se podría reverenciar al demos y a la democracia que lo implementaría, mientras el demos dejaba de existir en su especificidad posible, y la democracia se convierte en una implementación indirecta y camuflada de las oligo y mono voluntades. La oligo-voluntad y la oligarquía se disfrazan de demo-voluntad y de democracia. Simulacro de legitimidad que Baudrillard disfrutaría intelectualmente; legitimo mi oligo-voluntad en la supuestamente autónoma demo-voluntad representada y encarnada en sus mayorías por una democracia plena, y hasta en la radical de Habermas. Esto sí que sería un radical descaecimiento de la democracia, sea de la originaria, más que nada de la madura, y hasta de la de Weber y los neomaquiavelistas.

Pero esto no se puede intentar hasta que no haya una globalización instantánea de la información y de la comunicación, que imponga mediadores adecuados y estandarizados para la introyección de los mensajes de los emisores en los receptores, con gran velocidad de imposición vertical, pero también con gran rapidez de difusión horizontal. Internet facilita la verticalidad instantánea; las redes sociales, la horizontalidad y la estupidización simplificadora de los mensajes y de los comentarios. Ahora sí se pueden cooptar de modo completo la demo-voluntad y las demo-cracias; casi anulando sus especificidades y manteniéndolas como ficciones legitimadoras y enmascaradoras de las oligo-voluntades y las oligar-quías. Casi un sueño distópico realizado, que la pandemia del covid-19 mostrará en todo su siniestro esplendor. En eso estamos. Estamos viviendo un momento crucial en la historia de la humanidad: errores científicos, bendecidos y legitimados por cobardías políticas, se difunden instantáneamente por Internet y los medios de comunicación de masas, se erizan en las redes sociales, y se convierten en opinión pública y sentido común, como arbitrario naturalizado que tiñe la convivialidad y hace regresar el estado civilizatorio, cubierto por un chaleco a prueba de hechos y argumentos que puedan desmontar esa alucinación colectiva hiperreal que habitamos como verdadera, sensata, científica y real.

Una opinión pública así cooptada, y construida del modo como veremos, puede pasar de ser una hegemonía y dominio de una demo-voluntad a una mera refracción de oligo-voluntades, y hasta devenir en ‘tiranía’, tal como temían los antiguos para luego de la perversión riesgosa de la democracia. El carácter de impuesta de la opinión pública, más que de persuadida o convencida “el público no convence de sus creencias sino que las impone mediante una enorme presión de la mente de todos sobre la inteligencia individual”, escribía Tocqueville. “En los Estados Unidos la mayoría se encarga de suministrar un sinnúmero de opiniones prefabricadas para el uso de los individuos, que quedan liberados así de la necesidad de formarse una opinión propia”, añade el preclaro analista. Pero no le gusta esta opinión “yo, por mi parte, cuando noto que la mano del poder se apoya fuertemente en mi rostro, me preocupo poco de saber quién me oprime. Y no estoy más dispuesto a ponerme el yugo porque me lo ofrezcan las manos de un millón de hombres”. Profético.

9  Mimesis y Magnetismo de las mayorías y hegemonías.

Las tendencias vistas resultan reforzadas, en su presunto resultado de descaecimiento de las democracias, por una exacerbación de la mimesis con las mayorías y del magnetismo de las hegemonías, que no son nuevas en la historia, pero que recrudecen con el aumento de la densidad habitacional y urbana, y con el auge de la instantaneidad y ubicuidad de los medios de comunicación de masas como non plus ultra de la información y la opinión, y de su más idiota refracción aún en las redes sociales. 

Más allá de las diferencias en la historia entre mono-oligo voluntades y demo-voluntades, que llevaba a formas de gobierno o constituciones mono, oligo o demo-cráticas, también es claro que algunas diferencias han sido inventadas o van acompañadas, frecuentemente, de emulaciones, imitaciones e identificaciones de los muchos a los pocos, o de los más a los menos; lo contrario es más infrecuente, aunque más recientemente puede observarse un proceso de ‘normalización’ de creencias y emociones que tiene su importancia política también. Hay una ambigüedad de grado variable, espaciotemporalmente, entre los pocos y los muchos, los más y los menos: en parte hay diferenciación y aprecio por la especificidad, en parte hay emulación-imitación-identificación de abajo a arriba, distinción-modelización-liderazgo de arriba hacia abajo; y, últimamente, tendencias a reconocerse o aspirar a ser parte de los modos en la distribución de frecuencias, de los deciles medios de las medianas, o de los valores promediales en las distribuciones de creencias, emociones y valores. 

Las teorías sobre la imitación como mecanismo clave en la socialización constitutiva de las sociedades nacen con Gabriel Tarde (1890), que estudia las leyes de la imitación, en general como imitación de los de superior prestigio por los de inferior. Tarde consideraba que las noblezas corrompían cierta frugalidad popular, y que han sido malos ejemplos y modelos muchas veces. “Un telegrama privado dirigido al redactor jefe da lugar a una noticia sensacional intensamente cercana, que conmueve instantáneamente a las muchedumbres dispersas, en contacto íntimo, aunque distante, por su conciencia de simultaneidad y de la interacción creadas por la noticia; el periódico creará una muchedumbre inmensa, abstracta y soberana a la que llamará opinión. El periódico ha completado así la obra ancestral iniciada por la conversación, extendida por la correspondencia, pero que siempre permaneció en un estado de esbozo disperso e insinuado: la fusión de las opiniones personales en las opiniones locales, y de éstas en la opinión nacional y mundial, la grandiosa unificación de la mente pública……Ésta es un poder que solo puede aumentar, porque la necesidad de estar de acuerdo con el público de que se forma parte, de pensar y actuar de acuerdo con la opinión, se hace más fuerte e irresistible a medida que el público se vuelve más numeroso, la opinión más importante y la necesidad se satisface más a menudo. Por eso no deberá sorprendernos ver a nuestros contemporáneos tan dóciles ante el viento de la opinión del momento, ni habría que deducir de ello que se les hubiera ablandado el carácter. Cuando una tormenta derriba los álamos y los robles, no es porque éstos hayan crecido más débiles, sino porque el viento se ha intensificado”. (¡1890!)

Thorstein Veblen, 9 años después (1899) desarrolla una muy perspicaz teoría de una dinámica social básica para las sociedades sedentarias y con excedente: la de la alternancia de distinción, emulación de la distinción y distinguido, continuos esfuerzos por inventar una nueva distinción no emulada y por, eventualmente, perseguir una nueva emulación. 

Georg Simmel había dicho, a principios de siglo (1908), que en las sociedades modernas aumentan los grupos de pertenencia posibles, y la proporción de pertenencias voluntarias frente a las adscriptas; consecuencia importante de ello es la conformación cada vez más frecuente, por intersección de conjuntos, de pertenencias o referencias voluntariamente adheridas.

La década de los 40 (1949), en especial desde Robert Merton, establece la distinción entre representaciones de los grupos de pertenencia y representaciones de los grupos de referencia, lo que consagra la importante idea de que los grupos de pertenencia no necesariamente proveen de toda la socialización, porque hay en las sociedades cada vez más grupos de referencia que no son de pertenencia (importante para entender las subculturas e identidades juveniles). 

David Riesman (1949) subraya la gregariedad de la opinión pública y la constitución de las sociedades contemporáneas desde la imposición de un tipo de carácter social nuevo, el other-directed, orientado hacia los que sus coetáneos construyen, que representa una gran revolución respecto de los tipos anteriores, el inner-directed desde principios y valores fijos adoptados, y el inspirado en las tradiciones y los antecesores. Sus hallazgos en los Estados Unidos son confirmados unos años más tarde por la antropóloga Margaret Mead (1970) en sociedades primitivas, aun de base tribal. 

En 1951, Talcott Parsons (1951) establece un mecanismo de socialización quizás más profundo que la imitación en sus aspectos más exteriores: la identificación, de raíz freudiana, pero usada en contexto social por Parsons. 

La moda, desarrollada de modo inmejorable desde Spencer, Tarde, Veblen y Simmel, integra todos esos conceptos.

Quizás, en este racconto previo al desarrollo de los conceptos que más nos importan en este trabajo, conviene referirse brevemente a dos ingleses y a un antecedente tan ilustre como remoto: el relato por Tucídides de un discurso de Pericles ante una derrota ateniense: “El respeto a la autoridad y a las leyes nos impide actuar mal y nos lleva a tener una consideración especial por las leyes tendientes a proteger a los perjudicados, así como por las leyes no escritas que hacen caer sobre el transgresor la reprobación del sentir general”. Los dos ingleses son John Locke y Herbert Spencer, que desarrollan, con 2 siglos de interregno, conceptos tan similares como pioneros. John Locke, en varios pasajes, pero más que nada en (1671) establece 3 niveles de autoridad y poder: el de la ley divina, el de la ley civil y el de la ley de la opinión o de la moda. Spencer establece que las sociedades, históricamente, desarrollaron un orden militar y productivo, luego un orden simbólico, especialmente con lo religioso, y que, para esferas menos centrales, desarrolló otro orden específico, encargado de regir el cotidiano micro, que no podría inferir fácilmente del orden político-económico ni del simbólico: el de las maneras y la moda (Spencer, 1854), al que ambos dan gran importancia, pese a ser doxa y no episteme, quizás recordando la extraordinaria advertencia aristotélica de que, si bien el conocimiento mejor y más válido era el epistémico, el concluyentemente demostrativo, el cotidiano se regía en amplia mayoría por la doxa u opinión opuesta a la episteme; anticipando en 23 siglos a los fenomenólogos, afirmaba que, si eso era así, la doxa debería ser estudiada, como la episteme; la Retórica, la Poética y las Argumentaciones Sofísticas son ‘ciencia de la doxa’ pre-fenomenológica, aristotélica. 

Pese a tantas advertencias sobre la inferioridad de la doxa, se considera que hay que estudiarla y que los unos o los pocos deben cuidarse de la opinión pública, que tiene fuerza para derribarlos. Maquiavelo y Erasmo, en el mismo momento histórico, lo recomiendan, exigiendo Erasmo la virtud a exhibir ante el pueblo, mientras que Maquiavelo solo exige parecerlo.

Pues bien, la opinión pública atrae a individuos o grupos porque: a) provee de insumos (información fáctica, técnica, creencias, evaluaciones, implicaciones) para las decisiones, sobre todo para las racionales (Habermas, 1962); b) establece un control social sobre los límites de lo creíble, pensable y evaluable intelectual, emocional y moralmente.  Personas y grupos quieren saber cuál es la opinión pública porque a) rechazan el aislamiento social que puede vivirse si se discuerda sobre hechos o dichos relevantes para la identidad social de los grupos a los que se pertenece y b) porque enfrentarla supone riesgos de crítica, aislamiento y expulsión física o simbólica (Noelle-Neumann, 1984) y riesgos de sufrir disonancia cognitiva dolorosa si hubiera mucha distancia entre la opinión pública, que es sobre creencias, emociones y valores, y acciones conflictivas con las opiniones consagradas, sea intuitivamente, sea por sondeos profesionales.

La formación de la opinión pública parte de un origen mítico desde la interacción cotidiana de personas que van decantando creencias, valores, emociones y hechos como un conjunto de deontologías respecto de lo que  es verdadero, real, bueno o malo, y otros atributos. Sin embargo, siempre hubo también algunos grupos o personas especialmente instruidas o buenos debatidores que inclinaban la opinión en direcciones especiales. Especialmente importantes son los estudios de Walter Lippman (1949), los de Paul Lazarsfeld (1955), los de Jurgen Habermas (1962), y los de Elisabeth Noelle-Neumann (1984). 

Para nuestro tema, deberíamos, analíticamente, encadenar las siguientes proposiciones:

Uno, la teoría de la comunicación intenta predecir el resultado de un contacto entre emisor y receptor; pero no una simple trasmisión (relay function) por el emisor y simple registro por el receptor, sino una formación de la opinión por explotación del conocimiento de la recepción y de la interacción (reinforcement function); porque la encodificación semántica, sintáctica y pragmática del mensaje del emisor puede no coincidir con la encodificación que el receptor hace de ese mensaje, desde que su formación personal y su entorno situacional en la recepción pueden no haberlo dotado de las mismas herramientas comunicacionales que el emisor.

Dos, esta por entonces novedosa diferenciación entre emisor y receptor, que niega la mecánica pura en la traslación de contenidos de emisor a receptor, se designa por el nombre de ’two-step communication flow’; comunicación en flujo de dos etapas, la emisión y la recepción, de cuyo contacto depende el resultado de la interacción comunicacional, no solo de trasmisión sino conformación. Hay grandes estudios sobre las características de las emisiones y de los emisores, así como de las recepciones y de los receptores (que se inician con la Retórica de Aristóteles), que hacen posible la construcción de mensajes con mayor probabilidad de éxito y de manipulaciones de emisiones y emisores, recepciones y receptores (Lazarsfeld, Berelson, 1944). Como se puede imaginar, esto hará más posible esa heteronomización de la autonomía de la voluntad del demos por el oligos; esa pérdida de autonomía de la supuesta distinción y mayor eticidad de la demanda y voluntades del demos o de sus representantes fieles. La opinión comienza a poder manipularse, en el sentido en que la sociedad de consumo convierte una oligo-oferta en demo-demanda; las opiniones públicas son mejor moldeadas desde una comunicación global, instantánea, científicamente construida y erizada por las redes sociales; la demo-voluntad o la demo-expresión de la demanda ‘auténtica’ pierden impacto frente a la científicamente construida mediante ciencias de la comunicación y neurociencias como nuevos insumos. La oligo-oferta amplía su imposición y hasta conversión en demo-demanda. La distopía empieza a hacerse realidad.

Tres, el flujo de comunicación en dos pasos, que ya introdujo elementos distópicos efectivos, cede su lugar al ‘multiple step flow’. En efecto, se descubre que el contacto no solo se produce entre emisión/emisor y recepción/receptor; en realidad, y crecientemente, esa interacción comunicacional cuenta con muchos más mediadores con impacto como para producir un efecto: mediadores, líderes de opinión y conductores de opinión se convierten en nuevos pasos, insumos cruciales en la formación de opinión. Esto se hace evidente con el auge de los medios de comunicación de masas, que, mostrando numerosos mediadores en un flujo de muchos pasos, llega hasta a establecer dadores de opinión, del lado de la emisión, y solicitantes de opinión, del lado de la recepción. (Klapper, 1960).En las redes sociales ha nacido un mediador semejante a estos personajes del flujo de múltiples pasos: el influencer, con características de líder de opinión, como modelo de seducción emocional, promotor de moda.

Cuatro, cuando se descubre que los medios de comunicación de masas no solo ‘trasmiten’ mensajes sino que los pueden construir e imponer en un sentido predictible y hasta deseable, la prensa entra en una fase cualitativamente nueva, de auge y descaecimiento simultáneos. ¿Por qué de auge? Porque la prensa y los medios de masa nacieron de la globalización primigenia (medios de transporte, de comunicación, imperios, complementación productiva); la gente quería tener acceso a noticias que lo divertían, interesaban y que hasta necesitaba para producir, noticias a las que no podía acceder siempre presencialmente o por testigos próximos; se necesitaba gente que averiguara, recibiera y difundiera (mediadores) noticias sobre hechos impactantes, interesantes o entretenidas y los trasladara a la gente. Lo mismo con los descubrimientos y las ideas. Crecientemente, el mundo se absorbe, ya no desde la experiencia personal inmediata de los receptores, sino indirectamente desde las fuentes de información de emisores y mediadores. La relación información indirecta/información directa (Roegele, 1979) aumenta la proporción o cociente en favor de la indirecta. La prensa comenzará a perder su independencia en su función de mediación entre lo complicado, los hechos nuevos, y los argumentos y opiniones, con la demanda creciente instalada por hechos, creencias, opiniones y valores.  Cuando los poderosos económicos y políticos perciben que deben influir en los mediadores y/o financiarlos para moldear la demanda, la voluntad del soberano en sentido amplio, y no solo colocar mejor su oferta, les harán perder su independencia a los originalmente independientes periodistas como simples mediadores entre un mundo inabarcable directamente y los receptores interesados; hay gente especializadas en hacerles llegar un mundo cambiante de hechos, opiniones y valores. Lo que se da o no se da, y cómo se da, quedará determinado por 3 criterios que se cruzarán para decidirlo: a) la atracción comercial de la noticia, a cuántos y qué tipo de receptores les interesa; b) cómo darlas de modo de contribuir mejor a la ideología del editor; c) contribuir con quién ha financiado el sí o no y el cómo de todas o determinadas noticias. Hay pautas complejas (semánticas, sintácticas, pragmáticas) de selección en función de estos criterios cruzados. Nietzsche (1871) subrayaba muy precoz y perspicazmente la pérdida de calidad que ocurriría por la simplificación que los mediadores periodísticos consolidarían en la opinión pública; en efecto, no solo el mensaje periodístico mediador simplifica lo trasmitido (necesariamente) sino que, paulatinamente, los mediadores se convierten en la fuente única de información, en desmedro de los más complejos mediados; los comunicadores cada vez más opinan, secundarizan a los que saben más que ellos, y se convierten en una fuente de sesgos y simplezas, exactamente lo contrario de aquello para lo cual nacieron –mediar entre el neófito y el especialista-; la importancia de sus funciones originales, y la relevancia de las nuevas funciones para las cuales fueron cooptados (económicas, comerciales, políticas) los han convertido en  constructores de sesgo, obsecuencia y mediocridad, pero con retórica de verdad y realidad, independencia y neutralidad. Su poder ha crecido, así como sus ingresos y los compromisos económicos y políticos que determinan crecientemente sus contenidos semánticos (qué sí, qué no, qué jerarquía), la sintaxis de la narración, la pragmática del discurso. Son un veneno ubicuo e invasivo, que difícilmente pueda ser reencauzado, como las democracias. Porque nada hay más potente para la pérdida de la autonomía de la voluntad del demos, y para el auge camuflado de la voluntad del oligos, que la función que la prensa ha ido adquiriendo, con una subordinación obscena al lucro comercial, al sesgo ideológico y al compromiso editorial; los periodistas se han convertido en operadores económicos (hasta para prestigiar futbolistas en el mercado) y operadores políticos (a quienes los financian), y operadores ideológicos (editoriales). La ‘grieta’ entre posiciones alternativas en el mundo interactivo actual es un producto de la simplificación periodística y de los alineamientos resultado de los intereses editoriales y los políticos; lo que, sumado, a la idiotización colérica de las redes sociales sobre esa grieta, produce el maniqueo mundo que hemos llegado a habitar y creo que seguiremos habitando.

Cinco. El aumento de la dependencia de lo ‘nuevo’ conformado por los medios de comunicación de masas –sean hechos marcantes como conocimientos y opiniones simplificados- llevan a una situación en que hay ‘opinion askers’ y ‘opinion givers’, y una homogeneización de las expectativas por contenidos usuales que llevan a la relación prensa emisora-gente receptora a una consolidación tal que, desde Niklas Luhmann (1971), se habla de que la prensa marca la agenda de lo que existe como real y como verdadero para las realidades interactiva cotidiana y hasta medianamente especializada (agenda setting).  

Seis. Para la cooptación y anulación de la autonomía de la voluntad del demos, esa creciente mediación de la prensa en el mundo cotidiano y hasta en los cotos especializados, es un acelerador apreciable; se homogeneizan las fuentes de información y opinión, lo que permite su imposición más fácil; se les da un baño de neutralidad, objetividad y objetualidad (modo icónico básico de trasmisión), que cada vez se cree menos, pero que sigue pareciendo mayor que el de los reales emisores o financiadores de lo emitido. Si la prensa, para los padres de la vulgata democrática madura, era un modo de control de los gobernantes en nombre del demos, una vuelta de carnero económica y política, -esperable en el fondo- la transforma en la emisión persuasiva y seductora, retórica y poética, de la oligo-voluntad, mayoritaria y hegemónica, sobre la demo-voluntad al punto de que se mimetizará con ella y cederá a su magnetismo, como producto final de este proceso de descaecimiento de la prensa y de la democracia en el que vivimos.

Siete. Agreguemos dos conceptos más que galvanizan estas funciones de la prensa descaecida para el descaecimiento de las democracias: a) estructuralmente, la comunicación periodística sirve más para reforzar lo ya creído y opinado que para un cambio como resultado del impacto periodístico, contribuyente básico a la conservación y al statu quo, en principio; la comunicación interpersonal entre conocidos confiables es el modo más viable, en principio, de cambio en creencias y opiniones; b) comienzan a delinearse. Sumemos, en este proceso de heteronomización de las voluntades autónomas, que afecta al tipoideal de democracia madura, a la progresiva importancia que los mediadores cosmopolitas adquieren sobre los mediadores locales, otra fuente de homogeneización y de heteronomización en el descaecimiento de la demo-voluntad. Esta heteronomización homogeneizadora también juega un papel considerable en la evitación de disonancias e inconsistencias cognitivas y emocionales, otra fuente contribuyente al descaecimiento, que veremos a seguir.

10 El horror a las Disonancias cognitiva y emocional.

Hemos visto, con parámetros de la concepción madura de las democracias, que ese supuesto tipoideal, casi utópico, no se ha cumplido en la historia, y que si lo fue, ha sufrido varios procesos de descaecimiento que han sido de erosión, entropía y regresión de esos estándares; hasta intentos de re-construir una teoría democrática, más radical, como la que propone Habermas, suponían re-acercarse al ideal mediante innovaciones de énfasis en los procedimientos y capacidades de deliberación para las decisiones. Dicha propuesta supone levantar más aún el listón para una evaluación del cumplimiento de los requisitos democráticos, que ya descaecían al menos desde comienzos del siglo XX, con aceleración en los estados de bienestar del capitalismo tardío; y también en la actualidad, en este siglo XXI,  con algunos renacimientos conservadores, neo-nacionalistas y autoritario-autocráticos. 

Procesos varios de oligarquización se producen por medio de los mecanismos de legislación y práctica electoral que deberían implementar la búsqueda de la voluntad del demos y de su representación en las diversas instancias de acercamiento a las nominaciones, representaciones y decisiones. Sin embargo, los análisis de los procesos electorales y legislativos no registran a la voluntad del demos como insumo central para explicar procesos, mecanismos de representación y criterios de decisión. Además, se constatan claros procesos de heteronomización en la autonomía de la voluntad del demos: a) la sociedad de consumo consigue transformar la oligo-oferta en demo-demanda, mediante una fuga hacia adelante del deseo y de las expectativas de perseguir distinción, estatus y diferenciación por medio de un mundo de objetos valorados más allá de su valor de uso y cambio, expectativas infladas insatisfechas que provocarán frustración y conductas criminales o de deterioro psíquico; peor aun cuando esa fuga hacia delante de deseo y expectativas se legitiman como derechos humanos vinculantes; b) la democracia multiplica procesos de énfasis en el carisma de los candidatos y gobernantes, y en el populismo demagógico de las propuestas, en el límite apuntando a una democracia plebiscitaria; la judicialización mediática de la política es parte de este nuevo entorno; c) la cooptación y manipulación – heteronomización- de la autonomía del demos se perfecciona mediante la extensión, convergencia y velocidad con que la globalización digital y las redes sociales introyectan la oligo y aristo voluntad en lugar de la demo voluntad autónoma, supuestamente específica y diferente a las mono, aristo y oligo voluntades; d) la mimesis de las mayorías y el magnetismo de las hegemonías refuerza los procesos de heteronomización homogeneizadora de supuestas demo voluntades autónomas y distintas de las mono, oligo y aristo voluntades.

Todos estos procesos de descaecimiento de las democracias se potencian por los mecanismos de defensa que evitan disonancias cognitivas y emocionales cuando se quiere escapar a la homogeneización de las opiniones heteronomizadas. Los seres humanos no toleran altas disonancias entre sus contenidos cognitivos ni emocionales, de modo que intentos de plantear alternativas a las homogeneidades heteronómas instaladas serán tolerados solo en determinadas instancias y en baja proporción, y solo en asuntos que no sean vitales para el mantenimiento de la estructura total de la pirámide integrada de conceptos, creencias, opiniones, valores, actitudes y relacionamiento con los otros, desde los menos y más fundantes hasta los más, deducciones desde los menos del vértice central.

Unos ejemplos.

Uno. En 1956, Leon Festinger, autor en 1957 de ‘A theory of cognitive dissonance’, testó su teoría -a punto de aparecer- mediante un estudio por observación participante de una secta religiosa que creía que en la Navidad siguiente un cataclismo destruiría el mundo pero que los fieles de esa secta serían rescatados por un extraterrestre salvífico en una nave espacial (obvia base bíblica del diluvio universal y de la salvación en el arca de Noé). Cuando eso no sucedió, además de la obvia pérdida de fe y cambio de vida de muchos, llamó la atención que un grupo re-agendó el cataclismo y el rescate para más adelante, y salió a predicar aquello que no se había cumplido; su economía psíquica no había tolerado la disonancia cognitiva entre la profecía motivo de fe y esperanza vitales, y la realidad del fallo de la profecía; por lo tanto decidieron ignorar la realidad externa ofensiva y eligieron refugiarse en la realidad subjetiva de la ilusión, aunque fracasada; sufrían menos negando la realidad externa ocurrida que abdicando de la realidad interna cuestionada. 

Dos, en 2014 Brasil y Croacia abrían el mundial de fútbol en Belo Horizonte. El partido era más difícil para el local de lo previsto, y el juez pitó un penal favorable a Brasil que no se veía en las imágenes de las cámaras elegidas; inmediatamente Internet quedó inundada de indignadas acusaciones a los jueces de robo a favor de Brasil en connivencia con la Fifa. Un rato después fueron emitidas otras imágenes que, estas sí, mostraban la infracción del penal; se agregaron, para desmontar la creencia instalada, elementos que explicaban bien la severidad especial de los jueces que había sido recomendada para infracciones como ésa. Sin embargo, ni esas nuevas evidencias gráficas ni las mejores explicaciones cambiaron la opinión global e instantáneamente instalada; dicha opinión ya estaba galvanizada como tal, y transformada en viral, trendy y sujeta a likes; la economía psíquica masiva ya había sacralizado la explicación inicial; implicaba un costo psíquico al parecer excesivo cambiar de opinión, que supondría cambiar las bases de la instantánea culpabilización de los árbitros y su corrupto favor a Brasil y a la Fifa, y cambiar las consecuencias de ese juicio para otras afirmaciones sobre fútbol en general y sobre el torneo en particular, al menos. Pese a las mejores imágenes y las mejores explicaciones recibidas, la mayoría de la gente siguió creyendo en la afirmación que había sido producto de peores imágenes y peores explicaciones. 

¿Quién dijo que el ser humano era racional? Con esos antecedentes, no me llamó tanto la atención lo que pasó en el mundo con la pandemia del covid-19, que repetía, pero con dramático alcance global, los procesos de construcción de las opiniones, y los procesos de permanencia en el error pese a disponerse de los elementos necesarios para descartar el error inicial y corregirlo. Más bien lo estaba esperando y me di cuenta inmediatamente de todo lo que iba a pasar con el desarrollo de la pandemia, que sería un paso más en la desmesura humana y la secundarización de la racionalidad frente a paranoias, hipocondrías, miedos y pánicos, mucho más incidentes que las ponderadas decisiones, irracionalidad que, empero, se disfraza de racionalidad por vergüenza y búsqueda de legitimidad. No me llamó tanto la atención, entonces, que se siguiera creyendo en los descomunales errores del pronóstico sobre infectados, muertos y necesidades hospitalarias de covid-19 que el equipo de Neil Ferguson hizo para el Reino Unido y USA, y que la OMS generalizó para el mundo aun cuando las críticas al modelo y a los cálculos, y la propia realidad del virus, habían mostrado el enorme error base de la predicción; la crítica a la atribución de causalidad al covid-19 en casos de co-morbilidad tampoco impediría que se siguiera creyendo en la terrible mortalidad del virus; ni en su gravedad sanitaria; ni que se ignorara que encierros, cuarentenas, mascarillas y distancias fueran discutibles como medidas sanitarias principales frente a otras; ni que se mostrara cómo la prensa multiplicaba el miedo; ni que se mostrara quiénes lucraban con la catástrofe mundial; ni que se mostrara que no era peor que otras infecciones conocidas; ni que los daños de las medidas sanitarias tomadas serían muy superiores que los daños de la pandemia, incluso para la misma pandemia. “No me convencen con razones” reza un tan discriminatorio como acertado aforismo popular, en realidad más aplicable a todos los humanos que solo a los gallegos. “El que pega primero pega dos veces”, otro viejo dictum popular que las trasnacionales de la comunicación, los negocios y la política aplican con fruición.

Nada amortiguó el pánico inicial respecto del covid-19; como los creyentes del salvataje de Navidad en nave espacial; como los que mantuvieron su acusación a árbitros comprados por Brasil y Fifa luego que se vio el penal y que se explicó la severidad arbitral. Lo peor de las creencias instaladas en el mundo contemporáneo no es solo su contenido insuficientemente sustentado y pensado, sino su contagio inmediato y global, pandémico; y, peor aún, la difícil reversibilidad de la opinión aun cuando evidencias posteriores fueran mejores que las que anclaron la decisión inicial. Cualquiera con capacidad financiera, técnica y operativa instala hoy una opinión o creencia, y la consolida como irreversible; si hay heteronomización homogeneizante de voluntades antes autónomas, difícilmente se recuperarán autonomía y autogestión. La democracia, está, entonces, en más grave peligro que antes de su múltiple descaecimiento.

Ahora bien, ¿por qué algunos de los religiosos a quienes no les cumplió la profecía siguieron creyendo y predicando una nueva fecha de su cumplimiento? ¿Por qué la mayoría de los que inicialmente creyeron en un corrupto robo arbitral para favorecer a Brasil y a la Fifa, siguieron adhiriendo a esa opinión, aun cuando luego vieron imágenes que mostraban un penal, y aun cuando se explicó que los árbitros serían especialmente severos con infracciones en las áreas, nuevos elementos que deberían haber hecho abandonar la opinión inicialmente conformada sin esos mejores elementos de decisión? ¿Por qué la mayoría de la humanidad, los gobiernos, la prensa y el personal de la salud siguen en pánico, creyendo en una gravedad ya descartada de la pandemia, siguiendo protocolos sanitarios más que dudosos en su efectividad, y produciendo una multicatástrofe en el mundo que será más dañosa que la misma pandemia, hasta arriesgando efectos nocivos para la pandemia misma?

Muy en grueso, los dos autores que podemos mencionar como vertebrales para explicar estas conductas humanas que hemos visto con cierta sorpresa en los religiosos cuya profecía falló; en los aficionados al fútbol creyendo en algo que se mostró como falso luego de conformada una opinión inicial; y, finalmente, en la hiperreal alucinación colectiva que cree en la pandemia del covid-19 tal como fue mal descrita, explicada y enfrentada en sus comienzos, son Leon Festinger (1956, 1957 vide supra), y Joseph Klapper (1960); si hubiera tiempo y espacio agregaríamos las ‘teorías de la consistencia’, complementarias de esta básicas.

Festinger emprendió la tarea de esclarecer psicológicamente la conducta selectiva del receptor/es frente a los mensajes comunicados por el emisor/es. La tesis central es que los receptores intentan, con su consumo de información, reducir o impedir las contradicciones o disonancias abiertas y amenazadoras entre sus principios, su conocimiento, sus actitudes y su acción práctica; construir una consistencia y congruencia lo más amplias posibles dentro de su estructura psíquico-cognitiva, principalmente en su propio proceso perceptivo (teoría de la disonancia cognitiva a evitar). Es mucho más refinada que la grosera teoría de que los medios nos imponen violentamente algo; los medios emiten determinados contenidos semántico-icónicos, con determinada sintaxis y determinada pragmática; el resultado de la comunicación estará en la consonancia variable entre las características del mensaje emitido y la estructura cognitiva, emocional y moral de los receptores, y no solo del tipo de mensaje emitido, aunque éste cada vez tiene mejor en cuenta las características de los receptores-objetivo, y más aún en tiempos de big data operando casi en tiempo real. Manipulan y cooptan mejor, pero en ese caso, respetando la importancia de la estructura más amplia de recepción. La teoría hace comprensible la medida en que pueden o no lograrse cambios de opinión por emisores intencionados en receptores interesados. Frente a un mensaje emitido novedoso, el receptor intenta, sea con su adhesión o no a él, sea mediante una práctica inferida de él, disminuir la disonancia cognitiva y emotiva que ello implica para su equilibrio cognitivo y emocional, “las comunicaciones encaminadas a persuadir son muy eficaces si reducen una disonancia, pero resultan infructuosas si su efecto fuera el contrario”. Dudar de lo inmediatamente impuesto sobre la pandemia, por ejemplo, implicaría dudar e ignorar/atacar a los organismos internacionales especializados (i.e. OMS); descreer de todo lo resuelto (con sus cifras y argumentos) por los gobiernos de los países más desarrollados y prestigiosos del mundo y de sus funcionarios especializados; dudar de lo resuelto por el gobierno propio, tantas veces el que voté y a cuyas críticas me conviene darle tinte político; dudar de lo que más del 90% de la prensa dice sobre la pandemia, coincidente con lo anterior, y dudar sobre una creciente fuente de mi seguridad vital frente a la novedad fáctica y conceptual; dudar de los especialistas que el gobierno afirma que los asesora; dudar de los médicos, que, además, planifican un sonoro autobombo; enfrentar cotidianamente, en la familia, en el trabajo, en la calle, en los lugares de esparcimiento, a todos los que creen en los organismos internacionales, en los gobiernos y sus funcionarios especializados vinculados al desarrollo y al progreso, en la prensa como ubicua y creciente fuente de verdad y de realidad en un mundo cuya novedad y especialización no podemos abarcar solos y sin ella. Como se puede ver y sentir, hasta para todos los que alguna vez han estado enfrentados a dilemas similares, el costo cognitivo y emocional de dudar de todas las anclas consensuadas del conocimiento cotidiano, y de tener que enfrentar a la inmensa mayoría de los que no dudan de lo que yo estoy dudando, es generalmente excesivo para la consistencia y consonancia cognitiva que produce sensación de equilibrio mimético con las mayorías y de magnetismo con las hegemonías instaladas. Frente a esas disonancias internas, cognitivas y emocionales, la mayoría descarta la información que le puede provocar esos dilemas de consistencia, disonancia y conflicto cotidiano consigo mismo y con otros; la presentación de evidencia sobre el error que padecen y comparten los cuestiona, interpela y molesta; la verdad y la realidad abstractas les importa menos que todos esos conflictos internos y externos concretos que le provocaría una práctica acorde con esos cambios, por lo que prefieren ni enterarse de que la verdad y la realidad pueden ser otras diferentes de las que él y la mayoría creen. Pero tienen que justificar ante sí mismos y ante otros por qué no creen en elaboradas críticas a los datos, los hechos y los argumentos contra todo lo mayoritariamente creído desde el pique. Ahí vienen en auxilio de su autoestima personal argumentos para evitar siquiera el contacto con fuentes posibles de disonancia, inconsistencia y conflicto interpersonal: quienes ofrecen fuentes de disonancia, inconsistencia y conflicto externo serán acusados de ‘políticamente interesados y sesgados en contra’, de ‘radicales’, ‘exagerados’, ‘conspirativos hasta como tipo psíquico patológico’, ‘paranoicos’ (mirá quiénes); ni se entra en contacto con los que ofrecen conocimientos alternativos, sin siquiera leer u oír lo que afirman, sin siquiera leer los blasones científicos de quienes lo investigaron, afirman o apoyan. Es un riesgo que no se puede asumir; pero no se puede pasar, ni ante uno mismo ni ante otros, la vergüenza de pasar por cobarde o carente de interés en la verdad o en la realidad, sobre todo en temas tan importantes: descalificaciones como las que vimos protegen de las amenazas a la consistencia y a la consonancia cognitiva y emocional; generalmente también protegen y encubren pertenencias ideológicas propias del que rechaza los conocimientos, exorcizándolas por atribución de ellas a los otros-amenaza. La actitud del receptor frente a la amenaza de un mensaje emitido para sus consistencias, consonancias y pacífica interacción cotidiana se expresa en 3 momentos: a) rechazando la exposición al mensaje y a sus mensajeros; b) los expulsa, corrige o bloquea; c) los olvida o no los utiliza en contextos relevantes para ello. La percepción es selectiva y tiende a rechazar la inconsistencia, disonancia o conflictividad; la emisión puede con mucha mayor facilidad reforzar la estructura cognitiva y emocional, y la interacción pacífica, que el cambio de actitud. Muchas veces, inclusive, insistir con el intento de cambio lleva a un efecto bumerán en el resultado de la comunicación, ya que el receptor interpelado rechaza conceptos y personas que pueden poner en riesgo sus consistencias, sus consonancias, equilibrios e interacciones cotidianas. También la consistencia se busca a posteriori de una actitud ya tomada porque se precisa justificarla interna y externamente, si fue tomada sin mucho fundamento; ese será el momento de recurrir a una consistencia y coherencia nuevos, y las alternativas molestan para estas búsquedas de sustento interno y para con otros. Solo la ‘sociología de la conversión’, basada en puntilloso estudio de la de San Pablo, a la luz de mucha teoría moderna, puede darnos pautas de cómo acercarse al cambio, evitar el refuerzo y, sobre todo, el efecto bumerán mencionado.

11 Conclusión: del auge al descaecimiento de las democracias. 

Como se ve, estos procesos nos muestran que, más que nunca, es difícil evitar la homogeneización y la heteronomización crecientes de las creencias y actitudes, con lo cual la ficción utópica de la voluntad legítima, autónoma y soberana del demos, que se realiza en y por la democracia, se encuentra con probabilidades menguantes de realización; y más en compañía de tantas otras fuentes convergentes de descaecimiento o improbabilidad de implementación fiel. La oligopolización; la entropía carismático-populista; la conversión de la oligo-oferta en demo-demanda conseguida por la sociedad de consumo; la más completa cooptación de la autonomía de la demo-voluntad efectuada por la comunicación global, digital instantánea y por redes sociales; la mimesis por las mayorías y el magnetismo de las hegemonías; la repulsión por las disonancias e inconsistencias cognitivas y emocionales, son todos procesos que amplían la probabilidad de la heteronomización y homogeneización de las voluntades, con lo cual la probabilidad de la implementación de democracias con las exigencias de las democracias maduras conceptualizadas entre los siglos XVI y XIX se reduciría, en épocas de capitalismo incipiente a maduro; así como se dificultaría la realización de la democracia radical habermasiana en este capitalismo tardío. Recordemos, otra vez, que esta postulación de un descaecimiento de la idea y práctica de la democracia que hemos llamado ‘madura’, forjada entre los siglos XVI y XIX (supuesto como punto de partida por la reconstrucción radical de la democracia de Habermas), no lo sería, ni del tampoco del de la democracia de los neomaquiavelistas, creyentes en la ley de hierro de las oligarquías, ni tampoco del tipo-ideal realista, coyunturalmente situado, de Weber.

Otro gran tema, para cerrar el trabajo abriendo y no solo clausurando posibilidades, es el de la compatibilidad de la democracia. 


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