ENTREVISTA

Con motivo de la publicación de  Les Mots et les Torts, encuentro con Jacques Rancière. Ante la irrupción de la pandemia que volvió a barajar las cartas, el filósofo reacciona y analiza los momentos políticos que emergieron, las posibilidades de desobediencia ante los poderes dominantes y las representaciones artísticas del presente que lo conmovieron. 
Con una interrogación en la mente fuimos a encontrar a Jacques Rancière, en su casa en París. Durante toda su vida, este pensador de la emancipación obrera, profundamente apegado a la idea de igualdad, deconstruyó las figuras de autoridad y la suficiencia desdeñosa de los “sabedores”. ¿Cómo, desde esa base teórica, el filósofo capta una secuencia histórica en la que, bajo el efecto de un virus, la palabra de experto sofoca todas las otras y relega las vidas precarias al mutismo? ¿Cómo vive el autor de libros mayores como El maestro ignorante (1987), El odio a la democracia (2005), El espectador emancipado (2008) esta represión radical de la emancipación y del disenso –condición del debate democrático y de la acción política?
En Les mots et les Torts , diálogo con el joven filósofo español Javier Bassas que se publica estos días en francés [la edición española, El litigio de las palabras, precedió en 2020], el ex alumno de Louis Althusser explica cómo siempre buscó a través de la escritura “oponer un mundo de la igualdad sin fronteras a las identificaciones y las distinciones del pensamiento inigualitario”. Es quedarse corto decir que hoy el mundo de la igualdad tartamudea y que, en la guerra de las palabras, un puñado de clérigos y de políticos sacó ventaja.  
De las barricadas a los « gestos barrera », Rancière radiografía la época en busca de posibilidades de un nuevo momento político. 

Por Javier Bassas

Cuando la última y larga entrevista que tuvimos con usted en 2011, en plena Primavera árabe, movimiento de los Indignados y Occupy Wall Street, usted constataba un « comienzo de la política ». Diez años después, ¿en qué estamos? ¿Qué fue de esos comienzos?

Jacques Rancière —  Tengo por principio no hacer nunca grandes consideraciones históricas. Claro que el análisis clásico consistiría en decir que ese comienzo fracasó, porque todo era espontáneo, efímero y desorganizado. Sin duda esos movimientos se empantanaron. Pero esto no quita que se trataba de una secuencia propiamente política, en el sentido en que los comienzos que usted evoca abrían otras temporalidades. El tiempo de la emancipación rompe con el empleo del tiempo determinado por el poder del Estado. Es sin duda raro que las primaveras desemboquen en veranos –tenemos experiencia de esto. Hay entonces efectivamente un corte con respecto a ahora. Incluso antes de la pandemia, en 2016, ese otro comienzo político que fue la Nuit debout [movimiento de revuelta que ocupó durante meses la Place de la République en París] no fue capaz de resistir a una coyuntura electoral. También asistimos a esto en España y en Grecia: los movimientos políticos emancipatorios no pudieron quebrar las reglas del juego. Hay quienes sacan la conclusión de que hizo falta organización. Pero lo que piensan como organización siempre es homogéneo con la temporalidad del Estado. Entonces hay que elegir: ya sea no hay nada de política -lo que después de todo es una hipótesis-, ya sea hay política y se define por las aperturas operadas por ese tipo de momentos.

Según su definición de la emancipación como acceso a la visibilidad de personas que estaban hasta entonces en la sombra, ¿el momento de la crisis sanitaria no es exactamente el opuesto? ¿Un momento en el que la palabra experta aplasta las otras y rechaza a los invisibles hacia las tinieblas?

Sí, pero la epidemia no es la única responsable. Fue el acelerador de una organización policial del mundo que ya estaba en germen. El hecho de que todo suceda a distancia, el teletrabajo, la teleenseñanza: todo esto es homogéneo con la visión del mundo de las potencias dominantes. No creo que esto constituya un control absoluto de nuestras vidas por la informática. Se trata más bien de un mundo en el que las relaciones sociales ya no implican compartir un mismo espacio. Ahora bien, la política necesita encuentros entre personas que viven en espacios y en visibilidades separadas. La utopía dominante es menos la del control que el hecho de que cada uno esté en su lugar: el docente, el alumno, y así. Al mismo tiempo, los espacios de intervalo, como la calle, se encuentran controlados por la policía, que es una organización de lo visible tanto como una fuerza represiva. 

¿Comparte usted la acuciante inquietud del filósofo Giorgio Agamben sobre las ganancias que la industria de la seguridad y de la vigilancia puede obtener de esta crisis, en detrimento de nuestras libertades? 

Me parece que la coyuntura de la pandemia prueba en realidad lo opuesto de lo que quisiera demostrarse, a saber, esta omnipresencia de un poder seguritario controlando las almas y los cuerpos. Lo que produjo la pandemia no es tanto una sociedad de control como una sociedad de dispersión. Pienso que hay una gran paranoia ligada al propio concepto de biopolítica, que se añadió a la paranoia más antigua de la lógica marxista, que apunta siempre a un gran poder disimulado. Todo esto desembocó en esta coyuntura en la que la mayoría de los pensamientos que quieren ser de oposición comparten la gran obsesión de una potencia irresistible que se apodera de nuestras almas y de nuestros cuerpos. En la medida en la que las representaciones no son ideas en el aire sino maneras de organizar nuestro mundo percibido, suponer esta potencia es volverla operante.

¿Habría entonces que producir más representaciones utópicas en lugar de las distopías que saturan nuestras ficciones contemporáneas? 

Las utopías o porvenires extraordinarios no se pueden inventar a gusto, pero se pueden tener relatos que construyen un presente dividido, en el que la adhesión a la visión dominante de las cosas no es unánime, a pesar de los esfuerzos de los poderes. Hoy es interesante notar que la supuesta conjunción entre poder  y ciencia contaba con todos los medios para verificarse. Se ve, en cambio, que hay una separación: no es la ciencia médica la que funda la organización de lo sensible para nuestros gobernantes. 

No obstante, la palabra del cuerpo médico cuenta con el oído atento del ejecutivo ¿cuál es su análisis a este respecto? ¿Las claves del destino colectivo acaso no están, más que nunca, entre las manos de los amos sabedores? 

La lógica del consenso se apoya en un discurso de la necesidad. El poder médico se aloja hoy en ese modo de distribución de la palabra fabricado esencialmente por la palabra del experto económico. El poder médico habla menos como detentor de la ciencia que como administrador de hospitales, hospitales cuyos recursos fueron precisamente reducidos por los expertos económicos. El poder médico encarna una forma de radicalización de esta lógica consensual que él mismo no creó.

Esta coyuntura, que pone en juego cuestiones de vida y de muerte ¿no debilita la posibilidad de emergencia del disenso? Desde ese punto de vista, ¿el virus no precipitó una especie de « fin de la historia »?

Es evidente que las posibilidades de disenso hoy son extremadamente débiles. Vemos bien que las personas que querrían vincular una acción disensual al rechazo del confinamiento o de las vacunas caen en la paranoia complotista. Es verdad que el espacio se encuentra actualmente muy cerrado. 

¿Es debido a la represión extrema de una posibilidad de disenso que el antagonismo político solo se expresa en un registro irracional, bajo la forma del pensamiento complotista?

Los tipos de reacción a la situación varían mucho. Pero las personas que obedecen al poder no lo hacen porque lo consideren como legitimo, ni porque es sabio, sino porque no hay ninguna razón de arriesgar la muerte para contradecir la palabra oficial. Lo principal del consenso es pues un consenso sin consentimiento de fondo. Esto desemboca en el hecho de que el no-consenso se pasea en alguna parte entre Agamben y QAnon. 

El período se caracteriza por la llegada masiva de un nuevo léxico anxiógeno que llena nuestros días: “en guerra”, “confinamiento”, “toque de queda”, “gesto barrera”, “estado de urgencia”. Esta intimación al repliegue ensimismado ¿no puede tener efectos luego de la crisis?

Es muy difícil hacer previsiones sobre lo que será nuestra realidad luego de la crisis. Pero pienso que hemos adquirido costumbres de obediencia, más que de confinamiento, que serán difíciles de desarraigar, porque la muerte se nos presentó en donde no la esperábamos. Esta es la especificidad de la situación. El Occidente había olvidado un poco la guerra. Pero que la muerte como fenómeno natural vuelva y constriña las posibilidades de la palabra y del comportamiento de todos los días, es algo inédito para nosotros. Sin embargo, no es una situación nueva. Si la peste negra constituyó una ruptura en la historia de Occidente, las epidemias de cólera o la gripe española no produjeron figuras de pensamiento nuevas. Puede pensarse pues que la vida retomará su curso luego del Covid-19, salvo que antes había fuerzas de lucha, y hoy están un poco extenuadas. Los grandes discursos denunciadores que acompañaron entre nosotros la pandemia son una retórica que no prende en lo que sentimos.

Lo que reemplaza al discurso contestatario hoy, en un contexto de catástrofe sanitaria íntimamente ligada a la crisis climática, ¿no es un pensamiento del desastre? ¿La “colapsología” no sale reforzada de este período? 

Es un poco complicado. Mi impresión es que la colapsología y el catastrofismo tienen mayor peso en los sectores militantes de la población que en la población en general. No hay mucha gente que verdaderamente crea en la catástrofe, pero quienes creen son los militantes que, hace veinte años, luchaban contra el imperialismo y el capitalismo. Hay entonces una sustitución: el antropoceno tomó el lugar del capitalismo, eventualmente rebautizado “capitaloceno” para que el hilo no se pierda. Para mí, este pensamiento de la causa única, central, de la que todo depende, siempre paralizó al pensamiento de izquierda. Hoy, esto se desplazó para el lado de la crisis climática, con resurgimientos de figuras del pasado, como el “leninismo ecológico” de Andreas Malm [geógrafo sueco, autor de “Cómo sabotear una pipeline” y de “El murciélago y El capital”, La Fabrique edit. 2020]. El problema del catastrofismo es que atañe a una parte importante de la población que tiene ganas de hacer algo, que tiene ganas de crear disenso. Ahora bien si el planeta remplaza el capital como gran causa, temo que aún sea más paralizante. 

¿Las redes sociales crearon una circulación de la palabra que está del lado de la igualdad, en su opinión? 

No creo que eso haya liberado una palabra igualitaria. Proporcionó una masa de informaciones enorme; creó un universo científico accesible a todos. Ahora hay una vuelta a la toma de control. Y el tipo de palabra que eso creó es más bien un mixto de resentimiento y de paranoia: por una parte, se dice “todo lo que se tiene en las tripas”, todo lo que uno está contento de odiar. Por otra parte, son las palabras de quien malicia: “a mí no me agarran, voy a fijarme qué hay abajo escondido”. Esta combinación es un poco la receta trumpista. 

¿Qué piensa usted de la decisión, por cierto tardía, de Twitter y Facebook, de interrumpir la logorrea de Trump. ¿Ve usted en esto una protección de la democracia o un acto de censura?

No comparto la indignación de los Mélenchon [Jean-Luc Mélenchon, diputado de Francia Insumisa, izquierda de la izquierda] y compañía que dan voces contra la censura porque le impide hablar a Trump. Facebook y Twitter son dos compañías privadas con sus reglas de funcionamiento. Si consideran que Donald Trump falta a esas reglas, como cualquier usuario que profiera palabras soeces contra las actrices o palabras racistas contra los futbolistas, no tengo nada para decir en contra. Quienes se indignan aquí son personas que intentan jugar sobre dos tableros: ser personas públicas, pero que pasan por esos medios de seducción que podríamos llamar privatizados. 

En su intervención en un número que hace un año dedicamos a la movilización contra la reforma de las jubilaciones, usted decía que vivíamos “una ofensiva del capitalismo absolutizado”. ¿Piensa usted que no obstante el capitalismo sea superable ? 

Por ahora, honestamente, no veo perspectivas de superación. Pero nuevamente no predigo el futuro. En En quel temps vivons-nous ? [conversación con Eric Hazan, La Fabrique, 2017], yo decía que no nos encontramos frente al capital, sino dentro. Todo lo que puede hacerse es cavar hoyos, intentar crear y ensanchar espacios de no consentimiento. Está en juego el lograr mantener disenso, mantener la separación. ¿Qué puede producir la separacion en el futuro ? No lo sé. Pero inclusive las figuras de la separación son una manera de vivir de otro modo en el mundo que se pone en tela de juicio. Intenté explicar esto en mis investigaciones históricas: la emancipación obrera era una manera de vivir en el mundo capitalista tanto como de preparar el porvenir socialista. 

El momento que vivimos también tiene de único que de manera prolongada priva a los ciudadanos del acceso a ciertas formas de arte. Los museos, los teatros, los cines nunca estuvieron cerrados durante tanto tiempo. ¿Piensa usted que esta privación producirá una atrofia de la experiencia? 

No atribuyo ningún papel mesiánico al arte. Para nada creo en los grandes relatos sobre el arte erigido contra el poder, o el arte erigido contra el capital. Lo que recubre la palabra “arte”, sobre todo ahora, es una multitud de sensaciones experimentadas, de formas de traducciones, de interpretaciones, de transposiciones de las situaciones. En esto, el arte constituye un enriquecimiento. Permite vivir montajes de sensaciones, montajes de pensamientos que nos liberan del consenso, al multiplicar nuestra experiencia del mundo. Y, por eso, efectivamente, vivimos colectivamente una restricción de mundo que es extremadamente fuerte. 

El hecho de que la experiencia colectiva del arte a través de las salas (de cine, de teatro, de conciertos) se borre en beneficio de experiencias individuales, como el streaming, ¿le parece algo profundamente dañino?

No pienso que haya una necesidad histórica de esa pérdida. Ni que sea irreversible o irreparable. Al mismo tiempo, pienso que no hay que ser hiperbólico cuando se habla del teatro o del cine como grandes lugares colectivos vivos. No suceden tantas cosas ligadas a la puesta en presencia de personas en el mismo espacio. La mayoría de las veces, las personas miran la obra en silencio, les gusta o se aburren. El carácter colectivo de la experiencia no es tan determinante. Inclusive me sorprendí, hace unos quince años, cuando asistí a un espectáculo de danza contemporánea que una parte del público abucheó. De golpe, vuelve algo que se había olvidado: que el teatro es un lugar colectivo, que puede también traer conflicto. Aunque es bastante excepcional. Está claro, por otra parte, que no se tiene la misma experiencia sensible de una película que se ve en una pantalla de televisión o de computadora. 

¿El cine sigue siendo para usted un objeto de pensamiento y una sostenida práctica de espectador? 

Por la fuerza de las cosas, fui llevado cada vez más a ver películas en pequeñas pantallas. Pero inclusive si ya no voy tan a menudo a las salas, el cine sigue siendo para mí una fuente de experiencia y de reflexión fuerte. 

¿Vio usted las tres últimas películas de Jean-Luc Godard, Film socialisme (2010),  L’Adieu au langage (2014) y Le Livre d’image (2018)?

Sí, las vi. Son películas que me importan y, al mismo tiempo, tengo la impresión de que Godard se instaló en cierto confort. Puso a punto cierto modo de circulación de imágenes del horror del mundo, de la guerra, del tiempo y de las palabras que ahí se confrontan, se entrechocan. Hace un poco las de Goya, que también procedía por montaje de imágenes y de palabras. Es muy seductor. Uno puede ser un poco captado por ese espectáculo durante una hora y media. Y al mismo tiempo no estoy seguro de que eso contribuya verdaderamente a nutrir una sensibilidad más fuerte al presente. Está demasiado bien aceitado. Pero en Le Livre d’image, tal vez haya algo nuevo en la manera en la que él pone en el centro de nuestra sensibilidad ese Medio Oriente a menudo reducido al territorio del fanatismo y de la violencia. En ese momento su máquina deja de girar sobre sí misma. 

¿Cuáles son las obras entonces, en el cine o en otros lados, que para usted pudieron estos últimos años hacer que se moviera algo de la percepción del presente?

 Estos últimos años, pude tener ese sentimiento ante películas de algunos jóvenes cineastas chinos. Por ejemplo, An Elephant Sitting Still, la única película de ese cineasta que se suicidó a los 29 años, Hu Bo. O también Kaili Blues, el primer largometraje de Bi Gan, ou Séjour dans les monts Fuchun de Gu Xiaogang. Tengo la impresión de que esas películas dicen algo, en una forma sensible, sobre el tiempo, la memoria o la amnesia en la China de hoy. De la misma manera, cuando veo las películas de Kelly Reichardt (La Dernière Piste, Certaines Femmes) o de Debra Granik (Winter’s Bone, Leave No Trace), tengo la impresión de comprender algo sobre Estados Unidos, sobre la relación siempre en movimiento entre civilización y salvajería. Es un cine que inventa acercamientos entre espacios, tiempos que no suelen encontrarse. Se tiene realmente la impresión de que algo inédito se dice sobre el presente. En una época, yo tenía la impresión de que el cine de Philippe Garrel decía algo único sobre el sentimiento. Ahora, tengo la sensación de que todo el tiempo hace un poco la misma película.

Lo que entonces anuda su lazo con el cine es la preocupación por el presente. ¿Igual mira usted de nuevo películas que le gustaron, inclusive si ya no están conectadas con el presente? 

¡Ah sí! Paso un tiempo considerable mirando nuevamente películas viejas y recorriendo la historia del cine. Me da mucho placer volver a mirar screwball comedies, westerns… La cuestión de la relación con el presente me interesa para las películas de hoy. Muchos creen que están hablando de su tiempo cuando cosen estereotipos del presente a recetas narrativas que marchan más o menos bien en todas las épocas. Y entonces poco importa que describan cosas que suceden hoy. Cuando un cineasta intenta encontrar modos un poco singulares de hacer oír algo del presente, en general  eso me conmueve. 

¿Cuál es su mirada sobre cierta creatividad de las formas del militantismo hoy? ¿Los graffitis post-situationistas en las paredes, los eslóganes llenos de juegos de palabras dan cuenta de una intervención poética en la manera de hacer política?

La política se volvió sin duda más cercana que antes a las formas artísticas. Hablo de esto en  Les Mots et les Torts.

Hay toda una serie de juegos de lenguaje en el corazón de la palabra política que remplazó las grandes consignas escritas en las banderolas o proferidas por los altoparlantes de antaño. El activismo político pegó un giro que lo acerca a ciertas formas de intervención artística. En consecuencia, cada uno va con su propia pancarta, con su propio eslogan. Esto es verdaderamente muy visible desde hace una decena de años. Forma parte de la sensibilidad del tiempo. Se vuelve a experimentar el mundo por fuera de las grandes síntesis, a partir de retazos que se comparten con el arte. Podríamos decir que hoy se hace política como Godard hacía cine hace cincuenta años. 


(*) Publicada por Les Inrockuptibles (15/II/2021). Traducción de Alma Bolón

(**) Les Mots et les Torts. Dialogue avec Javier Bassas (La Fabrique, febrero de 2021), 120 p., 10 €.