ENSAYO

Los estadounidenses usan el grosero neologismo shitstorm (“tormenta de mierda”) para referirse a cuando alguien sufre un aluvión de críticas, acusaciones y agresiones verbales. Un modismo que lleva décadas en el ruedo, pero que adquirió una inusitada popularidad con la emergencia de las redes sociales y su tendencia cada vez más creciente al linchamiento virtual, donde estas tormentas fecales son tan frecuentes como los chaparrones en el trópico. Lo que le está ocurriendo desde hace unas semanas -aunque el proceso, más que una tormenta parece un tsunami- a la comediante y presentadora Ellen DeGeneres podría ser el ejemplo perfecto de una shitstorm, pero eso indicaría alguna clase de infortunio casual o causalidad directa, y en cambio se trata de un fenómeno en cierta forma tan nuevo en su extremismo absurdo que si ejemplifica algo habrá que inventar una palabra para definirlo.

Por Gonzalo Curbelo Dematteis

Tal vez no haya nación en el mundo que haya sentido -y vaya a sentir- tan fuerte los embates de la pandemia del Covid19 como Estados Unidos, y no deja de ser asombroso como entre las batallas de Trump, la hidroxicloriquina, Tik-Tok, Black Lives Matter y la vice de Biden, haya encontrado aire para dejar crecer un escándalo que parece haber convertido a DeGeneres -una de las celebridades más famosas y queridas por el estadounidense liberal (en el sentido yanqui de la palabra, es decir, progresista y generalmente inclinado a la izquierda)- en una de las personas más odiadas y la villana cultural de este tiempo de crisis. Y ¿cómo pasa un símbolo en vida de una nueva nación diversa y tolerante a convertirse en el objetivo actual de la más virulenta forma de lo que llamamos cultura de la cancelación? Ese es el gran misterio, porque a diferencia de figuras superpopulares como Michael Jackson o Bill Cosby, que se descubrieron como presuntos (en el caso de Cosby, demostrado en los juzgados) abusadores sexuales, derrumbando su imagen pública con un aspecto insospechado de su vida privada, en el caso de DeGeneres, su culpa parece ser algo tan borroso, impreciso y global que lleva la mencionada Cancel Culture del plano orwelliano en el que se la suele ubicar a lo directamente kafkiano. O, siendo más fiel al espíritu profundamente religioso de la misma, a los castigos arbitrarios y los reclamos desproporcionados del dios del Antiguo Testamento.

Pero hagamos un poco de historia y chusmerío recientes, para ver por qué Ellen DeGeneres pasó de ser la más popular conductora de un talk show (después de la imbatible Oprah Winfrey, claro) de los últimos treinta años y la novia lesbiana de America, la embajadora de la amabilidad y la empatía, a ser un símbolo de cultura tóxica, el privilegio opresivo y todo lo que tiene que caer desde alguna parte hacia otra, aunque no se tenga siquiera en claro el por qué.

Ascenso de Miss Simpatía

Ellen DeGeneres, de 62 años, comenzó su carrera a principios de los ochentas, destacándose en el entonces predominantemente masculino y machista ambiente de la comedia stand-up con un estilo de humor limpio y basado en observaciones, similar en muchos aspectos al de su colega Jerry Seinfeld y bastante menos efectivo que el de aquel, aunque no por eso menos popular. De los clubs de stand-up pasó a los roles menores en televisión, demostrando una personalidad magnética y agradable que la llevó rápidamente a protagonizar una sitcom que -en lo que sería una constante futura- llevaba su nombre en el título: Ellen. La serie, que duró cuatro temporadas, tenía -al igual que sus shows- muchos parentezcos con el estilo de humor de Jerry Seinfeld y sus vicisitudes cotidianas, pero llevadas ahora a un grupo de amigas, y obtuvo un moderado éxito sin destacar particularmente hasta que en 1997 el personaje de DeGeneres admitiría en uno de los episodios el que era gay, algo que hasta entonces sólo había sido sugerido en la trama.

Aunque sus preferencias sexuales personales no eran un secreto y en algunos aspectos DeGeneres optaba por seguir algunos estereotipos estétiticos del look de las lesbianas en los 90, su salida del closet -primero a través de Ellen el personaje, y luego Ellen la persona privada- fue un mojón en la historia de la visibilización homosexual. Si bien DeGeneres no era ni remotamente la primer figura hollywoodense en ser reconocida como lesbiana, fue ciertamente pionera en el hacerse cargo de su identidad sexual orgullosamente -y en la tapa del Times en 1997-, lo que la convirtió en un ícono instantáneo del moviminto LGTB.

Por supuesto que esta admisión pública no la predispuso bien con los grupos reaccionarios y/o religiosos, que se dedicaron a hacer todas las más obvias variables del parecido de su apellido con “degenerate”, y poco después Ellen bajó del aire (aunque más debido a sus pobres ratings y a la falta de humor de su última temporada que a cualquier reacción escandalosa). Los seguidores de DeGeneres romantizarían este período como uno de ostracismo y persecución, pero lo cierto es que luego de volver con éxito a la stand-up comedy durante un par de años, volvió a la televisión  -y nada menos que a la CBS- con otra sitcom centrada en su figura (que evidentemente no era tan polémica o susceptible al rechazo) llamado The Ellen Show, que fue un fracaso total y no duró más de trece episodios. A pesar de esto, DeGeneres fue llamada casi de inmediato en el 2003, desmintiendo las múltiples versiones que la presentan como una víctima de la cancelación de derecha, para hacer de anfitriona de un talk show matinal distribuído por la Warner Brothers, y que una vez más llevaba su nombre como bandera promocional: The Ellen DeGeneres Show. Y esta vez el formato y el personaje calzaron a la perfección; DeGeneres resultó ser la conductora ideal para apuntar a un público más femenino, doméstico y amable que el de los Late Shows nocturnos, tradicionalmente más masculinos y politizados, pero sin caer en los excesos populistas y teatrales de Oprah Winfrey. DeGeneres definió un show centrado en su figura, que recibía a otras celebridades haciendo unos distintivos bailes no-profesionales (consiguiendo que se sumara a uno de ellos el entonces recién electo presidente Barack Obama) y entrevistando celebridades en un ambiente de camaradería y confianza no tan distinto al que genera en la vecina orilla Susana Giménez. Una fórmula sencilla pero tremendamente exitosa, que la llevó durante 17 años a niveles de popularidad similares a los de la ya mencionada Oprah Winfrey, y elevó su patrimonio personal -según la revista Forbes– a unos 330 millones de dólares. DeGeneres se casó en el 2008 con su novia, la actriz y comediante Portia de Rossi y con 76 millones de seguidores en Twitter, abanderada de varias causas humanitarias y una de las personas más conocidas de los Estados Unidos, era para muchos la personificación misma de una modernidad diversa y liberal en la que la identidad sexual ya no era ningún tipo de obstáculo para llegar a la cima del show business y ser aceptado en el seno de las familias americanas de clase media. Pero esta aceptación e integración, incluso por los renuentes sectores reaccionarios que se acostumbraron -sin mayores simpatías ni mayores protestas- a su presencia como conductora de los Oscars o interlocutora directa de la clase política y la aristocracia, no parece haber sido suficiente para una nueva generación de activistas y críticos de red que no sólo ya no la consideran importante en su rol identitario, sino directamente tóxica. O algo así.

Caída de la gracia

Aparentemente la cosa comenzó con un run run acerca de que la presentadora, que tiene como latiguillo la frase be kind (sean amables) y que hizo de su capacidad de relacionarse y conectar con todo el mundo su principal virtud, no sería ni remotamente una persona tan cálida, accesible y simpática en su vida personal, o al menos con las personas no famosas y especialmente sus subordinados en The Ellen DeGeneres Show. Durante los últimos años se sumaron algunas voces -como la de la polémica comediante Kathy Griffin o el actor Brad Garrett- que sugirieron, o manifestaron directamente, que la DeGeneres eufórica y afectuosa que se veía frente a cámara, poco tenía que ver con la que, una vez que dejaban de filmar, parecía ser una persona distante, altiva, fría y con exigencias de diva.
La contradicción entre discurso y personalidad no es nada nuevo en los notables; el humanista y confiado en la bondad natural Rousseau era un egoísta al borde de la sociopatía, la simpática y hogareña ícono de la clase media Lucille Ball era aristocrática, clasista y despreciativa en su trato personal, el espiritual Beatle que cantaba sobre imaginar un mundo sin posesiones nunca dejó de acumularlas en vida, el hombre más gracioso que pasó por la televisión uruguaya, Ricardo Espalter, era famoso por la amargura de su personalidad detrás de cámara. Esto debería ser comprensible para cualquier adulto que tenga alguna noción de los aspectos contradictorios que componen una personalidad, la dificultad de mantenerse totalmente coherente entre el deber ser y lo que se hace o se puede, y -especialmente en estos tiempos- la tarea sobrehumana o inhumana de presentar siempre nuestra mejor cara frente a un escrutinio permanente, como es en el caso de los muy famosos. Distinto es, por supuesto, el caso de los estafadores y criminales de conductas públicas no sólo incompatibles con su vida privada, sino que además utilizadas como pantalla para ocultar sus auténticos intereses, como el predicador ultramoralista Jimmy Swaggart, secretamente aficionado a las prostitutas. Pero el caso de Ellen DeGeneres parece quedar en algún lugar intermedio, ciertamente no ilegal, del que sólo podemos decir “parece” porque ni siquiera se sabe exactamente qué es lo que hizo. O lo que es, o -para ser exacto- lo que se siente que es.
En todo caso planteado este rumor sobre la secreta antipatía y soberbia de DeGeneres, una combinación de gestos poco afortunados y revelaciones magnificadas por los corrosivos medios de espectáculos generó una perfecta tormenta de mierda que ha hecho que en menos de cuatro meses, la conductora pasara de ser una de las personas más populares de la televisión estadounidense a que se especulara ya no si renunciará a su puesto, sino simplemente cuándo.

El primer paso en falso de la estrella fue dejarse ver en octubre del año pasado viendo un partido de fútbol americano en compañía del ex presidente estadounidense George W Bush, de quién admitió ser amiga. La buena relación de DeGeneres con un espectro muy amplio de la clase dirigente de su país -apoyada en su filosofía de “ser amable con todo el mundo”- fue algo constante durante las ya casi dos décadas de su programa, pero en la creciente grieta de la sociedad estadounidense, profundizada cada día de la presidencia de Trump, el confraternizar con el ex mandatario (que estrictamente es reponsable directo de muchos más crímenes mundiales que el actual ocupante de la Casa Blanca, pero al que el odio a Trump ha reahabilitado ligeramente en comparación) cayó bastante mal entre su público progresista o proclive al Partido Demócrata en lo que se considera un tiempo de resistencia. DeGeneres no se disculpó y reafirmó su derecho de mantener relaciones amistosas con cualquiera más allá de su ideología, pero fue bastante vapuleada en redes al respecto. Entonces, apenas unos meses después, llegó la pandemia y el mundo volvió a cambiar, y la embajadora de la empatía volvió a demostrar la brutal falta de oído del progresismo hollywoodense en relación con la gente fuera de su nube de gases rosados, a causa de un chiste que realizó en twitter comparando su cuarentena en una de sus lujosas mansiones californianas con el estar en prisión. Nadie se rió, y la cosa empeoró cuando comenzó a transmitir su show desde dicha mansión y se supo que para hacerlo se había contratado a una compañía independiente, justo cuando los empleados del equipo de producción de The Ellen DeGeneres Show habían elevado una queja pública al canal a causa del limbo monetario y legal en el que habían quedado desde la imposición de la cuarentena.

El problema con los empleados se solucionó más adelante, pero las maledicencias que despertó, sumado a lo gruesas que habían caído sus quejas por su privilegiado encierro, transformó a Ellen DeGeneres en el objetivo de páginas de espectáculos y otros medios carroñeros, que decidieron escudriñar el entorno y la historia de la comediante, en busca de explotar la ola de antipatía que había generado quién, justamente, había hecho de la bonhomía y la tolerancia universal sus marcas de imagen. Y quién busca, encuentra, por lo que hace más de un mes que redes y medios oficiales se han plagado de notas sobre las monstruosidades y faltas de DeGeneres, y cómo interpretarlos o castigarlos. Pero lo curioso es que en realidad no hay nada; ninguna denuncia concreta ni carta delatora, así como tampoco hay un reclamo directo de remoción o renuncia, y sin embargo ambas cosas existen y son reales, lo que genera todo un problema o fase muy novedosa en la ola hambrienta de la cancelación, que ya no parece buscar la caída del adversario o el ofensor, sino simplemente la caída de por sí.

Crímenes, pecados y vacíos.
 
La palabra sigue de moda, se está usando y es “tóxico”; un “entorno tóxico”. Es la expresión que acompaña en forma automática a las notas sobre The Ellen Degeneres Show, en forma tan inseparable como “protestas en su mayoría pacíficas” acompaña a las manifestaciones de Black Live Matters o “segunda oleada” a las que tratan de la situación actual del coronavirus. Pero el concepto de “tóxico”, popularizado por libros de autoayuda, psicólogos mediáticos y gente afecta a los términos de moda, ya de difícil definición cuando se aplica a cualquierrelación interpersonal y casi imposible de fijar cuando se trata de -como es el caso de un show con la producción y estabilidad en el aire como el de DeGeneres- una empresa mediana con cientos de empleados directos o indirectos. La recolección de testimonios infamantes acerca de DeGeneres y su tóxico show -por el que han desfilado en estos 17 años literalmente miles de invitados y empleados asombran por su vaguedad y su irrelevancia. La queja principal parece ser la ya mencionada falta de contacto o reconocimiento que tiene DeGeneres con sus subordinados y su frío divismo personal, características al parecer incomprensibles en alguien que tiene que lidiar con la atención y el juicio diario de literalmente decenas de millones de personas. Pero tal vez conscientes que la antipatía o la soberbia no son los argumentos más firmes para defenestrar a alguien tan popular, también han sobrevolado (y se han instalado) sobre las acusaciones las palabras mágicas del linchamiento social: racismo, acoso sexual y bullying (“homofobia” por una vez ha quedado fuera de la ecuación por motivos obvios). Pero en un examen cercano de los hechos que fomentan estas acusaciones -que increíblemente tienen como fuente general, y retomada por medios “serios”, a la inefable página de chimentos y entretenimientos Buzzfeed, encarnación misma e ilegible de la decadencia periodística mundial- se descubre que las acusaciones de racismo provienen de una mención de alguien (no DeGeneres) acerca de su dificultad para diferenciar a dos chicas afroamericanas de idéntico peinado, que el acoso sexual serían algunos avances sexuales puntuales -y ninguno de ellos violento o extorsivo- del productor Kevin Leman hacia parte del staff masculino, y que el bullying sería el mal carácter de otro de los productores Ed Glavin, así como la hiperexigencia de DeGeneres en relación a los guionistas de sus chistes. Pero no hay ninguna pistola humeante, no hay un denunciante individualizado que pueda definir acusaciones concretas, y cuando las hay son de un involuntario tono infantil, con protestas acerca de esperar encontrar un entorno laboral festivo y “propio de Disney” (la comparación no es mía, sino de un antiguo empleado del show) o de la falta de reconocimiento individual de la persona que le da nombre al show. Este infantilismo desbordó por completo a los propios denunciantes (o no-denunciantes) e impregnó todas las páginas que han tratado el “escándalo”, incluso medios del prestigio de The Atlantic o The New York Times, donde se citan como acusaciones o datos reveladores acerca del carácter bifronte de DeGeneres una reciente entrevista a la actriz Dakota Johnson en la que la conductora le recriminó jocosamente el no haberla invitado a su cumpleaños, y Johnson la desmintió afirmando que sí lo había hecho y no había asistido. O desenterrando una anécdota según la cual una DeGeneres veinteañera y desconocida (es decir, hace más de cuatro décadas) habría tratado de “gordo estúpido” a un niño de diez años. Es decir; existe un consenso de que -qué cosa increíble- DeGeneres no sería una persona perfecta e ideal, o siquiera muy agradable en el trato personal, y posiblemente (como muchas de las estrellas masivas) de mal trato con los desconocidos, pero cuando se ve el pedido de disculpas (en el que delega responsabilidades en sus subalternos) que realizó en forma pública y se especula con que sería inminente su renuncia al programa, y acto seguido se confronta esta caída de una figura y un programa que valen literalmente cientos de millones de dólares, hay algo que va mucho más allá de la desproporción. Va más allá del sentido mínimo de lo lógico y de la medida de lo humano.

Turbacracia

¿Por qué dedicarle tanto espacio en eXtramuros a lo que podría considerarse un simple puterío de la distante farándula estadounidense y algo propio de las páginas de chimentos? En un primer lugar porque nada de lo que sucede en Estados Unidos, desgraciadamente en relación a su momento aún el epicentro cultural del mundo, nos es ajeno mucho tiempo, y en segundo lugar por las características, como decíamos al principio, ya totalmente kafkianas de lo que más que una simple cultura censora y susceptible “de la cancelación” es una cultura de la acusación y la culpa que -como decía el lúcido y valiente Nick Cave en un escrito reciente- “encarna todos los peores aspectos que la religión tiene para ofrecer (y nada de su belleza)”. Un proyecto enceguecido por el miedo y el odio, de características fanáticas y totalitarias al que no le importa torpedear una fuente de trabajo de cientos de personas a partir de rumores, minucias o cosas que no son de su remota incumbencia, y que cuenta con cientos de amplificadores mediáticos para los que items como la ética, la confirmación, la privacidad o la relevancia de las informaciones son consideraciones obsoletas previas a la cultura del click. Y sobre todo un espíritu caníbal que cada vez se pone objetivos de destrucción más altos en base a excusas cada vez más débiles. Y con el único objetivo de una abolición de la fricción y la diferencia que se parece simultáneamente al solipsismo y a la nada.

Una observación que se hace habitualmente desde antes de la irrupción en la vida cotidiana de esta cancel culture antes reservada a los privilegiados círculos universitarios anglosajones, era la de qué iban a hacer los hijos del ámbito sobreprotegido de los “espacios seguros” (safe spaces) que los acunaban en sus hogares y centros educativos -protegiéndoles de roces, confrontaciones o elementos que pudieran herir su exacerbada sensibilidad subjetiva-, una vez que tuvieran que abandonar esos capullos protectivos e ingresar al arduo y competitivo mundo del mercado laboral, donde las jerarquías son reales y es imposible encapsular y apartar a todo lo que no nos arropa emocionalmente, es decir, al mundo adulto, al mundo del Otro. Uno de los anónimos denunciantes ex trabajadores que presentaron sus quejas en la excrementicia Buzzfeed, dejó en claro su frustración insalvable -salvo mediante la destrucción irreflexiva y desleal- ante lo real: “somos gente joven que estábamos formando nuestras carreras y fuimos desafortunadamente sujetos a un entorno laboral tóxico en nuestro primer año fuera del colegio”. Posiblemente el declarante ni siquiera tiene la menor consciencia de que lo increíblemente egocéntrica de su afirmación, que presupone el merecerse el trabajo ideal desde el primer intento, ni que el infortunio no fue tanto suyo, sino más bien de sus empleadores al toparse con él. Es decir que el caso de DeGeneres y su absurdo autodestructivo -junto con otras innumerables muestras de explosivo capricho individualista en medio de una crisis social general-, parece estar dando una respuesta de como esta generación hipersensible educada para operar en ámbitos creativos, reacciona en contacto con ese mundo real. Y la respuesta parece ser el reclamar que toda la sociedad se convierta en una cuna que los arrope y los haga sentir con el mismo derecho de atención y capricho que la mujer que le dio nombre al show que lo empleaba.

Pero además este caso también es representativo del extremismo endogámico y antropófago de los colectivos identitarios y de la brutalidad intrínseca de las comparaciones interseccionales y sus subdivisiones fraticidas. Porque una de las ausencias de opinión más notorias en este escándalo que implica la desgracia de la que tal vez sea la lesbiana más famosa del mundo occidental y la que tuvo un rol más preponderante en la visibilidad mediática de la homosexualidad, ha sido la de los colectivos LGBT, ante la posible cancelación de uno de sus íconos históricos. Es decir; no hay un medio relativamente progresista que no haya puesto a una de sus columnistas asumidamente homosexuales a escribir una columna sobre el tema, pero esto parece deberse más a la compartimentación que lleva a que en los medios sólo se pueda escribir sobre pares de identidad racial o sexual, que al deseo de aportar una óptica gay o queer sobre el tema. Y el motivo de este silencio parece estar en lo que tal vez sea el auténtico motivo original de toda esta defenestración, y es la condición de “traidora” de DeGeneres.

La revista Slate reunió a tres periodistas lesbianas de su staff a debatir sobre el caso y de inmediato las dos más jóvenes se colocaron en una posición de rechazo hacia DeGeneres, mientras que la más veterana asumía su defensa, explicando lo importante que había sido en su vida y su salida del closet. Pero las otras, que reconocían no identificarse por motivos de edad y sensibilidad con el humor de la conductora, le argumentaban que no podían superar un incidente que, como todo en las arguementaciones de jóvenes, las había herido: la defensa de DeGeneres del comediante Kevin Hart.
Porque extrañamente el principal punto de fricción entre DeGeneres y el progresismo cultural fue a partir de uno de sus gestos más solidarios y desinteresados. En el 2018, al hilarante comediante Kevin Hart, uno de los cómicos más populares del mundo entero, le habían propuesto el conducir la ceremonia de entrega de los premios Oscar del año siguiente, lo que lo convertiría en el tercer afrodescendiente en asumir ese trabajo individualmente (luego de Whoopi Goldberg y Chris Rock) y algo que se esperaba teniendo en cuenta su popularidad. Pero militantes LGBT desenterraron un par de chistes viejos en Twitter de Hart en los que el comediante -de un humor generalmente afable e inofensivo que se basa en sus experiencias familiares- se reía de su miedo a que su hijo fuera homosexual. “Homofóbico” decretó la turba y la lluvia de protestas recibidas por la Academia de Hollywood llevaron a que el comediante renunciara a la conducción de los Oscar, luego de que los activistas consideraran que las disculpas ofrecidas por Hart no habían sido suficientes. En este abuso interseccional en el que la aristocracia gay de Hollywood decretó que el afrodescendiente, bizco, diminuto (1,63 cm) e hijo de un presidiario drogadicto Kevin Hart no era digno de conducir su ceremonia, una de las pocas figuras que se puso de su lado en el asustadizo mundo del nuevo mccarthismo hollywoodense, fue justamente Ellen DeGeneres, quién a pesar de ser gay y supuestamente tener que estar indignada con el cómico lo llevó a su show y le pidió que reconsiderara su renuncia. Le dijo que como persona gay entendía que Hart podía haberse equivocado y que creía que él así lo había entendido, y le pidió -en lo que algunos creyeron una atribución excesiva- que conduciera la ceremonia (algo que DeGeneres ya había hecho en dos ocasiones) y agregó “no dejes que esa gente gane”. Y posiblemente ahí selló su destino.

Porque esa gente viene ganando y ni siquiera alguien de la popularidad de DeGeneres está a salvo. Está claro que la conductora no es precisamente alguien que se vaya a convertir en una paria o a quedar en la calle, así como que es muy creíble que la atmósfera de su show fuera bastante insalubre o por lo menos poco disfrutable para sus jóvenes empleados. Pero que se la esté evaluando como si fuera un delincuente como Harvey Weinstein o más bien como aquel desdichado personaje de Kafka al que se torturaba escribiéndole en el cuerpo con agujas una condena que nunca llegaba a leer, es síndrome de una sociedad enloquecida y de movimientos de odio que perdieron cualquier capacidad de autocontrol.

Y también de la decadencia humana de un ámbito cultural -el del cine- que tras proponerse como sueño y modelo moral de la sociedad entera, está superando en cobardía a la vergonzosa generación de las listas negras y su colaboración con ellas. Porque otra cosa que rompe los ojos es que si las acusaciones y recriminaciones contra DeGeneres por parte de colegas han sido mínimas y confusas (y de parte de figuras de cuarta o quinta línea posiblemente hambrientas de atención), los gestos de solidaridad entre un ámbito que usó desvergonzadamente el programa de la conductora para promocionar sus productos y sus imágenes, han sido escasísimos y dubitativos, muchas veces amparándose en el “ella es muy buena gente… al menos conmigo”, pero optando en general por un lamentable silencio. Una excepción notable fue la de Kevin Hart, quién de inmediato salió a devolverle el gesto a su colega, fue duramente criticado por hacerlo, y lo hizo una vez más, escribiendo en forma incondicional y con su particular vocabulario lo siguiente en Instagram: “La internet se ha vuelto un mundo loco de negatividad… nos estamos enamorando de la caída de las personas. Es honestamente triste… ¿Cuándo llegamos hasta aquí? Yo me pongo del lado de los que conozco y amo. Mirando hacia un futuro en el que volvamos a amarnos los unos a los otros. Este odio de mierda tiene que parar. Ojalá pase de moda pronto”. 

Hart, siempre un optimista, cree que se trata de una moda. Otros, tal vez más realistas como el ya mencionado Nick Cave, ya habla de ella como una “mala religión desbocada” y que ha perdido incluso la capacidad de la redención. Lo que queda claro es que no hay señales de que vayan a parar, o al menos ante algo tan menor como la razón o la duda.