“manosear”: “Tentar o tocar repetidamente algo, a veces ajándolo o desluciéndolo”; “Tocar repetidamente a alguien con las manos, generalmente con intención erótica”; “Coloq. Arg. y Ur: Ignorar o menospreciar la dignidad de alguien” (Diccionario de la lengua española).
ENSAYO
Por Santiago Cardozo
- “¡No toques eso!”
“Prohibido tocar”, reza un cartel en un museo cualquiera; “no toques eso”, le dice una madre a su hijo (una variante de la conminación o la amenaza: “no agarres las cosas del suelo”). Manosear a alguien seguramente sea, al menos en primera instancia, un acto invasivo, violento, acosador, eventualmente condenable desde el punto de vista jurídico; otras veces, manosear es lo que la persona desea: “tocame todo” (también está el toqueteo juguetón, que puede terminar en sexo). Asimismo, con un sentido traslaticio, se puede manosear un problema en el que alguien está envuelto o metido (dos formas opuestas de decir “lo mismo”, como Les Luthiers decían de “hundirse” y “remontarse”), dejándolo expuesto a los demás o llevando y trayendo aspectos de la vida que deberían mantenerse en reserva: “pobre tipo, ¡cómo lo manosean!” (fenómeno que, hoy día, se ve exacerbado por y en las redes sociales). De la misma manera, tomamos un objeto degastado por el uso y decimos “esto está manoseado” (o “esto está todito manoseado”), como signo de un uso desmedido, desprolijo, que, llegado el caso, ha pasado por muchas manos, objeto que puede provocar cierto rechazo (ver la primera acepción de “manosear”). Otra posibilidad: pedimos una pizza y nos imaginamos que el pizzero tocó con sus manos enchumbadas en transpiración o pasadas por los genitales la masa que vamos a comer; nos aprestamos a comprar fiambre, queso o lo que sea que tenga que ser tocado y miramos las manos del vendedor: que estén, al menos, limpias, deseamos en silencio (las manos de un mecánico, por ejemplo, siempre generan, además de la idea de trabajo duro y sacrificado, cierta repulsión o retracción a la hora de saludarlo). Entonces decimos: “¡tocó la comida después de haber(se) tocado X/sacarse un moco!”, con cara de asco o de desagrado.
Las variantes del manoseo son muchas y siempre se puede inventar una más. Lo cierto es que, entre lo condenable o negativamente enjuiciado y lo sexual (incluso, hasta lo sexual puede generar cierta vergüenza, cierto rechazo a la demanda abierta que reclama el manoseo), el ejercicio sobón de las manos o de los asuntos renguea hacia lo primero. Y Artigas, nuestro prócer más propio y nuestro propio prócer; nuestro padre y abuelo y nuestro héroe y crack monumental, ha sido, ciertamente, blanco de múltiples manos que han ejercido la actividad de la soba.
- Artigas como “zona de concordia”
La figura del manoseo, en sus múltiples variantes, describe con elocuencia el tratamiento del que ha sido objeto Artigas a través del tiempo, especialmente en manos de los diferentes partidos políticos, a pesar de lo que señala José Rilla (2008) cuando habla de “zona de concordia”:
Entre la escuela y los partidos políticos –ya vimos que ambos fueron percibidos como instituciones contradictorias– se define la pertenencia nacional, se dibuja un contorno de adscripción colectiva que tiene una historia y que obviamente pertenece a ella. Si la política supone conflicto y discordia, esta sociedad, como muchas, armó los conflictos en torno a los partidos y encontró en Artigas una zona de concordia y acuerdo, trabajosamente construida a lo largo de varias décadas. Ello a pesar de la carga de violencia, contradicción y radicalismo que comportó la gesta artiguista. [1]
Es cierto, sin duda, que la escuela ha contribuido históricamente, de forma notable, a construir esa “zona de concordia” que propone Rilla (la escuela constituye la institución más conservadora al respecto, cuyo funcionamiento responde, casi al dedillo, a los mecanismos de exclusión de la palabra que describiera Foucault en El orden del discurso [2]) expresión que, no obstante, sigo entrecomillando puesto que me resulta, por demás, problemática. ¿Por qué? Porque la “zona de concordia”, en el contexto discursivo en que la plantea Rilla, se engancha con la noción de orientalidad y, por ende, propone a Artigas como el padre de ese sentimiento abstracto cuya concreción ha tenido diferentes hitos, entre los cuales se cuentan especialmente las efemérides que se practican en la institución escolar (dejo de lado los festejos por el año de la orientalidad, objeto, quizás, de otro trabajo). El punto problemático, entonces, está en que la orientalidad, lejos de ser un sentimiento escaneable en el cuerpo social, identificable como una sustancia que corriera por la sangre del pueblo oriental-uruguayo (esta doble adjetivación articulada como un compuesto sintagmático más o menos circunstancial es, sin duda, un punto tan problemático como irresuelto y, llegado el caso, ciego, desde el que se habla, pero que no puede mirarse a sí mismo como un problema siempre abierto en el que se juega, permanentemente, la constitución misma del pasado oriental-uruguayo como “nuestro pasado”), es una compleja construcción hecha de prácticas discursivas y no discursivas, que producen diferentes montos de afecto, de apego al padre, de adhesiones históricas, políticas, ideológicas, sociales, incluso jurídicas, siempre renovables en más discurso y más prácticas sociales no discursivas, articuladas entre sí adentro y afuera de las instituciones estatales (como, de nuevo, la escuela, pero también las oficinas públicas, las fuerzas del orden, el ejercicio del gobierno en su forma republicana, etc., formas de los aparatos ideológicos y represivos de Estado).
Este punto, verdaderamente crucial para comprender la noción de “zona de concordia”, es, por lo general, desconsiderado por los historiadores, aunque estos sean conscientes de la idea de pasado como construcción discursiva. Me explico: sostener que el pasado es una construcción discursiva quiere decir que la entidad pasado es ella mis ma mediación (no cosa ni objeto,
no realidad existente per se), esto es, “algo” hecho de lenguaje, de diferencias y oposiciones, de suerte que no podemos acceder a la entidad pasado en cuanto tal, como si tuviéramos la posibilidad de remontarnos al afuera del lenguaje hasta llegar a la cosa misma, que podríamos ver, entonces, en su funcionamiento propio, prístino, sin lenguaje. En la medida en que siempre ya somos lenguaje, es preciso entender que el pasado como una figura específica de la realidad es un tejido de significantes, una fantasía imaginaria (Lacan) o el semblante, decía en un artículo anterior, construido a fin de conjurar y recubrir la falta real que nos constituye desde adentro, falta irrepresentable en el lenguaje, pero que no cesa de producir toda clase de efectos, entre ellos, el equívoco y la homonimia generalizado (para el asunto en cuestión, la homonimia del término “relato”, a la que está sujeta la historia). El equívoco, así, se extiende por todo el tejido de significantes de la realidad-pasado.
En este contexto, la idea de “zona de concordia”, en tanto se articula con o presupone la de orientalidad, sin que conlleve, necesariamente, su crítica, resulta, como dije, problemática, puesto que nos fuerza a aceptar la segunda. Así, la idea de orientalidad sostiene discursiva y afectivamente a la de “zona de concordia”, por lo cual asumir como cierta esta “zona” implica adoptar histórica, política, ideológica y socialmente aquel sentimiento, y hacerlo, además, como si hubiera coagulado en una sustancia sanguínea más o menos reconocible en los orientales-uruguayos, es decir, en sus venas, en su genética, en sus emociones, en la construcción misma de una “identidad colectiva” a la que todos perteneceríamos sin solución de continuidad.
He aquí el funcionamiento de la interpelación ideológica que opera el discurso, tal como fue planteada por Louis Althusser primero [3] y Michel Pêcheux después; [4] he aquí el modo en que la construcción discursiva orientalidad fuerza la asunción de posiciones de sujeto político, social, histórico, ideológico y jurídico, eventualmente contestables, pero siempre desde el forzamiento ya asumido. En la idea de orientalidad encontramos, entonces, una organización específica de la historia, un principio de inteligibilidad del pasado y de lo que somos, de eso en lo que devenimos; encontramos, en manos de la reificación del referente, la noción de pertenencia y posesión (que ya había examinado en el sintagma “nuestro pasado”), de identidad y, como decía tan campantemente un escueto manual escolar de comienzos del siglo XXI: Espacio, tiempo: ¡acción!, de “nuestra raíces”, introduciendo una necesidad en el juego de las infinitas contingencias que componen el ayer.
[…] la historia no es un proceso homogéneo amarrado por un continuo de significación que nos permitiría totalizar sus diversos retoños, sino que es un proceso “abierto”, una sucesión contingente de operaciones de “acolchonado” que introducen en él retroactivamente el orden de una “necesidad razonada”. [5]
Así pues, “nuestras raíces” juega con la idea de un elemento material que nos liga a un pasado igualmente material (la tierra y los nutrientes de los que estamos hechos), asumiendo que tanto la primera como los segundos y las propias raíces son cosas con existencia en sí misma, al margen de cualquier mediación, esto es, al margen del lenguaje. Incluso, la metáfora botánica añade una nota interesante: en la medida en que hace referencia a objetos de la naturaleza, parece que no hiciera falta el lenguaje para ver y entender lo que está en juego con la metáfora, porque, a fin de cuentas, la naturaleza misma es algo independiente del sistema lingüístico. En este sentido, la metáfora en cuestión parece borrarse como metáfora (lenguaje), presentándose como una expresión puramente referencial que se vincula con los objetos denotados, decía, sin la mediación de las palabras. En suma, el lenguaje parece ser objeto de un doble borramiento: en la figura de la metáfora, todo apunta a que funciona en términos estrictamente referenciales y, antes que cualquier cosa, dado que los objetos referidos son objetos de la naturaleza, todo parece funcionar como si se pudiera prescindir de las palabras y del juego de las relaciones diferenciales y opositivas que definen su valor en el sistema de la lengua.
En la línea argumental de lo planteado, llama la atención el empleo de las comillas que hace Rilla cuando, luego de hablar de la relación de Rivera y Oribe con Artigas, dice:
Desde entonces, lentamente y con un trámite pendular entre la política y la historia, Artigas es recuperado de las peores versiones unitarias vencedoras en Caseros, investigado a partir de la documentación desbordante, crecientemente usado como base de afirmación de la “nacionalidad oriental”. [6]
¿Por qué Rilla entrecomilla “nacionalidad oriental” y no, antes, “orientalidad”? ¿Qué diferencia hay entre una y la otra? ¿La “nacionalidad oriental” es más “ficticia” u opaca que la orientalidad, motivo por el cual esta última aparece sin comillas? ¿De qué manera utiliza Rilla las comillas para poner bajo sospecha el significado de una palabra o expresión? La inconsistencia es llamativa: en esta línea, puede ser tomada como una forma de creencia en la sustancialidad del sentimiento de algo así como “lo oriental”, pero no en la constitución de la “nacionalidad oriental” como derivada del primero. En otras palabras, parece como si la orientalidad precediera a la nacionalidad, de modo que esta no fuera sino una especie de “falsificación” de aquella. La cita del historiador oriental parece corroborar, entonces, la tesis que desarrollé a lo largo de este ensayo.
Notas
[1] José Rilla, La actualidad del pasado. Usos de la historia en la política de partidos del Uruguay (1942-1972), Montevideo, Debate, 2008, p. 225.
[2] Michel Foucault, El orden del discurso, Barcelona, Tusquets Editores, 2005 [1970].
[3] Louis Althusser, Ideología y aparatos ideológicos de Estado, Buenos Aires, Ediciones Nueva Visión, 1974.
[4] Michel Pêcheux, Las verdades evidentes. Lingüística, semántica, filosofía, Buenos Aires, Centro Cultural de la Cooperación Floreal Gorini, 2016 [1975].
[5] Slavoj Žižek, El más sublime de los histéricos, Buenos Aires, Paidós, 2013, p. 221.
[6] Rilla, o. cit., p. 227.