ENSAYO

Por Fernando Andacht

En el origen de este ensayo, se encuentra la intervención de cinco autores de los que escribimos con cierta asiduidad en las páginas de la revista eXtramuros. Eso tuvo lugar en el Congreso Interdisciplinario “Covid-19, Pandemia y Pospandemia” organizado por la Udelar, el 26 de julio de 2022. La necesidad de preparar una muy breve intervención me obligó a darle una mirada a los más de 30 textos que ya publiqué aquí. En esa revisión, surgió un concepto muy antiguo pero muy actual que, a mi entender, explica qué vino a hacer nuestra publicación quincenal al mundo de la escritura. Los invito a recorrer y a conocer el verosímil extramurano en la era pandémica.

Un artículo clásico de Christian Metz, quien desarrolló en los años 60 del siglo 20 una semiología del cine, es aún relevante para entender lo que sucede en el mundo pandémico desde marzo de 2020 hasta hoy. Su título es “El decir y lo dicho en el cine. La decadencia de un verosímil” (1968). Sólo hay que sustituir el ámbito cultural al que remite su texto – la producción cinematográfica comercial – por la totalidad del planeta tierra amenazada por una sobredimensionada patología que obligaría a la humanidad a encerrarse a cal y canto dentro de un relato único. Voy a extraer algunos fragmentos de ese análisis del cine concebido como institución que, en principio, parecería tener poco y nada que ver con el enorme cambio que trajo aparejada la declaración de una pandemia, de una emergencia sanitaria, y esa frutilla tóxica encima del enorme pastel narrativo: la Nueva Normalidad. Sostengo que para comprender lo que nos ocurrió en dos fechas históricas a nivel local – el 13 de marzo de 2020 y el 17 de abril de 2020 – una noción antigua como el pensamiento filosófico occidental, la de lo verosímil, es fundamental. Vamos entonces a revisitar lo que escribió el semiólogo francés Metz hace más de medio siglo, para entender lo que se podía y no se podía ver en el cine de su tiempo, sin que mediara una censura explícita como la que sufrimos en una dictadura. Su reflexión nos ayudará a comprender qué impide que se diga todo lo que sería posible – y necesario – decir sobre el sobre-declarado mal viral del siglo. 

Antes de comenzar el comentario del texto mencionado, quiero preguntarle al lector si no observa con asombro la unanimidad en los medios sobre la que este ensayista escribe desde su primera incursión en eXtramuros. No se puede negar que la televisión local en su faceta informativista es poco original, y ha tendido siempre a seguir un patrón evidente. Alcanza con hacer zapping cualquier día, para verificar una fuerte tendencia a la uniformidad tanto en los asuntos incluidos en la agenda de cada día, como también en el tratamiento televisual de esos temas. Sin embargo, ya sea por decoro, o por deseo de competir y  de ganar en la pugna por el público disponible, hubo siempre cierta variación de lo que podría describirse como un estilo o una estética distintiva de los canales abiertos locales. Pues bien, ese histórico afán por ser el más mesocrático – Canal 10 – el más espectacular en su decorado – Canal 12 – y el más populista y brutal en su escenografía – Canal 4 – se disipó como por arte de pandeglobalización el 13 de marzo. Nunca fueron esas tres pantallas tan convergentes, tan absolutamente homogéneas – y podemos sumar  sin esfuerzo a esa tesitura las más modestas del estatal y siempre carente Canal 5 y la del ideológico explícito TV Ciudad. Parece que en ese ámbito, por fin, se cristalizó el sueño batllista fundacional moderno de vivir en un Uruguay-Suiza-de-América. Desde hace casi 30 meses, podemos todos los mesócratas disfrutar de la Gran Fondue social también en la clave audiovisual-informativa que tomó cuenta del Reino de Medianía. Se trata de una nación en la que toda diferencia tiende a amortiguarse, para que triunfe lo que con acierto llamó Real de Azúa (1964) la tendencia irénica, es decir, la tenaz búsqueda de pacificar y de minimizar toda diferencia o conflicto. 

Metz plantea no sin pesimismo crítico que en el universo de lo filmable, lo ya filmado oficia como un límite irrevocable: “el decir es lo que decide de modo soberano sobre lo dicho”. Y llega a la conclusión de que el público sólo puede ver en las salas de cine de su tiempo un repertorio excesivamente acotado de lo que se podría contemplar en esas pantallas, porque

“una convención tácita y generalizada hace que la elección del film como medio de expresión, como forma del decir, limita por si misma de entrada el campo de lo decible, y acarrea consigo por ese motivo la adopción preferencial de algunos temas de films – como no ocurre con los libros – y ciertos contenidos (seleccionados) en detrimento de otros, son considerados ‘cinematográficos’.” (p. 22)

Sin duda, la barrera no escrita, invisible pero de efectos reales que produce lo verosímil siempre estuvo en acción, y operó de modo palpable en el diseño y emisión del sistema informativo televisual local y el internacional. Sin embargo, sólo a partir del momento en que emergió de las entrañas de la globalización en su faceta guerrera el temible cíclope armado con sus dos espadas, la Emergencia Sanitaria y La Nueva Normalidad, esa férrea limitación discursiva de no salirse en absoluto de lo que es dictaminado desde muy alto, hizo que lo televisable como noticias cotidianas tuvieran una homogeneidad superior a la del tradicional alimento lácteo y blanco. No fue necesario, como en la dictadura militar (1973-1985), que las autoridades castrenses enviasen a los medios una lista detallada con  nombres, canciones y asuntos prohibidos, cuya infracción se castigaba con el máximo rigor. De modo convergente, los poderes televisivos dieron todos a la vez ese paso triunfal, ya que en un clima de encierro fáctico amplificado por su propia acción, esa confluencia les permitió engordar considerablemente la audiencia, recibir más y mejores avisadores, con el consiguiente sacrificio para el sufrido público de interminables tandas. 

La principal contribución mediática a un continuado estado estresante de alerta creciente fue el anuncio macabro del  número de muertos diarios, y el anunciar amenazas funestas como la muerte de los abuelos por obra de esos terribles agentes patógenos llamados “los niños”. No obstante, la principal y evangélica misión que emprendieron con infatigable energía los medios fue la de predisponer el campo anímico de la población para que el mayor número de personas-espectadores recibiera de brazos desnudos al mesías vacunal llamado Pfizer-que-estás-en-los-cielos. La primer visita fue sólo un prólogo chino, un casi Sin(o)vac(unarse), algo semejante a la prédica de un San Juan Bautista, que supo retirarse con elegancia cuando arribó el verdadero salvador químico. La primer constatación del texto de Metz es corroborada en esta fase amplificada y vitaminizada de la fuerte restricción de lo decible en las pantallas domésticas de televisión, que no cesaron de reiterar hasta la náusea la versión autorizada y única de la situación sanitario-político-cientista como un dogma narrativo al que había que rendirse. Durante un promedio de diez horas diarias, si contabilizamos las tres ediciones del informativo, más los diversos programas periodísticos de la mañana y de la tarde, no sólo se extendió la tanda convencional, sino que dentro de esos programas continuaba una tanda pandémica enfática. Con esa dieta televisual monotemática (un único asunto) y monológica (una única voz), no es extraño que lo exhibido y dicho asfixiara como nunca antes lo que era posible decir, mostrar y explicar sobre esa enfermedad que, según se nos trataba de convencer durante buena parte de la vida diurna y la nocturna iba a terminar con todo ser viviente, si no entrábamos a toda carrera en ese Nuevo Mundo Infeliz, que fue anunciado como la garantía de no enfermar, de no morir y de asegurar la sobrevida de todos en nuestro entorno. 

La insólita unanimidad de enfoques, contenidos y el muy limitado casting de cabezas parlantes/expertos, un reducidísimo grupo de personas que aparecían una y otras vez en los estudios pandemizados de canales y radios, no era el resultado de una censura explícita, decretada por un poder político y autoritario. Si hubiera sido así, yo no estaría escribiendo este texto. Nadie quiere ser privado de libertad, ni sufrir la agonía de la tortura, que sería la más que probable consecuencia de infringir esa clase de límite explícito impuesto por el terrorismo de Estado donde quiera que éste se instale.  

De lo que se trata aquí, es de la “censura ideológica”, la forma de restricción de posibles a la que Metz le dedica la mayor parte de su artículo. Ella forma parte de la institución cinematográfica, y en el caso que me ocupa, de la televisual. Escribe el investigador francés que aquella es la responsable no sólo de que brillen por su ausencia un  nutrido grupo de temas, sino de una falta aún más decisiva, la “de muchas formas de tratar esos temas”, que curiosamente, “las censuras institucionales no habían reprimido en modo alguno” (p. 23). De ese modo, introduce Metz el problema del verosímil en el cine, que cabe destacar, se dice en francés, ‘vraisemblable’, una palabra que también denota un discurso que se asemeja a la verdad sin necesariamente serlo. En cualquier ámbito, los signos públicos y también los privados procuran ante nada volverse transitables sin demasiado esfuerzo, y para lograr ese nivel de credibilidad necesitan ser verosímiles, es decir, deben generar la impresión de que se unen sin conflicto a lo ya dicho, a lo ya expresado. Gracias a esa modalidad discursiva, los signos vencen la fuerte resistencia contra lo que no forma parte del repertorio familiar de expresiones. 

La noción clásica fue formulada por Aristóteles en su Retórica, donde se define lo verosímil como la concordancia de un discurso con otro previo, y por ende ya conocido. Por ejemplo, el modo típico en que el o la informativista se dirige al televidente – con gesto adusto pero contenido, si anuncia algo trágico, o con sonrisa mesurada al inicio y al final de ese ritual cotidiano, a imagen y semejanza del sacerdote a cargo de la misa. Le paso la palabra a Metz, que explica esta noción con claridad y lucidez: “Lo verosímil es ante nada la reducción de lo posible, representa una restricción cultural y arbitraria entre los posibles reales, es desde el principio censura: solo ‘pasarán’, entre todos los posibles de la ficción figurativa, aquellos que autorizan los discursos anteriores” (p. 24) Si sustituimos en esta cita producción fílmica por programa televisual informativo, y lo ya producido en el cine, por el mandato pandémico lanzado urbi et orbi, desde el corazón de Occidente a cada rincón del planeta, estamos ante el escenario de la monolítica información mediática sobre la todopoderosa infección de un nuevo e imparable virus. 

Se refiere luego Metz al género clásico del western, el film de vaqueros con un protagonista heroico, joven e invencible que, en el desenlace, se enfrenta en un duelo de resultado previsible al villano, que luce un atuendo oscuro como su alma, en la calle principal del pueblo del Lejano Oeste. Y él nos ofrece un ejemplo elocuente del triunfo del verosímil sobre la verdad. En la secuencia final de El hombre que mató a Liberty Valance (John Ford, 1962), el periodista local le pide al envejecido senador que le cuente cómo fue su duelo a muerte con el temible pistolero Liberty Balance, en los lejanos días de su juventud, en aquel pueblo. Tras oír lo que había ocurrido realmente en aquella ocasión de sus propios labios, el periodista, que lo había escuchando con gran atención, rompe sus notas y las tira a la estufa. Luego le explica al perplejo político: “Este es el Oeste, señor. Cuando la leyenda se convierte en hecho, publicamos la leyenda.” (This is the West, sir. When the legend becomes fact, print the legend). De nuevo, si llevamos este planteo al universo que nos interesa aquí, donde impera majestuoso un relato reiterado sin cesar durante dos años y medio, en todos los medios de comunicación poderosos, la leyenda puede interpretarse como el linchamiento mediático de una mujer elegida como caso cero en Uruguay, o como la representación monstruosa del virus para sembrar el miedo constante, y por supuesto, y también como la condición del todo segura, confiable y eficaz de la vacuna de Pfizer, estrella absoluta de la campaña de vacunación estatal.  

Una última anotación, antes de dejar atrás el valioso y muy actual artículo de Metz sobre esa prohibición discursiva invisible pero potente, pues organiza de modo imperceptible el modo en el que se comunica sobre esta declarada pandemia, y aún más importante, rige los modos en los que no es lícito comunicar. Uno de esos modos exiliados del mayor foro mediático del país es el que hemos desarrollado en esta publicación que no por azar se llama ‘eXtramuros’. Su verosímil está en declarado conflicto con el decadente pero del todo vigente verosímil que aún opera en el sistema de los medios que llegan a más personas. Cito una frase de Aldo Mazzucchelli con la cual él caracteriza el periodismo en mayo de 2020, que no difiere en absoluto de esa actividad profesional, en julio de 2022, y que yo utilicé en mi primer ensayo aquí. Vale la pena evocarla de nuevo, porque remite de modo inequívoco al neo-verosímil extramurano, el que debe enfrentarse a  

“una estructura jerárquica, una fe en ‘la ciencia’ (…), y una cerrazón a cualquier opinión discrepante bajo el argumento de que queda fuera de los muros de lo seguro, de la ciudad. Disentir es agredir al semejante.”

Falible, como toda representación del mundo humano, nuestra contribución como publicación al debate público procura hacer algo que Metz describe en relación al repertorio del cine como un esfuerzo muy grande, porque “lo Verosímil funciona como una segunda barrera, como un filtro invisible pero más generalmente eficaz que las censuras, la que opera sobre el contenido” (p. 26). Y concluye su análisis con una imagen sugerente sobre la formidable dificultad a superar, para que pueda ingresar a la pantalla del cine – o de la televisión – aquello que ha sido excluido, aunque se trata de un posible real, algo con lo cual nos cruzamos en la vida cotidiana con frecuencia. Eso ocurre de ese modo, porque ese elemento aún no verosímil en ese universo de discurso mediático “debe ser penosamente reconquistado de raíz, y en lugar de ser positivamente extraído del universo, es contradictoriamente arrancado de su ausencia de los discursos anteriores” (p. 29). Hay una nota positiva, no obstante la existencia de ese notorio impedimento: para el espectador sensible, la irrupción del discurso hasta entonces no verosímil vuelve “perimidos cuarenta films de un golpe, retroactivamente condenados al Verosímil puro” (ídem.)

Si dejamos de lado, con el riesgo consiguiente, el verosímil sentimiento mesocrático de la jactancia negativa o falsa modestia imperante en todo el territorio nacional – el jactarse de no jactarse – me arriesgo a proponer que con sus signos perceptiblemente ajenos al Verosímil puro pandémico-covidiano, los textos de la revista en la que ahora leen este ensayo, procuran hacer exactamente lo que de modo poético y justo describió hace más de 50 años C. Metz sobre la derrota de la

operación de censura invisible del cine industrial, siempre en tensión con lo que está más allá de ese estrecho perímetro. Los ensayos de eXtramuros, con mayor o menor fortuna, intentan extraer de la llamativa ausencia del discurso oficial sobre la pandemia todo o mucho de lo que clamorosamente callan y no muestran jamás esas interminables y masacrantes horas de adoctrinamiento sanitario de los medios de comunicación. A continuación, presento un par de ejemplos, para ilustrar esa operación semiótica que consiste en volver visible lo oculto celosamente por el poderoso aparato gubernamental-mediático-cientioficial. 

– Tres momentos en que lo Verosímil Puro Pandémico tembló (aunque no lo sepa)

Primer momento. Luego de meses de observar y de registrar cada vez más atónito la colonización de todos los canales de televisión abierta local por un único y autoritario modo de contar la llegada del Sars-Cov-2, decidí poner lo visto, oído y meditado por escrito en un ensayo de eXtramuros. La sucesión de imágenes monstruosas que lanzaban como si tal cosa los informativos centrales, sobre una pantalla de fondo que crecía de manera espectacular, para mayor gloria y movilidad irrestricta del virus que vino a acabar con la civilización tal como la conocimos. El teatro de Brecht buscaba el efecto de volver extraño – Verfremdungseffekt –  el espacio familiar y apacible de la cuarta pared invisible, la que permite al público ver lo que ocurre en la escena dramática. Reproducir una serie de truculentas escenas de Telemundo y Subrayado – los dos informativos elegidos – al inicio de la emergencia sanitaria y luego del bautismo Nuevo Normal, fue un intento de desautomatizar la percepción anestesiada por la altísima frecuencia y la extensión desmesurada de esos programas. La operación que en aquel texto llamé “Infantilización Progresiva e Irresistible de la Población” (IPIP) busca producir dos emociones extremas, que se volvieron infaltables en las Pandemic News de cada día: una es el terror constante, para tapabocar, distanciar, y muy importante, para satanizar al que no cumpliera o cumpliese con los dos actos profilácticos mencionados, y aún peor que se atreviese a criticarlos. El otro afecto movilizado por la máquina televisual es la ternura que reblandece el raciocinio al hundirlo en un líquido espeso y almibarado de sensiblería kitsch. Esa emoción la buscó Subrayado mediante la entrevista a Renzo, un niño escolar de 6 años que el informativo eligió como el enternecedor protagonista del retorno a las clases en las escuelas poco pobladas del interior, a fines de abril de 2020. Entre esos dos polos – el amargo y el empalagoso – se desplegó la estrategia para infantilizarnos sin pausa, y para arrojar al abismo más hondo y oscuro todo signo de reflexión crítica, como los que caracterizan cada número de eXtramuros. Por eso, se decretó tácito pero implacable su exilio de lo Verosímil que reina indiscutido en esos medios, hasta el presente. Pero no todo es negativo – ni negacionista – porque gracias a su tozuda existencia, para sus lectores, cada entrega de la revista implica el posible y plausible envío del caudaloso surtidor televisivo y sumiso al submundo de lo intragable y acartonado, de la rígida “lengua de madera”, que está hecha en base a lo inauténtico, a la expresión ideológica de lo prefabricado y oficialista. 

Segundo momento. Si me hubiera quedado alguna duda sobre la anomalía de lo que se intentó naturalizar desde los poderes que son como “la nueva(a)normalidad”,  la despejó la ordalía a la que fue sometida una mujer acusada de encarnar el mal pandémico.  Esa cruzada tuvo lugar no sólo en las redes sociales, sino que contó con el generoso auspicio de todos los medios masivos, la valiosa colaboración de la voz gubernamental – el Ministerio de Salud Pública bautizó la entrada de la Covid-19 como “el vector Carmela” – y el curioso y culpable silencio de la Ciencia Oficial. El blanco de esa feroz persecución colectiva fue una persona cuyo principal crimen fue estar en el lugar equivocado, en el momento en que como hambrientos y desorientados sabuesos, las fuerzas vivas pandémicas estaban buscando y necesitaban contar con un chivo emisario. Y claro, lo encontraron. ¿Qué podía ser mejor para declarar como la “untore” (Agamben, 2020), como la perversa e irresponsable diseminadora del mal mortífero, que una mujer portadora de un rostro inexcusable en Mesocracia. Carmela Hontou es no sólo el nombre de la que fue injustamente acusada, como expliqué en mi ensayo de eXtramuros – y en una obra colectiva de acceso abierto (Andacht, 2022), sino también el de la marca de vestimentas creada por la hasta entonces exitosa empresaria uruguaya. 

Si algún día en el futuro, el siempre mentado antropólogo o un extraterrestre versado en nuestra lengua se tomara el trabajo de recoger la gran acumulación de signos estigmatizantes fabricados en torno a alguien que no llegó al país de dónde se dijo que lo hizo, y que no fue la única persona que acudió a una boda localizada en un sitio de privilegio supuestamente con el virus a cuesta, entendería bastante sobre la sinrazón pandémica. Ninguna de esas inconsistencias de la realidad importaron a lo largo del que debe haber sido un tiempo horrible, de perpetuo acoso para esta víctima que, extrañamente, no recibió la mínima conmiseración, para no hablar de apoyo público, de entidades que se presentan socialmente como celosas guardianas de la violencia dirigida contra la mujer. Apenas hubo una solitaria excepción en la corporación periodística en esa indiferencia radical hacia la persecución. El conjunto de las organizaciones no gubernamentales dedicadas a salvaguardar la integridad física y psíquica del género – entendido como el femenino exclusivamente – se mantuvo al margen de esta via crucis sin fin, que devastó la salud y la economía de quien es muy probable fuese inocente de ese juicio celebrado sin evidencia ni proceso alguno. El verosímil del dualismo melodramático necesita como su oxígeno narrativo que exista una encarnación del mal en estado de pureza, para que la opinión pública pueda proceder a sacrificarla – en esta ocasión no en una hoguera material, sino en la fogata de los signos de su persona pública – para poder descargar en ella la furia ilimitada. ¿Y qué mejor que elegir para esa finalidad a alguien muy ajeno al aspecto que en Mesocracia se representa como modesto, humilde, en fin, con vocación de apocamiento crónico? 

Parte de mi esfuerzo para construir un verosímil alejado de los muros de la ciudadela mediática, política y cientioficial, en ese ensayo sobre la injusta persecución, fue el destacar la exploración, el trabajo denodado de los hurgadores de signos en la inmensa bóveda de YouTube, para completar la ejecución pública, el otricidio de Carmela Hontou. Para ese fin, estos arqueólogos domésticos desenterraron un reportaje comercial emitido por el Canal 11 de Punta del Este, en ocasión de la inauguración de un local de su marca de ropa, en 2018, casi dos años previos a la salvaje acusación de ser la diseminadora inaugural e implacable del Sars-Cov-2. Todo lo dicho por la mujer en aquella ocasión televisual con obvia displicencia y evidente cometido publicitario se recicló como prueba definitiva de su absoluta culpabilidad y maldad. Esas imágenes y declaraciones sobre su empresa sirvieron como el último remache de la leyenda urbana que fabuló las andanzas de una mujer incansablemente perversa, que no dejaba rincón de su edificio o de su ciudad sin recorrer para infectarlo. Como reza la cita fílmica que reprodujo C. Metz en su texto: “Cuando la leyenda se convierte en hecho, publicamos la leyenda”.

Sin una puerta de escritura como la que nos abre eXtramuros, para que ingrese un verosímil nuevo, no dominado ni controlado por los agentes del (des)orden glocal – lo que llega desde agencias como OMS luego es adaptado y reforzado localmente – ¿dónde más sería factible detener la máquina otricida y fomentar el surgimiento de una ráfaga de razonabilidad mediante ensayos? ¿Qué interés hay en la sociedad pandémica de inventar un paciente cero, que además se representa como un ser indigno, sádico, alguien que disfruta al diseminar la muerte a bordo del virus que se nos dice, importó esta encarnación de la frivolidad no mesocrática?

Tercer momento. Si tuviera que arriesgar cuál de los escritos que produje hasta ahora y que aparecieron en eXtramuros podría tener algo para decir en un futuro más o menos distante, diría que es el que se ocupa de pensar sobre “la agridulce y muy ancha grieta pandémica”. Fue publicado a ocho meses de lanzada la emergencia sanitaria, y a siete del acto bautismal pandémico: la refundación del mundo de la vida como La Nueva Normalidad del 17 de abril, de 2020. En ese ensayo, sostuve que la grieta dividió brutalmente a la población en dos bandos antagónicos: el de quienes acataban el credo covidiano sin chistar, e incluso oficiaban gustosos de guardianes de los insumisos, y del otro lado, el de los ausentes de la escena mediática, salvo para ser mal nombrados, y estigmatizados sin piedad por el delito de expresar dudas sobre ese credo, sobre la Ortodoxia Covid. La llamada Nueva Normalidad se presentó desde el gobierno nacional como un upgrade de la vida, algo que la volvería diferente, artificial, casi desconocida en muchos aspectos, pero totalmente segura, como un incómodo salvavidas que se supone sería a prueba de virus covidianos y de escépticos sobre esa extraña y muy costosa supervivencia pandémica. 

En esa ocasión, la novela de Javier Cercas (2014) El impostor me fue de gran ayuda. Creo que la decretada e ilógica nueva normalidad es una impostura porque  lo normal no se puede decretar, simplemente es. Al igual que la respiración, lo normal funciona sin que seamos conscientes de ello. El relato de Cercas trata sobre un hombre, Enric Marco, que realmente existió en España, y que pasó buena parte de su vida fabulando una peripecia extraordinaria, heroica, para disimular una vida completamente anodina. A causa de esa impactante impostura, la novela de Cercas fue para mí una fuente de inspiración: 

“Si Marco hubiera contado en sus charlas su historia verdadera, en vez de contar una historia narcisista y kitsch, hubiera podido contar con ella una historia mucho menos halagadora que la que contaba pero más interesante: la verdadera historia de España” (Cercas, 2014, p. 412).

Esta reflexión casi ensayística sobre Enric Marco, quien fingió ser quien jamás fue, aparece al final de la estupenda novela histórica del autor catalán. Que alguien reclame para sí admiración por un heroísmo del todo falso, por una vida llena de hechos admirables que no fue en absoluto la suya, y que además lleve ese relato ficticio de engrandecimiento ilegítimo a los medios de comunicación tiene un paralelismo inquietante con la intensa tarea de los medios, de la política y de la Ciencia Ortodoxa oficial en relación a la Covid-19. En ese ensayo, propuse sustituir en la frase citada al protagonista de la novela “Marco” por la máquina mediática pandémica, y “España” por Covid-19. ¡Cuánta riqueza humana habría surgido, si en lugar de un acto de vasallaje servil al relato único más político que sanitario de la pandemia, el periodismo local se hubiese atrevido a buscar y a narrar la verdadera historia de este virus, en vez de colaborar con sumisión con el proyecto de desmesura nuevoanormal! Por si algún lector está preguntándose si me afilio a la teoría de que hubo una intrincada conspiración de los profesionales de la información en todo el sistema mediático, le respondo ya mismo que no. Lejos de tal innecesaria explicación de lo ocurrido, encuentro la respuesta a su conducta unánime y obediente hasta lo indecible en otro pasaje de la novela El Impostor (Cercas, 2014), uno que no cité en aquella ocasión y que nos ayuda a entender el funcionamiento de lo verosímil:

“Así que eso es lo que es Marco: el hombre de la mayoría, el hombre de la muchedumbre, el hombre que, aunque sea un solitario o precisamente porque lo es, se niega por principio a estar solo y siempre está donde están todos, que nunca dice No porque quiere caer bien y ser amado y respetado y aceptado, y de ahí su mediopatía y su feroz afán de salir en la foto, el hombre que miente para esconder lo que le avergüenza y le hace distinto de los demás (o lo que él piensa que le hace distinto de los demás), el hombre del profundo crimen de siempre decir Sí. De modo que el enigma final de Marco es su absoluta normalidad.” (pp. 412-413)

No me parece una paradoja menor el hecho de que encarnen la  “absoluta normalidad” los abundantes agentes informativos y mediáticos de la Nueva Normalidad, los que se pliegan a todo mandato, los que no cuestionan ningún protocolo, los que acatan una y otra vez la versión que les baja desde lo alto para que la difundan sin chistar y sin pensar. Estas Fuerzas Conjuntas enemigas de la Ilustración, que propugnó la razón como guía, mediado el tercer año nuevoanormal, continúan oficiando de guías de masivas audiencias, a pesar de su voluntaria ceguera ante todo lo que no provenga de ese discurso del Verosímil puro sanitarista. No creo exagerado entonces afirmar que si de algo es posible acusar a los responsables y a los protagonistas de la miles de horas mediáticas malgastadas en desinformar y en alarmar sin cesar a la población sobre el real alcance y las consecuencias de la llamada pandemia de Covid-19 es “del profundo crimen de siempre decir Sí.” En eso consiste la falta ética y estética de consentir ser parte, de ser agentes activos de la producción de un Verosímil puro malsano. Ellos son los responsables de la generación de un discurso inobjetable para los poderosos que deja desamparados a quienes de buena fe buscan en su crónica periodística la verdad sobre esta larguísima y desmesurada crisis político-sanitaria.

Quizás sea interpretado como una desmesura y como un gesto de vanidad, pero no logro abandonar la convicción de que fue y continua siendo importante para la historia que se está escribiendo ahora la existencia del pequeño grupo extramurano de gente que observa lo que está ocurriendo en el mundo que dio un vuelco en marzo de 2020, y que decidió con plena conciencia tomar distancia de los signos que lo vuelven verosímil, en todos los medios de comunicación, salvo raras y marginales excepciones. Ese es el primer paso; escribir sobre el mundo normal cuando éste fue abolido es el siguiente, el que coloca esta revista en el camino de formular un nuevo verosímil. Esa condición no es un premio ni un galardón, es tan sólo una descripción topológica y una condición semiótica inevitablemente temporaria e inestable. Bien puede ocurrir que ya haya otros pensando mientras escribo, en distanciarse de eso que estamos anotando y publicando en eXtramuros, para navegar con sus propios signos en una dirección diferente, no necesariamente opuesta, pero más cercana de lo real, en la búsqueda interminable y colectiva de la verdad. De ser cierto, nuestro propio discurso ya estaría camino a volverse parte del verosímil que se debe dejar atrás, revisar y cambiar. Ese es el destino de los signos que van en pos de lo real, de modo falible pero necesario. 


Referencias

Andacht, F. (2022). El virus Sars-Cov-2 tiene rostro de mujer: el caso Carmela en Uruguay. En: Rostrosferas de América Latina Culturas, Traducciones y Mestizajes. (pp. 181-196). S. Barbotto, M. Leone, y C. Voto (eds.). Roma: Aracne. Disponible en: https://www.academia.edu/83677963/2022_Rostrosferas_de_America_Latina?fbclid=IwAR2rcQ0lmmjqq6CC04nxp_BgNMOvAAsZETbq5GcdFxKv-HnKTfa4LDYeQ7o

Cercas, J. (2014). El Impostor. Barcelona. Random House.

Metz, C. (1968). Le dire et le dit au cinéma. Communications. Recherches Sémiologiques et le vraisemblable. No. 11, 22-33.                                                                                                              

Real de Azúa, C. (1964). El impulso y su freno. Tres décadas de batllismo. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.