ENSAYO
Por Santiago Cardozo
1.
Hace cierto tiempo, me embarqué en una cruzada que resultó estar –en ese momento no lo sabía– destinada al fracaso. Intercambiando con diferentes colegas profesores de Idioma Español de los liceos en los que trabajaba, discutíamos sobre la naturaleza de la función poética en los términos planteados por Roman Jakobson. Partía de la base de una constatación que, entonces como ahora, me parece inadmisible: la función poética tiene que ver –esta es su finalidad, según sostenían mis colegas– con el embellecimiento del discurso, de la expresión.
Recuperando, aunque no siempre de forma consciente, el descrédito en el que había caído la retórica, ya convertida en manuales o repertorios de figuras de elocución, mis compañeros entendían que la función poética tiene una función esencialmente decorativa, ornamental. Como chirimbolos en un árbol de Navidad, la función poética consiste, según su opinión, en dotar de belleza al mensaje. Así, se pasaba por alto que un árbol de Navidad sin chirimbolos dudosamente pueda llamarse, con todas las letras, árbol de Navidad. De la misma manera, se soslayaba un punto centralísimo de la cuestión: que no hay contenido que viva al margen de la forma, que sea independiente de la manera de expresar. Quizás la ambigüedad que genera el elemento de la comunicación relativo a la función poética de Jakobson sea, en este punto, particularmente esclarecedor, sin que por ello se disipe la opacidad de la palabra. Jakobson dice que hay función poética cuando el lenguaje se orienta hacia el mensaje.
Habitualmente, mensaje se asocia sin mayores dificultades con el contenido de lo expresado, con la sustancia de los enunciados, aquello de lo que hablan; también, y sin que exista exclusión, se asocia con la moraleja, con lo que un discurso deja como enseñanza profunda, alegórica, que no necesariamente puede extraerse de la superficialidad de sus palabras, de sus encadenamientos, del género discursivo al que pertenece, aun en la hibridez genérica. Establecida la confusión en torno a la palabra mensaje, la función poética resultaría secundaria respecto de la función referencial, aquella que, parecería estar sugerido en las palabras de mis colegas, comporta el auténtico y legítimo mensaje de lo que se dice, aun cuando este mensaje no sea del todo transparente. Mensaje y referente confunden sus territorios, y la función poética, ligada a la forma en que se dicen las cosas, aparece entonces como un nivel de segundo orden, ornamental, estético (en el peor y más banal sentido de la expresión), adosado a la función propiamente comunicativa del lenguaje, aquella que permite que se hable de cosas, es decir, de referentes.
2.
Pero retengamos el problema suscitado por la palabra mensaje (que concierne, también, a los “formatos” o las formas en que nos comunicamos mensajes, vistos ante todo como contenidos: correos electrónicos, mensajes de voz y de WhatsApp, mensajes presupuestales complementarios del Poder Ejecutivo, etc.) y, sin dejar de lado las remisiones señaladas arriba, tomemos en consideración lo que dice Jakobson sobre la función poética: la orientación del lenguaje hacia su propia forma, hacia la manera de decir lo que se dice. Sobre este punto señala el lingüista eslavo, con notable elocuencia:
Hemos sacado a colación los seis factores involucrados en la comunicación verbal, excepto el propio mensaje. La tendencia hacia el mensaje como tal (Einstellung) es la función poética, que no puede estudiarse con efectividad si se la aparta de los problemas generales del lenguaje o, por otra parte, el análisis de éste requiere una consideración profunda de su función poética [1].
Así, forma y contenido están ligados en el mensaje, pero la función poética llama la atención sobre el “chasis” material del enunciado y, en consecuencia, reclama interpretación, puesto que se parte de la base de que ese “chasis” es parte constitutiva del contenido de lo que se dice, no su ropaje (nuevo o usado, antiguo o a la moda).
La discusión evocada al inicio del artículo, que se extendió en el tiempo, dio un vuelco inesperado: la consideración de la función poética en el salón de clase, ahora en los términos planteados (quedaba a un lado la perspectiva cosmética, para decirlo a la Platón), resultaba, finalmente, muy abstracta, en comparación con las funciones emotiva, conativa y referencial, aquellas que, a juicio de mis colegas, eran las centrales de la comunicación, tanto más cuanto que la definían. De esta manera, lo propiamente humano era borrado de un plumazo so pretexto de la dificultad que suponía su abstracción (las metáforas, las sinécdoques, las aliteraciones, etc., estaban más allá de la inteligencia de los alumnos, parecía ser el “mensaje” de mis colegas; por lo tanto, convenía tratar las funciones más inmediatamente concretas, hemos de suponer, como la emotiva, ligada a la expresión de la “interioridad” del hablante, la conativa, asociada con el oyente y a las formas de llamarlo, convocarlo, requerirlo de alguna forma, y la referencial, orientada al referente o aquello de lo que se habla).
Se instalaba así un problema de dimensiones significativas: las tres funciones mencionadas al final del párrafo precedente son funciones que se encuentran presentes en cualquier comunicación, humana o no. En consecuencia, las funciones del lenguaje propiamente humanas –la poética y la metalingüística– quedaban radicalmente raleadas de la reflexión propuesta a los estudiantes, a pesar de que la enseñanza de la lengua (de Idioma Español) sea función metalingüística, o una especie de Función Metalingüística.
Asimismo, la función poética, como efecto del raleamiento señalado, era, y sigue siendo, objeto de una reducción inadmisible: se ha transformado en la exposición de un inventario de figuras retóricas, sin mayor relación con los “problemas generales del lenguaje” de los que habla Jakobson. Por lo tanto, concebida de esta manera, pierde toda su potencia estética (de aisthesis [2]), vale decir, política. Repertorio muerto de figuras retóricas, la función poética es entonces, desde este punto de vista, menos que un adorno: es un ropaje con olor a naftalina, guardado en el ropero desde hace décadas y décadas.
3.
Pongamos un ejemplo para ilustrar el problema discutido. En el libro En caso de amor. Psicopatología de la vida amorosa, Anne Dufourmantelle comenta un caso (el primero del libro) en el que la paciente inicia su terapia con un Yo querría que usted me sacara de encima el amor [3]. Si ante este caso asumimos que la función poética es algo meramente decorativo (“chirimbolos del decir”), la formulación de la paciente no reportaría mayor interés analítico, aunque la psicoanalista tenga por centro el atento examen de las formas del lenguaje (de su materialidad) por medio de las cuales los pacientes hablan y exponen sus problemas. Más bien, incluso, podríamos señalar que la “estetización” del mensaje contraría en parte el dolor que la paciente está o parece estar manifestando, puesto que la decoración implicaría cierto grado de frivolidad respecto del problema puesto sobre la mesa o echado sobre el diván.
Distinto sería si adoptamos un punto de vista opuesto, según el cual la forma de decir constituye el contenido de lo dicho (la ambigüedad del término mensaje): esto es, un punto de vista con arreglo al cual el lenguaje no es un vehículo de comunicación (la palabra mensaje muestra, así, la inextricable relación entre la forma y el contenido, que se determinan recíprocamente, de modo que el segundo no la preexiste a la primera, a la que tomaría como el “chasis” de la expresión, el vehículo-transporte. Al margen: ¿cómo se puede sostener que el “modelo comunicativo” de Jakobson es simple, reduccionista?). Ahora, entonces, podríamos sostener la hipótesis de que el dolor o el sufrimiento expresados por la paciente escapa a toda formulación transparente, en la medida en que es excesivo con relación a la forma más recta de su posible expresión. En este sentido, la función poética ilustra precisamente ese exceso de lo sentido/sufrido (a fin de cuentas, la palabra sentido, además de significado y dirección, también tiene que ver con la afección, corporal, psíquica y/o emocional, en el cuadro de las sensaciones percibidas, esto es, de las percepciones, reales o imaginarias).
En este punto, la función poética se nos revela como la forma en que la materialidad del lenguaje reclama la interpretación de la psicoanalista, desbordando cualquier cierre del sentido y, sobre todo, propiciando la pregunta por la dirección (el sentido) del enunciado de la paciente, hacia dónde apunta, cuál es su objeto (cuál es, pues, el deseo y la angustia que lo mueven y lo animan). El movimiento del sacarse de encima (el amor, en singular, como una carga exterior, como un objeto intruso amenazante) no puede detenerse en la transparencia denotativa de la función referencial, entre otras cosas, porque, como dice el propio Jakobson, la función poética “también sirve para profundizar la dicotomía fundamental de signos y objetos, a base de promover la cualidad evidente de aquellos” [4], profundidad de la que provienen el sufrimiento en cuestión y el deseo y la angustia que hablan a través de él.
¿Por qué, entonces, el amor en singular y, además, el amor que debe ser sacado de encima, como un cuerpo extraño que viniera a posarse sobre nosotros con el objetivo secreto de quedarse en nuestro cuerpo para siempre? Las múltiples interpretaciones que pueden suscitarse con la formulación de la paciente nos permiten interrogarnos sobre su deseo como sujeto: ¿qué entiende por amor?, ¿qué quiere/espera del amor?, ¿cómo vive o parece vivir las relaciones amorosas?, ¿qué efectos producen sobre ella las rupturas, los amores fracturados o “los amores equivocados”, para emplear una expresión de Peri Rossi? Las preguntas pueden ampliarse, pues nunca agotaremos el sentido de las respuestas, porque nunca será posible dar con la “esencia” de la formulación de la paciente, acceder a las profundidades de su deseo. La ruptura entre el sentido y el referente ya está dada en las propias palabras, en su negatividad constitutiva como signos lingüísticos, hecho que la función poética viene a poner especialmente de relieve, mostrando todas las dislocaciones, los desplazamientos, los vacíos, las oblicuidades y los pliegues del propio sentido como una distancia irrevocable entre las palabras y las cosas.
El amor como una batalla entre dos cuerpos (uno, el de ella, humano; el otro, el del amante, de naturaleza ignorada) que solo parece poder saldar un tercero: la psicoanalista, quien no posee el significante necesario para unificar la relación sentido/sin sentido sobre la que gira la propia significación y, para el caso, aquello que busca la paciente.
En este contexto, vale la pena considerar el nombre del libro de Dufourmantelle: En caso de amor (En cas d’amour), al estilo de “en caso de incendio”, “en caso de extravío o hurto”, etc., donde se advierte de inmediato el tono de lo negativo, incluso de lo (en) extremo indeseado. La función poética hace explícito el diálogo entre discursos, que viene a complicar las cosas, introduciendo todo tipo de oscuridades en la apacible transparencia de la función referencial. ¿Cómo entender las cosas a la luz de este juego de palabras que inscribe un cotidiano excepcional –el incendio, el extravío o el robo– en otro cotidiano igualmente excepcional o más extraño todavía: el amor?
La fórmula “en caso de X, Y” conlleva la seguridad de una posible solución ante el advenimiento de un hecho o una situación prefigurados: si ocurre tal cosa, haga tal otra. La fórmula, sin embargo, promete algo que el libro no ofrece, porque no lo ofrecen las relaciones amorosas: soluciones determinadas de antemano (e incluso, protocolarizadas) para los “casos de amor”. Este es el punto del libro, que nunca concluye el comentario de las diversas situaciones abordadas en términos de soluciones recetarias aplicables indistintamente a cada caso o de finales felices a la Hollywood.
4.
Quise poner este ejemplo porque permite ver que la función poética del lenguaje no solo no se encuentra únicamente en la literatura en general y en la poesía en particular (como ya lo había señalado Jakobson), sino que además hace al problema mismo que se dramatiza con, en y por el enunciado arrojado al otro. En este sentido, una observación de Jacques-Alain Miller (“curador” de los seminarios de Lacan volcados a negro sobre blanco) sirve para calibrar el juego interpretativo que desata todo enunciado, pero más aun los enunciados poéticos:
Existe entre el emisor y el receptor, entre el locutor y el oyente, una disimetría que resulta del hecho de que lo que uno ha dicho depende enteramente de la acogida del Otro. Esto vale para todo lo que está articulado –puesto que es el oyente quien decide si quiere escuchar o no, y a qué nivel lo hace […] [5].
La función poética “exacerba” este “problema” al multiplicar los efectos de diseminación del sentido en el incesante ir y venir de la interpretación. Luego, no se puede sostener que una metáfora, una sinécdoque, etc. (la función poética), son meros adornos del decir, capas de “crema cosmética” que se les colocan a las palabras para que queden más bellas y así, entonces, logren sus propósitos, cualesquiera que sean.
Dentro del conjunto de críticas de las que ha sido objeto el modelo comunicativo de Jakobson, encontramos la calificación de reduccionista. A este respecto, hay que anotar que nunca estuvo en el espíritu de Jakosbon, en primer lugar, ofrecer un modelo comunicativo y, en segundo lugar, elaborar una descripción exhaustiva de lo que se conoce como su “esquema de la comunicación”, versión más bien simplificada, incluso caricaturesca, desarrollada en nuestra enseñanza secundaria. Por lo pronto, es preciso señalar que la función poética desborda al propio esquema al que pertenece, evitando así una visión estrecha del funcionamiento del lenguaje, pese a que el lingüista eslavo no realiza consideraciones de orden ideológico, histórico, político, etc., lo que provoca, ciertamente, la impresión de un “esquema comunicativo” demasiado estrecho. La noción de mensaje, que constituye el punto central de este artículo, ha sido criticada, por ejemplo, por un renombrado y finísimo lingüista: Michel Pêcheux [6]; no obstante, la potencia teórica de la función poética permite concebir el mensaje de una manera diferente a la que por lo general ha reinado.
Omnipresente o casi omnipresente en los libros de texto de primer año de liceo, el “esquema de la comunicación” favoreció una especie de ridícula pragmatización de la enseñanza de la lengua, esto es, la consideración de las cosas en términos burdamente pragmáticos (no estoy negando ni la pragmática ni la necesidad de adoptar enfoques pragmáticos a la hora de reflexionar sobre el funcionamiento del lenguaje, tanto menos cuanto que en Uruguay la tradición y el peso de la enseñanza de la gramática han sido abrumadoramente dominantes), lo que permitió que el concepto de comunicación se desinflara teóricamente y, como consecuencia, la función poética y las distintas figuras de la función metalingüística perdieran pie en los salones de clase, en notorio beneficio de las funciones referencial, emotiva y conativa.
¿Por qué digo “en términos burdamente pragmáticos”? Porque la pragmática que se ha desprendido del “esquema de la comunicación” de Jakobson tiene poco que ver con la pragmática tal como la conocemos desde los planteos iniciales de Austin y los posteriores aportes decisivos de Searle y Grice. Semejantemente, esta forma burda y esclerosada de concebir la pragmática ha terminado por componer una especie de “pragmática de bolsillo”, en la que no tiene lugar, por ejemplo, un robusto concepto de enunciación capaz de servir como crítica al modo en que se han tratado las funciones, ante todo, referencial y emotiva. En cuanto a la primera, la práctica de la enseñanza de la lengua cree ciegamente en el referente, creencia que podemos llamar ingenuidad comunicativa; en cuanto a la segunda, esta misma práctica educativa le ha hecho un lugar centralísimo a la idea de intención del autor, con lo cual se ha configurado un puente transparente y sin peaje hacia el referente en el juego del envío de las palabras a las cosas. La maquinaria quedó perfectamente armada para que domine una perspectiva instrumental de la lengua, en la que el equívoco, explotado especialmente por la función poética, no tenga cabida o, en todo caso, tenga sus quince (o cinco) minutos de fama como un efecto residual de la práctica enunciativa, y en la que el sujeto hablante coincide consigo mismo en la plena transparencia de su conciencia, ante la cual se presenta el sentido como algo dado con anterioridad al discurso y que va de suyo. De este modo, no podemos ver que, como dice Lacan en “L’Étourdit” (“El atolondradicho”), una lengua no es más que la integral de los equívocos que su historia dejó persistir en ella.
Innumerables son los problemas que acarrea esta perspectiva instrumental de la lengua, observables con toda claridad en otras asignaturas del currículo liceal, desde Literatura (cuando toca) e Historia hasta Biología (pienso, por ejemplo, en el lenguaje con el que se habla de la “educación sexual”), y en sus consecuencias, esto es, en las diferentes maneras en que los alumnos se relacionan con las palabras de cada disciplina, en el grado de transparencia que regula el juego palabras-referentes.
5.
Es evidente que una lengua se despliega, se desarrolla, se inventa en textos grandiosos y subterráneos solo cuando obliga a considerarla como lengua y no como simple vector de comunicación [7].
¿Onetti en tercero de liceo? Es muy difícil. Quizás, en todo caso, alguna cosa, algún cuento más o menos accesible. Si no, con suerte, en sexto. Esta es, más o menos, la tónica de una concepción de la lengua y la literatura (¿por qué vamos a separarlas?) dominante, que rehúsa la dificultad en beneficio de cierta “accesibilidad” que asegure el aprendizaje de los temas prescriptos y/o sugeridos por los programas. Aprender la lengua de las grandes obras parece no ser ni objeto de reflexión y enseñanza ni algo que valga la pena aprender. Esta reflexión queda subordinada, pues, a diversos criterios de utilidad: un texto para aprender metáforas o metonimias o anagnórisis o para aprender las posibles estructuras del sintagma nominal o el uso de adjetivos calificativos en función atributiva o predicativa o la correlación de tiempos en una oración.
Para qué complicar las cosas con autores como Onetti (o el Espínola de Sombras sobre la tierra o el Felisberto de “Nadie encendía las lámparas”, que entorpecen el camino lineal hacia el referente). Dejemos, entonces, que la utilidad de los textos se ajuste (palabra maquinal, digamos) a los contenidos de los programas (contenidos que, sin duda, deben ser enseñados) y al ambiente reinante de una relación instrumental con la lengua, que va mucho más allá de lo que sucede en Literatura o en Idioma Español. Finalmente, tenemos aquí una perspectiva sobre la lengualiteratura que podríamos calificar de idiota, en el sentido griego del término, es decir, una perspectiva privada de capacidad política.
Notas
[1] Roman Jakobson, Lingüística y Poética, Madrid: Cátedra, 1981, p. 37.
[2] Cf. Jacques Rancière, Aisthesis. Escenas del régimen estético del arte, Buenos Aires: Bordes Manantial, 2013.
[3] Anne Dufourmantelle, En caso de amor. Psicopatología de la vida amorosa, Buenos Aires: Nocturna Editora, 2019, p. 21. Remito a la nota al pie de esta página, en la que la traductora ofrece la explicación de por qué tradujo el verbo francés debarassiez por la expresión quitarse de encima.
[4] Jakobson, o.cit., p. 38.
[5] Jacques-Alain Miller, Los signos del goce, Buenos Aires: Paidós, 2012, pp. 110-111.
[6] Michel Pêcheux, Hacia un análisis automático del discurso, Madrid: Gredos, 1978. La crítica de Pêcheux consiste, fundamentalmente, en señalar que la noción de mensaje presupone que el contenido de lo que se dice antecede a la práctica discursiva.
Jakobson también fue objeto de crítica por parte de la lingüista francesa Catherine Kerbrat-Orecchioni, por ejemplo, en La enunciación. De la subjetividad en el lenguaje, París: Hachette, 1986 y, unos años antes, de Jonathan Culler, en La poética estructuralista: el estructuralismo, la lingüística y el estudio de la literatura, Barcelona: Anagrama, 1978. Las críticas realizadas por este último son, en mi opinión, carecen, en buena medida, de fundamentos.
[7] Barbara Cassin, Elogio de la traducción. Complicar el universal, Buenos Aires: El cuenco de plata, 2019, p. 35. Algo semejante a lo señalado por Cassin decía Coseriu respecto del concepto de norma: “Los grandes creadores de lengua –como Dante, Quevedo, Cervantes, Góngora, Shakespeare, Puškin– rompen conscientemente la norma (que es algo como el ‘gusto de la época’ en el arte) y, sobre todo, utilizan y realizan en el grado más alto las posibilidades del sistema […]” (“Sistema, norma y habla”, en Teoría del lenguaje y lingüística general, Madrid: Gredos, 1969, p. 99).