ENSAYO
El sueño es obtener seguridad absoluta frente al trabajo y la muerte. La vida sanitizada, sin su dimensión de tragedia, se convirtió en una reivindicación.
Por Aldo Mazzucchelli
Abril 8, 2020
Hay algo patético en exigirle al Estado que nos salve de la muerte. Concebir que la vida misma, aquello que es pre-condición de todos los derechos, la ocasión irreproducible y siempre anterior a todo de la vida, dé una voltereta y se ponga de pronto delante tuyo, fuera tuyo, como un derecho a exigir. Es el colmo, el pináculo de la militancia de lo débil, de la víctima de autodenominación, que es la militancia que ha dominado la escena desde hace un par de décadas, quizá tres.
Algo de lo fundamental en lo que pasa con el virus de la corona es su carácter de llamar a la acción perentoria, mucho antes de poder pensar. El mundo había venido construyendo su nube fantasmática, nube llena de formas que parecen realidades seguras, pero aplazadas; el apocalipsis, desde luego; pero también sus versiones seculares, el fin de Occidente spengleriano, el invierno termonuclear de la guerra fría, el apocalipsis zombie de los videogames, o una conformidad orwelliana y boba de sujetos ya no pensantes, sin forma propia interna ni mecanismos de reconocimiento y proyección de la misma.
Pues bien, hemos logrado, en un acto planetariamente fallido, casi grandioso de tan infundado, que la nube haya coagulado y se haya convertido en una realidad posible. No fueron los hospitales que colapsaron —más allá de unos pocos en el norte italiano o en Madrid, que por lo demás colapsan a menudo sin que nadie se entere: fue la nube de miedos la que se hizo noticia.
Es el signo de una humanidad que hace veinticinco o treinta años decidió que su único saber posible iba a ser “la ciencia”. Pero no la ciencia de laboratorio, sino su gigantesca dilución para consumo de los niños, y de los adultos des-educados. La ciencia como argumento de autoridad. Es decir, la ciencia de la televisión, la ciencia de Animal Planet, de la idiocia ecopsicosociologizada, la ciencia de la política de la OMS, y la pseudociencia de las grandes cadenas. La ciencia cancelada hasta alcanzar el nivel del entretenimiento. No la ciencia de los modestos científicos, sino la ciencia de los panelistas de los programas de la tarde.
Esos panelistas están excitados. Todo se les ha vuelto real. Apenas se dieron cuenta que había sonado la alarma, le llamaron al virus de la corona “la pandemia del siglo”, sin preocuparse por conocer un miserable dato científico seguro sobre él. Se trató de rumores llegados de la China —o de la Organización Mundial de la Salud, llamada con sorna recientemente por el Primer Ministro japonés “Organización China de la Salud”. Y toda una preparación que vimos armarse ante nuestros ojos durante años y años de abandono de la responsabilidad crítica individual, se desplegó en tiempo record.
Los gobiernos locales volvieron a existir de golpe. La corona les concedió soberanía de la mañana a la noche. Los liberales temieron por su poder, y se vendieron a la creencia de que solo se salvarían con Keynes, o con él perecerían. Se volvió a tomar el control territorial y fronterizo. Se emitieron decretos. Se detuvo y procesó a las personas que salían a pasear el perro. En Inglaterra, la llamada Blue Lagoon, un charco transparente, fue intervenido por la policía con tinta negra para que la gente no tuviese la intención de ir subrepticiamente a bañarse en él —pero el gobierno inglés sigue permitiendo que miles pasen de llegada por el aeropuerto de Heathrow, sin test alguno, congestionándolo sin freno e importando el virus en tiempo real al mismo tiempo que se secuestra a la población en su propio arresto domiciliario. Es lógico: los poderes de la hora saben que, si quieren sobrevivir, tienen que estirar esto hasta que se logre que el discurso que se puso en vigor resulte convincente.
Todo se tratará en un círculo autoconfirmatorio: las predicciones y los modelos no se cumplieron, pero siempre se puede decir que fue gracias a las medidas que se tomaron. Y las medidas que se tomaron tienen una eficacia desconocida, nunca se midieron científicamente en sus efectos antes, y tampoco es posible saber cuánto exactamente fueron seguidas, ni si se tomaron cuando había ya 80% o 2% de infectados en cada lugar. Pero siempre se puede invocar las estadísticas monstruosas lanzadas antes, para demostrar que han sido efectivas. Así, modelos epidemiológicos disparatados porque fueron corridos con datos escasos y de baja calidad justifican las medidas, y las medidas justifican los modelos epidemiológicos disparatados. Ese es el círculo, y de él no se saldrá porque todo el capital político de muchas grandes naciones, y muchas pequeñas, ha quedado empeñado a ese círculo.
Pareciera que cierta mentalidad dominante, esa militancia de lo débil, ha logrado por fin autoinflingirse un arresto domiciliario deseado. La población peleará para que no se lo quiten. ¿Cuál es el plan? Reducido a su mínimo denominador común, sería considerar que infectarse con un virus pulmonar es algo que el Estado puede, y no debe, permitir.
Casi todos se han plegado. Los que viven de su trabajo, al tiempo que admiten con una sonrisa el suicidio de lo que construyeron en su vida, confían en que el Estado se hará cargo. “Todos somos el Estado” gritan. Por fin. Otros sacan viejos recibos a cobrar: “¿han visto?, ante un evento así, sólo el Estado podía salvarnos”.
Las oposiciones piensan que este es el modo de complicar a sus respectivos gobiernos, y se suman. Los empleados públicos parecen estarlo viendo todo con beneplácito, creyendo que se radicaliza la variable seguridad de empleo y sueldo, en la medida que se debilitaría la molesta política antigua que hablaba de productividad y controles. Los empresarios, al tiempo que disfrutan de un ocio relativamente más lujoso, danzando al filo del abismo, pagan piezas publicitarias que hablan de la solidaridad y que pintan a sus antiguos clientes como familias modelo y amistades prístinas, chocando sus copas en la reunión que vendrá. Son los empresarios mismos los que sueñan con un futuro en el cual será el Estado el que les dará sus prebendas, a cambio quizá de hacerse formalmente miembros del Partido Comunista de la Tierra.
De hecho, toda esta “pandemia del siglo” tiene la estructura de un préstamo usurario. Lo es, primero, a nivel del discurso. Los “modelos científicos” que en su momento se presentaron como indudables nos prometieron, literalmente, millones de muertos si no se tomaban medidas que podrían implicar, dependiendo de cuánto duren, golpes durísimos a las sociedades y las economías existentes –hay quien conjetura que, precisamente, eso es lo bueno. Destruír un viejo orden a fuerza de miedo, y que lo suplante lo que sea.
Hoy los impulsores de ese “partido de la epidemia interminable” intentan aplazar cualquier salida, hablando de meses, de años. Ese discurso prometió cómodas cuotas, pero ahora va mostrando que en realidad sus cuotas no tienen fin a la vista. Curiosamente, no le conceden ni estacionalidad ni ciclo al virus. Se trataría así de la primera epidemia respiratoria que no sigue el ritmo conocido de ascenso y caída relativamente rápida de todas las anteriores. Se ha censurado por parte de los medios la consideración del clásico y absolutamente comprobado concepto de “inmunidad de manada”; se amenaza que cortar cualquier aislamiento implicaría la vuelta cíclica y para siempre de la muerte por asfixia.
Al mismo tiempo, esa mentalidad de usura parece estar prometiendo hoy que habrá dinero dulce para todos, concedido desde arriba. Los estados nacionales deberán endeudarse para ello hasta niveles desconocidos. Es previsible que será hasta el momento de empezar a pagar que durará la fiesta de la soberanía que se está viendo a nivel de los gobiernos locales. No es extraño que una de las empresas usureras exhiba, aquí en Uruguay, una larga pieza publicitaria en horario central en la que pasa mensajes emocionales y promete que la reunión llegará, inexorable y felizmente, al final. Olvida anotar que la cobranza de estos créditos a la irracionalidad también llegará. Ya lo había advertido Dostoievsky: “los sensibleros son generalmente inmorales”.
A la des-educación de la población, al abandono durante décadas del modelo de sujeto con capacidad crítica y de pensamiento propio y disidente, le sucede naturalmente, en el día a día, el meme alarmista en la red social; y el nivel de más alta inteligencia promedio actual pareciera ser el de la conferencia de prensa. La humanidad entera pareciera estar en manos de una mentalidad adolescente (derechos irrestrictos, tribalidad autoconfirmada, y una relación con la producción y lo material delegada tras una pantalla de simulaciones sin consecuencias). En la conferencia de prensa, al paper científico y al científico independiente le suceden el burócrata divulgador de ideología. Al virólogo real, hoy eliminado de todas las grandes pantallas, le sucede su versión maniobrera, el Dr. Fauci, o su versión bufa, el Dr. Tedros.
¿Cuál sería el antiviral definitivo, la vacuna real? Lo han señalado desde el primer día expertos como John P. Ioannidis (Stanford University); la Profesora Sunetra Gupta (Oxford University); Jay Batthatchaya y Eric Bendavid (Stanford University), el Dr. John Lee (NHS británico), el Dr. Knut Wittkowsky (Rockefeller University); Wolfgang Wodarg (médico, y ex Jefe de la Asamblea Parlamentaria del Consejo para la Salud de la Unión Europea), y otros. La solución sería relativamente simple. Habría que conocer el virus de la corona científicamente, y tomar medidas acordes a su peligrosidad real, la que no es conocida mirando la cobertura catastrofista, irresponsable y anecdótica que están haciendo de él los medios masivos. Para ello, es preciso medir el número de infectados en una población en base a estudios serológicos muestrales que midiesen los anticuerpos en cada sujeto, para conocer cuántos estuvieron ya infectados sin síntomas, sumando eso a los infectados determinados por los tests PCR. Hecho esto, replicado para obtener mejores márgenes de seguridad estadística, habría que determinar además cuál es el “exceso de mortalidad”: cuántos de los muertos que hoy se atribuyen al virus de la corona murieron específica o principalmente por él. Obtenidos así denominador y numerador, se podría saber cuál es la tasa de letalidad del virus por infectado. Y obtenida la tasa de letalidad del virus, se podría decidir si estamos ante un fenómeno radicalmente nuevo, o ante una versión mucho más grave, igual, o menor, de los fenómenos virales que acontecen periódicamente a la humanidad.
Esos y otros expertos independientes, prestigiosos, y sobre todo valientes, han observado de múltiples formas que hubo grandes preguntas para hacer y responder antes de trancar el globo. Evidentemente, la presión hacia el cumplimiento de cierto sueño ecuménico impreciso, y también una bola de nieve que se creó bajo el influjo de los media y ciertos agentes políticos internacionales y nacionales fue más fuerte.
Ahora, como es natural luego de lo que se ha informado, una mayoría de ciudadanos pelea a brazo partido para que no los dejen salir de casa. La inexorable responsabilidad que tenemos todos por haber nacido ha logrado su licencia, y no se la quiere perder. Siempre se podrá inventar una serie de argumentos circulares para postergar la salida. El Estado, y el SuperEstado, podrían ser los invocados. Se les exigirá el fin del dinero, el teletrabajo indefinido, la eliminación del cuerpo infeccioso del otro si hace falta, la intervención biopolítica a mano armada. El sueño es obtener seguridad absoluta frente al trabajo y la muerte. La vida sanitizada, sin su dimensión de tragedia, se convirtió en una reivindicación.
Una parte de esta nueva humanidad formada en todos estos años de fiesta relativista y distancia de los hechos duros no querrá dejar escapar esta gigante ilusión que se le ha dado. ¿Cómo se permitirá a la realidad, elocuente allí afuera, obtener de nuevo un poder de convicción suficiente?
Esta es la crisis en que la virtualidad tomó finalmente el poder a nivel global. La realidad virtual no precisa de tecnologías costosas. Basta con tomar medidas durísimas contra la rutina de los hechos externos (impedir la salida, el trabajo y la escuela), y la población inferirá, como es natural, que ahora sí estamos ante algo nunca visto.
Lo que esté o no esté ocurriendo se vuelve irrelevante, en la medida en que la realidad virtual de la comunicación global en tiempo real diga lo que sí está ocurriendo. La disidencia científica es acallada, y es la ciudadanía la que exige que no se le diga lo que no confirme su burbuja planetaria.
Y claro, una vez más se ha sustituido el debate de los datos por una retórica del poder, de la “inundación de discursos en los medios masivos que confirmen nuestra visión”, como anticipaba uno de los participantes de un simulacro de pandemia de coronavirus corrido en New York el 18 de octubre de 2019. Que ésta logre o no mantener su escenario enmascarillado por mucho tiempo, dependerá de muchas cosas. Confiemos en que no sean la hambruna o la violencia desatada las que reenganchen al sujeto con el cuerpo, y con lo que de hecho sucede.