ENSAYO
Por Diego Andrés Díaz
Lula, el soldadito globalista
Me imagino la experiencia alucinante que puede significar para muchos de sus “seguidores de generación”, el escuchar las palabras del flamante presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, en su encuentro con su colega estadounidense, Joe Biden. El contenido de esta conversación, que tiene en un breve video la parte expuesta a los medios, es de un nivel de claridad altísimo, y solo podría ser soslayado el significado real de lo que allí manifiesta, en estas sociedades donde parece dominar la tendencia a hacerse trampas y mentirse, a estafar la consciencia propia con mentiras autoindulgentes. Las declaraciones no necesitan de complejas interpretaciones, ni de sofisticadas teorías explicativas: lo de Lula es bien claro y directo.
Un primer capítulo de la exposición de Lula, basado en la idea de “recolocar a Brasil en la nueva geopolítica global”, radica en el perfil que establece como directamente relacionado a la “cuestión climática” (minuto 4:00 en el video) y el problema de la Amazonia. Según el mandatario brasilero, este territorio fue víctima de la “irracionalidad política”, y se compromete a transformar ese territorio en un “santuario de la humanidad” (la apelación religiosa va en consonancia con el carácter de nueva religión global ecuménica que intenta ostentar el progresismo).
En este sentido, sobrecargando el discurso con apelaciones sentimentalistas sobre el futuro de la humanidad y la necesidad de preservar el ecosistema -soslayando detrás de esto el núcleo central del problema, que está relacionado con quien es en última instancia el decisor legitimo del destino de esas tierras- su planteo deriva al tema que está detrás de su parlamento climático -y racial, e igualitarista, y en general con todos- y esta expuesto de forma clara de la siguiente forma (minuto 7:10): “…construir una gobernanza mundial más fuerte, porque para la cuestión climática, nosotros tenemos que tener una gobernanza global fuerte que tome decisiones, que todos los países sean obligados a cumplir, si no lo tenemos, no funcionará. No sé si es en el Foro, no sé si es en la ONU, si es en el G20, no sé si es en el G8, mas alguna cosa nosotros tenemos que hacer, para que la gente (¿?) obligue a los países, a nuestros congresos, a nuestros empresarios, a acatar decisiones que nosotros tomamos a nivel global…”. Este largo parlamento es una verdadera declaración de principios sobre la necesidad de un gobierno mundial que someta y discipline a los gobiernos nacionales bajo su dirección, incluidos los “congresos”, es decir, a los representantes legítimos de “la gente” en las democracias occidentales. La contradicción e hipocresía de sus palabras es rematada cuando le manifiesta a Joe Biden que “puede contar con Brasil en la lucha por la Democracia”. Parece que las decisiones de los congresos y parlamentos -históricamente los órganos donde se manifiesta la representación política de los ciudadanos en las democracias occidentales- no son parte de la “democracia” por la cual esta dispuesto a pelear Lula y Biden.
La cuestión de la Gobernanza global, del centralismo político como verdadero peligro para la libertad, del globalismo como ideología, de la tentación histórica de perfil autoritario que el progresismo tiene con respecto a su sueño futurista de un mundo gobernado de forma única e igualada, ha sido una cuestión que hemos abordado hasta el hartazgo en nuestra revista, y de la que me he dedicado a escribir con bastante asiduidad. Ahondar en ello sería machacar sobre lo ya planteado. Igualmente, este tipo de expresiones contundentes no deja de significar un verdadero terremoto para ciertas sensibilidades y categorizaciones filosóficas y políticas, manifiesta con total contundencia los temas centrales del momento histórico -el centralismo político, el proyecto progresista global- a la vez que revela una nueva prueba con respecto a la absoluta orfandad de debate en el ámbito local sobre estos tema, como tantos otros en los últimos tiempos. En estos días, la nueva bestia negra de los medios mainstream, Elon Musk, se refirió a este tema en la “Cumbre de Gobierno Mundial”, para rechazar de plano la idea, advirtiendo que el gobierno Mundial “podría llevar al colapso de la Civilización”.
Sería un extremo imaginar que dentro de las ambiciones de Lula se encuentra ser parte constitutiva y vertebrada del proyecto del progresismo de los países desarrollados, basado en una especie de “revolución antropológica” radical y futurista, y no más bien ser un furgón de cola que captura alguna de sus prebendas. Sus metas parecen ser más bien locales, regionales y centradas en disputas domésticas y continentales de poder, control estatal y otras características “tradicionales” de la lucha política sudamericana. Sin embargo, en lo que respecta a la praxis política, no hay grandes diferencias con respecto a sus compañeros del primer mundo, ya que utiliza idénticamente el credo binario presente en el relato progresista de las potencias centrales, aunque la manifestación radical del mismo -el antifascismo- en general es matizado en América Latina por otras formas de binarismo: al progresismo -o la “Democracia”, según la última moda del Partido Demócrata de EE.UU. imitada en América Latina- por un lado, y la bestia negra, que suele tener otros nombres con mas “mordiente”, de los cuáles “dictadura” es uno de los clásicos, y “neoliberal”, el más extendido y utilizado.
En ese sentido, la izquierda progresista latinoamericana no se diferencia en absoluto, y mas bien imita, las practicas discursivas de su homólogo occidental de los países centrales, machacando en un dualismo que se agudiza en la medida que asume con más claridad una dimensión mesiánica. El progresismo latinoamericano no tiene, históricamente, como es notorio en el caso de los EE.UU., un tono salvífico y místico en su auto percibida misión, pero cada vez más representa la religión sustitutiva de su mundo futurista. Para ello tiene una larga tradición estatolátrica que compensa su falta de pietismo.
El proyecto de ingeniería antropológica futurista que plantea el progresismo globalizado requiere de un constante y radical modelo de reeducación de los individuos y las sociedades, que se parece más a una secuencia interminable de tsunamis que constantemente arrasa cualquier estructura, que a un modelo mensurable de “humanidad”, ya que es evidente que considera que la “reducación constante a la fuerza” es el único y más efectivo método de lograr
una sociedad sin ninguna señal de traditio, una típica y antigua característica de muchos de los movimientos futuristas religiosos y políticos occidentales de los últimos siglos. La obsesión por reeducar esta relacionada con disolver cualquier sentido de la realidad precedente.
Lula, como toda la izquierda radical latinoamericana -que se transformó en la sede local del progresismo globalista- utiliza desde siempre esta estrategia dualista en las mismas coordenadas que es moneda corriente, a diferentes niveles y con variados tonos, en los países centrales. Esta estrategia de política penitencial basada en el programa dualista, donde cualquier disidencia o alternativa es presentada como fascismo, neoliberalismo o dictadura, sin mayor diferenciación en esas consideraciones, no opera como algún tipo de descripción real, sino simplemente como relato en forma de bombardeo, con el fin de mantener un control rígido de los discursos, de la “vulgata” política aceptable, y especialmente, de las iniciativas políticas emergentes. Así, todas las alternativas políticas al progresismo latinoamericano -progresismo que acepta bajo su cerno a un espectro variopinto que va desde el chavismo reformado hasta la “vieja derecha empresarial”- apelan a acusar de fascista, dictatorial o neoliberal a cualquier propuesta política emergente en Latinoamérica.
Este modelo de praxis y discurso le da, como al progresismo de los países centrales, una serie de ventajas difíciles de compensar por parte de sus adversarios. En este sentido, la violencia política es ejercida mayormente por la izquierda militante, que recibe un manto no solo de justificación, sino de sus actos son presentados como una acción redentora y la manifestación del talante popular -el paralelismo con la impunidad de acción del movimiento antifa y BLM en el primer mundo es notorio-, y en cambio, las manifestaciones de sus adversarios -incluso las que derivan a acciones violentas- son minimizadas -aunque sean millones de personas movilizadas, o rápidamente señaladas como fascistas o intentos golpistas antidemocráticos. Este modelo ha demostrado ser sumamente exitoso, ya que el progresismo occidental ha logrado promover diferentes legislaciones que intentan, de una forma u otra, criminalizar a su adversario para disuadirlo de cualquier intención política, promover políticas públicas de censura, o “limpieza” -como reclamo en un reciente discurso- apelando a tipificar a sus adversarios de promocionar “discursos de odio”, como esta intentando llevar a cabo Lula en este momento en su país.
Esta situación igualmente ha generado disputas y desencuentros a la interna de las izquierdas latinoamericanas, porque resulta insoslayable que existe también una tradición más ortodoxa, más rebelde y reactiva al internacionalismo, que la que hoy domina a sus anchas. A diferencia de sus hermanos occidentales -europeos y norteamericanos- donde se han transformado en cosmopolitas, desnacionalizadas y sumisas; en la izquierda latinoamericana la tradición “nacional” -traducida en lo nacional-estatista, en lo anti imperial, en lo localista, en lo populista- es aún fuerte, y por ahora no se ha disuelto frente a la omnipotencia, omnipresencia -y enorme financiación- del modelo progresista global de moda, hoy dominante. A este último, Lula apuesta todo en Brasil.
El Terror
La deriva radicalmente autoritaria del progresismo occidental, avanzando a diario en propuestas de control, persecución y violencia frente a los disidentes, apuntalado por los medios de comunicación tradicionales -que anclaron su singladura existencial a la suerte del modelo globalista del progresismo, por temor a perder su posición privilegiada- no representa algún tipo de señal de conquista y avance necesariamente real, como aparenta, sino más bien puede representar una señal de debilidad.
Se puede alegar que su modelo de control generalizado y absoluto de los sistemas educativos y de los medios maninstream le otorgan al progresismo poderosas ventajas frente a sus adversarios y lo aísla de críticas y cuestionamientos -a través de la cancelación y la censura- y a todo esto se le suma la copiosa e interminable financiación que los organismos internacionales y las empresas prebendarias del modelo le dispensan. Pero, en esta demostración de poder, lo que subyace es la constante necesidad de apelar a la técnica -técnica en el sentido amplio, que involucra desde instituciones y normas, a ingeniera social, lenguaje, medios de producción o culturales- y su uso como “dominio mecánico del contorno humano” para mantener sus posiciones, que siempre están en jaque por dos factores importantes: la readecuación de esas mismas técnicas por parte de sus variados adversarios para evitar sus controles y su poder; y la constante derrota a mediano y largo plazo que demuestra el progresismo cuando busca conquistar los corazones -y lograr la mimesis general, la victoria definitiva- y hacer efectiva su rueda de ingeniería social.
Creo que lejos de demostrar su fortaleza, lo que proyecta es una notoria debilidad. El progresismo tiene en su interior una esencia jacobina -fruto de representar dos modelos hermanos de igualitarismo radical- que lo lleva a entrar en un espiral de violencia y autoritarismo, lleno de autoindulgencia y mesianismo, fruto de sus constantes saltos hacia delante con resultado esquivo, infructuoso, inconstante, que le regala rebeliones y desconciertos constantes. Esto se traduce en la implementación de una escalada autoritaria que hoy vivimos: vence, pero no convence, sino a la fuerza.
El síntoma se expresa cristalino en cada discurso del proyecto progresista, que, como Lula en el encuentro con Biden, entiende la democracia no como el gobierno de la ley, sino como un régimen de virtud. Y la política de la “virtud”, ofrece ahora a los progresistas -como con anterioridad a los jacobinos- la representación informal y autoproclamada de “la gente” -o el pueblo, o la nación-, y encarna de forma “autónoma” la regeneración de la sociedad. Y esa representación justifica todo, incluida la censura y la violencia. La misión lo justifica. El terror aplicado, así es aceptado.
Este estadio se lo conoce históricamente, en el caso jacobino, como la etapa del Terror. Bienvenidos al Terror progresista.