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Por Mariela Michel

Recientemente, el Ministerio de Educación y Cultura dio a conocer una “Guía para la presentación de solicitudes de reconocimiento universitario para la formación en educación y criterios de calidad”. Los egresados de instituciones de nivel terciario que cumplan con los criterios establecidos recibirán el título de “Licenciado en Pedagogía”. Una antigua interrogante se reaviva con este proceso: ¿cuál es el rol del docente en la relación educativa? 

En el marco de esta discusión, vuelven a surgir viejas interrogantes que tienen el potencial de generar un interesante debate público, pero que en los últimos años ha perdido protagonismo en los medios de comunicación y en los ámbitos con capacidad de llegar a la población general. Alguien podría considerar que un debate sobre el rol docente debe estar restringido a entornos especializados. El riesgo de este tipo de restricciones – tenemos un ejemplo reciente en el caso de la llamada “pandemia” con la exclusión de los ciudadanos comunes de los intercambios de opiniones sobre temas exclusivos para científicos – termina por silenciar a la mayor parte de la población, y dejarla fuera justamente de la toma de aquellas decisiones que afectan decisivamente su vida cotidiana. Las decisiones de especialistas son válidas, siempre y cuando tomen en consideración las opiniones de quienes estamos inevitablemente afectados por ellas.  El ámbito de la experiencia es la mayor fuente de datos para cualquier tipo de conocimiento y para toda discusión teórica. Y la experiencia es el dominio de las personas comunes que somos todos, inmersas en los problemas y gratificaciones de la vida cotidiana.

Por eso, es vital incluir las reflexiones que se apoyan en las anécdotas que todos tenemos y que dejaron marcas que poseen el potencial de volverse una fuente valiosísima de sabiduría incrustada en nuestras vivencias. El conocimiento del rol docente lo adquirimos desde el lugar más cercano a éste, a saber, el rol de alumno. A partir de la infancia, junto con el conocimiento curricular todos fuimos aprendiendo los secretos del vínculo docente-alumno, que fue casi tan cercano como los vínculos familiares, durante los años cruciales de nuestra formación.

En este texto, intentaré recoger alguno de los puntos que considero están implícitos en los diálogos cotidianos, para que podamos rescatarlos de cierto letargo en el que muchos temas sociales han caído. Quizás esto ocurrió por esa tendencia a dejarlos en manos de los especialistas, de aquellos que sin recibir el aporte de los no-especialistas, pueden quedar finalmente con las manos vacías. La pregunta sobre la función del docente puede abordarse desde diversos ángulos, pero para dar un puntapié inicial, prefiero en este texto plantear el interrogante sobre cuáles pueden ser algunos ingredientes, no tan secretos, que hacen que se produzca la magia del aprendizaje a todos los niveles. 

Algo huele a fracaso en el sistema educativo

Uno de los pilares de la educación a nivel universitario se encuentra en la lectura. Quizás esa idea es la que motiva la inclusión de idioma español como una de las competencias básicas de la formación del docente. Hablar de la “magia” del aprendizaje parece a primera vista algo exagerado, pero si escuchamos a muchos docentes de nivel secundario e incluso terciario, llegamos fácilmente a la conclusión de que la fórmula y la combinación de elementos que producen el aprendizaje está lejos de ser conocida y, a fortiori, aplicada. La lectura aparece como una de las bases sobre la cual todo el conocimiento universitario se apoya. Sin embargo, basta escuchar a los docentes de secundaria, para darnos cuenta de que los estudiantes llegan a este nivel, con carencias muy importantes en competencias cruciales como lo es la “comprensión lectora”.  Hace dos días, en una charla de evaluación sobre los efectos de la “pandemia” en la librería Babilonia, un docente de secundaria tomó la palabra para referirse a temas que incluso trascienden la época de la “pandemia”, y que se pueden rastrear años atrás, cuando ocurrieron dos rupturas fundamentales. El habló de “una ruptura de credibilidad del mundo adulto (…) y de una ruptura intelectual. En las capacidades de lecto-escritura, hay una ruptura que es abismal y es aberrante, y me parece excelente la pregunta sobre qué vamos a hacer con eso.”

El rol del docente y la competencia de lecto-escritura

Elijo, no al azar, esta competencia, por ser uno de los pilares en el que se apoya todo el andamiaje de la formación universitaria. Sin las capacidades de comprensión lectora y de escritura, no es posible dar los primeros pasos en la educación una vez que dejamos la escuela. Y es en relación a esta competencia que ya hace un buen tiempo, ha sido planteada una pregunta recurrente: ¿cuál es el rol del docente?

En este momento, acude a mi mente un libro clásico de Frank Smith (Understanding Reading, 1971) que analiza desde el punto de vista psicolingüístico el proceso de lectura y de la actividad de aprender a leer. Si el lector me permite empezar por el final, la obra concluye con una aparente paradoja. Luego de fundamentar sistemáticamente las razones por las cuales no se puede “enseñar” a leer, Smith sostiene que cuando entendemos esto, el rol del docente se vuelve aún más importante. Una síntesis de su argumento se basa en que el aprendizaje de la lectura no es muy diferente de otro tipo de aprendizaje. Si intentamos enseñar a un niño la diferencia entre un perro y un gato, nos vemos ya en graves problemas. No podemos sino coincidir con Smith en que lo único que podemos hacer es mostrarle a un niño dos imágenes y decirle: “a esto le llamamos gato y a esto le llamamos perro”. Luego, el niño tiene que arreglárselas para descubrir la diferencia. En la lectura sucede algo similar. La comprensión lectora depende de nuestra independencia de la lectura letra por letra o palabra por palabra. Igual que en el tema del perro y del gato, la lectura se basa en la búsqueda de elementos distintivos. En esa tarea, dice Smith, lo más importante es lo que sucede en nuestra mente, lo que queda cuando apagamos la luz. La comprensión lectora sólo puede adquirirse si nos focalizamos en el sentido, porque es a través del sentido que procedemos a formular preguntas, y apenas necesitamos apoyarnos en pocos elementos gráficos, para encontrar las respuestas, y así continuar la lectura que está motivada por “el placer del sentido” (F. Smith). Sin duda, la búsqueda del placer es la mayor guía que traemos desde la cuna. Si el secreto de la comprensión lectora está en descubrir el placer del sentido, estamos todos salvados, la educación es muy fácil. Y sin embargo……

En la siguiente pregunta, está implícita una discusión que encontramos en todos los procesos de reformas educacionales: ¿la docencia debe estar focalizada en impartir conocimientos o en generar las condiciones para que el alumno tome el rol protagónico en la búsqueda de los conocimientos? Sobre estos dos ejes gira un debate recurrente, pero poco desarrollado sobre una educación tradicional que algunos consideran de tipo vertical en contraposición a una educación centrada en el alumno. Las críticas a la educación tradicional estarían apoyadas en educadores tales como Paulo Freire, que cuestionó una tendencia a fomentar la “educación bancaria”, una metáfora que describe el acto de transmitir conocimientos como si fuera la operación de depositar dinero en un banco. Se depositaría el conocimiento en el alumno de tal modo que a éste se le impide asumir un rol activo en su propia educación, y de ese modo termina por perder su natural motivación para el aprendizaje. Surgen así la distracción y la consiguiente necesidad de motivar a los estudiantes con gratificaciones externas como lo es la nota y las felicitaciones de los docentes, o los castigos, cuando el aburrimiento los lleva a portarse mal en clase. 

En ese aspecto, el cambio hacia una educación que coloca al estudiante en el rol principal resulta compatible con  teorías clásicas que describen la adquisición del conocimiento a partir de la exploración activa del mundo y del error. Mediante la observación cuidadosa y sistemática de niños Jean Piaget demostró que, lejos de ser pasivos, todos estamos naturalmente motivados para el aprendizaje, desde los primeros pasos y balbuceos. Ya quedan pocas dudas sobre el ímpetu de la motivación interna. Entonces, ¿cómo se explica que un niño que entró al sistema educativo con el viento en la camiseta y airoso, luego de logros importantísimos como pararse, correr, saltar, hablar, comer solo y tantos otros objetivos sumamente gratificantes, llegue a primer año de liceo sin el dominio de uno de los fundamentos de la educación inicial, la lecto-escritura?

Desde los primeros pasos hasta el egreso universitario

A lo largo de todo el proceso educativo, la pregunta es siempre la misma: ¿quién lleva la batuta en ese proceso? Si pensamos que es el bebé quien decide el momento del parto cuando segrega una hormona en el torrente sanguíneo de su madre que provoca las contracciones, no podemos dudar que es el alumno quien guía su proceso de aprendizaje. Sin embargo, algo pasa desde que el bebé señala el momento de nacer, hasta llegar a un adolescente que pierde el timón, porque tiene dificultades en la comprensión lectora. Evidentemente, algo estamos haciendo muy mal. 

Sin comprensión lectora, un estudiante que llega a la universidad sólo puede seguir avanzando, si se aferra a la mano de un docente que procese las lecturas y se las devuelva digeridas. Resulta muy difícil recuperar el rol activo, una vez que éste se pierde, pero se continua con el avance curricular. En los años 70, en los ámbitos universitarios, los grupos operativos basados en la propuesta de Pichon-Rivière estaban en auge. Uno de los objetivos de estos grupos era lograr que los estudiantes asumieran la iniciativa en la búsqueda de conocimientos. Los estudiantes universitarios nos veíamos sorprendidos por docentes que se negaban rotunda y silenciosamente a pararse frente a la clase y dar la lección. No fue fácil entender esa propuesta para quienes veníamos de una educación de muchos años de estar sólidamente sentados en pupitres sacando apuntes. Por supuesto, en Facultad de Medicina, el proyecto de ciclo básico basado en grupos operativos fue lo primero que desapareció, cuando la dictadura tomó cartas en el asunto. Lo curioso es que no haya sido restituido con el retorno a la democracia. Las clases tradicionales han vuelto a ser lo habitual, en la mayor parte de los centros educativos. En las escuelas, si bien se habla de una educación en la que el alumno toma protagonismo, basta con mirar la distribución de los pupitres, para darse cuenta de que el rol de los alumnos se ha vuelto cada vez más pasivo. Si se considera importante que el alumno tenga un rol protagónico, los docentes hubieran puesto el grito en el cielo, cuando se habló de tapabocas y de distancia social.

De todos modos, la sensación de aquellos años en que se logró recuperar el protagonismo educativo, en la universidad, dejó en algunos de nosotros un inconfundible sabor a verdad. Luego de haber trabajado con niños, esta convicción se vio fortalecida. Hoy creo fervientemente en que confiar en su propia motivación para el aprendizaje es el camino para que se desarrollen plenamente, y para que continúen su vida como adultos ávidos de conocimiento, con la necesaria confianza en si mismos. 

La educación centrada en el niño, no parece haber conseguido tener en cuenta al niño. No parece haber entendido que para el alumno la presencia del docente es el tesoro más preciado.  Se trata de una consigna que termina por dejar al niño solo en el mismo pupitre que lo silencia.  De ese modo, surge la nostalgia por una educación tradicional que, dejando poco espacio para el desarrollo de la motivación del alumno, al menos aporta una presencia firme del adulto a su lado. Por eso, la pregunta sigue aún sin respuesta: ¿en qué momento del proceso y en función de qué error garrafal perdemos a los estudiantes? ¿En qué momento ellos pierden su motivación? ¿En qué momento dejamos el placer fuera de los edificios educativos?

¿Y finalmente, el rol del docente cuál es?

En verdad, la motivación para el aprendizaje está en nosotros, pero aún así el aprendizaje siempre requiere de la presencia de un docente. Si el docente no está allí para transmitir el conocimiento de modo vertical, entonces: ¿para qué está?

Quizás en este texto solo queden planteadas algunas preguntas y algunas respuestas tentativas. Como me sucede a menudo, creo que la mejor manera de encontrar respuestas sobre el proceso educativo es escuchando a los niños, que son quienes mejor conocen, desde sus etapas iniciales, el ámbito en el que pasan la mayor parte de sus días. En su ensayo en el número 46 de esta revista, Andrea Logotetis señala dos competencias claves relativas al rol docente: “escuchar al niño y acompañar su proceso de maduración”. También menciona un aspecto que coincide con la propuesta de Smith (1971) formulada muchos años antes: “las habilidades no se aprenden, se desarrollan y para que ese proceso se dé, se han de respetar dos importantes factores: la maduración y el aprendizaje.”

Entonces una vez más, escuchemos lo que los niños tienen para decirnos. Cuando trabajé como psicóloga en un Club de Niños en una zona considerada de contexto crítico, pude ver cómo los niños buscan el aprendizaje contra viento y marea. Los niños con los que trabajé durante dos años no podían estar en condiciones más adversas para su desarrollo. Las terribles amenazas que sufrían en un entorno en el que sus terrores nocturnos eran tan reales como los sonidos de balas o de tormentas que hacían literalmente temblar los techos con tal intensidad. Y la única forma de protegerse que ellos encontraban era colocar los championes en forma de cruz debajo de la cama.  

Si dejamos por un momento de lado estas dificultades y las relacionadas con su entorno familiar, restan aún los conflictos que surgían en un espacio supuestamente diseñado para ampararlos. En ese ambiente, que debía ser protector, ellos encontraban razones adicionales para un sufrimiento intenso y visible, con escasos momentos de actividad libre y distendida. Muchos de esos niños pasaban la tarde con el ceño fruncido, con la musculatura tensa, quietos en sus asientos a fuerza de amenazas, penitencias y suspensiones, que según se me explicó al entrar, eran el único lenguaje que estos niños entendían. Les quedaba muy escaso espacio emocional para el aprendizaje, entre los desbordes impulsivos y las inhibiciones de sus posibilidades expresivas.  

Sin embargo, su deseo de aprendizaje no dejó de sorprenderme cada vez que tuve la oportunidad de darles la oportunidad de expresarlo. Una de estas fue en ocasión de una penitencia colectiva a la que la coordinadora había sometido a cuatro niños con su voz potente y hábilmente modulada para atemorizarlos. Yo estaba trabajando en un cuarto conseguido a duras penas, con un niño que necesitaba mucho apoyo, y que lo requería constantemente. En determinado momento, una educadora golpeó la puerta con conciencia de que estaba interfiriendo, pero no se atrevió a desafiar la orden de la coordinadora. Comenzó a explicarme que “Ella” quería que yo hablase con  algunos niños que estaban distorsionando el funcionamiento del club. Debido a que mi situación laboral era precaria, y que yo deseaba seguir trabajando allí, en esa ocasión decidí no ofrecer resistencia, a pesar de que eso implicaba invadir el espacio del niño a quien estaba atendiendo. Acto seguido, entraron los cuatro niños considerados más difíciles del club, con un estado de ánimo aún notoriamente alterado por el enojo. Apenas se dispusieron a descargar sus sentimientos contra la figura de autoridad que en ese momento yo representaba, uno de ellos, que había pasado un buen momento el día anterior en la consulta y que además tenía un rol de liderazgo sobre sus compañeros, decidió cambiar el signo afectivo de esa reunión que recién comenzaba.  De pronto,  él dijo con tono decidido y enfático: “vamos a jugar al restaurante, y yo a esta clienta le voy a servir lo que ella quiera”. En cuestión de minutos, se distribuyeron los roles, y se puso en plena actividad el restaurante con innumerables platos y un equipo eficaz y solícito. Cuando llegó la hora de pagar la cuenta, surgieron los lápices y papeles, para poner los números en orden, y decidir sobre la cantidad exacta que la clienta en cuestión debía pagar. Lo que me sorprendió más fue la precisión con la que querían hacer bien las cuentas, no era sólo hacer “como si” estuvieran sumando, sino que la actividad adquirió seriedad y rigor matemático. Me di cuenta de que el trato preferencial que había recibido ese día no era en verdad en calidad de clienta, sino por haber ocupado para ellos el tan valorado rol de docente.

Hubo otras ocasiones como aquella en que un grupo de niñas que frecuentemente se peleaban de modo intenso, solicitaron concurrir a la psicóloga, para resolver sus problemas de relación. Lo sorprendente era que apenas cerraban la puerta, mágicamente se olvidaban de sus problemas y rencores, y proponían unánimemente  “jugar a las maestras”. Tampoco había ni un si ni un no, en el momento de distribuir los papeles. Era como si no quisieran perder ni un minuto del valioso tiempo de juego. Quien asumía el papel de maestra tomaba un libro y comenzaba a hacer dictados, no sin grandes dificultades para la lectura, que no lograban desmoralizarla. Ella procedía a dictar a sus alumnas, quienes con un descomunal esfuerzo escribían, borraban, corregían y lo hacían con admirable paciencia. Era evidente que ellas buscaban mejorar sus competencias, y que el juego les ofrecía esa posibilidad. 

Personalmente, en muchos momentos, sentí que yo estaba ocupando un rol docente que no me correspondía, pero que, por algún motivo, esas niñas solicitaban que ocupase. En reiteradas ocasiones, me hacían preguntas sobre la escritura que decidí responder debido a que la autoestima de las niñas estaba muy afectada, por un fracaso escolar que a ojos vista buscaban revertir.  

Conclusiones

Quisiera extraer las conclusiones con base en los elementos que estos niños consideraron que eran esenciales para ejercer el rol docente. En los momentos en los que solicitaron que yo cumpliera ese rol, también estaban emitiendo un juicio sobre qué actitud debía adoptar un docente para favorecer su aprendizaje. Algo que puede favorecer ese proceso en condiciones tan adversas, es muy probable que funcione bien en circunstancias más favorables.  

En primer lugar, sigo pensando que la actitud que ellos valoraban en mí era exactamente la misma que era severamente criticada por la coordinadora con respecto a mi desempeño en el club, y que finalmente, luego de un esfuerzo incansable de su parte, le permitió conseguir que la comisión directiva le concediese la firma de mi despido. Desde su punto de vista, la mía era una actitud extremadamente permisiva y una enorme dificultad para poner límites. Desde mi punto de vista, era otra forma de poner límites, y otro modo de conseguir el auto-control en el comportamiento de los niños. Sin lugar a duda, desde la escuela hasta la universidad, uno de los elementos fundamentales del rol docente es el poner límites. No obstante, la discusión sobre cómo hacerlo es mucho más compleja de lo que parece y de lo que mi antigua coordinadora estaría dispuesta a admitir. 

En segundo lugar, pero no menos importante, se encuentra el tema del conocimiento en sí mismo. No hubiera podido serles útil, si yo no hubiese tenido conocimientos de lecto-escritura. Pero, por fortuna, las exigencias académicas de mi cargo docente en ese momento no eran muy elevadas. 

En tercer lugar, pero creo que es el primero en importancia, está el secreto principal del logro educativo, ese que fue señalado por Frank Smith (1971) para la lectura, pero que se puede extender al aprendizaje en general. Todo docente que conoce su materia por haber elegido dedicarse a ella y que disfruta del ejercicio docente, aunque no se lo proponga, va a transmitir a sus alumnos el placer que le ocasiona el conocimiento, la exploración, y los descubrimientos en su área específica. 

Pienso ahora que el docente, que mencionó en esa charla las dos rupturas que existen en el proceso educativo, puso el dedo en dos llagas que, en realidad, no son más que dos caras de la misma moneda. La ruptura intelectual es inseparable de lo que él llamó “la ruptura de la credibilidad del mundo adulto”. 

En definitiva, los puntos mencionados anteriormente dependen estrechamente de la naturaleza del vínculo educativo. Quizás lo importante, no sea tanto dar protagonismo al niño, a pesar de que sin duda es un protagonista en su propio aprendizaje, sino al vínculo. Un elemento que no fue discutido en este texto, pero que requiere ser puesto en cuestionamiento y debatido de modo amplio y sin intereses políticos asociados, es el lugar que debe ocupar la tecnología en el aula. Aunque es importante en esta época que los niños adquieran conocimientos de informática, el lugar central que han adquirido las computadoras en los ámbitos educativos no puede sino debilitar la presencia del docente en el aula. La mediación de la pantalla corre el serio riesgo de convertirse en la interposición de una barrera en el vínculo humano. Los estudiantes claman por la presencia de un adulto que disfrute del encuentro con ellos y con el conocimiento. Ellos no necesitan mucho más que eso, para prepararlos para un futuro en el que pueden enfrentar cualquier desafío.