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Antes de empezar a escribir estas líneas, como si fuera ya un nuevo hábito cotidiano, una de esas rutinas que se van generando a lo largo del tiempo y que se repiten casi de manera inconsciente, hago una rápida recorrida por las más de 10 pestañas abiertas en mi navegador de Internet para enterarme de las últimas noticias sobre el desenlace de las elecciones en los Estados Unidos.

Por Leonardo Martín

Hace más de 15 días que repito y “refresco” el los diferentes sitios de noticias para enterarme con una curiosidad que, reconozco, hace tiempo no tenía acerca de un acontecimiento político, cómo terminará este sainete montado por el presidente Donald Trump.

Es un hábito, que racionalmente reconozco, no es bueno. La mayor y ¿más sólida? Democracia del planeta no debería tener al mundo en vilo durante casi un mes para saber quien será su próximo presidente, ni cuando comenzará la transición para que la vida continúe sin sobresaltos, que es lo que debe ocurrir al fin al cabo, y más en los Estados Unidos.

Sin embargo aquí estoy, tratando de reflexionar sobre las consecuencias de un hecho consumado: Que Joe Biden será, a partir del próximo 20 de enero el presidente número 46 de los Estados Unidos, pero sin poder contener la pulsión y la incertidumbre de ver minuto a minuto el desenlace y sobretodo la forma en que terminará este gran show que en los últimos 4 años ha montado el presidente Trump y que está finalizando, fiel a su estilo, de manera enigmática y caprichosa. 

La estrategia parece ser: Está bien, Biden será presidente, pero yo no perdí sino que me robaron la elección. Si bien es cierto que todos los días pierde alguna nueva batalla legal y sus apoyos van menguando entre los republicanos sensatos, todavía quedan algunos respetados (hasta ahora) y mediáticos aliados que sostienen las teorías del presidente. Entre ellos, quizá el más destacado sea el ex alcalde de New York, Rudy Giuliani. Todos ellos conscientes o no de lo peligroso que es cuestionar las reglas de juego y el cumplimiento de las mismas en una democracia que se precie de tal.

Confieso que me invade, de todos modos, cierta sensación de alivio. Todas las reflexiones en los días previos estaban cargadas de tensión, de agravios, de debates televisivos entre los candidatos más parecidos a aspirantes a gobernar una tribu primitiva que a quienes pretendían ser el primer mandatario de la potencia más poderosa del mundo. 

Y es que en muchos sentidos esta elección fue para los Estados Unidos y en alguna medida para gran parte del mundo occidental, una instancia histórica. Fue una elección en la cual, más allá de planes y agendas de gobierno, estaba en juego la decencia. La decencia de las formas democráticas. La decencia de dar un mensaje de unidad en la diferencia, de no apelar a la división permanente de la sociedad, que como la norteamericana sufre importantes desigualdades. 

Estoy convencido que la mayoría de los líderes del mundo occidental respiraron tranquilos cuando escucharon al futuro presidente dar su discurso el sábado posterior a la elección, una vez que los resultados ya eran evidentes para todos menos para Trump y sus más cercanos colaboradores. Más allá de compartir estilos, agendas, políticas, visiones, etc., están seguros que podrán hablar con respeto mutuo con el gigante del norte y que su relación, mejor o peor, no estará plagada de adjetivos, desplantes y afirmaciones destempladas por Twitter con los que cada mañana el mundo desayunaba al son del humor del presidente Trump. Era el regreso de los Estados Unidos al mundo. Un regreso, quizá sin el brillo y esplendor de otros tiempos, pero el regreso de la sensatez y la decencia. Sólo el haberla perdido en estos años da cuenta del valor que ésta tiene.

Hay sin duda muchas aristas desde donde enfocar este cambio de gobierno, en un momento muy particular del mundo y de los desafíos que sufre la democracia liberal a lo largo y ancho de occidente. Creo, sin temor a exagerar, que el triunfo de Biden es una bocanada de aire fresco, una luz de esperanza que permite pensar que todavía es posible rescatar algo del orden internacional de la segunda post guerra que Estados Unidos supo liderar con coraje y convicción.

Muchos de estos análisis intentan abstraerse de la política doméstica de los Estados Unidos, del estilo y de la forma de ser del presidente Trump para pasar así a lo que importa, es decir, el análisis de sus políticas, en particular de su política exterior y su actitud frente a los diferentes asuntos geopolíticos que por cierto aquejan al planeta y que esta administración encaró con relativo éxito en muchos planos. 

Se menciona así, la actitud hacia China. En efecto, Trump ha entendido cabalmente y ha puesto sobre la mesa la existencia de una nueva Guerra Fría, esta vez con otras armas y en otro planos. El desafío ya no es comercial, militar, económico, ideológico, etc., sino que el desafío civilizatorio que plantea China a Occidente es monumental y Trump ha dado en el clavo con volverlo explícito. China hoy muestra un rostro de eficiencia y pragmatismo ante un mundo occidental atribulado y confundido entre la incapacidad de canalizar las demandas de sus sociedades y los cambios tecnológicos que presionan a los viejos sistemas democráticos, llenos de contradicciones y con la lentitud de sus discusiones muchas veces vistas como bizantinas por los que sufren la urgencia de no encontrar un porvenir. La salida rápida, la solución simple a los problemas complejos de nuestras sociedades ganan terreno y allí está el régimen chino para mostrar su mejor cara y para plantearnos una utopía que ocurre detrás de un muro infranqueable de opresión y tiranía.

También se hace referencia al éxito en enfrentar a Irán, el más poderoso y organizado régimen de Medio Oriente que ha venido desafiando a Occidente desde el ya lejano 2001, por lo menos, y que las sucesivas administraciones han enfrentado con guerras primero y con diálogo después, sin lograr soluciones aparentes. Hoy sin embargo, la actitud de la administración Trump de firmeza y aislamiento parece tener bajo relativo control la situación. Algo similar podría decirse de Corea del Norte.

En la relación de Estados Unidos con la OTAN y en general con el rol a desempeñar en Europa, Trump parece también haber acertado en reclamar un mayor involucramiento europeo en su propia defensa y descongelar el estado de cosas de la época de Guerra Fría. 

Por último, en esta breve reseña, la actitud hacia América Latina, en particular en la condena al régimen de Maduro en Venezuela y al nuevo congelamiento de las relaciones con régimen cubano, ha demostrado mayor firmeza que su antecesor y ciertamente le ha granjeado la simpatía de gran parte de los residentes y ciudadanos estadounidenses provenientes de aquellas tierras que padecen o padecieron estos regímenes y que se congratulan con esta política. 

Pero también en la agenda doméstica se le atribuyen logros importantes a esta administración: mayor libertad económica, menor complejidad en los impuestos, mano dura con los inmigrantes y defensa de la mano de obra y de la industria nacional. Todo ello muy bien resumido en su ya emblemático eslogan de “Make America Great Again”. Además de un notorio avance de la agenda conservadora que en Estados Unidos está muy presente y representa a una parte muy importante de la población del país. 

Me permito sin embargo, sin desconocer estos y otros análisis y de, en parte, compartir algunos de ellos, mencionar que sigo pensando que Estados Unidos y el mundo se han salvado de un problema que de haberse mantenido otros cuatro años, habría dejado un daño sino irreversible, por lo menos muy grave en la salud de la democracia liberal, tal como la conocemos y que ha sido la forma en que organizamos las sociedades occidentales luego de los sueños redentores del fascismo, el totalitarismo, el socialismo, el comunismo y, más modernamente y en particular en nuestros territorios, el populismo. 

Que los ciudadanos de Estados Unidos hubieran insistido en mantener una administración que construye la realidad a través de la mentira y de la desinformación; que se relaciona con sus adversarios internos y externos e incluso con sus aliados a través del agravio y la prepotencia; que alienta a la división y a los grupos supremacistas a prepararse y esperar (los uruguayos recordamos todavía con tristeza la vieja consigna “ármate y espera”); que desconoce la desigualdad social y que la promueve; que ante un mundo agobiado por el ultranacionalismo, el autoritarismo y la división, promueve y festeja estas actitudes, en fin, que los norteamericanos hubieran dado la espalda a la decencia de las formas, hubiera sido un golpe muy duro. 

Y me refiero al carácter simbólico que tenía esta elección. Los símbolos, las formas, tenían más importancia, mucha más importancia que el contenido en este caso. 

Parece claro que la llegada de Trump al poder contra todos los pronósticos fue más bien consecuencia que causa. Algo se quebró para que los norteamericanos, luego de hacer historia eligiendo por dos períodos consecutivos a un presidente de raza negra, con la carga simbólica que eso tiene en Estados Unidos, hayan luego elegido la disrupción que para mí implica el ascenso de Trump. 

Pero su reelección hubiera tenido, desde mi punto de vista, consecuencias importantes. Hubiera sido el fracaso de la política tal como la conocemos y hubiera servido para que liderazgos de su estilo en diversas partes del planeta se miraran en un espejo que les devolvía la imagen del éxito y del respaldo popular. 

El mensaje sin embargo fue claro. Y digo esto, porque muchos análisis sostienen que la diferencia fue muy poca y que Biden ganó apenas y que es muy preocupante el poder y la cantidad de votos que obtuvo Trump en estas elecciones. Y yo comparto estos análisis que demuestran que las heridas en los Estados Unidos están muy abiertas y que están lejos de sanar a partir de las elecciones del pasado 3 de noviembre. Pero también es cierto que en las peores circunstancias posibles en los últimos años para llevar adelante una elección, los norteamericanos se movilizaron como nunca antes en la historia de su democracia entendiendo seguramente la magnitud del desafío. 

También destaco que la diferencia por la que ganó Donald Trump en 2016 (en términos del colegio elector) es la misma con la que ahora ganó Biden el 3 de noviembre y, más importante aún, que el voto popular, si bien ambos crecieron (y reconozco que eso me sorprende y mucho), la diferencia a favor de Biden se amplió sustancialmente. 

Es cierto que no hubo una “ola azul” como pronosticaron las encuestas. Me alegro de que no haya sucedido. No son buenas las mayorías absolutas o demasiado contundentes en los buenos regímenes democráticos. La mayoría, clara y legítima es suficiente y no quita brillo al triunfo de Biden, pero sobretodo a la actitud del pueblo norteamericano. 

Sé que el fenómeno Trump no será pasajero, que por más que su estilo sea irrepetible la marca de la división y de los problemas de la sociedad norteamericana seguirán estando allí. Pero creo o quiero creer que estamos frente a una nueva lección de la historia. Sé y hemos visto que las democracias caen, aún las más sólidas. También que los imperios se debilitan y terminan cayendo. Pero también sabemos que la democracia norteamericana ha sufrido grandes tensiones y que hoy, quizá en su peor hora, vale la pena confiar en que podrá recuperarse. Será bueno para Estados Unidos y para Occidente. 

Biden y su gobierno tendrán un desafío formidable para cumplir lo que probablemente haya sido la principal promesa de su discurso una vez que se anunciaron los resultados. Unir al país detrás de un sistema de gobierno que incluya a todos y que logre nuevamente a hacer realidad el sueño americano.

El mundo entero estará pendiente de este veterano de mil batallas que al final de su vida enfrenta un tiempo único. Es probable que recordemos esta elección como un punto de inflexión y ojalá que represente el regreso de los Estados Unidos. Occidente sentirá un gran alivio si eso sucede.