ENSAYO
En este ensayo intentaré mostrar los mecanismos conceptuales y emocionales que llevaron al Uruguay hacia un progresismo zombi, entendiendo a éste como vacío y contradicción. Para ello, emprenderé un recorrido a través de la historia de nuestro país, tomando como insumo las ideas presentadas por Aldo Mazzucchelli en el ensayo “El zombi”, las cuales son la base de este análisis.
Por Horacio Bernardo (*)
En 2005, Mazzucchelli planteó una crítica radical al progresismo uruguayo. “El zombi” se trataba de un escrito breve, desarrollado en un momento en el que el Encuentro Progresista – Frente Amplio – Nueva Mayoría llegaba por primera vez al gobierno bajo el liderazgo del Dr. Tabaré Vázquez. El texto circuló informalmente durante los cinco años posteriores y recién fue publicado en 2010 en redes sociales, sin más difusión que la que los lectores hicieron de manera espontánea. A pesar de ello, el texto obtuvo mayor circulación y repercusión que la esperable.1 Hoy, a 15 años de su escritura, resulta de utilidad emplear las ideas incluidas en esta valiosa pieza de pensamiento, porque aporta claves para discutir cómo el Uruguay llegó a abrazar el progresismo actual, teniendo como perspectiva los tres períodos de gobierno del Frente Amplio.
El texto de Mazzucchelli, expresado en estilo ensayístico, va al hueso de la cuestión. No se detiene en comentarios de coyuntura con una intencionalidad político-partidaria mezquina. Tampoco en críticas tímidas recubiertas de jerga posmoderna o palabras técnicas. Lejos de todo ello, es una provocación filosófica directa y clara pues apunta a mostrar, con altura, que el progresismo uruguayo actual es, lisa y llanamente “un zombi”, una ideología vacía y contradictoria desde su origen. Vacía porque, asentada sobre bases endebles, incorpora contenidos a partir de la apropiación de consignas con valoración positiva, sirviéndose del imaginario social uruguayo. Contradictoria porque, en verdad, se trata de un “progresismo conservador”.
Un zombi tiene la apariencia de un ser humano pero, en verdad, se trata de un cuerpo vacío, sin rumbo y contradictorio en sí mismo (muerto-vivo). Del mismo modo, el progresismo uruguayo reciente es “un zombi, caracterizado por habitar cuerpos vivos con ideas muertas.”2
Tal como muestra Mazzucchelli, este cuerpo sin contenido e incapaz de coherencia, irá creciendo y avanzando a partir de la segunda mitad el siglo XX confundiéndose cada vez más con propuestas de izquierda hasta desembocar en su triunfo final a inicios del siglo XXI.
El progresismo zombi no es una mera curiosidad ideológica. Su existencia en el Uruguay comenzó a tener consecuencias concretas y serias pues se llegó a convertir en una “hegemonía imaginaria, indiferente a republicanismo y liberalismo, en la que parte del país se [había] embarcado”3, y produjo un olvido de la excelencia, expulsó hacia el exterior a los más capaces, toleró un descenso en el nivel educativo (clave para el ascenso social de los más pobres) y, amparado en un discurso moral de defensa de consignas sociales, incrementó, paradójicamente, la inacción y comodidad de una burocracia que no se vio afectada por el éxito o fracaso de esas consignas. El progresismo zombi no es culpable de todos los males del país, claro está, pero es necesario estudiar su génesis, para comprender de qué manera fue tomando un lugar tan importante en el marco de la sociedad uruguaya y cuál es su papel en estas problemáticas actuales.
¿Cómo fue formándose el zombi y cómo pudo construirse una ideología sobre una base contradictoria y vacía? ¿Cómo pudo este “progresismo” encender las más nobles emociones de buena parte de los uruguayos con deseos de cambio, a pesar de carecer de rumbo y de partir de una matriz burocático-conservadora? ¿Cómo puede, actualmente, asimilar nuevas consignas y activismos de variado tenor a partir de un vacío? Para justificar estas preguntas y responder a ellas (provocadoras y polémicas en sí mismas), será necesario ir más allá de la mera denuncia o crítica de la coyuntura política. Se requerirá indagar genealógicamente en nuestro pasado y mostrar cómo, a lo largo de nuestra historia, se ha ido armando la madeja ideológica y emocional que hizo posible desembocar en este presente.
Con ese fin, en este texto propongo recomponer las piezas de esa genealogía desde su origen. A partir de dicho recorrido profundo, buscaré aportar nuevas ideas, perspectivas de análisis e interpretaciones, para continuar la discusión argumentada sobre estos temas.
Para comenzar, será necesario remontarnos a los inicios de nuestra constitución como Estado, para observar cuáles son los elementos que nos hacen sentir parte de nuestra comunidad política; elementos de los que el progresismo zombi pudo servirse para lograr ser querible y creíble. Trasladémonos, sin más preámbulo, hacia las primeras décadas del siglo XIX, etapa donde se produce la génesis de nuestro Estado y donde la madeja comienza a armarse.
2. Matriz emocional de gestación (1825-1933)
Desde el inicio del Uruguay, surgió la necesidad de comprender claramente la Independencia del nuevo Estado. Tal como señala Arturo Ardao4, esto implicó dos grandes desafíos para la inteligencia uruguaya. Uno fue la comprensión histórica, porque era necesario entenderla coherentemente en relación a dos posibles inicios: la Independencia declarada en 1825 y la obtenida en 1828 tras la Convención Preliminar de Paz. El otro era la comprensión política, pues de acuerdo a cómo se comprendiera nuestro inicio, no solo se delinearían distintos proyectos sino que las figuras y banderas partidarias quedarían posicionadas con mayor o menor relevancia.
Pero si la Independencia de nuestro Estado planteaba desde el arranque un enorme problema conceptual, no menor fue el problema de la nacionalidad. En este caso, a lo conceptual se le sumó el problema “emocional”: esto es, el sentimiento de la población asociado a dicho Estado independiente. En este aspecto, el caso uruguayo fue particularmente complejo, pues el Estado precedió a la nación. En otras palabras, porque los papeles de conformación fueron anteriores al sentimiento de pertenencia. Veamos esto a través de una analogía. El hombre que escribe una carta a la mujer amada, primero experimenta el sentimiento amoroso y luego escribe la carta. Sería raro que el orden se invirtiese, esto es, que primero hubiese escrito la carta y que, con el papel entre sus manos, hubiese tenido que construir un amor genuino. Por raro que parezca, este último caso es el que describe la génesis de nuestra nacionalidad. Los habitantes de la antigua Banda Oriental se encontraron con el Estado uruguayo antes de poder sentirse parte de un proyecto político común, ya sea porque se había tratado de un pacto diplomático, o porque involucraba intereses de potencias regionales y europeas o, lisa y llanamente, porque nuestro territorio contaba apenas con 74.000 individuos dispersos y no había suficientes habitantes.5
Por diversos motivos, en 1830 el Uruguay contaba ya con su Carta Magna, sin haber resuelto cómo amar genuinamente al Estado que esa Carta consagraba como pacto.
Pero los hombres y las mujeres no pueden vivir sin sentimiento que los ligue los unos con los otros. Bastaron seis años tras la Jura de la Constitución para que en la Batalla de Carpintería se formaran las que serían las divisas colorada y blanca. Las divisas tomaron rápidamente el lugar emocional que el flamante Estado aún no era capaz de ocupar. Pero la división no llevó al quiebre del Estado, a pesar de los conflictos bélicos permanentes. Apenas tres años después, nuestro país entraría en la Guerra Grande; un conflicto de alta complejidad internacional, que mostraría las consecuencias nefastas de la separación entre divisas, viéndose la necesidad de encontrar algún tipo de unión genuina que pudiera estar más allá de vencidos y vencedores.
Esto no significó que las divisas perdiesen adhesión, puesto que ese sentimiento fue decantando hacia los partidos políticos (Partido Colorado y Partido Nacional). Sin embargo, puso de manifiesto la necesidad de ir afianzando una adhesión emocional que traspasaba las divisas y partidos. Ese fue el sentimiento ligado al ser oriental.
Tal como estudia Daniel Vidart, la formación de la nacionalidad es un asunto que despierta distintas polémicas.6 Aun así, puede identificarse claramente el sentimiento de ser oriental, presente en el siglo XIX desde las primeras épocas tras nuestra independencia. No nos referimos al solo hecho burocrático de constituirnos como la República Oriental del Uruguay, sino también al aspecto emocional ligado a un pasado común frente a las potencias extranjeras. Como ejemplo ilustrativo, baste mencionar el Himno Nacional con su exaltación a la orientalidad desde su primer verso: ¡Orientales, la Patria o la tumba! El Himno como potente símbolo, hace referencia a lo oriental como génesis nacional y a lo heroico ligado a la defensa de la Patria. No parece ser casual que se regulase como Himno oficial en 1852, tras la Guerra Grande. Lo oriental pudo ser símbolo de cohesión nacional, dado que traía consigo la idea de un pasado heroico ligado a la gesta frente a potencias invasoras. ¡Libertad, libertad, Orientales / Este Grito a la Patria salvó! Lo oriental iría levantando así un sentimiento nacional ligado a lo épico que evocaba fuerza, valentía y que nutría así el imaginario que le daba unidad al nuevo Estado.
Avanzado el siglo XIX, período fundamental en este proceso fue el de la modernización durante el militarismo entre 1875 y 1890 (Lorenzo Latorre – Máximo Santos – Máximo Tajes), en el que la nacionalidad se iría nutriendo de símbolos a partir de la exaltación de las gestas heroicas presentadas en los cuadros de Juan Manuel Blanes o la pluma de Juan Zorrilla de San Martin, junto con la consolidación de José Gervasio Artigas como héroe nacional. Estos símbolos se extendieron a la población en su conjunto a través de la educación gratuita y obligatoria (luego laica) de la escuela vareliana. De este modo, lo oriental fue instalándose más allá de los intereses partidarios, pasando a formar parte del imaginario épico nacional.
Pero, a la par que se afianzaba la adhesión emocional en tanto ser oriental, el nuevo Estado fue construyendo un nuevo arraigo emocional ligado al ser uruguayo. Estos inicios, mucho más lentos, fueron apareciendo tímidamente a mediados del siglo XIX y consolidándose con más fuerza a través de los aluviones inmigratorios, tal como señala Daniel Vidart7, con lo que irán incrementándose a lo largo del siglo XIX. El sentimiento ligado al ser uruguayos sin embargo, es más tardío y promovido por el Estado mismo a partir de políticas que se irían intensificando sobre finales del siglo XIX y las primeras del siglo XX durante el primer batllismo. Estas políticas incluyeron la nacionalización de los inmigrantes, la continuación de políticas de escolarización primaria y la creación de educación secundaria en todo el territorio, la universalización del voto, lo cual iba creando las condiciones para establecer la identificación de la nación con la comunidad política y el Estado como eje articulador de esa nacionalidad.8
En tal sentido, el sentirse uruguayo no estuvo ligado a una épica previa, sino a las instituciones y a las glorias que el propio Estado benefactor promovía. Este proceso adquirió gran fuerza durante el 900 y se potenció en la década del Centenario. Esa adhesión a la institucionalidad uruguaya se complementó con imponentes construcciones arquitectónicas por parte del Estado. Dos pruebas de ello fueron el Palacio Legislativo (1925) y el Estadio Centenario (1930), cuya significación contribuyó a crear el ideal de promesa que marcaría el fin del período.9
En todo este proceso tal como señala Gerardo Caetano, “las nuevas generaciones del Novecientos y del Centenario –no remitiéndonos aquí solo a sus elites intelectuales y políticas- fueron […] herederas de las ideas y faenas de hombres como Francisco Bauzá, Juan Zorrilla de San Martín o José Pedro Varela, entre otros, a cuyo legado pudieron agregar desde una perspectiva nacionalista la consolidación de un imaginario social que estuviera en condiciones de “anclar” efectivamente varios referentes culturales e institucionales de los uruguayos”.10
En tal sentido, durante los primeros cien años de vida independiente, se consolidó una emocionalidad que dio contenido a nuestra nacionalidad, dando solución al problema inicial: la preexistencia del Estado a la nación. Pero esta solución no se resolvió de forma única sino de modo doble, Por un lado, entendiendo la nacionalidad con el ser oriental. Por el otro, como el ser uruguayo. Daniel Vidart, al respecto, resume ese simbolismo emocional que, configurará dos formas de conmovernos como habitantes del Estado y que, a nivel político, serán de relevancia movilizadora.
Por una parte, lo oriental se internalizará en la emocionalidad ligada a “lo terruñero, la profundidad de lo telúrico, el coraje para afrontar las vicisitudes de la vida y el misterio de la muerte, el talante fatalista y el ánimo sufrido, el espíritu de lucha sea cual fuere la adversidad a vencer, la sabiduría analfabeta, la comunidad fraterna del pago o el barrio, la perpetua demanda de libertad aun al precio del libertinaje, el abnegado cumplimiento de los deberes (los servidores de la patria, de la divisa, etc.), la miel nostálgica de la tradición”.11
Por otra parte, lo uruguayo “se encarna en la entonación cultural cosmopolita, la academia del saber, la convivencia pacífica, la relativización de los dogmas, el modo de ser ciudadano, la organización del Estado, la difusión policlasista de la enseñanza, los valores del trabajo en detrimento de los del heroísmo, el partido político estructurado y jerarquizado, el reclamo de seguridad, la prognosis de un futuro mejor, la defensa e ilustración de los derechos humanos, las virtudes del camino del medio (¿siempre grises?), el encumbramiento de la sociedad civil.”12
De este modo, el Uruguay ingresó en la década de 1930 con una doble forma de nuestra nacionalidad. Cien años le había tomado a nuestro país resolver el problema de ligar emocionalmente los habitantes al Estado. A partir de nuestra constitución como orientales, se consolidaba un sentimiento colectivo remitiendo a un pasado con una épica, trágica por momentos; heroica. A partir de nuestra constitución como uruguayos, se consolidaba un sentimiento colectivo ligado a la defensa de la institucionalidad estatal, a la posibilidad de ser un país modelo, excepcionalidad cultural, con un Estado benefactor de las cuales sentirnos orgullosos.
Bajo esta matriz, aparecen las fibras que encienden nuestro ser colectivo. En tal sentido, se entiende que las propuestas (genuinas o no) que logren tocar esas fibras no pasarán inadvertidas. El progresismo zombi, aun careciendo de contenido racional y coherente, sabrá elaborar un discurso que se conecte con estos elementos emocionales. Pero para eso faltaría un tiempo aún.
Conforme avancen las décadas, ese Uruguay del siglo XIX y del 900 se irá transformando en parte del pasado y, con ello, del imaginario que quedará en los habitantes como edad de gestas, o de construcción, o edad dorada. Todo ello activará nuevos sueños y emociones, durante las décadas de crisis que vendrían posteriormente.
3. El nacimiento del progresismo zombi (1933-1985)
La dictadura de Gabriel Terra de 1933 había representado una crisis con diferentes causas, entre las cuales se destaca la crisis internacional de 1929. Se marcaba así un mojón histórico que, a nivel simbólico marcaría el inicio de una separación entre aquel Uruguay del 900 de la nueva realidad. Si bien el primer batllismo no había sido una etapa idílica, se iría consolidando como imaginario idealizado conforme fuera avanzando el siglo XX. La excepcionalidad uruguaya iba revelándose cada vez más como cosa del ayer y el país comenzaba a ver sus vaivenes como parte de la realidad latinoamericana.13 Aquel Estado benefactor, (pionero welfare state), en el contexto de los años 40 y 50, fue adquiriendo otro significado para el ciudadano común. En lugar de marcar la impronta de un país de avanzada, se iba enfatizando la idea del Estado ligado a la sensación de seguridad. Conseguir un empleo público, o una pensión, o una jubilación, se iría consolidando como idea parte del imaginario a nivel de poder ubicarse en una tranquilidad que más tenía que ver con conseguir y conservar una estabilidad cotidiana y no tanto avanzar. Este imaginario se hallaría consolidado en el Uruguay de mediados del siglo XX. En este contexto, fueron surgiendo los brotes de lo que Mazzucchelli describe como “sustancia ideológica del burócrata conservador”14 que sería fundamental para la construcción y adhesión al futuro progresismo.
Ya en los años 50, el aparato estatal comenzó a ser visto como proveedor de seguridad y estabilidad privilegiadas. Esto alteró la lógica de muchos uruguayos y comenzó a producir un imaginario ambivalente. Por un lado, el deseo de gozar de la seguridad de tener algún tipo de sustento asociado al Estado y, como contracara existencial, el rechazo a la monotonía que esa seguridad producía, a esa “angustia existencial ligada a la improductividad crónica”15.
Este hecho aparece recogido en críticas como las que luego, en los años 60, retratarían Mario Benedetti o Carlos Maggi. Benedetti señalaba en El país de la cola de paja que “el empleo público es una especie de ideal criollo, ya que combina la máxima seguridad con el mínimo horario.”16 O Carlos Maggi denunciaba una cierta chatura lejana a la excelencia en El Uruguay y su gente diciendo que “la mayor desgracia de un país a medio hacer, como el nuestro, consiste en el desaliento que ataca a sus gentes. Llega a pensarse aquí, puesto que todo es débil e imperfecto, que nadie puede proponerse la grandeza.”17 El propio Maggi indica este problema existencial en vínculo con los dos modos de la nacionalidad: lo uruguayo y lo oriental. Lo uruguayo como lo gris y a lo anti-épico había ganado a lo orientales, ligado a lo épico y heroico. Añadía: “resignarnos a ser uruguayos es un modo de admitir que estamos condenados a la grisitud, a la falta de carácter”18.
Esta intelectualidad, que en buena medida participaba de esa seguridad estatal y de la estabilidad del Uruguay hiperintegrado, también lo criticaba como “grisitud”. En esta doble valoración, el modo de ser uruguayo se fue asociando al deseo de estabilidad estatal ligado a la falta de excelencia, junto con el terror existencial a lo gris. Por una parte, el hecho de ser una sociedad que “se piensa en términos de clase media”19 con todas las ventajas que puede conllevar el hecho de no tener desigualdades extremas, pero también con las desventajas de primar lo anti-épico de la estabilidad que parecía haber renunciado a toda posibilidad de grandeza.
En este contexto social y emocional de los 50, con la institucionalidad ligada a lo uruguayo desdibujándose, era necesaria una respuesta épica ligada a lo oriental. A nivel popular el triunfo en el Maracaná, vino a restituir simbólicamente la épica que inmortalizaría a los jugadores y, muy especialmente a Obdulio Varela, instalando en el imaginario la garra charrúa. Años después, Benito Nardone lograría construir una épica a partir del movimiento ruralista que llevó al Partido Nacional a la victoria en 1958. Pero faltaba una respuesta épica de corte más urbano, que ligara de modo más profundo con lo político con la nacionalidad. Esta respuesta vino por el lado de una izquierda crítica que observó con esperanza la Revolución Cubana de 1959, como un ejemplo que podría extenderse a Latinoamérica; esa de la que ya Uruguay se sentía parte.
Pero la izquierda revolucionaria era, con todo, la respuesta épica al verdadero problema anclado en el drama existencial burocrático. La simiente del progresismo, estaba bien lejos de estar asociada a un brote de socialismo arraigado en el uruguayo medio. Si bien en el Uruguay, tempranamente han existido y convivido corrientes socialistas, comunistas, de democracia cristiana, o anarquistas, es razonable, tal como lo señala Mazzucchelli que “el progresismo uruguayo no es el socialismo uruguayo, no debe equipararse con nuestros viejos partidos de ideas”20, ni con ninguna de las corrientes mencionadas. Diferenciar el origen del progresismo de estas corrientes históricas genuinas es clave pues comprender el progresismo zombi como resultado, el cual, sin llamarse progresismo aún, surgió en el Uruguay recién en los años 50 a partir de estos sentimientos de seguridad y de conservación junto con la necesidad de una épica. Esta problemática luego pasaría a tener un cariz sesentista-revolucionario y, recién muy tardíamente convertirse en autodenominado progresismo que tendría auge en siglo XXI.21
El progresismo incipiente iría intentando dar una explicación que resultaría contradictoria porque, sin abandonar al burócrata estatal como arquetipo y su horizonte ideal22, intentaría escapar de ese arquetipo. Al principio de los años cincuenta, este “existencialismo burocrático”23 produjo algunas soluciones, que remitieron dos tipos de búsqueda de soluciones. Ante esta situación, algunos intelectuales optaron por presentar ideas críticas y “oponerse a una supuesta perversión del Estado oriental ocurrida debido al clientelismo y al aflojamiento de las exigencias de excelencia que habían caracterizado al país entre 1904 y 1933, a manos de algunas formas de corrupción y el amiguismo”24 e “intentaron volver a aquel primer batllismo, anticlientelista”25. Otros “más fuertes y trágicos, querían, honestamente angustiados quizá por la completa oficinización de las almas, liberarse por la violencia revolucionaria.”26 Dos salidas que, a la luz de lo que hemos venido analizando, se ligan a los dos modos de nuestra emocionalidad nacional. La primera, la ligada a una salida hacia la fuente del imaginario del ser uruguayo. La segunda, una salida hacia la reedición de la épica constitutiva de nuestro ser oriental.
En la primera dirección, aparecen aquellos quienes, según Mazzucchelli “buscaron pensar y elaborar una nueva crítica cultural, ideológica y económica del Uruguay”27. Esto incluyó el rescate y valoración del 900 que ya a mediados de siglo se había convertido en imaginario deseable. Por ejemplo, Semanario Marcha, que había sido fundado en 1939 por Carlos Quijano, Arturo Ardao y Julio Castro, ya en los 50 se había transformado en fuente de referencia cultural, logrando concentrar a un conjunto de intelectuales que reivindicaron la cultura de aquel 900, cosa que se extendería en las décadas posteriores. Incluso algunos años después, entre 1967 y 1972, dedicó dos Cuadernos a Carlos Vaz Ferreira y otros dos a José Enrique Rodó, dos figuras clave en el panorama cultural de la época.28
En este panorama, quienes optaron por buscar una épica “buscaron con lupa en el territorio de un país con estándares de vida e institucionalidad en general más que altos –tanto en 1950 como en 1970-, encontraron a los cañeros de Artigas, y encontraron una épica que luego regaron son su propia sangre y con la de otros ciudadanos que se les pusieron por delante.”29
Aun con todo, tanto las búsquedas de explicación a la crisis en una apuesta a lo uruguayo ligado al 900, como las que ligaron más a la épica revolucionaria, perseguían en sí mismas ideales genuinos, anclados en una intelectualidad que se preguntaba por rumbos en ese Uruguay que se percibía en estancamiento no sólo económico, sino en distintos niveles.
Pero esa construcción intelectual se vio interrumpida. La situación fue recrudeciéndose al inicio de los 70, hasta llegar al Gobierno de Facto. La dictadura provocó un cimbronazo en el panorama político así como también a nivel de pensamiento uruguayo. Buen parte de la intelectualidad, o bien fue obligada al silencio o a vivir en el exilio. Con esa pérdida, los cuadro fueron renovados y el nivel de los gobernantes comenzó a descender. “El régimen de facto, huérfano de mayores apoyos entre la elite que gobernó el país anteriormente, echó mano a sectores sociales tradicionalmente de menor capital cultural y menor nivel educativo para llenar las brechas producidas por destituciones, exilios, y envejecimiento natural del personal.”30
Sin embargo, a nivel del uruguayo común, la relación con el Estado como proveedor de estabilidad siguió permaneciendo como antes. Los regímenes de pensiones y jubilaciones no se discontinuaron y se siguió dando una renovación de funcionarios públicos con normalidad, sin que esto supusiera que éstos adhirieran al régimen.
El dilema burocrático existencial continuó existiendo del mismo modo que en los años 50, pero sin proyectos de superación, en virtud de que el nivel educativo e intelectual había sufrido una franca merma en el país, además de que las libertades de expresión se hallaban recortadas. Ese deseo de seguridad ligado al Estado, junto con la grisura existencial, encontraría más adelante en el progresismo zombi una solución más de corte emocional que intelectualmente sólida y coherente. Como apunta Mazzucchelli, una parte significativa de la burocracia estatal uruguaya que llevaría al progresismo al poder en 2005, “o bien ingresó al Estado (esto, por razones meramente biológicas) durante la dictadura, o se ha educado bajo ella”.31 Ese sector, heredaría el problema existencial pero no el problema político puesto que no padecería la persecución. Este gran sector de la población seguiría “ajustándose, tratando de medir y asignar su voto de acuerdo con las expectativas ligadas a su factor central: la seguridad”.32
En este marco, el régimen dictatorial, rápidamente se había apropiado de los elementos simbólicos de la nacionalidad. Con el pretexto de la defensa de las instituciones, propias de nuestro ser uruguayos, había pasado por encima de ellas y se había puesto en su lugar. Al mismo tiempo, se había apropiado de la épica de nuestro ser orientales con su culto militarizado al heroísmo artiguista. Dispuso por Decreto-Ley N° 14.276 de 1974, la creación de “un Mausoleo en la Plaza Independencia, que albergará los restos del Fundador de la Nacionalidad, General Artigas.”33 Además, declaró el año 1975 como “Año de la Orientalidad”, rótulo que pretendió fijar estampándolo en los documentos públicos.
Pero esa apropiación no sería exitosa. Durante los últimos cinco años del régimen, dos hitos hicieron patente el deseo democrático de la ciudadanía y el rechazo al nuevo relato que se pretendía instaurar, deseo que era compartido por todos los partidos políticos.
Uno de esos hitos fue la consulta popular por la Reforma Constitucional de 1980 impulsada por el Gobierno Cívico-Militar. Esta opción fue rechazada desde las distintas tiendas políticas en un clima de alta tensión. Particularmente significativo de esta oposición al régimen, fue el debate televisivo en el que, por la posición del NO a la Reforma participaron el dirigente colorado Enrique Tarigo y el nacionalista Eduardo Pons Etcheverry, frente a los Consejeros de Estado, Néstor Bolentini y Enrique Viana Reyes.34 Tras el plebiscito, el resultado a favor del NO, dio una clara señal del rechazo ciudadano al régimen.
El otro hito fue el Acto del Obelisco de 1983 donde multitud de uruguayos se congregaron y en el que participaron dirigentes de todos los partidos políticos bajo la proclama leída por el actor Alberto Candeau. Se trataba de hechos con una significación que abarcaba a la totalidad de los uruguayos más allá de su adhesión político-partidaria específica. De lo que se trataba era de recomponer el Uruguay políticamente, aunque también sería necesaria la recomposición del significado de la nacionalidad que había sido capturada.
Analizando el Acto del Obelisco, Fernando Andacht muestra su profunda significación, en cuando a la relación del uruguayo medio con el Estado y la política. La metáfora “Río de libertad” con la que fue denominado, representaba lo fluvial-democrático, “el río es aquello que fluye indiviso, unánime, poderoso por esa convergencia de vectores hacia un mismo punto, dentro de idéntico cauce.”35 El Río de Libertad ofreció “una oportunidad única, irrepetible, para presenciar la dramatización colectiva del mito que mantiene unido al Uruguay moderno”.36 Ante el Obelisco se manifestaba un simbolismo y una unión mucho más profundo que un acto político, de un Uruguay de clases medias que se congregaba a sí mismo37 frente al monolito de una religión laica, con una esperanza que era necesario recuperar. El Obelisco oficiaba de “signo adecuado para representar la adhesión que unificaba a tantos miles de uruguayos aquel domingo, […] piedra fundamental del imaginario social del Uruguay moderno”.38 Así como en 1830, la Carta Magna precedía a la construcción de la nacionalidad, esta vez el Obelisco en homenaje a dicha Carta, precedía a la reconstrucción de la nacionalidad.
En tal sentido, el ambiente estaba preparado para que se dieran nuevos contenidos a nuestra nacionalidad cuyos signos estaban resquebrajados y abiertos a algún tipo de reconstrucción. Era necesario restituir la institucionalidad y, con ella, el significado de nuestro ser uruguayos, así como también la épica ligada a nuestro ser orientales, aunque el país no contaba con una respuesta que estuviera a la altura de esa necesidad.
4. Crecimiento y despliegue del progresismo zombi (1985-actualidad)
A la salida de la dictadura, el clima emocional estaba abierto a algún discurso que fuera nuevo, pero no tan nuevo como para volver a desestabilizar el país. En este panorama, el progresismo (que aún no se llamaba así) iría creciendo como respuesta que, en verdad, no tenía ninguna relación directa con la “izquierda” ni con la “derecha”39 sino, más bien, con la añoranza de conservar la estabilidad ligada a lo estatal. Sin embargo, fue un discurso que tuvo la habilidad de confundirse con la izquierda histórica “pues el poder decirse “de izquierda” da cierto prestigio social agregado en el país.”40 Representaba el deseo de seguridad que encarnaba en muchos hombres y las mujeres medios. A decir de Mazzucchelli, de “cierta clásica figura, mujer un hombre maduro de barrio uruguayo, que tiene quizá un pequeño empleo, pero que vive inserto en una familia en donde casi siempre hay algún tipo de ingreso estatal, pensión o jubilación”.41 Gente común que, para nada estaba buscando un cambio radical sino estabilidad con las reglas del juego que se habían mantenido desde antes de la dictadura.
A la salida de la dictadura no había en el ciudadano común ansias de una izquierda socialista. Dicha corriente no estaba anclada al imaginario asociado a lo histórico, pues el país no posee una matriz fuertemente socialista.42 Si bien en Uruguay Emilio Frugoni fundó el Partido Socialista en 1910, esto no bastaba para que tuviera un peso simbólico que tocase las fibras nacionales del uruguayo medio, pues ese peso estaba ligado a los valores políticos de cuño liberal con los que se construyó el país. El socialismo tampoco podía apoyarse en la tradición del Partido Nacional ni en la del batllismo. En relación a esto último, si bien en la época del primer batllismo muchos lo catalogaron críticamente de socialismo, el propio José Batlle y Ordóñez había establecido enfáticamente su rechazo a tal corriente, tal como aparece claramente en la polémica que mantuvo con Celestino Mibelli.43
En tal sentido, la izquierda uruguaya de post-dictadura uruguaya, no podía entroncar verdaderamente con el ciudadano común a partir de un imaginario socialista; menos aún si tenía algún tinte revolucionario. Por el contrario, conectó desde el lado de la seguridad y la estabilidad ligada al Estado y, en consecuencia, como una contradicción, como un “conservadurismo progresista”44, porque sus bases fueron la conservación de un Estado benefactor idealizado y mal entendido. Pero, ¿cómo logró construir un discurso de izquierda a partir de tal conservación? Lo logró mediante la construcción de enemigos, de una oposición más que de una propuesta coherente, apropiándose vorazmente en ese proceso de símbolos, valores e ideales que habían sido compartidos por la ciudadanía en su conjunto.
El progresismo zombi se apropió, en primer lugar, de la oposición a la dictadura. Aun cuando el “Río de Libertad” había sido un acto democrático con la participación de todos los partidos, el relato lo comenzó a convertir en una cuestión progresista. Significativo de este proceso fue el Referéndum sobre la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado de 1989, en el que la izquierda optó por el Voto Verde para derogar la Ley. Los principales dirigentes de los partidos tradicionales, que adhirieron al Voto Amarillo, quedaron relatados como si apoyasen a los militares a través de la impunidad. Incluso el propio Enrique Tarigo (el mismo que había defendido el NO contra el Régimen públicamente en el debate televisivo de 1980) pasaba ahora a ser narrado del lado de los que apoyaban a los dictadores.
Pero este era el inicio de un proceso de apropiación voraz y sin límites. El siguiente paso fue despojar a los partidos tradicionales de toda posibilidad de valoración política positiva. Toda la política bien hecha sería una cuestión progresista. En lugar de realizar una crítica justa a los gobiernos colorados y blanco (que no carecieron de fallas y actos de corrupción), el progresismo los posicionó del lado de un enemigo disponible a nivel internacional: el neoliberalismo. Para el progresismo, todo tipo de liberalismo era reducido a la versión económica y extrema. En el nuevo relato, los partidos tradicionales eran convertidos, sin matices, en meros títeres del Consenso de Washington, el FMI, los Chicago Boys, etc. Todo debía entrar en la misma máquina de narrar para construir el monstruo que atacaba al Estado. El relato adquirió fuerza tras el plebiscito que, en 1992 logró derogar la Ley de Empresas del Estado (Ley 16.211), y de este modo, todo lo que no fuera progresismo, fue sellado como enemigo de aquel Estado garante de la seguridad del uruguayo medio.
Pero el progresismo no se detuvo en la apropiación de símbolos y valores. Ya habiendo puesto a los partidos tradicionales del lado los dictadores y neoliberales, la apropiación avanzó hacia el terreno de lo moral. De este modo pudo ir construyendo su épica como paladín de los altos ideales políticos y con ello encendió una esperanza en buena parte de la ciudadanía. Se trató, tal como señala Mazzucchelli de una “maniobra de apropiación, de piratería simbólica de la que [fueron] víctimas tanto blancos y colorados como partidos de la izquierda histórica”45 y, en ese sentido, el progresismo apropió de la épica de la izquierda histórica46, a la par que se convertía en omniabarcador de virtudes supuestas o reales, y el más firme defensor de todos aquellos principios que tuvieran una apariencia de prestigio.47 El compañerismo, la solidaridad, la justicia, la rebeldía, el idealismo, la transparencia, todo pasaba a ser valores progresistas y, en función de ello, transformó su épica en una cruzada que era necesario recorrer concientizando puerta a puerta, voto a voto, para que todos esos bellos valores e ideales pudieran materializarse en el poder. Manifestaciones artísticas como el canto popular o la murga contribuyeron en esa dirección. El verdadero arte comprometido debía ser progresista. La academia hizo otro tanto en tanto construcción del compromiso intelectual, pues el intelectual comprometido sólo podía serlo si era progresista. En esa seguridad plena de la verdad y a superioridad moral el progresismo iba pasando acríticamente a tener “el monopolio de las virtudes”48, mientras que el monopolio de todos los errores y vicios, estarán del lado de los partidos tradicionales.
En ese proceso se apropió así de todo el botín simbólico, puesto que tocó los dos elementos constitutivos de la fibra de la nacionalidad. Tocó la épica ligada a nuestro ser orientales a partir de un discurso que construyó puramente a partir de la oposición a sus rivales, más que de un contenido propiamente dicho. De la institucionalidad ligada al ser uruguayos, se presentó como garante de un Estado proveedor de seguridad que podía estar en peligro, aparentando representar aquel proyecto de vanguardia del primer batllismo, cuando en realidad su movimiento surgía del dilema existencial burocrático. De este modo, todos los valores positivos ligados a la nacionalidad y los partidos políticos pasaban a estar del lado del progresismo (tanto el welfare state de la mano del partido colorado, y la épica blanca).49
En este marco, el progresismo zombi llegó a la cúspide. Encontró su momento de auge, luego de la crisis de 2002 en la que, “quizá por única vez en décadas, [el progresista] sintió seriamente afectado aquello que lo mueve: su sensación de seguridad”.50 Tres años después, el Dr. Tabaré Vázquez asumió la Presidencia. El nuevo relato ya estaba instalado. El progresismo ya se veía a sí mismo, no como un partido político, sino como una fuerza, como la expresión de la virtud y el impulsor de los altos valores y emociones ligados a nuestro Estado. “¡Festejen uruguayos! ¡Festejen, uruguayos!” decía celebrando el flamante Presidente Vázquez desde el balcón en 18 de Julio frente a un nutrido público. Todos los uruguayos debían festejar, independientemente de sus banderas políticas y sin duda alguna, puesto que esa superioridad se fundaba en una construcción discursiva, en la que todos los valores considerados positivos estaban del lado de progresismo. Pero la soberbia construcción del relato tuvo su costo: horadar la capacidad de discusión y de pensamiento crítico.
Esa ceguera le impidió ver que, en el fondo, su discurso se fundaba en la idea de un Estado ligado a la seguridad y no al progreso, lo cual le impidió verdaderamente avanzar e ir a la búsqueda de la excelencia. Mazzucchelli, en tal sentido, señala uno de los males que produciría ese progresismo “La mayor tragedia nacional, la emigración constante y escandalosamente masiva de los más emprendedores, la hemos ido construyendo, una vez que los empleados públicos y la burocracia política y todo su sistema clientelista se empezaron a sentir como en casa en la seguridad sagrada e inviolable de su puesto público, […] He ahí el infierno interior, contracara constante y necesaria de la seguridad y la estabilidad exterior que el Estado oriental ofrece a través de una miríada de medios materiales y simbólicos a sus ciudadanos.51
El progresismo había elaborado dicha “creencia de superioridad esencial”52 a través de una serie de apropiaciones simbólicas sin, en verdad, tener un contenido, pues el relato era dependiente de la construcción del enemigo. Lo que le quedaba era seguir sosteniendo su superioridad moral, el Estado proveedor y el enemigo, cosa que hizo. Para el progresismo, fuera cual fuera la situación, sería siempre necesario afirmar que “se vive en el más salvaje de los capitalismos”.53 Con todo, y tal como apunta Mazzucchelli, los discursos de los sindicatos54 del Uruguay permitieron mantener la idea de que esos enemigos seguían estando allí, por lo que se justificaba un discurso que traía a colación la revolución socialista, antimperialista y latinoamericanista.55
Pero, a la par de estos discursos, el progresismo continuó en su proceso de devorar símbolos para simular contenidos. Su próximo paso fue incorporar el monopolio de las consignas feministas y de las minorías. Bajo esta lógica, solo se podía ser feminista, defensor de los derechos de los colectivos LGBTIQ+ o de las minorías raciales desde el progresismo.
No conforme con toda la apropiación valorativa y moral ya realizada, el proceso continúa y, la última etapa conocida es la de la apropiación lingüística y conceptual. Al apropiarse de los conceptos de diversidad e inclusión, el progresismo pasó a dejar de lado toda posibilidad de diálogo razonado y argumentado con sus críticos: ya todo lo que lo cuestionase, pasaría a ser contrario a lo diverso o parte de movimientos que, por el solo hecho de oponerse, resultarían sospechosos de defender la exclusión.
Volviendo a los símbolos propiamente políticos y nacionales, acaso una prueba de que la apropiación simbólica se ha mantenido en estos 15 años de gobiernos progresistas, se halle al observar el último eslabón de esta cadena. Concretamente, en los discursos de la campaña del precandidato Ing. Daniel Martínez. Sobre el final de discurso de cierre de campaña, Martínez no vaciló en arengar empleando figuras ya históricas del Frente Amplio y otras tiendas políticas, diciendo: “Por la huella de Batlle y Ordóñez, [Liber] Seregni y Wilson [Ferreira], vamos por la esperanza”.56 Asimismo, el 27 de octubre, tras conocer los resultados que lo llevarían a la segunda vuelta, Martínez afirmó: “queremos seguir con lo que soñaba Batlle y Ordóñez y Wilson Ferreira, ahora se abre una nueva etapa”.57 Y señaló: “Hoy todos somos Batlle, todos somos Wilson, todos somos Seregni, porque eso significa defender el futuro de un Uruguay de riqueza, pero también con Justicia”.58 Y también invoco a la épica de nuestro Prócer “A luchar, claro que podemos. Hemos y seguiremos peleando por la patria de Artigas, que es tuya y nuestra. ¡Arriba, a ganar, a ganar!”, sentenció.59 La estrategia simbólica de Martínez consiste en incorporar la mayor cantidad posible de valores nacionales para sostener el relato de que el progresismo es el único y verdadero heredero posible de la institucionalidad y la épica.
Es ese relato emocional (y no los argumentos) los que sostienen al progresismo zombi. Por eso, la masa de votantes puede aceptar como natural que el discurso mencione líderes históricos blancos y colorados. Todo lo que tenga, en el imaginario, un aura de prestigio y de bondad, podrá entrar. La estrategia de Martínez es la de un progresismo zombi llevado al extremo de su exhibición porque, en verdad, no hay contenido programático profundo: lo que hay es estrategia de apropiación simbólica pura. Baste recordar que, en debate con Luis Lacalle Pou de cara a la segunda vuelta, había afirmado que el programa de su fuerza política era una recomendación. “El programa del Frente Amplio es un programa muy vasto que tiene muchos planteos que, por supuesto, son recomendaciones y después es el candidato el que gobierna y decide”.60 En ese sentido, Martínez sigue reproduciendo lo que Mazzucchelli ya advertía en 2005, cuando afirmaba que el progresismo se presenta a la vez como “el defensor del batllismo “verdadero”; o capaz homenaje de hacer homenaje a Wilson Ferreira, o como la culminación y fase superior de un tipo de artiguismo, entre muchas otras consignas.”61 Si eso es aún posible, no es tanto por un contenido o una coherencia, pues ambas no están presentes. Es porque su movimiento juega más a nivel emocional que racional; porque va al pathos y no al logos. Y esto es posible porque ha simulado hábilmente representar todo valor positivo y, muy especialmente, tocar las fibras emocionales de nuestra nacionalidad. He ahí la estrategia íntima del zombi.
5. Superación del progresismo zombi
Quienes adhirieron al progresismo zombi no fueron extremistas, tontos o revolucionarios. Mayoritariamente fue gente común, con una matriz de pensamiento político liberal (no extremo), que creyó que allí había una épica nueva que defender, sin por ello renunciar al imaginario de seguridad ligado al Estado. Muchos pensaron de buena fe que se trataba de un movimiento de transformación. Sin embargo, nada tenía que ver ya con las ideas que decía representar. Se trataba de una simulación.
Simuló ser el impulsor del Estado benefactor, activando la emocionalidad ligada al ser uruguayos a partir del imaginario de un país de avanzada tal como el del primer batllismo. Sin embargo, lo que fomentaba se correspondía más con el existencialismo burocrático de mediados de siglo que, en el mejor de los casos, podría equipararse a una “fase superior del batllismo burocratizado”.62 No se trataba de aquel Estado benefactor, sino de un Estado proveedor que, propendía a la inacción a la segura dependencia.63 En definitiva, se trataba de un progresismo que estimuló el deseo de seguridad y conservación, olvidando el Estado como herramienta de progreso.
Simuló apelar a una épica de nuestro ser orientales a partir de la mística de la izquierda histórica. Sin embargo, sin verdaderamente desarrollar ninguna de las ideas de esas corrientes, se plantó más desde lo moral. Presentándose como única forma de oposición contra diversos enemigos (el autoritarismo, el neoliberalismo, o los supuestos opositores a los derechos de las minorías, etc.), fue auto-percibiéndose con una superioridad desde la cual fue convirtiéndose cada vez más endogámico y contrario a pensamiento crítico (especialmente a la autocrítica).
Como resultado, he aquí el progresismo zombi como producto histórico: un cuerpo político en movimiento sin ideal de progreso ni pensamiento crítico. Un muerto-vivo a la deriva y sin conciencia que, mientras avanza se apropia, devora y descompone toda idea genuina que encuentra a su paso como apetecible. Las ideas que en el Uruguay “tocan alguna fibra ética o moral, tienen su expresión elocuente, a veces grotesca, en el progresismo.”64 Tomar conciencia de su real dimensión es una herramienta indispensable para superarlo y poder salir de los estancamientos que ha producido. Pero esta superación no debe confundirse con una “reacción”65 o epítetos similares. En tal sentido, es necesario aclarar qué significa esa superación y despejar varias confusiones posibles.
En primer lugar, la superación del progresismo zombi no debe ser confundida con un anti-progresismo. En tal sentido, es muy compartible la siguiente afirmación de Mazzucchelli: “El progresismo [zombi] genera un rechazo visceral en los no-progresistas, no porque proclame en sí principios o ideales particularmente indeseables, sino, quizá, porque se apropia y destruye los ideales ajenos, degradándolos al hacerlos propios.”66 En esa línea, la superación no implica una oposición a los altos ideales en sí, sino a la simulación de los mismos. Para superar el progresismo zombi basta, simplemente, con plantearse ser progresista a secas, esto es, volver a considerar seriamente la idea de progreso y superar la idea conservadora de seguridad.
En segundo lugar, la superación del progresismo zombi no debe ser confundida con una demonización del ciudadano común perteneciente a la medianía, el cual se dejó seducir por dicho progresismo. En otras palabras, no implica el culto a alguna élite. Para comprender bien lo anterior, se debe distinguir entre medianía y mediocridad. La medianía es una cuestión de hechos: la mayoría de nosotros somos parte de la medianía en casi todos nuestros atributos (altura, capacidad para las matemáticas, para emprender un negocio o cocinar). La mediocridad, sin embargo, es una cuestión valorativa en términos negativos: la desidia, la falta de iniciativa, de lucha o de ganas de concretar objetivos, etc. El problema del progresismo zombi no está en el hombre y la mujer medios, puesto casi todos somos medianía en algo, lo queramos o no. El problema está en el descenso de la media en atributos clave para el progreso (nivel educativo medio, por ejemplo) y el desestimuló a la valoración positiva de los méritos y el progreso individual y colectivo. En tal sentido, superar el progresismo zombi no significa rechazar a la medianía. Significa dar herramientas para que los niveles medios puedan progresar en distintos aspectos. En otras palabras; proponerse como meta que la excelencia de hoy, sea la medianía del mañana.
En tercer lugar, la superación del progresismo zombi no debe confundirse con la aniquilación del Estado ni con su reducción a escala mínima. Más claramente, no significa ser neoliberal, de ultraderecha, o estar en contra de derechos reconocidos justamente a las minorías. Significa, simplemente, pensar el Estado como herramienta del estímulo al conjunto de la sociedad uruguaya. A mi entender, en considerar el Estado en un triple rol: escudo, garantía e impulso. Muy especialmente, escudo de los más débiles, garante de la medianía e impulsor de quienes se desempeñan con excelencia en algún campo, sin que ello implique generar dependencia del aparato estatal. El Estado debería apoyar a los ciudadanos, para que los ciudadanos puedan abandonar ese apoyo.
Y, por último, la superación del progresismo zombi, no debe confundirse con un culto ciego al progreso o al futuro, que niegue o rechace toda memoria o tradición. Muy por el contrario, significa emprender el esfuerzo intelectual de revisitar nuestras trayectorias culturales, intelectuales, científicas, etc., para saber dónde estamos parados en relación a nuestro devenir y delinear un proyecto que pueda nuevamente cobrar coherencia y contenido.
En definitiva, superar el progresismo zombi requiere buscar otros frentes para poder pensar en qué sentido es posible el progreso del país, y cómo puede ligarse genuinamente con la emocionalidad colectiva que nos hace sentir orientales y uruguayos.
Notas
1. En rigor, el texto nunca fue publicado de manera estable o convencional. “El Zombi” fue escrito en 2005 como prólogo a un libro del politólogo Francisco Faig. Dado que el libro no llegó a publicarse, “El zombi” nunca cumplió su función original, salvo a través de algunas copias del libro original que el propio Faig envió a algunas personas. Por este motivo, “El Zombi” no circuló más que de mano en mano hasta 2009. Luego, en 2009-10, Mazzucchelli revisó el ensayo y lo publicó en la red social Facebook como texto independiente. A partir de allí, el texto comenzó a difundirse por la sola voluntad de los lectores. A pesar del escasísimo alcance que puede suponer dicha difusión espontánea, la circulación fue dándose con cierta efectividad de modo diagonal o lateral, a juzgar por algunos comentarios que el autor recibió como respuesta más allá de las redes sociales. (Fuente: comunicación personal) (volver) 2. Mazzucchelli, #2 (volver) 3. Mazzucchelli, #2 (volver) 4. Ardao, A., “La independencia uruguaya como problema” en Etapas de la inteligencia uruguaya, Montevideo, Departamento de Publicaciones de la UdelaR, 1968, pp. 175-208 (volver) 5.Castellanos, Alfredo, Historia uruguaya, Tomo 3, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 2017 p. 97 volver 6. Vale aclarar que somos consciente de la existencia de una gran polémica a nivel historiográfico y antropológico sobre el origen y datación de la denominación “oriental”, así como también de la denominación “uruguayo” y sobre cuál es anterior (tesis “orientalistas” y “uruguayistas”). Sin embargo, no es este un espacio para discutir este asunto, porque lo que nos interesa no es identificar la primacía de una sobre otra denominación, sino su valor simbólico, emocional e identitario en relación al Estado. volver 7. Vidart, D., “¿Orientales o uruguayos?” en Revista Relaciones Nro. 240, Montevideo, 2004. Disponible en: http://www.chasque.net/frontpage/relacion/0405/orientales.html volver 8. Rama, G., La democracia en Uruguay. Una perspectiva de interpretación, Montevideo, Arca, 1989, p. 29 volver 9. Berisso, L. y Bernardo, H., Introducción al pensamiento uruguayo, Comisión del Bicentenario, Montevideo, 2011, p. 108 volver 10. Caetano, G., “Lo privado desde lo público. Ciudadanía, nación y vida privada en el Centenario”, en Barran, J. P., Caetano, G. y Porzekansky, T. (directores), Historias de la vida privada.Tomo 3, Montevideo, 2004, p. 21. volver 11. Libro de todas las cosas y otras muchas más Vidart, 2004 volver 12. Ídem volver 13. Esto no significa que no existiese un latinoamericanismo en el Uruguay. Sería absurdo negar la importancia del Ariel de José Enrique Rodó. Sin embargo, esto no compensaba la imagen de ese 900 que se veía a sí mismo como excepcionalidad en el continente. volver 14. Mazzucchelli, #4 volver 15. Mazzucchelli, #3 volver 16. Benedetti, M., El país de la cola de paja, Ediciones Ciudad Vieja, Montevideo, 1960, p. 60 volver 17. Maggi, C., El Uruguay y su gente, Montevideo, Alfa, 1965, p. 96 volver 18. Maggi, 1965, pp. 88-89 volver 19. Benedetti, 1960, p. 67 volver 20. Mazzucchelli, #2 volver 21. Cfr. Mazzucchelli, #3 volver 22. Cfr. Mazzucchelli, #2 volver 23. Mazzucchelli, #3 volver 24. Ídem volver 25. Ibídem volver 26. Ibídem volver 27. Ibídem volver 28. El número 1 de Cuadernos de Marcha, de mayo de 1967 estuvo dedicado a Rodó, así como también el número 50, de junio de 1971, titulado “Centenario de Rodó”. Asimismo, los números 63 y 64 de julio y agosto de 1972 se dedicaron al “Centenario de Vaz Ferreira” volver 29. Mazzucchelli, #3 volver 30. Mazzucchelli, #7 volver 31. Ídem volver 32. Ibídem volver 33. Ver el texto completo en https://www.impo.com.uy/bases/decretos-leyes-originales/14276-1974/5 volver 34. El debate televisivo está disponible en https://www.youtube.com/watch?v=dL2tGaIMpQg volver 35. Andacht, F., Signos reales del Uruguay imaginario, Montevideo, Trilce, 1994, p. 23 volver 36. Andacht, 1994, p. 22 volver 137. “Ese río era “ícono de la mesocracia en versión idealizada parece concebirse sin conflictos o desigualdades, en una armonía universal mediante su cultura media y generalizada” (Andacht, 1994, p. 23) volver 38. Andacht, 1994, p. 31 volver 39. Mazzucchelli, #10 volver 40. Mazzucchelli, &11 volver 41. Mazzucchelli, &9 volver 42. Mazzucchelli, &8 volver 43. Ver Vanger, M., ¿Reforma o revolución? La polémica Batlle – Mibelli. 1917, Montevideo, Ediciones de la Banda Oriental, 1989 volver 44. Mazzucchelli, #15 volver 45. Mazzucchelli, #15 volver 46. Mazzucchelli, #11 volver 47. Cfr. Mazzucchelli, #11 volver 48. Mazzucchelli, #13 volver 49. Ídem volver 50. Mazzucchelli, #9 volver 51. Mazzucchelli, #33 volver 52. Mazzucchelli, #21 volver 53. Mazzucchelli, #24 volver 54. Si bien, como muestra María Urruzola en su último libro, estos discursos cada vez tienen menos arraigo, no dejan de ser parte fundamental del discurso. volver 55. Mazzucchelli, #23 volver 56. https://ladiaria.com.uy/politica/articulo/2019/10/daniel-martinez-en-acto-de-cierre-del-fa-el-unico-aliado-que-tiene-el-partido-nacional-ademas-de-los-lios-internos-es-cabildo-abierto/ volver 57. Idem volver 58. https://www.sarandi690.com.uy/2019/10/27/34060-martinez-batlle-wilson-seregni/ volver 59. https://www.republica.com.uy/martinez-apelo-al-voto-de-batllistas-y-wilsonistas-para-la-segunda-vuelta-id735988/ volver 60. https://www.republica.com.uy/defienden-a-martinez-el-programa-del-fa-no-es-el-plan-de-gobierno-id738666/ volver 61. Mazzucchelli, #11 volver 62. Mazzucchelli, #20 volver 63. Ídem volver 64. Mazzucchelli, #11 volver 65. En esa línea de críticas, basta mencionar como ejemplo la siguiente publicación: Colectivo Entre, La reacción. Derecha e incorrección política en Uruguay, Estuario, Montevideo, 2019 volver 66. Mazzucchelli, #12 volverHoracio Bernardo (Montevideo, 1976). Filósofo y docente de Argumentación. Autor, entre otras obras, de El hombre perdido (novela, Planeta, 2007), e Introducción al pensamiento uruguayo (Filosofía, en coautoría con Lía Berisso, Fin de Siglo, 2014). En 2013 obtuvo el Premio Pensamiento de América “Leopoldo Zea”, máximo galardón de la Historia de las Ideas en América, otorgado por el Instituto Panamericano de Geografía e Historia de la Organización de Estados Americano (IPGH – OEA).