ENSAYO

Por Luis Albornoz

Antes de acercarme al asunto, voy a dar un pequeño rodeo. Y empiezo por explicitar de entrada lo que sostengo: hay un combo indivisible “hecho-interpretación”, que forma una especie de estructura bipolar de la realidad. Esto supone descartar los reduccionismos: hay “hechos brutos” sin interpretación y a la vez, no hay hechos sino sólo “interpretaciones”. Pero decir que ese combo es “indivisible” no quiere decir que no se puedan “distinguir” los términos, sino más bien, que hay que distinguirlos pero sin separarlos. Por otro lado, decir “interpretaciones” supone necesariamente decir “valoraciones”. Y las valoraciones pueden ser de distinto tipo: éticas, estéticas, epistémicas. Ejemplo de valoraciones epistémicos en una teoría son: la simplicidad (que tenga el menor número posible de hipótesis), la coherencia interna (que no incurra en contradicciones flagrantes), la coherencia externa (que sea mínimamente compatible con otras teorías aceptadas), el alcance explicativo de los fenómenos que aborda (es decir, un nivel de correspondencia con los hechos a los que refiere), el alcance predictivo, la fecundidad (la habilitación para desarrollar otras teorías), etc. Todo lo mencionado no son “hechos”, sino “valoraciones” que expresan las preferencias de una comunidad epistémica, respecto a las características que debe presentar una teoría. 

Me voy a referir específicamente a estas valoraciones epistémicas, lo que va a inclinar en principio, el peso del combo hacia el lado de la interpretación. Por ahora. Y voy a tratar de hacerlo en dos niveles: el nivel de las teorías científicas y el nivel del lenguaje ordinario (coloquial). Es sabido, que muchas veces ante teorías rivales que pretenden explicar el mismo campo de fenómenos, la comunidad epistémica opta no tanto en función de “hechos”, sino en función de estas “valoraciones”. Algunos ejemplos paradigmáticos. En el siglo XVII se prefirió (felizmente) la teoría copernicana a la ptolemaica, cuando las pruebas observacionales (las fases de Venus) se obtuvieron recién en el siglo XIX. En el siglo XX se prefirió la teoría de la relatividad de Einstein porque era más plausible (una valoración) que la teoría contemporánea de Whitehead, cuando las pruebas observacionales se obtuvieron recién cincuenta años después. Actualmente, aún cuando no existen al momento pruebas observacionales suficientes para la teoría evolucionista, se la prefiere (felizmente) por simplicidad y plausibilidad (valoraciones), frente a la teoría creacionista. Hay más, pero como fue dicho, son ejemplos, paradigmáticos, del modo como se decide muchas veces, entre teorías alternativas sobre los mismos fenómenos. 

En el lenguaje ordinario (coloquial) sucede algo parecido. Veamos un ejemplo sencillo: el enunciado “está lloviendo”. Supongamos que es verdadero, es decir, está lloviendo. Voy a extremar el razonamiento, pero es sólo para mostrar el punto en cuestión. Para un hablante competente de nuestra cultura, en ese enunciado simple están condensadas muchas nociones implicadas como: cae agua desde las nubes, se produce por condensación de gases, esto se debe a las diferentes corrientes y temperaturas del aire, la noción de la ley física de la gravedad que explica la precipitación, etc. No es que cada vez que uno dice “está lloviendo” diga todo esto, pero está implícito en lo dicho (para un hablante competente de nuestra cultura). Pero en una cultura totalmente diferente, frente a la misma realidad (está lloviendo), el enunciado “está lloviendo” (supongamos la homofonía) puede querer decir algo completamente diferente: nuestros ancestros están tristes y lloran, o nuestros ancestros nos envían el agua porque la necesitamos o están enojados y por eso nos envían este aguacero. Creo que no convendría, subestimar llanamente en el ejemplo, a la segunda cultura por ser “primitiva” (porque creo que cada uno, si presta un poco de atención, puede encontrar muchos enunciados iguales que significan cosas diferentes, en culturas diferentes). Muchas veces, la simple “denominación” (es decir, el lenguaje) altera el significado. Por ejemplo, decir la “batalla” de Waterloo, da cuenta de un hecho distinto a si se dijera “colisión” o “masacre” (aun cuando, el “hecho bruto” siguiera siendo el mismo). Todo esto, se acerca a una concepción de “hecho” muy parecida a “construido” (que es la tesis central de todos los constructivismos sociales o lingüísticos). Pero los constructivismos están centrados (casi exclusivamente) en el polo gnoseológico del asunto.

Es decir, que todo lo anterior, parece que lleva agua para el molino de la interpretación. Y así es. Pero lo del comienzo: hay un combo indivisible “hecho-interpretación”, que forma una especie de estructura bipolar de la realidad. Entonces hay que ver el otro polo. Para decirlo brevemente: el mundo y la naturaleza admiten un rango de interpretaciones que pueden ser diversas (de hecho han sido y son). Pero decir que admite un “rango”, no quiere decir que admita “cualquier” interpretación arbitraria. Porque más temprano que tarde, el propio mundo o naturaleza se encarga de rechazar y refutar por la vía de los hechos, la interpretación arbitraria y disociada del otro polo (el polo ontológico, si se admite la expresión). Lo que equilibra la estructura del lado del “realismo” (aunque sobre su significado, se ha discutido y se discute, largamente). Y lo dicho sobre el “mundo” se aplica “a fortiori” a las interpretaciones sociales, dado que los actores pueden, por lo general, ser más elocuentes en su disenso. Es decir, que de última, en la decantación del tiempo, no se puede alegremente decir cualquier cosa sobre ese otro polo de la “realidad”. 

Todo este rodeo, viene a cuento en este caso, del tratamiento que nuestro periodismo vernáculo, ha dado y da, a todo el manido tema de la “pandemia” y del artefacto salvífico, es decir, las “vacunas”. Lo menos que se podría pretender, de algo que pudiera considerarse digno, es un tratamiento serio de un tema serio, respecto de los “hechos” y de sus diversas “interpretaciones”. Nada de eso ocurrió, ni ocurre. No solamente no se abrió el espacio necesario para la discusión y el debate de protagonistas calificados para llevarlo adelante, sino que nuestro periodismo obsecuente, se colgó del discurso único y de la interpretación oficial.  Que a su vez, obsecuente, se colgó del discurso “único” (lo entrecomillo, dadas sus múltiples contradicciones) de la OMS. Que para no romper la cadena de la obsecuencia, siguió fielmente, los designios de sus financiadores. 

Cuando se dice la interpretación oficial, lo de “oficial” está dada ¿por quién? ¿Por “la ciencia”? Bueno, para referirse a las investigaciones y conclusiones científicas (que bueno es recordar, son siempre falibles, provisorias y discutibles), si algo no aplica, es el artículo determinativo. In illo témpore, se fundamentaba casi cualquier cosa en “la religión”. Así nomás. Y encima se decían cosas, que traducidas serían algo así como: hay que creer en “Dios” porque lo dice la “Biblia” y hay que creerle a la “Biblia” porque es la palabra de “Dios” (es decir, algo que podríamos calificar, sin pecar de temerarios, como el “círculo vicioso” de una argumentación). Parece que cuando las antiguas religiones colapsan, se levantan nuevas religiones y fes (responderá esto quizás, a una muy humana necesidad de tranquilidad y sosiego). Así que parece, que frente al tema en cuestión, la pandemia y las vacunas, hay que creer en la “Ciencia” porque lo dice “Lancet” (o la FDA) y hay que creerle a “Lancet” porque es la palabra de la “Ciencia”. Como si no hubiera habido múltiples contradicciones en esas “Palabras” o peor, como si esas instituciones fueran reductos inexpugnables frente a cualquier acción corporativa, mezquina e interesada. O sea: debemos partir del principio de que esas instituciones, invariablemente, expresan el grado más depurado y más desinteresado del conocimiento y que por lo tanto, no se pueden discutir (lo que se conoce en la lógica de la argumentación, como la falacia de la “petición de principio”). 

Titulé este pequeño escrito respecto a la práctica de nuestro periodismo como una pregunta: ¿frívolo o idólatra? Pero pensándolo bien, es mejor abandonar la disyunción y optar por la conjunción: es frívolo y es idólatra. Un ejemplo de esto es el programa auto-denominado “Polémica en el Bar”. El homónimo argentino, sin ser gran cosa, era mucho mejor. Esta re-make autóctona, conjuga lo mejor de la frivolidad y lo mejor de la idolatría. El tema de fondo, pandemia y vacunas, es un tema serio. Y el tratamiento que le han dado, sería en el mejor de los casos,  muy gracioso. Si no fuera trágico.