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El camino hacia la imposición de las subculturas de la identidad colectiva dogmática -con algunos ejemplos de la cancel culture que, como todos sabemos, no existe.
Por Aldo Mazzucchelli
La imposición de la cancel culture, la censura y la prohibición de los puntos de vista contrarios a cierto consenso mainstream -tendencias que parecieran ser resultado del avance de las subculturas de la identidad colectiva dogmática–, ha crecido a partir de cuatro ámbitos principales. Ellos son la “academia” -donde estas cosas avanzaron primero bajo la forma de teorías sociales o humanísticas financiadas desde fuera, más actividad gremial y burocrática desde dentro-; los medios de prensa “mainstream” o tradicionales; la cultura corporativa empresarial; y el Estado y la tecnocracia/burocracia transnacional. En estos cuatro ámbitos, las subculturas de la identidad dogmática colectiva están ahora pasando a dominar, y a imponer por tanto esa impronta al nivel de la cultura más amplia de la sociedad. Lejos de haber una “caída” en este tipo de hegemonía, lo que hay es una expansión de la misma que la va haciendo avanzar como ideología mainstream en muchas naciones “occidentales”.
Las subculturas de la identidad dogmática colectiva en la academia y la cultura
En la vida educativa y universitaria quien firma ha estado varias veces en situación especialmente privilegiada para ver cómo se armó lo que ahora está desplegado, de modo que puedo mencionar brevemente una experiencia personal que tiene como propósito ilustrar el problema a un nivel de resolución y detalle que, creo, será más cercano que las usuales abstracciones conceptuales.
Terminado mi doctorado, yo había obtenido un puesto “tenure-track” de profesor asistente en Brown University. Esta universidad, una de las ocho llamadas de la “Ivy League”, está ubicada en Providence, en el diminuto estado de Rhode Island, en Nueva Inglaterra. Mi puesto fue renovado y extendido por dos años más, lo que hizo que antes de pasar el proceso de conseguir un contrato vitalicio, tuve seis años enteros (2007-2013) para experimentar la cultura académica norteamericana en una de las universidades con fama de más progresista en el país. En efecto, Brown es famosa por sus posturas en ese sentido. Allí aprendí mucho.
Cuando llegué al departamento de estudios hispánicos, la gente que en ese momento lo dirigía me explicó, ya en la primera reunión de profesores, qué estaba pasando. El Department of Hispanic Studies de Brown había obtenido el año anterior a mi llegada el reconocimiento como mejor departamento de estudios hispánicos del país en el único ranking por entonces existente, no a nivel general universitario, pues de esos hay muchos, sino disciplina por disciplina.
Este tipo de distinciones son raras, y en general las universidades alguno de cuyos departamentos obtiene ese destaque lo publicita y aprovecha para conseguir ventajas. En Brown, sin embargo, la dirección de la universidad no estaba contenta con la orientación de la investigación en ese departamento, por lo que no hizo mucho para exaltar la distinción, y tomó otro rumbo. En efecto, los principales profesores del departamento, como Julio Ortega, Enric Bou, o Mercedes Vaquero, llevaban adelante estudios literarios, filosóficos, históricos… es decir, hacían humanidades, en lugar de impulsar “theory” o “estudios de cultura de minorías”. Por lo tanto, la dirección de Brown impuso al departamento la adopción de un “plan quinquenal” (sic: Five Year Plan) para forzarlo a dedicarse a la cultura del progresismo académico oficial, le llamaría yo, que la universidad consideraba mejor. Esto incluyó, de modo prioritario, intervenir en la contratación de nuevos profesores para el departamento, los que debían estar a favor de la línea oficial de la dirección de la universidad. Esto como es natural generó diferencias entre la dirección del departamento y la de la universidad, pues la selección de sus profesores es normalmente prerrogativa de cada departamento.
En el ambiente de la academia todo es relativamente terso en la superficie. Las puñaladas y las movidas son palaciegas y jamás, o muy raramente, se manifiestan abiertamente. Fue así que, misteriosamente, las contrataciones que luego de los procesos formales correspondientes el departamento resolvía hacer (ya incluidas dentro de sus previsiones presupuestales), por alguna razón siempre fracasaban. El docente cambiaba de idea a último momento, en general, o las oficinas centrales de la universidad, en la última negociación, no terminaban de ponerse de acuerdo con alguna de sus aspiraciones.
Dado que aun así la situación se mantenía incambiada, el siguiente paso fue que la dirección de la universidad interviniera directamente el departamento, y contratase un par de profesores que viniesen ya con la ideología “correcta”, cambiando así la correlación interna de fuerzas. Y el tercer momento fue forzar que se formase un comité académico para contratar profesores nuevos que excluyese a todos los profesores de peso y antigüedad. Este comité -lo sé porque yo debí integrarlo, como uno de los pocos representantes del bando “humanístico tradicional” digamos- contrató tres docentes profundamente ignorantes de todo, salvo del discurso políticamente correcto en materia de minorías. Comprendí que ese era el momento justo para irme de Brown, y esa misma primavera renuncié al proceso de confirmación del tenure, que estaba a punto de iniciarse, y apuré mi vuelta a Uruguay.
De modo que el proceso general de imposición de una atmósfera abrumadora de “pensamiento único” no es el resultado de opciones espontáneas solamente, sino también el resultado de políticas de reproducción ideológica llevadas adelante de modo estratégico. Es la dirección misma, en universidades norteamericanas como esta, la que exhibe, como explícito programa, la imposición de determinada orientación a los estudios por la vía de ir contratando profesores afines, y haciendo que los demás se cansen y/o se vayan. Esta orientación favorece la imposición del tipo de pensamiento único que estamos observando. Si Brown fuese un caso aislado, esto no tendría mayor importancia. Pero Brown no es un caso aislado: es la norma. La libertad de cátedra se va volviendo, mayormente, una ficción.
Aquel año 2013 fue importante para Brown por un suceso ocurrido inmediatamente luego, en el semestre de otoño. Una charla de Raymond Kelly, el Comisionado de Policía del Estado de Nueva York, que fue invitado al campus a hablar el martes 29 de octubre por un instituto de ciencia política de la universidad, el Taubman Center for Public Policy and American Institutions, fue cancelada por un grupo estudiantil de unas cuantas decenas que entró mientras la conferencia se desarrollaba, y la interrumpió a los gritos hasta obligar a que se abandonase el evento. Los organizadores estuvieron media hora intentando que el griterío terminase, sin éxito. “En mis quince años en Brown nunca había visto que fuésemos incapaces de alcanzar un diálogo”, declaró entonces la Vice Presidente para las relaciones públicas de la universidad, Marisa Quinn, que era una de las presentes. Menciono aquel evento, pues lo que está pasando en las calles y los medios de Estados Unidos no es un fenómeno espontáneo, sino el fruto de una acumulación, desde luego. Antes de aquella charla, hace ya siete años, los estudiantes hicieron una marcha y una sentada, cantando y portando carteles que decían “Systemic Racism”, “Brown is complicit” y “Ray(cist) Kelly”, entre otros.
Este episodio, relativamente común en tiempos de intensa intolerancia -cosa que entonces, bajo la presidencia de Obama, no parecería ser el caso-, fue anuncio de una tendencia que crecería con los años: la naturalización cultural de ese tipo de intervención autoritaria. No se trató solo de un grupo de militantes impidiendo violentamente la palabra a alguien, sino el comienzo de la conversión de ese procedimiento en el estándar incuestionable a adoptar por toda la sociedad.
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Pero aquello era aun algo relativamente común en la historia de todas las universidades del mundo. Fue solo un año después que pasaría algo extraordinario. Y fue que, también en Brown, se crearía uno de los primeros “safe spaces” [espacios seguros] del mundo académico -fuera de tal mundo, a nivel privado, existen al menos desde 1989-.
El evento ocurrió en el semestre de otoño de 2014. Una mujer, Wendy McElroy, con un alto perfil por sus opiniones en las redes sociales, fue invitada al campus para dar un debate con Jessica Valenti, la fundadora de feministing.com (un blog, hoy extinto). Los militantes estudiantiles conocían de antemano la opinión de McElroy de que los episodios de violación no solamente debían atribuirse a una “cultura sistémica de violación” -lo que deposita la responsabilidad de la violación fuera del individuo, en una cultura, o en una atmósfera, o en un “género” completo-, sino que tenían que ver de modo determinante con la voluntad y responsabilidad de los sujetos involucrados.
El punto de disputa parece particularmente importante: de un lado quedaban quienes piensan que los individuos no son nada sino objetos indefensos de las ideologías y los colectivos, y del otro lado quedaba una mujer que defendía la autonomía individual y la responsabilidad por las propias decisiones, exigible siempre a los violadores como individuos, y nunca a la comunidad o a los miembros colectivos de un hipotético “género” culturalmente masculino.
Que este tipo de cosa estuviese en debate resultó inaceptable para el pensamiento único. Inmediatamente se movilizaron algunos estudiantes, bajo el liderazgo de Katie Byron, una estudiante de “Gender and Sexuality Studies”. Byron y sus seguidores consiguieron enseguida una reunión con la dirección de la universidad, y le exigieron a la Presidenta, Christina Paxson, que prohibiese la palabra a la invitada.
El episodio fue contado muy bien en un artículo de opinión de Judith Shulevitz en el New York Times de aquellos años. Cuenta Shulevitz que Byron le dijo entonces que “invitar personas con opiniones así puede invalidar las experiencias de la gente”. Obsérvese la estructura del argumento, que no cesa de sorprenderme. Según Byron, que alguien opine algo, invalida la experiencia de un tercero.
La Presidenta, aterrorizada por la posibilidad de que se generase un problema en el campus -las universidades privadas de EEUU son intensamente competitivas por fondos y estudiantes, y cualquier cosa parecida a un escándalo es algo de lo que huyen como de la peste-, propuso una solución de compromiso: al mismo tiempo que el debate, la universidad auspiciaría una charla, paralela y simultánea, en la que “se proveería “investigación y datos” acerca del “rol de la cultura en la agresión sexual.”
Es notable la falacia implícita. McElroy ni nadie negaría que la cultura juegue algún rol en las conductas individuales. Pero al oponer completamente la cultura a la voluntad y responsabilidad individuales, la falacia autoritaria hace mutar un argumento (que la cultura tiene que ver con lo que hacemos, algo que nadie en su sano juicio estaría dispuesto a cuestionar), y lo transforma en otro: que la cultura es la responsable por lo que cada individuo hace.
Eso no fue todo, lo interesante está por empezar. Los militantes decidieron entonces exigir a la universidad que les proveyese de un salón para montar en él un “espacio seguro”, donde los estudiantes pudiesen refugiarse durante el transcurso de la polémica, y -al decir de Byron- “recuperarse”. Es decir, no alcanzaba con no ir al evento, que desde luego no era obligatorio, sino que al parecer la presencia del evento en el campus hería, de un modo mágico, como a distancia, o quizá de un modo sutil o “espiritual”, la vida y sensibilidad de quienes no estuviesen de acuerdo con algo de lo que allí se dijese. Es así como se construye una cultura de victimización: exagerando hasta el infantilismo agresiones imaginarias.
Cito de la descripción de Shulevitz:
“El salón se equipó con galletitas, libros para colorear, globos, pasta de modelar Play-Doh, música calmante, almohadones, mantas, y un video de cachorros jugueteando, además de miembros del personal y estudiantes entrenados para atender situaciones traumáticas. Emma Hall, estudiante del penúltimo año [es decir, una mujer de unos 21 años de edad]… en un momento fue al lugar del debate — que estaba repleto— pero después de un rato tuvo que volver al espacio seguro. ‘Me sentía bombardeada por una cantidad de puntos de vista que realmente iban en contra de mis creencias más íntimas y queridas’, declaró”.
El concepto de “espacio seguro” ha pasado hoy, de aquella versión relativamente literal y espacial de un salón equipado para proteger a los frágiles snowflakes de ideas que no les guste oír, a ser un rasgo clave de la cultura de cancelación: la “sensibilidad herida” y las “opiniones que ofenden mis creencias” son, de modo generalizado, argumento suficiente hoy para hacer que una persona pierda su trabajo.
Lo descrito antes para Brown no es un episodio aislado. Jonathan Haidt y Gregg Lukianoff en su ya clásico The Coddling of the American Mind. How Good Intentions and Bad Ideas are Setting Up a Generation for Failure identifican tres tendencias problemáticas que se han impuesto irresistiblemente en la cultura académica: evitar desafíos a nuestras creencias, en lugar de buscarlos; glorificar las propias emociones, en lugar de intentar educarlas; dividir el mundo en grupos de pertenencia: nosotros los buenos, ellos los malos.
Cuando estas tres pésimas nociones se ponen a trabajar, el resultado es la intimidación del punto de vista disidente o menos común, que a menudo es el más fino. Las cazas de brujas y las ceremonias colectivas donde se obliga a los miembros críticos a hacer actos de contrición -luego de los cuales, generalmente se los expulsa igual del grupo- son prácticas comunes en cualquier ámbito donde estas subculturas de la identidad colectiva dogmática se imponen.
Haidt es investigador en psicología evolucionista, profesor actualmente de la Universidad de Nueva York, donde dirige una cátedra en Ética. Su referencia de las emociones a condicionamientos biológicos de larga data, apoyados por abundante prueba experimental, vuelve locos de furia a los teóricos de la corrección política y de las políticas identitarias, cuyas teorías rechazan cualquier peso de lo biológico y son, por eso, profundamente reaccionarias a la prueba científica.
Como resultado de una larga política de copamiento del espacio académico, la normalización de las subculturas de la identidad colectiva dogmática ha tenido un notable éxito. Hoy, como resultado en buena medida de eso que ocurrió primero en las universidades, los egresados universitarios de toda clase de carreras -pues este pensamiento único es la “atmósfera” ideológica de la universidad toda, incluidas las ciencias- toman postulados de esa ideología que son tremendamente autoritarios, como normales.
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Todo parece una irónica venganza retroactiva de las “inútiles” humanidades. Cuando los cientifistas a principio de siglo argumentaban que las humanidades -y luego, de los sesenta en adelante, también las “ciencias sociales”- no importaban y eran irrelevantes, no previeron que serían los departamentos de humanidades, educación, psicología y ciencias sociales los que contribuirían de modo tan intenso a imponer sus doctrinas al imaginario completo de toda una sociedad.
Como consecuencia, se solicita, por ejemplo, la “cancelación” de científicos prestigiosos y con una obra sólida detrás, como el profesor de Harvard Stephen Pinker –a través de una carta abierta firmada por 620 docentes enviada a la Linguistic Society of America-, puesto que Pinker no se calla y persiste en contradecir, presentando sus propios datos científicos, las afirmaciones de la ideología mainstream del momento. El lector puede repasar, en la carta recién citada, la clase de argumentos aducidos detrás del nuevo intento de “cancelación”.
Puede que Pinker resista, debido a su amplio prestigio y obra. Pero mucha otra gente, que dice cosas molestas para el pensamiento único y obligatorio, pierde su empleo.
Ejemplo. Brett Weinstein fue forzado a renunciar en 2017 de Evergreen State College, por negarse a dejar de dictar su clase cierto día, contradiciendo una medida instigada por un grupo de estudiantes que decidieron que determinado día se prohibiese enseñar a profesores de piel blanca, y en cambio se los obligase a concurrir a una sesión de adoctrinamiento sobre raza, fuera del campus. El argumento de Weinstein en una lista de email interno del campus fue: “Hay una gran diferencia, entre que un grupo o una coalición decida ausentarse voluntariamente de un espacio que comparte con otros, a efectos de destacar sus roles vitales y no suficientemente apreciados… y que un grupo le diga a otro que debe irse un día entero. Lo primero es una llamada forzosa a la toma de conciencia, lo cual, por cierto, se desliza ya hacia la lógica de la opresión. Lo segundo, es una demostración de fuerza, y un acto de opresión en sí mismo”.
En los medios de comunicación
Los egresados de los campus universitarios en ciencias sociales, humanidades y, desde luego, comunicación, encuentran a menudo su camino laboral en el periodismo. Es así que la ideología que les fue presentada como natural en la universidad se convierte, al pasar algunos años, en la ideología natural de la prensa. Tanto los “cognizant” o censores de Facebook o Google, como los periodistas que en los últimos años vienen ocupando los puestos en la prensa ex-liberal, son a menudo creyentes -en Estados Unidos sus críticos les dicen irónicamente “iluminados”- adoctrinados en una serie de dogmas, de los cuales el principal es que la tradición occidental, reducida previamente a tres o cuatro acusaciones simplistas en su contra, no vale nada, y debe ser demolida.
Tal situación de dogmatismo y sesgo de los media tradicionales en el mundo anglosajón es tan abrumadora, tan notoria, y ha sido tan denunciada de múltiples formas ya desde unos cuantos años, que es casi inútil insistir en ejemplos -el lector atento puede obtener uno en el momento mismo en que abra la edición de cualquier día del New York Times, la BBC, o similares. Matt Taibbi, reconocido periodista y editor contribuyente de Rolling Stone -y una de sus plumas políticas más afiladas- declaró en una entrevista que la actual cultura está haciendo prácticamente imposible a reporteros y comentaristas expresar ciertas opiniones, o reportar ciertas cosas que desafíen la narrativa obligatoria, por “miedo a sus propios colegas” y sus potenciales denuncias.
“Esta es una situación que se viene desarrollando hace tiempo, comenzó creo en 2016, cuando la gente se dio cuenta de que tenía miedo de decir algunas cosas acerca de la campaña de Hillary Clinton porque tenían miedo de ser percibidos como ayudando a Trump por reportar cosas negativas de la campaña de ella; luego con el asunto de Rusia hubo mucho silenciamiento a la gente que expresase visiones alternativas. Y ahora vemos un crecimiento dramático del fenómeno, con muchos incidentes, incluyendo el caso de Lee Fang y The Intercept, donde, esencialmente, el problema es que si usted dice algunas cosas, y un empleado lo acusa a usted de racismo, o bien su carrera está acabada, o al menos su reputación queda arruinada”.
Ejemplo. Lee Fang, el periodista mencionado por Taibbi. Se trata de un periodista liberal, que trabaja para un medio, The Intercept, de propiedad de Pierre Omidyar, el fundador de eBay. El 31 de mayo Fang twitteó pidiendo a los manifestantes de BLM que leyesen el discurso de Martin Luther King en el cual se pronunciaba por la no violencia.

Esto fue considerado una ofensa por los manifestantes, y Fang debió enfrentar una serie de problemas, especialmente luego de acusaciones a través de tweets de una colega en The Intercept, Akela Lacy. Luego de ello, cuando parecía que el incidente no iría a más, Fang tuvo la idea de entrevistar a una serie de manifestantes de BLM que habían participado en una manifestación en Oakland. Uno de ellos dijo que le gustaría que sus compañeros manifestantes prestasen más atención a la violencia intracomunitaria que la población minoritaria sufre a manos de otros miembros de la propia población minoritaria, y no de la policía. Fang se limitó a presentar la entrevista como “una crítica mesurada”.

Pero su colega Lacy respondió con dos tweets donde llama a Fang de “racista”, uno de los cuales obtuvo enseguida más de 30.000 likes. “Cansada de tener que lidiar con mi compañero de trabajo @lhfang, quien sigue metiendo narrativas acerca de violencia de negros contra negros, luego de que repetidamente se le pidió que no lo hiciera. Esto no tiene que ver conmigo y él, sino con el racismo institucional y con usar la libertad de expresión para fortalecer lo anti-negro. Estoy fucking cansada.”

Los tweets de Lacy fueron una llamada a “cancelar” a Fang. De acuerdo a reportes de algunos colegas, el periodista entró en crisis, temiendo por su trabajo, y en dos días se vio obligado por The Intercept -al mejor estilo Padilla- a emitir un largo pedido de disculpas públicas con el fin de conservar su empleo. Al menos por ahora, Fang logró conservarlo, aunque su prestigio profesional y su reputación personal han quedado en ruinas.
Ejemplo. James Bennet no tuvo tanta suerte: fue echado de su puesto de jefe de la página editorial del New York Times por haber admitido que se publicase una pieza de opinión firmada por un senador electo de los Estados Unidos, Tom Cotton, que pedía que las fuerzas del Estado interviniesen para proteger a los ciudadanos ante los motines y saqueos que siguieron a las protestas pacíficas por el horrible asesinato de George Floyd. Cotton argumenta en su pieza que la seguridad individual de los habitantes de una ciudad es un derecho constitucional, y como tal debe ser protegido. Antes de expulsar a Bennet, se lo obligó a pasar por una reunión plenaria de periodistas del medio donde debió humillarse y pedir disculpas, acusando en parte a su subjefe editorial. Luego, debió publicar un artículo y unos cuantos tweets -en coordinación con intentos similares de “control de daños” del periódico— donde inventó la excusa de que “no había visto” la pieza antes de publicarla, que “fue un error”, etc. Acto seguido, fue dejado sin trabajo igual. Lo renunciaron un fin de semana, y enseguida Arthur Ochs Sulzberger Jr. escribió un editorial, que más bien parecía un obituario, alabando las incalculables virtudes del funcionario al que acababa de dejar sin empleo —a todas luces debido a la presión y el autoritarismo de la corrección política y de la mentalidad de grupo.
“Con el despido de Bennet –comenta la Neue Zürcher Zeitung, un medio independiente europeo– la polarización de los medios ha pasado a una fase nueva, radicalizada. Sea en medios de derecha como Fox o Breitbart, o en la CNN en la izquierda, ya no es cuestión de debatir e ir construyendo opiniones, sino de excluir opiniones. En esa atmósfera, las opiniones distintas no son consideradas un desafío, sino una ofensa”.
Ejemplo. Bari Weiss, una notable editorialista, también del New York Times, acaba de presentar renuncia al periódico. Había sido contratada en 2016, según ella misma explica, “con el objetivo de acercar voces que no aparecerían de otro modo” en las páginas de ese periódico.
Pero el resultado fue muy diferente. “Un nuevo consenso ha aparecido en la prensa, y acaso muy especialmente en este diario: que la verdad no es un proceso de descubrimiento colectivo, sino una ortodoxia ya conocida por unos pocos iluminados, cuyo trabajo es informar a todo el resto”.
Weiss denuncia el continuo bullying a que se la ha sometido, por parte de sus colegas del diario, en los últimos tres años, por no regurgitar la liturgia obligatoria. La carta de Bari Weiss resulta, por su carácter de conocimiento de primera mano de lo que está ocurriendo, un documento histórico, y por esa razón la hemos traducido y publicado para los lectores de eXtramuros.
Ejemplo y síntoma: la promoción del fact-checking. En cualquier discusión pública, la verdad es el elemento en debate, el premio mayor. Si hubiese un mecanismo para determinarla más allá de la argumentación, éste habría sido inventado hace siglos. Pese a esta verdad elemental, la prensa tradicional y los partidarios de censurar la opinión ajena han puesto en boga otro instrumento de poder discursivo: los “fact checkers”. Estos “verificadores de hechos” pretenden, siendo compañías o emprendimientos totalmente ideológicos y contaminados de arranque por su pertenencia a un lado u otro del espectro, ser los que tienen el derecho a “decidir qué es verdad” en el debate público. Verificar (la palabra viene, precisamente, de verdad, que es lo que está en juego en primer término) qué es verdad es un procedimiento tan difícil como decir la verdad, y fundar un fact-checker es tan ridículo como pretender fundar un método para tener razón siempre en todas las discusiones. Pese a este obvio inconveniente, los fact-checkers fueron fundados y financiados, y se usan regularmente para intentar imponer el punto de vista de la prensa mainstream sobre todos los temas. Aparentemente, lo ridículo del intento no es obvio para toda una generación de iluminados analfabetos filosóficos, que no consideran que la razón se conquiste argumentando caso a caso, sino que piensan que se impone censurando o manipulando la información para que de cierto a mi lado y equivocado al lado opuesto, siempre.
Tampoco parece darse cuenta, quien se moleste en mirar lo que diga un fact-checker, que la verdad no está compuesta de hechos, sino de hechos e interpretaciones. Y que en la discusión humana, la interpretación es abrumadoramente responsable por la lectura que damos a los hechos. Si los fact-checkers pudiesen inventar un método por el cual la verificación de “hechos” (cuántas personas fueron a un acto político, por ejemplo) pudiese lograrse sin que hubiese lugar a duda o discusión, tendrían algo valioso. Pero esto no puede lograrse: una foto puede alterarse con photoshop para hacer aparecer más o menos personas, y esto puede hacerlo cualquiera con independencia de su sector político. Esto termina con la ilusión del fact-checker de que los “hechos” -que son además la parte menor de cualquier discusión- pueden verificarse de modo “objetivo” en un mundo 100% hecho de representaciones manipulables.
Últimamente, a la legitimidad que se ausenta a los ojos del público en general, se la trata de retener contratando, a costo millonario, personajes supuestamente “más allá del bien y del mal” para que operen como “censores supremos”, por ejemplo en Facebook. En efecto, en mayo último y ante el escándalo de protestas por la constante censura practicada por la compañía, ésta ha definido la creación de un Comité de Supervisión de 20 miembros. Originalmente el comité iba a ser de 40 miembros. Aun estos 20 nombrados no comenzarán a funcionar hasta “más adelante este año”, anunció Facebook este mes de julio. Parece improbable que un comité de este tipo -incluso si se lo conformase con miembros equilibrados e intachables- pueda recabar legitimidad para la actividad, esencialmente ilegítima, de la censura.
En el mundo corporativo
En este caso, el contagio de la ideología que los empresarios comienzan a percibir como hegemónica, está llevando a movidas masivas de parte del mundo corporativo. Las corporaciones son animales extraordinariamente sensibles. Es bastante fácil aterrorizar a un gerente general si se le hace sentir que una decisión que su empresa tome, sea cual sea, podría ser percibida por la comunidad como negativa debido a los ideologemas de la cultura dominante. Exxon y Shell aprendieron muy rápido, hace ya décadas, que además de pudrir el medioambiente con su petróleo, es muy importante que su imagen incluya mensajes ecológicos, y que destinen parte de sus ganancias a causas percibidas como “limpias”. Hoy este tipo de mecanismo, de antigua data, está usándose para suprimir la libertad de palabra en las redes sociales. ¿Cómo? No, por supuesto, a través de boycotts, que normalmente no sirven de nada. Es a través de la presión cultural interna que se consigue esto.
Las redes sociales han sido un fenómeno obviamente cataclísmico para la prensa tradicional. Ampliaron la libertad de expresión efectiva a límites absolutamente desconocidos pocos años antes de su implantación. El problema es que las redes sociales, y la libertad de expresión en internet en general, se convirtieron en incontrolables para el discurso mainstream. En base a twitter y a canales independientes en YouTube, tendencias resistentes al identitarismo colectivo dogmático lograron hacer crecer el apoyo a sus ideas en varios países, demostrando en el proceso que los media tradicionales ya no tenían el monopolio de dirección de la opinión pública.
Si bien las redes sociales se habían mantenido relativamente abiertas al debate real de ideas y posiciones, ya desde 2016 la cultura corporativa de las propias redes, hecha en su inmensa mayoría de egresados jóvenes de los campus universitarios, comenzó a sesgar el contenido, censurando o eliminando contenidos que no fuesen en el sentido de la ideología iluminada global, que como vimos es la ideología natural e indiscutible de la mayoría de egresados de los campus norteamericanos.
Por tanto, las redes comenzaron a convertirse, desde 2016 sobre todo, en algo “a cancelar”, simplemente porque, a diferencia de en los periódicos, en las redes las opiniones discrepantes todavía existían. Y no solo existían, sino que tenían una popularidad inmensa. Entonces se comenzó a esparcir, dentro del personal más joven de las corporaciones, la noción de que invertir en publicidad en las redes era algo que apoyaba a los enemigos de la corrección política. La prensa tradicional, desde luego, hizo su parte, presionando a las corporaciones para que no avisasen en las redes.
La pinza generacional de egresados de los campus opera tanto en el staff de Facebook, como en una corporación que sea potencial anunciante en Facebook. Esto hizo que desde 2016 fuese crecientemente conflictivo, a nivel interno y externo, para las corporaciones y anunciantes, invertir su dinero en las redes sociales. Efecto inmediato: las redes sociales endurecieron su discurso y su censura de los defensores de la libertad de expresión, a efectos de no perder anunciantes.
Toda esa pinza está, en estos días, dando un nuevo paso. Se anunció un boicot de “cerca de 200 marcas” de las cuales normalmente se menciona solo a las más grandes, como Adidas, Levis, Starbucks, Puma, Coca-Cola, etc., las que repiten estos días en sus comunicados la liturgia oficial, hablando de “racismo sistémico” y exigiendo que Facebook “presione mejor a los grupos que la utilizan para incitar el odio y el racismo”. La formulación no podía ser más obviamente apoyable. ¿Quién de nosotros apoyaría el “racismo” y el “odio”? El problema es el fondo de la cuestión: se está censurando muchísimo más allá de los grupos de neonazis y supremacistas: se está censurando a todo el que no repita las consignas de las subculturas de identidad dogmática colectiva.
Solo en ocasión de la crisis del virus de la corona, y bajo el pretexto de “no admitir que se dé información peligrosa”, se ha censurado a mansalva a toda clase de expertos de absoluta respetabilidad y carrera intachable, por la ofensa de atreverse a poner de manifiesto su total rechazo al discurso oficial que se ha impuesto, sin dar lugar a discusión, respecto de la “pandemia”. Solo quien no haya tenido acceso -o se niegue a tenerlo, lo que es más común- a todas las voces disidentes de científicos que merecen el mayor respeto por sus trayectorias anteriores como Bhakti, Bhattacharya, Lee, Wittkowski, Ioannidis o Levitt, entre muchos otros, puede creer que estas voces deben ser censuradas, sus videos hechos desaparecer sin explicación, salvo la farsa de “hemos eliminado este video porque no cumple con nuestras políticas comunitarias”.
Aquí una lista –muy parcial– de los científicos destacados cuyos videos han sido censurados, temporalmente algunos (sus piezas fueron repuestas decenas de veces por los usuarios, hasta que la compañía decidió mantenerlos por razones de imagen), o definitivamente, de YouTube. Lo fueron, notoriamente, por contradecir con datos y argumentos la narrativa oficial sobre la pandemia del virus de la corona:
John Ioannidis, Profesor de Medicina, Stanford University
Scott Atlas, Stanford University
Karol Sikora, decano de la Escuela de Medicina de Buckingham University Prof Detlef Krüger, virólogo, Berlín.
Prof Johan Giesecke, ex epidemiólogo jefe de la Unión Europea
Michael Levitt, biólogo y estadístico, Premio Nobel.
Prof Christopher Kuhbandner
Prof Carl Heneghan, Oxford University
Prof Sucharit Bhakdi, microbiólogo, Profesor Emérito Universidad Mainz
Prof Mikko Paunio, epidemiólogo, Finlandia.
Prof Dan Yamin, experto en enfermedades infecciosas, Tel Aviv University
Prof Karin Moelling, virólogo, Universidad de Zurich
Professor Klaus Püschel, medicina forense.
Dr. Wolfgang Wodarg, médico y ex parlamentario de la Unión Europea, Alemania.
Dr. Knut Wittkowski, epidemiólogo y estadístico, Senior Research Associate del Center for Clinical and Translational Science, Rockefeller University, NY.
Dr. Dan Erickson y Dr. Artin Massihi, médicos, California.
Ante la presión interna, las corporaciones, aterrorizadas igual que las instituciones universitarias, están haciendo grandes despliegues de actos de contrición en público, confesando pecados que no se sabe bien cuáles son, puesto que nunca se especifican. Por ejemplo, tanto Nature como Science publicaron editoriales en donde confiesan haber practicado el racismo durante toda su existencia, y hacen grandes y completamente vagas definiciones de reforma.
Eso no impide que las corporaciones paguen amplio tributo a las exigencias de la nueva mentalidad.
Ejemplo. Aleksandar Katai, futbolista del Los Angeles Galaxy, fue expulsado del equipo el viernes 5 de junio. El equipo alegó que su mujer, Tea Katai, hizo unos posteos “alarmantes”, dice The Guardian, en su cuenta de Instagram -la de ella, que estaba en Michigan, a miles de kilómetros de Los Angeles y de su esposo, que no se enteró siquiera de ellos. La esposa hizo sus posteos tarde en la noche del miércoles 3. En uno de ellos, Tea Katai mostraba la foto de un saqueo -parte de las ‘manifestaciones pacíficas’ por la muerte de George Floyd- con un muchacho robándose unos zapatos deportivos de una tienda, a lo que agregó la inscripción “Black Nikes Matter”.
Las redes sociales estallaron. La esposa de Katai borró sus publicaciones. Pero los fans del Galaxy exigieron al club que expulsase al jugador. El jueves un grupo de fanáticos se reunió ante la estatua de Beckham (ex jugador del club) bajo una pancarta que decía “No racists in our club”. Aleksandar Katai publicó una disculpa en la que explica que él no aprueba los posteos de su mujer, e incluso intentando hacerse cargo de un modo indirecto, diciendo que fue “un error de mi familia”. Pese a su “confesión” forzada, nada alcanzó. El viernes fue expulsado de la plantilla.
Mientras tanto, las agencias internacionales ocultan todo este fenómeno casi por completo. Así es como la AFP por ejemplo presenta el problema. En una nota que repite El Observador en Montevideo, refiriéndose a la misma política, esta vez en YouTube, titula “Decisión tecnológica. YouTube elimina de su plataforma a 25 mil canales supremacistas. La muerte de George Floyd sigue generando efectos en la forma en que se consume internet”.
El fraseo de AFP implica que todos, los “25,000” canales censurados, son “supremacistas”. Esto es obviamente algo falso. No es, tampoco, una “decisión tecnológica”, sino una decisión política, tomada por una empresa, YouTube (parte de Google) que ha decidido censurar toda información que se atreva a exhibir opiniones expertas o análisis de datos que contradigan el discurso oficial de gobiernos y establishment de la salud respecto de la actual situación sanitaria.
La nota de AFP sigue explicando que “YouTube eliminó de su servicio a canales de grupos supremacistas por infringir “de manera repetida” sus reglas, al afirmar por ejemplo que ciertos individuos son inferiores a otros, dijo este lunes la plataforma de videos de Google”. La vaguedad de la afirmación es asombrosa. Es una gigantesca metonimia. No hay duda de que haya algunos supremacistas blancos, o neonazis, que hayan hecho eso en YouTube. Pero YouTube no censura solamente eso, sino que censura decenas de miles de videos y opiniones que vayan en contra de la nueva ortodoxia.
La captura del Estado
Debido a que maneja cantidades inmensas de dinero ajeno, y a que contribuye a moldear la opinión y la conducta -tanto con políticas concretas, como con propaganda propia, financiamiento de la comunicación privada, y con sus formas directas de coacción-, el Estado es un elemento fundamental en un modelado del mundo alrededor de un conjunto de puntos de vista. Una de las claves para esta pata de la mesa del identitarismo es la financiación de los programas de organismos transnacionales, así como el rol de la financiación privada y de las Organizaciones No Gubernamentales (ONG). Si uno mira con atención, muchas de las grandes políticas que el identitarismo impulsa tienen su versión políticamente correcta en las instituciones públicas durante el último lustro o década. A su vez, la ideología del identitarismo colectivo dogmático es intensamente estatista. Este esquema no es fruto del azar.
El rol de las ONG fue asegurado formalmente en un proceso largo, que puede decirse que comienza aproximadamente en 1972, y se desarrolla hasta tener un pico y un cambio cualitativo a partir de 1992. El rol de las ONG originales en el cuidado del medio ambiente, sobre todo, fue lo que les aseguró un merecido crecimiento inicial, y el reconocimiento de las Naciones Unidas en los veinte años iniciales antes mencionados. Para entonces, la ONU reconocería una ONG si ésta cumplía con una serie de requisitos: tener una estructura internacional, no promover el uso de violencia, no ser un partido político, no tener fines de lucro, no haber sido establecidas por un gobierno, y apoyar el trabajo de Naciones Unidas. Todos estos ideales fueron transformándose desde 1992 con la “Cumbre de la Tierra” celebrada ese año en Río de Janeiro.
A partir de allí, crecientemente las ONG se volvieron, además de toda su acción potencialmente positiva, también mecanismos de presión por parte de una burocracia internacional crecientemente enriquecida y privilegiada, con el fin de promover políticas públicas que asegurasen el flujo de fondos hacia las causas a las que estas mismas burocracias globales están ligadas -esas causas son las que todos vemos hoy como presentadas al mundo académico, corporativo y gubernamental como dogmas indiscutibles. El dinero de los contribuyentes fluye así hacia el Estado y las ONG, y la legitimación de ello es en cierto modo un discurso circular.
Si a esto se suma la transformación de su rol dentro del Estado, con la inclusión de la obvia y muchas veces denunciada “puerta giratoria” por la cual burócratas del sistema político o sindical pasan a revistar -y a beneficiarse de contratos públicos- dentro de ONG, y luego al revés, pasando de la “experticia” obtenida en ONGs a transformarse en cuadros políticos, vemos que el flujo de dinero que viene de generosas donaciones y financiaciones privadas y públicas alimenta ese sistema, que crece y crece, y que se ha transformado en un factor importante en la promoción de la ideología que estamos examinando, cuyo avance contra la libertad de expresión es notable en los últimos años.
En nota aparte de esta edición se investiga uno de los ejemplos más visibles de este nuevo modo global de funcionamiento: el caso de la Gates Foundation en relación a las corporaciones de la industria farmacéutica.