ENSAYO

Por Fernando Andacht

Algo tan banal como la adaptación de una novela en un film puede revelar el alto precio que en la actualidad debe pagar una creación estética si pretende sortear la implacable censura ideológica del verosímil femenino protagónico y excluyente. A esa operación ubicua en la contemporaneidad la llamo “el peaje ginocéntrico” (de gynē : mujer en griego clásico): se trata de un tributo excesivo, del pago de un soborno que impera en un neo-orden del mundo que obliga a colocar a la mujer en el centro del universo cultural y desplazar al hombre hacia el margen enmudecido, sin importar las circunstancias narrativas, por ejemplo. No es ese el modo de conseguir la igualdad entre hombres y mujeres, en cambio, recuerda el golpe de timón libertario que protagonizan los animales de la granja en la fábula de George Orwell, que terminan sojuzgados tiránicamente por una especie, según una injusta ideología que Orwell describe con ironía: “los animales son todos iguales, pero algunos son más iguales que otros”. Mi ensayo reflexiona sobre la significativa pérdida de disfrute estético, de experiencia genuina, en un caso concreto, el film La Uruguaya (2022) basado en la novela homónima. El ejemplo puede multiplicarse fácilmente, y supone una pérdida múltiple y creciente en la cultura contemporánea. Así ocurre en el tiempo contemporáneo la traición de género, la arbitraria cancelación de una voz narrativa por el mero hecho de no ser femenina.

Un viejo chiste cine-libresco en el inicio

Primer chiste cinéfilo, viejo y gráfico. Vemos una cabra que come un rollo de celuloide, el viejo formato de las películas que se proyectaban en el cine antes de las plataformas de streaming domésticas. Se le acerca otra cabra y quiere saber qué tal está su comida. La cabra comensal del celuloide fílmico se da vuelta y sin dudarlo le responde: “¡El libro estaba mejor!”

El pasaje o transposición de un libro, de la novela La Uruguaya del argentino Pedro Mairal (Buenos Aires, 2016) en el film homónimo (2022, A. García Blaya) de 78 minutos se enfrenta a similares dificultades, supongo, que cualquier proyecto estético semejante que intente transformar 167 páginas escritas en un medio audiovisual que dura menos de una hora y media. No voy a entrar en la discusión o debate entre crítico y teórico sobre cuál es el mejor modo de traducir los estáticos signos verbales en un animado y vocinglero despliegue de imágenes en movimiento, palabras dichas, representación realista del mundo cotidiano, junto a un acompañamiento de música con y sin palabras. Esa metamorfosis semiótica siempre conlleva un salto al vacío, y produce un resultado que oscila entre el servil acatamiento comercial de los films hechos en base a la saga novelesca de Harry Potter, y ejercicios de fogosa libertad creativa, como Blow up (Antonioni, 1966) sobre un cuento de Julio Cortázar o El Resplandor (Kubrick, 1980) basado en la novela homónima de Stephen King.

La novela de Mairal puede leerse como una confesión entre lúcida y defensiva del narrador, de un hombre de mediana edad que laboriosamente planea un anhelado escape erótico fugaz de la relación con su mujer, con quien tuvo un hijo, que lo espera en Buenos Aires, así como también aguarda el dinero que el escritor va a buscar a Montevideo para traerlo de regreso, de modo ilícito, y resolver su creciente estrechez económica. En ese diseño de enunciación ficcional transcurre cada una de las 167 páginas de La Uruguaya, en un extendido y sabroso soliloquio que describe con realismo minucioso y sugerente que evoca el estilo pictórico de los maestros flamencos. Ahora una muestra del periplo narrado con bríos por el personaje llamado Lucas Pereyra en la novela, cuando llega a la ciudad donde vive Magalí Guerra, el oscuro objeto del deseo que este escritor abandonado por las musas no consigue desalojar de sus sueños, y comienza a caminar por la avenida 18 de Julio:

“Era mi mapa mental y emocional, porque no bien doblé, ya en la avenida sentí esa presencia de una Montevideo imaginada, ensamblada con mis pocos recuerdos y con los videos que me mandaba Guerra cada tanto.” (p. 48)

De ese modo, se desarrolla una trama que parece haber sido inventada para terminar en una street movie, una variante narrativa del relato del camino que, en la novela del argentino, aportan las calles montevideanas, luego de que el protagonista surque el Río de la Plata en el inevitable Buquebus, en su versión de luxe, el Francisco papal. Seguimos paso a paso al narrador, desde su apacible desembarco terrestre en la muy uruguaya Terminal de ómnibus de Tres Cruces, donde comienza su “deriva entre la familiaridad y el extrañamiento (…) Como en los sueños, en Montevideo, las cosas me resultaban parecidas pero diferentes. Eran pero no eran.” (p. 46), hasta su triste regreso sin gloria, en el último barco nocturno. En el medio, hay abundantes y disfrutables hallazgos literarios, algunos de tinte erótico, otros de encendida uruguayofilia – el término que acuñó el bufón Darwin D. en su columna radial como su diagnóstico del excesivo afecto porteño por lo uruguayo, como si esta tierra vecina estuviese inmovilizada en un tiempo edénico, prelapsario, antes de la caída en la frenética desmesura de ser una metrópolis moderna de la que adolece su ciudad, Buenos Aires.

Para un uruguayofílico como el argentino Lucas Pereyra, Montevideo es la encarnación de la justa medida de lo humano. Eso es lo que experimenta en cuerpo y mente, en partes iguales, este ficticio pero verosímil novelista, este hombre de letras que va a la caza de una “mujer con nariz uruguaya (…) una de esas narices de la Banda Oriental bien llevadas, con una leve comba, un puente alto como la erre de su nombre, el desafío etarra de su nombre vasco, en su nariz” (p. 37). Guardo el grato recuerdo del momento en que leí ese pasaje de la novela, y supe entonces, sin atisbo de duda, que su relato me gustaría, que iba a seguir hasta el final el itinerario de este imaginado novelista Lucas Pereyra. Él atraviesa una fuerte crisis vital, entre otras cosas vive mal su andropausia. No sin compasión lo vemos deambular por una Montevideo real e inventada, siempre tan ciegamente uruguayófilo, a pesar de su creciente extravío, y de no poder salir de su travesía perdedora desde siempre. Como un peregrino de una religión terrena, el visitante va en busca del imposible instante de sentirse de nuevo joven, inspirado y capaz de volver a crear sus mejores libros. Contra toda evidencia, él imagina que renacerá como alguien mejor gracias a esa incursión de esposo infiel a la módicamente exótica tierra oriental.

Otro viejo chiste cinematográfico para hablar de la supresión de una voz protagónica

Llega ahora otro chiste también viejo y cinematográfico. El libretista de King Kong le lleva el libreto de lo que se volvería un clásico film a un productor de Hollywood. Tras un tiempo prudencial, él lo va a ver para saber si habrá o no un film. La respuesta es que sí, que lo financiará, pero le exige que saque al mono del guion. Eso es precisamente lo que en síntesis apretada ocurrió con el film La Uruguaya (de aquí en adelante LU) en relación con su médula narrativa, con el corazón de su trama en la novela de ese mismo nombre: el guion decidió insólitamente suprimir al mono de este rioplatense King Kong fílmico del siglo 21.

Precisamente, de lo que se ha encargado la película titulada LU es de silenciar por completo el alma tonal que debería haber conducido al espectador, me refiero a la supresión de la voz masculina que nos cuenta sobre su intransferible periplo en busca de esa nariz oriental tan seductora e inolvidable. Nada menos que ese ingrediente central es lo que el film basado obviamente por momentos en la novela de Mairal decidió extirpar de su trama, que oblitera de un modo que sería inexplicable, si la maniobra no fuera tan penosa y fácilmente entendible, aunque no sea en absoluto compartible. ¿Qué hay en un nombre, pregunta una joven apasionada y frustrada hace cinco siglos, si lo que llamamos rosa bajo cualquier otro nombre tendría un aroma igual de dulce? Me permito parafrasear su reclamo, pero invertir el sentido de su interrogante/protesta: ¿Qué hay en una voz narradora masculina, si eso tan personal e intransferible que esa voz nos cuenta se esfuma, si desaparece ese sabor distintivo y áspero, porque quien ahora se encarga de relatarlo es una mujer que no vivió esa experiencia? Comento así el impacto negativo que me causó oír la voz en off de Cata, la mujer del escritor Lucas Pereyra, en la street movie ambientada de modo convincente en un Montevideo de apariencia apacible, pero de realidad inquietante, violenta, engañadora. A lo largo de la filmación de lo que original y novelísticamente era la confesión masculina de esa misión erótico-financiera fallida desde su inicio, se nos obliga a oír incrédulos y decepcionados una voz femenina muy segura de sí, irónica, en fin, la de alguien que entiende todo y está de vuelta de todo. Pero hay un nada menor detalle: la mujer de Lucas P. no vivió nada de lo que nos cuenta con envidiable aplomo; ella sólo es la destinataria de partes de esa crónica realista, culposa, y fracasada. Su papel en la novela es la de quien aguarda el resultado de esa travesía y del relato de andanzas algo inesperadas. Quizás el agregado de un epílogo al film LU podría haber incluido la reflexión de la mujer ante el engaño confesado, y el cambio que se produce en la relación con el hombre. Pero no es ese el rumbo que exige el peaje ginocéntrico, entronizador de la mujer y desplazador del hombre, que reina en la actualidad en todo el universo audiovisual, aunque no sea para el bien de nadie.

Tan grande es la seguridad que exhibe la mujer llamada Cata, a quien vemos poco en el film, pero cuya voz reemplaza la antes protagónica del novelista-protagonista del libro, que envalentonado el film LU cometió una imperdonable y suicida traición con respecto a la trama que debería haberse diseñado con un libreto mínimamente fiel al relato original, y no ese que animó esta (des)adaptación de la novela. Vemos y oímos a Cata, la esposa de Lucas y madre del niño Maiko – poco oído y fugazmente visto – mientras ella escribe satisfecha en su computadora un mensaje entre admirativo y rival a Magalí Guerra, el oscuro objeto del deseo de su antes marido. En ese texto, hay un repaso del asalto a Lucas, cuya autoría Cata como el propio Lucas le atribuye a la atractiva propietaria de “nariz uruguaya”, principal sospechosa de haber organizado el robo del dinero que fue a buscar el escritor a Montevideo. Incluso con aire divertido le pide a Guerra que ella al menos podría depositar una parte de ese botín en su cuenta. Y quien entonces ya es la exmujer del novelista, cierra su mensaje abriendo la posibilidad de conocerla, si la uruguaya algún día decide viajar a Buenos Aires. Como señalé antes, quien eso escribe no sólo está separada de Lucas, sino que vive junto a la mujer con quien había mantenido un romance durante todo un año previo a esa disolución. Esa información está en la novela, pero no así la aparición de la nueva pareja, en la presentación de la novela La Uruguaya en una librería porteña. En esa escena, vemos a Cata, la voz cantante que nos acompaña durante toda la trama del film, escuchar y disfrutar plenamente de la presentación del nuevo libro de su ex, mientras que su compañera de vida sale del local junto al hijo de Cata y de Lucas, para comprarle algo y distraerlo fuera de ese ámbito poco interesante para un niño.

Bienvenidos al desabrido mundo fílmico diseñado por el peaje ginocéntrico

Podría enumerar algunos de los varios pasajes en los que la voz del hombre de la novela LU, la que lleva adelante el monólogo/comentario/soliloquio que oscila entre lo confesional y el diario de viaje, para que el lector de este ensayo pueda experimentar todo lo que se esfuma por arte de restricción político-cinematográfica del film LU. Prefiero dejar esa placentera travesía al lector que se interese en leer la novela de Pedro Mairal, que recomiendo con entusiasmo, no así el film. Cabe entonces preguntarse: ¿qué puede haber impulsado a los creadores del film LU a cometer esa automutilación tan notoria y absurda? Mediante la expresión “peaje ginocéntrico” (gynē = mujer en griego antiguo) quiero describir esa autoimpuesta restricción del

placer de escuchar al protagonista-hombre del relato, mientras él nos cuenta los detalles de su desatinada búsqueda de un placer prohibido, sus ganas de explorar la tierra módicamente exótica donde él cree que podría volver a encontrar a la mujer casi veinte años más joven que él. También imagina que ella aún estaría bien dispuesta, como lo vive en su atesorado recuerdo y anhelo, a consumar el encuentro sexual que estuvo a punto de ocurrir en la costa oceánica uruguaya el verano previo.

El especialista en los signos del cine Christian Metz publicó en 1968 un texto admirable sobre las tres clases de censuras a las que se somete el cine. En “El decir y lo dicho en el cine”, Metz describe la censura propiamente dicha, de naturaleza política, que opera de modo explícito. Por ejemplo, es lo que ocurrió en Uruguay durante la dictadura, que impidió la exhibición del film Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini (1975). Hay una segunda censura que es menos visible, pero que Metz también llama “institucional,” es la que consiste en “la autocensura de la producción en nombre de las exigencias de la rentabilidad, una censura económica” (p. 23). Por fin, hay un tercer tipo de censura aún más sutil pero poderosa que Metz califica de “ideológica,” y que se relaciona con la verosimilitud, con “el modo en el que el film habla de eso de lo que habla” (p. 26). El especialista francés concluye su reflexión con una frase difícil de superar en cuanto a su sucinta lucidez sobre esta particular forma de restringir de un modo tácito lo que brilla por su ausencia de la pantalla cinematográfica, aunque exista sin trabas en la realidad extra-fílmica: para que los nuevos posibles fílmicos puedan aparecer en las realizaciones fílmicas, ellos “deben ser arrancados de su propia ausencia en los discursos anteriores” (p. 29). Una mezcla de esas dos censuras es lo que produjo esta arbitrariamente mutilada versión de la novela LU. El cálculo del rendimiento del film como justificación del pago del peaje ginocéntrico podría haber estado en el ánimo del multitudinario grupo productor – hubo casi dos mil personas anuncia el tráiler – que se nos informa intervino en las principales decisiones, incluyendo la del guion. Pero considero que prevaleció la censura no institucional, la del nuevo verosímil ginocrático; fue la poderosa ideología imperante la que produjo la distorsión insólita, la desaparición injustificada de la perspectiva masculina que está en el ánimo narrativo de la obra original. Como una capa atmosférica, ese componente ideológico rodea progresiva y ubicuamente cada iniciativa estética, política, vital, y ejerce su rechazo contra cualquier creación que no se someta a su restricción de género.

¿Por qué no permitir que un hombre nos cuente en la primera persona sobre su completo fracaso, sobre sus varios tropiezos y errores flagrantes al ir detrás de una recompensa imposible al final del arcoíris del lugar del Otro, de ese ser tan semejante pero tan radicalmente diferente al otro lado del río? ¿Por qué los realizadores del film La Uruguaya se empeñaron en cercenar ese sabor y color de los signos que estaban al alcance de sus manos en la novela La Uruguaya? No encuentro otra explicación en este triste y opresivo tiempo pospandémico, repleto de interminables y recurrentes alarmas por las amenazas del temible patriarcado en cada intersticio del mundo de la vida, por el inexorable cambio climático, y por el amenazante retorno de nuevas epidemias más aguerridas y cada vez más dependientes de vacunas experimentales e inseguras, que el eficaz y liberticida funcionamiento de la operación de inmunización que llamo el peaje ginocéntrico. Se trata de un muy costoso tributo cuyo antecedente mítico es un pasaje de la obra de Virgilio, la Eneida, en el que Eneas le arroja un alimento soporífero al feroz perro Cancerbero, el guardián infernal de tres cabezas, para poder distraer su vigilancia. En inglés, la frase “a sop to Cerberus” se utiliza para describir el soborno o la concesión que debe entregarse a alguien problemático, para apaciguar su cólera o su segura represalia. La realización estética, las diversas formas de creatividad para el consumo público deben hoy pagar el muy elevado precio de una flagrante desnaturalización, para poder sortear esa formidable barrera de censura previa que extirpa al hombre como protagonista de innumerables series y films. Así, un relato interesante que tiene como figura central a un hombre, a ‘un masculino’, según rezan los partes policiales, al convertirse en film no logró sortear la censura ideológica imperante y fue desnaturalizado, feminizado para poder adecuarse al verosímil ginocéntrico. Y por eso en el film La Uruguaya, la voz polícroma, matizada, y reveladora de la condición humana del anti-héroe llamado Lucas Pereyra – pero cuya experiencia involucra sólo a los seres portadores de cromosomas XY – debió ser insólitamente reemplazada por la voz de alguien que no hizo el atribulado viaje hacia la derrota total, por una narradora que no atravesó esa comarca soñada y seductora que resultó ser un calvario para la carne y la mente del escritor.

En otro texto publicado en la revista, me dediqué a analizar el despropósito flagrante del núcleo de la trama del film Madres Paralelas de Almodóvar (2021). Sólo consigo entender su batalla perdedora contra lo real y su completa enemistad con lo verosímil por haber aceptado el alto pago del peaje ginocéntrico. El pago de dicho peaje tiene como finalidad evitar a como dé lugar la posible o probable acusación, la denuncia de que una obra se ha puesto culpablemente del lado del hombre, y por eso habría apoyado criminalmente al patriarcado que la representación de esa peripecia masculina no podría no representar. Y ese costoso y dañino peaje es el que pagó el film La Uruguaya: sacrificó la voz masculina que se confiesa, cuenta, explica, se pierde y se encuentra a lo largo de esa travesía rioplatense. No concibo otro modo de analizar la ausencia de la voz de ese peregrino en tierra uruguaya llamado Lucas Pereyra, quien se lleva de regreso a su pago porteño además del cuerpo magullado, del asalto sufrido en una playa céntrica, y del irreversible desengaño erótico con la anhelada Magalí Guerra, la joven de la nariz soñada, la clase de comprensión de sí mismo y de la vida que sólo él podía haber vivido en carne propia, en el film basado en la novela homónima de Mairal. Pero la censura ideológica, el neo-verosímil imperante que acumula incontables triunfos, en este restrictivo tiempo pospandémico, y ya mucho antes, pero ahora de modo más gallardo y explícito, no permitió que algo tan descabellado como mantener en su puesto narrativo a quien la novela colocó allí para su bien estético. No puedo no sentir y pensar en esa estrategia como una traición basada en el género, no en el literario de esta novela de maduración, sino en el otro, el que exige el soborno a Cancerbero, para que este film pueda circular sin barreras por el mundo contemporáneo del cine, por consagradores festivales, por algunas salas y plataformas de streaming. El peaje ginocéntrico buscó evitar que la trama de la novela LU, con su sabor inconfundible y necesariamente masculino, desatase la furia de las Euménides vigilantes de todo posible o potencial ataque contra el reinado de lo femenino victorioso así en el cine como en las series que pululan en las plataformas de streaming.

Del puritanismo teatral del Club de Toby isabelino al excluyente Club Narrativo contemporáneo de la Pequeña Lulú

Hasta bien entrado el siglo 17, a las mujeres no se les permitía actuar en el teatro inglés, les estaba prohibido desempeñar ese oficio artístico, porque se lo consideraba una transgresión intolerable de su rol materno, de su condición de esposas que debían permanecer en el ámbito doméstico y no prestar su cuerpo a animar personajes dramáticos en escenarios de moral dudosa. Esa forma de censura institucional les confería un sabor muy particular a algunas comedias de Shakespeare, en las que un personaje femenino se disfraza de hombre para salvaguardar su honor al salir al camino. Esa trama exigía que un actor joven debía personificar a una mujer que a su vez personificaba a un hombre, una estrategia de simulación de género acompañada de una disimulación de género, en el escenario teatral isabelino. Ahora, en la tercer década del siglo 21, vemos no sin asombro, cómo el hombre debe ausentarse de la escena ficcional, para que en su legítimo lugar narrativo una mujer pase a ocupar su rol, a desempeñar su función. Digo “legítimo,” porque el personaje del escritor frustrado y fracasado Lucas Pereyra, que anima cada frase de la novela, con una abigarrada narración de ilusiones, desventuras y un forzoso aprendizaje con fuertes dolores de crecimiento es ausentado, borrado, suplantado no por no su doble fílmico, sino por su Otro textual, por quien es la real destinataria de esa crónica autobiográfica, aún si ficcional, que es Cata, su mujer, la madre de su hijo, quien como una Penélope nada fiel espera su regreso, en Buenos Aires. Cito una evidencia textual entre muchas posibles para exponer la nítida distribución de roles narrativos; es una reflexión del protagonista ya cerca del final de la novela: “Te podría haber llamado al fijo, Cata, pero no sabía todavía que decirte.” (p. 139)

Interpreto esta operación ideológica como un caso estridente del peaje ginocéntrico; su acción permite entender este desatino creativo, pero no aceptar lo que es una nefasta castración semiótica. Me refiero a la mutilación de la presencia plena, de la voz del hombre-cronista humillado, semi-arrepentido, desesperado por esperar y saber imposible el encuentro y unión orgásmica soñada con la mujer del otro lado del Río, que lleva ese nombre parlante, con esa Guerra desatada contra él. ¿Qué otra cosa podría justificar la supresión de frases felices como la que ahora cito, enunciada al inicio de esa larga jornada llena de anhelos y pérdidas? “Eso era Montevideo para mí, estaba enamorado de una mujer y de la ciudad donde ella vivía. Y todo me lo inventé o casi todo. Una ciudad imaginaria en un país limítrofe. Por ahí caminé más que por las calles reales.” (p. 49)

La mujer era la gran ausente del teatro isabelino, de sus escenarios, y se la reemplazaba con hombres jóvenes que asumían su aspecto, pero sin obviamente ser capaces de recrear su voz, su talante, su experiencia vital e histriónica. Hoy, varios siglos más tarde, asistimos a un gradual pero tangible desvanecimiento de la voz y presencia masculina en series y films que, bajo la presión ginocéntrica, ceden y pagan sin chistar ese pesado peaje. Esas manifestaciones estéticas colocan en el lugar de la voz o de la presencia protagónica a mujeres, sin importar si esta decisión está o no justificado por la verosimilitud de la trama narrativa. Imposible no evocar la fábula de George Orwell, Rebelión en la Granja (Animal Farm, 1945) y su sabia conclusión sobre el episodio que comenzó como una lucha por un mundo más justo, pero terminó con una de las especies de la granja tiranizando a las otras: “todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros”. La lucha por la igualdad de los seres humanos no puede ni debe producir como resultado la supremacía arbitraria y antojadiza de una clase de personas – las mujeres en este caso – sobre la otra, los hombres. Suplantar por una mujer de modo equivocado, torpe y desangelado al narrador hombre de la novela La Uruguaya, a ese iluso peregrino que recorre deseante, fracasado y un poco más sabio al final de su pequeña odisea produce indignación estética y amargura humana. ¿Cómo no rechazar del modo más terminante esta suerte de invisible prohibición que pende sobre la voz masculina, en un film que la debería tener en el centro de su relato, para unirnos imaginativamente a esta aventura cómica, sórdida y con algo de sabiduría al final del camino?

Tal vez sea el melancólico y fallido resultado estético que es el film La Uruguaya una forma contemporánea de aquel espíritu puritano y censurador isabelino que excluía a la mujer de la escena teatral hasta bien entrado el siglo 17, que ha sido insólitamente traspuesto al siglo 21. En lugar de un film basado en la novela homónima, esta obra debería sincerarse y anunciar que se trata de un film ginecratizado a partir de ese libro, tras introducir una lamentable pérdida estética para mayor gloria de una censura creciente e implacable.


Referencias

Mairal, Pedro (2016). La Uruguaya. Buenos Aires: Emecé/Planeta
García Blaya, Ana (Directora) (2022). La Uruguaya. [Película] Coproducción Argentina-Uruguay.