ENSAYO
Por Ramón Paravís
-I-
El niño posa disfrazado de arquero peñarolense -buzo negro con escudito, pantaloncillo y medias negras, rodilleras enormes- y finge atajar una pelota de cuero, una pelota bastante grande para sus manos chicas. Tuerce hacia un costado levemente el cuerpo, se apoya todo en la pierna derecha, la izquierda levantada en el aire, como si la cámara lo hubiera sorprendido justo en medio de un salto. No es que juegue mucho al fútbol, no; aunque hay que consignar los picaditos en la calle Líbano o alguna atajada en la canchita del Náutico. El fútbol no se compadece con el doble horario, con el colegio bilingüe, con el francés permanente, a razón tres veces por semana.
El padre del niño de la foto, a los veinte años, no se dirigía a ningún lado, ni lo esperaba nadie. Manuel Talvi era un judío macedonio que huía de la guerra y sus secuelas; dejaba atrás padres y hermanas, perdidos en campos de exterminio muy posiblemente. En su huída, recaló en un puerto pequeño del otro lado del océano. Ya bajo las luces de 18 de Julio, sus ojos se detuvieron en en una pareja mayor que miraba vidrieras. La mujer era pequeña, el hombre usaba un perramus azul de tela inglesa y un sombrero de fieltro, seguramente también inglés. Le dijeron que era Luis Batlle. Preguntó, le explicaron. Hizo un par de preguntas más, incrédulo. Le contestaron. Sonrió al escuchar las respuestas, sonrió y dio vuelta la cabeza hacia donde ya no estaba el presidente. Lo decidió en ese instante: quería vivir y morir en ese país de ensueño. Poco después conoció a su mujer, una cubana de padres turco-judíos, llegada aquí a los cinco años; riverense ella, a todos los efectos. Ambos -inmigrantes agradecidos- consideraron prioridad absoluta la educación de los hijos; invirtieron en ella: Saint Andrews (escuela, primera generación), British School, Scuola Italiana, Alliançe Française. El dominio del inglés es imprescindible en el mundo de los negocios, en el de las relaciones con el exterior, en el de las ciencias. Veían en el francés la lengua de la cultura y de las artes. Todo eso se antepone, por entonces, al fútbol.
Igualmente, está cerca del fútbol. Al principio, porque vive frente al Centenario y es habitual que su padre, aunque hincha de Defensor, lo lleve a ver a Peñarol, el de Ladislao Mazurckiewicz. Pero es un niño demasiado inquieto para vivir en un apartamento y la familia se muda a una casa en Punta Gorda. Allí escucha, más, los partidos por radio. Percibe en ello las luces de otra magia. Pronto descubre eso de dejarse envolver por el relato y poner imágenes y colores y formas a las palabras del narrador. En puridad, le gusta más escuchar los partidos que verlos y más aún, más que escucharlos, le gusta transmitirlos, imaginarlos y transmitirlos. Esa es, tal vez, su relación más íntima con el juego. No requiere indumentaria, ni pelota, ni adversario. Un poco de imaginación puede llevar a que el improvisado narrador se llene de vida, la vida que imagina para sus personajes, la vida que la emoción de esos personajes despierta en él mientras los inventa y los vive y se deja vivir por ellos.
Para que este juego dentro del juego no quede en solipsismo, requiere un cómplice al menos. Si relatar un partido imaginario es más seductor que el fútbol mismo, es por su grado de privilegiada realidad, por su fuerza para irrumpir en la realidad y sacudirla. Para que el juego desborde de sí, hace falta un tercero que convalide la invención como verdadera, un comentarista para ese partido que está en tránsito de invención, un otro jugando también a tenerlo y predicarlo como cierto, más cierto acaso que el que otros jugaban en el mismo momento sobre el pasto. Era el Dr. Juan Miguel Petit, el actual comisionado parlamentario, el que fungía de convalidador y daba un par de pinceladas propias a ese combate de futbolistas etéreos y transpirados en el que creía de veras, al tiempo que jugaba a que un poco no creía.
Dejó de no ser Mazurckiewicz -crecía- y fue el guitarrista adolescente de Kabuki, una banda de amigos que abrevaba en Los Náufragos, Safari, Abracadabra y tocaba “porteñadas” por el estilo. Conoció entonces los silbidos, la desaprobación fervorosa. “¡Que pongan discos”, les gritaban. Una vez les tiraron pedazos de pascualina.
Ensayaban en un garaje donde la aspiradora de la casa hacía interferencia con el parlante Pierini y persistieron, durante dos años, en presentarse en fiestas de familiares y amigos.
Fue un fracaso, una derrota divertida, una de esas que puede luego recordarse como aventura, porque nadie los quería escuchar y, como suele pensar todo aquél que siente que no es bien valorado, resulta que no los comprendieron: “Fuimos unos adelantados a nuestra época -cuenta, ya candidato, medio en broma y medio en serio pero con entusiasmo cierto, a las señoras que frecuentan la grilla televisiva de la tarde-, unos Hernandarias de la música, unos incomprendidos.”
La disfonía se instaló en su voz (un lustro de foniatría ha sido insuficiente), pero eso tampoco le impidió luego ser actor, es decir, el que, en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Tras dos años de formación teatral, participa en la puesta de tres obras; pero tanto en las clases como en los ensayos, se veía dominado por una dificultad insalvable: se tienta en los momentos de mayor dramatismo y no puede gobernar la risa.
“Mirá, Ernesto, así te lo digo –dice que le dijo el director Agustín Maggi, harto de parar y reiniciar un ensayo-. O te dejas de comportar como un niño y distraer al elenco, o te vas a tener que retirar inmediatamente de esta obra”.
-II-
Se emocionaba -la emoción es lo suyo- al explicar lo que significó para él ser incluido en esa línea de la nobleza política que inició un general en el siglo XIX y que, viendo cerca la muerte, el último grande de los Batlle le entregó como un legado. No lo dice con esas palabras, claro. Se emocionaba, cada vez que lo evocaba y era seguido, y había mucho de involuntaria (?) celebración dinástica en sus énfasis.
Apeló desde el comienzo a una sensibilidad batllista y, a la vez, intentó eludir los colores y símbolos partidarios, prefiriendo marcar un perfil propio de liberalismo progresista e internacionalista y quedar más o menos libre de otras consideraciones; comprendió enseguida que no es posible presentarse como el delfín del batllismo de Jorge y desmarcarse de la épica, la tradición y la liturgia colorada.
A días de las elecciones que sabía bien que no iba a ganar, el 24/10/2019, explicó la bajada de pulgar a Pedro Bordaberry como una cuestión de justicia y consideración hacia un anciano de 83 años, dos veces presidente, que se ganó su lugar en las urnas y dijo que los votos de Sanguinetti se fugarían a Bordaberry (“Sería un pasamanos”) y que no afectaría a su sector. Su análisis no resistía -ni siquiera entonces- el menor análisis, entre otras cosas porque unos segundos antes había explicado que la presencia del líder de Vamos Uruguay implicaría volver a barajar y dar de nuevo una mesa de listas (y de lugares o ausencia en esas listas) pautado por unas internas en las que aventajó a Sanguinetti por 21 puntos porcentuales y que definieron el ordenamiento colorado de cara a los comicios nacionales.
Excitado por ese triunfo en la interna (una victoria sin hijos), hizo una campaña en la que buscó mostrarse como el justo medio entre Daniel Martínez y Luis Lacalle Pou, con odio manifiesto hacia Cabildo Abierto en general y a Guido Manini Ríos en particular.
En un momento de entusiasmo, pudo pensarse que si pasaba a la segunda vuelta se impondría a cualquiera de sus adversarios. Ellos también lo vieron venir y lo excluyeron sin remordimiento del debate televisivo que protagonizaron, al tiempo que se negaron a debatir con él; una exclusión de mutuo interés y mutuo acuerdo.
El resultado electoral fue menos exitoso que el esperado y, en el mapa colorado, vio al octogenario dirigente masticarle los talones, al punto de tener que cederle la secretaría general del partido de Batlle.
Vino entonces el período de la cancillería en pandemia, cuatro meses en los que, cuando no rescataba cruceros, recibía vuelos y daba personalmente la bienvenida en el aeropuerto, con lágrimas sinceras y renovadas, a cientos de uruguayos; parecía cansado y feliz. Esa actividad sin horarios, y la gratificación de coordinar regresos a casa, disimularon tal vez que el presidente lo consultaba menos de lo que él quería, que a veces ni lo tenía en cuenta, que en ocasiones él se enteraba de cuestiones de su cartera por la prensa.
En un episodio confuso, anunció una renuncia diferida en el tiempo y el presidente lo hizo renunciar de una, justo antes de la cumbre del Mercosur que Uruguay presidía.
Se abrió un paréntesis de reflexión y silencio por veinte días. Cuando se esperaban su incorporación al senado, el domingo 26 de julio hizo saber, por carta, que había decidido su retiro de la política.
Apenas asumirse aspirante a candidato, hace tres años, informó al país cuánto y cómo lo ponderaba Jorge Batlle, cómo lo ungió y lo presentó con vestiduras de elegido sucesor a caudillos, caudilllitos y caudillejos leales o supuestamente leales. Diez meses duró el entrenamiento y sus apuntes llenaron una docena de cuadernos.
“Usted, Ernesto, tiene todo para cumplir ese sueño. Usted tiene esa responsabilidad. Se lo debe al país –dice que le dijo Jorge Batlle en noviembre de 2015-. Pero usted tiene que tener ganas, Ernesto, porque si no, me dice y me levanto y me voy”.
