ENSAYO

Por Alma Bolón  

1)

En 1990 tuve la dicha perdurable de iniciar una tesis de doctorado bajo la dirección de Jacqueline Authier-Revuz. En aquel entonces, mi tesis intentaba pensar, desde una perspectiva lingüística y discursiva, el efecto de referencialidad en la oposición « francés / no francés »; para esto, me concentré en un corpus periodístico, más particularmente en el periódico Le Monde.

Pronto tomé nota de la presencia recurrente, en esa masa discursiva, de las palabras «exclusion» (“exclusión”) y «exclus» (“excluidos”); aunque a veces aparecía también «inclusion», nunca encontré «inclus» (“incluidos”’), de llamativa ausencia, de presencia ausente. En Le Monde, discursivamente, solo existían «exclusion» y «exclus».

Al mismo tiempo, “exclusion”, como tantas otras palabras hechas a partir de verbos, tenía una ventaja con respecto a “exclure” (“excluir”), verbo del cual provenía: si el verbo, al ser conjugado, indica persona y número (yo, vos, él, nosotros, ustedes, ellos, etc.), además de tiempo (pasado, presente, futuro), modo (indicativo, subjuntivo) y aspecto (perfecto, imperfecto), el sustantivo “exclusion” puede usarse a troche y moche sin que nunca se declare quiénes excluyen (o excluyeron o excluirán) ni a quiénes se excluyen (o excluyeron o excluirán).  

El sustantivo «exclusion» al silenciar lo que el verbo no silencia –quiénes, cuándo, a quiénes, a qué, de qué modo– produce y alude a un pasado que nunca tuvo lugar, crea un pasado discursivo del que se da por sentada su existencia, existencia en la que se dijo quiénes, cuándo, de qué modo. Ese pasado o ese allende fantasmáticos permiten hablar sin cesar de “la exclusión” y “los excluidos” como si todos entendiéramos lo mismo en esas palabras, como si el consenso reinara, asentado en ese pasado imaginado en el que se explicitaron los significados de esos significantes. 

Por cierto, en aquel inicio de los años 90, la recurrencia discursiva de “exclusion” y “exclus”, huérfanos de sus opuestos y de los verbos que los ligaban, participaba de la consagración de un nuevo mundo, por fin unipolar. Por fin las viejas parejas conceptuales -amos y esclavos, proletarios y burgueses, explotados y explotadores, trabajadores y patrones- habían cedido ante el encanto de un nuevo mundo con una sola vereda. Caído el muro y levantada la cortina, abolida la contradicción y el conflicto, solo quedaban “los excluidos”, redundante producto, sin productor, de la ingrata “exclusión”. 

2) 

Luego, desde hace ahora casi veinte años, el par “l’exclusion” y “les exclus” cedió ante el adjetivo “inclusivo/a/s”; “políticas inclusivas”, “planes inclusivos”, “calles y plazas inclusivas”, “arquitectura inclusiva”, “educación inclusiva”. Dentro de este paradigma, “lenguaje inclusivo” ocupa un lugar destacado, tanto en idioma español como en francés, puesto que se trata de vocabulario a menudo forjado en los organismos internacionales, es decir en inglés, y que por razones de poderío político se traslada a los otros idiomas, calcándose e imponiéndose.

No obstante su participación en un paradigma más amplio, “lenguaje inclusivo” presenta particularidades -dificultades mayores- que las presentes en “arquitectura inclusiva” o “urbanismo inclusivo”, por ejemplo. 

El sintagma “lenguaje inclusivo” presenta dificultades por la propia índole de su materia, el lenguaje. De hecho, es difícil encontrar una facultad más inclusiva que el lenguaje, cuando de seres humanos, o en trance de hacerse humanos, se trata: la privación de esta facultad solo es posible atribuir a accidente, de incalculables consecuencias. En tanto que institución social, la lengua es también absolutamente inclusiva, habida cuenta del hecho de que nuestra entrada en ella no es voluntaria sino que es algo que nos sucede a todos, y habida cuenta de que nuestra salida de ella tampoco es voluntaria para nadie. (No estoy refiriéndome aquí, claro está, a los factores socio-culturales-educativos que favorecen o atentan criminalmente contra el universal devenir hablante del hombre, sino a su potencia universal.)

Entonces, si estamos ante la facultad humana y la institución social más radicalmente humanas, más constitutivas y más comprensivas de lo humano, habrá que entender “lenguaje inclusivo” como una expresión que “incluya” no ya a los sujetos hablantes, desde siempre ya incluidos, salvo accidente, sino que incluya las cosas de las que la lengua no habla, las cosas hasta ahora “excluidas”, dado que se afirma que hay que “incluirlas”. 

En este punto, si se admitiera que “lenguaje inclusivo” expresa un pedido de inclusión de las cosas excluidas por la lengua, habría que concluir que es un pedido con el que la lengua no puede cumplir, puesto que su sentido no es nombrar las cosas del mundo, sino organizar, mediante cortes y distinciones, el espacio de lo pensable. Dicho en términos de Saussure, la lengua no es nomenclatura, no es conjunto de signos que corresponden biunívocamente a un conjunto de cosas del mundo, sino que una lengua es un sistema de diferencias único, singular, una organización de lo pensable, una diferenciación sin la cual lo pensable sería “una nebulosa”. Por cierto, esto no impide que, constantemente, aparezcan “nuevas” palabras que designan “nuevas” cosas que así empiezan a ser pensables y así son empujadas a la existencia. 

Cuando en el siglo XVIII el economista Gournay (1), siguiendo el modelo de “démocratie” y de “aristocratie”, forja la palabra “bureaucratie” (“burocracia”) con las viejas palabras “bureau” y “cratie”, el dominio de lo pensable se extiende y enriquece, fomentando nuevas reflexiones en torno a una de las principales actividades estatales. Algo semejante sucede con “meritocracia”, palabra con la que se destaca una particularidad del funcionamiento estatal, cuya índole virtuosa o viciosa queda en discusión (2); algo semejante podría suceder con “happycratie”, término con el que la socióloga Eva Illouz denuncia cómo la industria de la felicidad tomó el control de nuestras vidas (3). En caso de que una creación individual, forjada conforme con el sistema de regularidades que es un idioma, entre en el uso corriente, se extiende el campo de lo inteligible, de lo discernible, de lo pensable. Complementariamente, viejas palabras pueden pasar al limbo de lo asordinado: “explotadores”, “imperialismo”, “plusvalía”, “colonialismo”…

Porque la lengua no es nomenclatura, en todo y en cada momento hay exceso y déficit de la palabra dirigida al mundo, hay no coincidencia irreductible, constitutiva, entre palabras y cosas, para decirlo con los términos de Jacqueline Authier.

Entonces, la difundida expresión “lenguaje inclusivo” no puede pedir la inclusión al lenguaje de los sujetos hablantes, por definición siempre todos incluidos, aunque sea de variadas maneras (charlatanes y parcos, instruidos e iletrados). Tampoco la expresión “lenguaje inclusivo” puede pedir la inclusión de los objetos del mundo no nombrados, ya que el real innombrable siempre, por la discontinuidad de las unidades de la lengua, escapa.

3) 

Entonces, el pedido de “inclusión” que parece estar formulando la expresión “lenguaje inclusivo”, más que un incluir parece pedir un sustituir, un reemplazar, un corregir del tipo “No diga X, diga Y”.

El “lenguaje inclusivo”, por la asunción tácita de ese espejismo que es la lengua como nomenclatura del mundo -como repertorio de nombres de “la realidad”- obliga al buen nombrar y a la condena y  eliminación del mal nombrar. 

Desde el Appendix Probi, redactado alrededor del siglo IV, ha sido tarea de maestros y academias ese trabajo de corrección lingüística, de defensa y difusión de un ideal de lengua. En ese texto precursor que es el Appendix Probi, se exponen dos maneras de decir, la correspondiente al latín clásico, y la correspondiente a un latín más tardío. Probo, el gramático autor del Appendix, promueve el uso del latín clásico y condena las formas que le son contemporáneas; su listado asume la forma “diga X, no diga Y”(4). Esta obra claramente prescriptiva también es descriptiva, puesto que permite conocer, a través de la prohibición de una y la obligación de otra, dos maneras efectivamente existentes ambas; sabemos que las actuales lenguas neolatinas son transformaciones de aquel latín oral, más que del clásico preconizado por Probo. 

En cambio, en el “lenguaje inclusivo” no hay contraposición de dos habituales maneras de decir, como en el Appendix Probi, sino que una manera inexistente, a partir de su fabricación, es

promovida a la existencia en nombre de su “corrección”, en detrimento de la ya existente, estimada carente de “corrección”. (Por ejemplo, se estima “incorrecta” la neutralización en el plural de la oposición gramatical masculino-femenino (“el/la”) en beneficio de la forma gramatical neutralizada “los” y se propugnan las formas “correctas”: todes, tod@s, todXs. También ocurre el mandato de sustitución de lo “incorrecto” por lo “correcto” en las denominaciones, por ejemplo, “no diga ciego, diga no vidente”, “no diga negro, diga afrodescendiente” etc.).

4) 

Esta operación de saneamiento léxico y gramatical suele realizarse en nombre de una justicia social postergada e impedida por la lengua/discurso;  suele reivindicarse así su condición de operación política destinada a reparar injusticias milenarias, recurriendo a la “buena denominación”, a la denominación “correcta”. A mi modo de ver, esto supone un doble descuido. 

Por una parte, se descuida la historia: los intentos de difundir e imponer maneras de hablar, ya sea en el seno de grupos restringidos ya sea teniendo a la humanidad entera como destinataria, fracasaron: no prosperaron. Desde el preciosismo estilístico de los Salones aristocráticos del siglo XVII francés (objeto de burla y juego por parte de Molière) hasta los jóvenes “inc’oyables et me’veilleux” del Directorio, decididos a desterrar el fonema “r” de la lengua francesa por ser la inicial, cuenta la leyenda, de la palabra “Révolution”. Pero también fracasaron, o tuvieron un triunfo menguado, creaciones lingüísticas movidas por la generosidad y el humanismo, como fue en el siglo XIX la creación del esperanto por Louis-Lazare Zamenhof, un muchacho judío de Varsovia, deseoso de dar a la humanidad una herramienta de entendimiento, una lengua universal supra nacional, destinada a forjar la paz entre los hombres. 

Conocemos el destino modesto que coronó el esfuerzo de Louis-Lazare Zamenhof y del movimiento esperantista, a pesar de la calidad formal de su lengua y de la nobleza de sus propósitos. La dimensión ingobernable del significante -de la lengua- el alto grado de autonomía que le confiere la arbitrariedad, estoy siguiendo a Saussure, atenta contra los proyectos de “reforma” y “mejora”, como intentan mostrarlo los ejemplos recién aludidos. 

En un plano casero y abyecto, cabe recordar los decretos del pachecato para que se sustituyera, en la prensa, la palabra “tupamaros” por las palabras “sediciosos” o “subversivos”. Por cierto, habrá aún hoy quienes sigan prefiriendo decir “sediciosos” o “subversivos” para nombrar a la militancia tupamara de los años predictadura, sin embargo, el proyecto de corrección (con graves castigos incluidos) lingüística del pachecato -“no diga tupamaro, diga subversivo”- fracasó, como fracasó la prohibición de la dictadura de que se empleara la palabra “dictadura”, y esto fracasó en el momento mismo en que se formuló, véase si no la tapa de Marcha del 30 de junio de 1973, que con conmovedora maestría desafía y vence la prohibición al acatarla (5). Esta dificultad para regimentar una lengua a través de decretos u otro tipo de imposiciones parece ser totalmente desconocida por el “lenguaje inclusivo”. 

Por otra parte, el “lenguaje inclusivo” parece desconocer la complejidad de la dimensión performática -realizativa- del lenguaje que, por cierto, no se limita a nombrar pasivamente el mundo, sino que al nombrar empuja a ser, confiere ser, hace ser. La palabra afecta a quien la profiere y a quien la recibe, afectando la intelección y la emoción del mundo: las palabras actúan sobre los seres de palabras que somos. Milenios de poemas trágicos, de comedias, de epopeyas, de oratoria en el foro judicial y asambleístico, de prédica cristiana y de filosofía  antieclesiástica, de sonetos de amor y de himnos heroicos, de cura hablada y de dolor callado, ayudan a recordar que la palabra es algo más que “información”, tal como la idiotez supone. Ahora bien, justamente por esto, el propósito de reparar injusticias y de practicar la igualdad difícilmente encuentre una vía en el “no diga X, diga Y” del lenguaje inclusivo.

Tanto más que la dimensión política de la lengua, la dimensión por la que el conflicto transcurre, queda expuesto y nos interpela, esta dimensión intensamente política de la lengua (y del discurso) no pasa por un “diga X, no diga Y”, y menos pasa por la provisión deliberada, planificada, programada de  los signos “correctos” (“chiques, chiqu@s, chiquXs”), o por la sustitución de una forma habitual considerada errónea/injusta/condenable por otra, creada para la causa y en esa medida considerada correcta/justa/encomiable (por ejemplo, “persona privada de libertad” en lugar de “preso”, “asentamiento irregular” por  “cantegril”/”villa miseria”).

En todos estos ejemplos, se trata de reemplazar definitiva y absolutamente una forma de nombrar por otra; en cambio, la dimensión política de la lengua supone la coexistencia dividida, partida, escindida, de dos o más maneras de nombrar, maneras de nombrar que dan lugar a posiciones relativas unas a otras, dentro del campo discursivo. 

En Uruguay y también en otros países, durante los dos años de declaración de pandemia hubo una lucha encarnizada en torno a las preposiciones que era necesario emplear para el complemento “covid19”: “morir de/con/por covid19”. El juego gramatical significaba en cada caso conflictos de interpretaciones sobre la enfermedad, su tratamiento, los datos sobre el desarrollo de la epidemia proporcionados por los organismos internacionales y nacionales. En este debate esencialmente político y a menudo enconado, los participantes tomaban posición asumiendo una preposición u otra, pero en ningún caso se trataba de eliminar, de la lengua española, el juego diferencial de esas preposiciones, rescatando solo la preferida. 

De igual modo, en los últimos tiempos hemos visto cómo los viejos términos “oligarca” y “filántropo” volvían a circular intensamente, según una distribución sostenida por los grandes medios de comunicación que caracterizan a los hipermillonarios anglosajones mediatizados como  “filántropos”, y a los hipermillonarios rusos como “oligarcas”. Están así en pugna maneras de nombrar, maneras que permiten decir “Bill Gates es filántropo” o “No, no es filántropo, es oligarca” o “Roman Abramovitch es oligarca” o “No, no es oligarca, es filántropo”, o “Las personas están muriendo por covid19” o “No, las personas no están muriendo por covid19, mueren con covid19”. 

Así transcurre la dimensión política de la lengua y del discurso, en esa pugna por nombrar, por otorgar un sentido, y no otro, a tal entidad. Esa pugna abre la posibilidad de que un sujeto hablante se constituya tomando posición, posicionándose entre los numerosos y coexistentes atributos de Bill Gates o de Roman Abramovitch. Por eso, porque es conflicto político, no consiste en la  simple eliminación del otro (del tipo: “no diga filántropo, diga oligarca”), sino que consiste en el cultivo de la contradicción.

 En cambio, en el “lenguaje inclusivo”, es escasa la posibilidad de decir “Juan no es ciego, es no vidente” o “Juan no es preso, es persona privada de su libertad” o “todos no vinieron, vinieron todas y todos”, o “todos no vinieron, vinieron todes”, o “Juan no es negro, es afrodescendiente” o “María y Juan no son argentinos, son argentina y argentino”.

Estos ejemplos que solo son comprensibles y proferibles en modo irónico, claramente diferenciados de “Bill Gates no es filántropo, es oligarca”, por su magnitud totalitaria aspiran a la supresión de una manera considerada mala manera de decir. Esta aspiración a suprimir la manera considerada mala, destruye la política. En nombre de una supuesta justicia social -rendir justicia a mujeres, negros, ciegos, presos, etc.- se apaga la política, en tanto que querella incesante entre maneras de nombrar, en tanto que disputa incesante de sentidos.

Porque la dimensión política de la lengua no tiene que ver con la corrección de una forma lingüística o discursiva, sino que tiene que ver con los sentidos en pugna, sentidos necesariamente en diálogo, belicoso o apacible, unos con otros.

Si la nominalización “exclusión” suprime los argumentos del verbo y así procura un allende discursivo fantasmático en el que se explicitó quién excluyó o excluye a quién; el adjetivo “inclusivo”, en “lenguaje inclusivo”, suprime la querella de sentidos, al proponer simple y llanamente la sustitución de uno por otro.


Notas

*Leí una versión resumida de este trabajo en una jornada de trabajo sobre “Interpretación y decir en el análisis de discurso y en el psicoanálisis” organizada por la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires (11/V/2022, vía zoom).

(1)http://stella.atilf.fr/Dendien/scripts/tlfiv5/visusel.exe?11;s=2640467880;r=1;nat=;sol=0;

(2) https://dle.rae.es/meritocracia?m=form; https://fr.wikipedia.org/wiki/M%C3%A9ritocratie

(3) https://www.youtube.com/watch?v=twyzjxOw0wc

(4) https://la.wikisource.org/wiki/Appendix_Probi

(5) http://bibliotecadigital.bibna.gub.uy:8080/jspui/handle/123456789/1498