ENSAYO
Intentaré sostener en este artículo que la declaración de pandemia de Sars Cov2, y las políticas mundialmente adoptadas para enfrentarla, operan como un mecanismo de aceleración y ajuste del proceso de globalización económica que ya estaba en curso antes de la pandemia.Más precisamente que, al menos en las sociedades occidentales, la pandemia ha venido a ajustar lo que podría describirse como la superestructura política, jurídica y cultural de esas sociedades a una realidad material y económica que ya no es compatible con el Estado republicano, liberal, democrático y garantista que fue el ideal del Siglo XX, ni con las nociones de progreso, libertad y bienestar que le dieron sustento y fueron su gran promesa. Finalmente, esbozaré la idea de que las sociedades -casi todas- está sufriendo un giro copernicano respecto a los ejes y a los fundamentos de legitimidad del poder político y jurídico.
Por Hoenir Sarthou
Por razones de espacio y de perspectiva personal, me concentraré en esos aspectos político-jurídicos del fenómeno, aunque supongo que su correlato cultural, que ya ha sido analizado por otros colaboradores de eXtramuros, aparecerá inevitablemente reflejado.
Todo lo que diré debe leerse como tentativo y parcial, dado que se refiere a un fenómeno en curso, del que muchos aspectos son aún inciertos o desconocidos.
El Derecho como lenguaje del poder
Cuando ingresé a la Facultad de Derecho, hace ya muchos años, me llamó la atención que el enfoque académico del fenómeno jurídico se concentrara casi obsesivamente en el derecho positivo, es decir en el estudio de las normas legales y reglamentarias vigentes, prescindiendo rigurosamente del análisis de las circunstancias políticas que les dieron origen y de los efectos sociales causados por esas normas.
Quizá una visión muy kelseniana (Hans Kelsen es el autor de la Teoría Pura del Derecho), dominante durante mucho tiempo en nuestro medio académico y judicial, impusiera la idea de que la consideración de los orígenes políticos y de los efectos sociales del derecho le restaba estatus científico, o técnico, a la disciplina.
Siempre me pareció que esa pudorosa abstención de los docentes, que muy a menudo eran individuos filosófica y políticamente definidos (pienso, por ejemplo, en Jorge Gamarra, Adolfo Gelsi Bidart o Eduardo Vaz Ferreira, aunque lo dicho es válido también para el propio Kelsen), equivalía a la actitud de un entomólogo que estudiara detalladamente la fisiología de las cucarachas, pero se negara a investigar sus formas de reproducción. Quiero ser justo. Recibí de los docentes que nombré, y de otros que no nombré, valiosísimas reflexiones sobre el derecho, la sociedad y la vida. Pero ese “plus” de conocimiento fue dado casi siempre de manera informal, a modo de digresión, como momentos de distensión en que el docente, entre tema y tema, o al finalizar la clase, abandonaba por un instante su “empaque” profesoral y dejaba hablar al abogado experimentado y “cascoteado”, o simplemente al ser humano que había vivido, observado e intervenido durante muchos años en conflictos humanos y sociales. Esos “bonus” eran breves e informales. Porque la línea oficial, aunque ninguna norma formal la estableciera, era estudiar a la cucaracha jurídica adulta, no a su nacimiento y a su forma de reproducción política y social.
Como consecuencia de ese enfoque, en nuestro pensamiento jurídico hay pocos estudios específicos sobre la relación entre las circunstancias socio-políticas de cada momento histórico y las soluciones jurídicas adoptadas para enfrentarlas, así como respecto a los efectos de esas soluciones en la realidad social y política. Cosa que se echa especialmente de menos hoy, cuando estamos presenciando lo que parece ser el nacimiento de un nuevo ordenamiento político y jurídico del mundo.
Ese divorcio entre el ordenamiento jurídico y sus orígenes y efectos político-sociales se ha popularizado, al punto que el sentido común popular oscila entre considerar al derecho un orden ajeno y llovido del cielo (temible a lo sumo por su poder de meternos presos y darnos o sacarnos dinero), o una despreciable componenda de leguleyos y politiqueros que sólo sirve a quienes tienen mucho poder y dinero. Poca gente tiene ya -y hay razones para ello- la sensación de que la Constitución, las leyes y los decretos (el derecho vigente) sean el resultado de su libre voluntad política conjugada con la del resto de sus conciudadanos, como lo prescribe el ideal democrático republicano.
Adelanto que los motivos de esa percepción son simples: el ideal democrático republicano presupone que el poder, es decir la capacidad de decidir sobre los asuntos colectivos, radique en la propia comunidad que dicta y se somete a las normas, ya sea directamente o a través de representantes. Y eso es lo que, en gran medida, ha dejado de ocurrir. Para entenderlo mejor son necesarias algunas precisiones más sobre la relación entre política y derecho.
Caníbales
El derecho es política. Y, dentro de la política, es “el lenguaje del poder”. Pero esas afirmaciones no deben ser confundidas con la creencia de cierto marxismo vulgarizado que despacha al fenómeno jurídico con un simple “Es un instrumento de dominación de una clase sobre otra”, ni con la otra creencia popular, de que “Es sólo un acomodo entre leguleyos y politiqueros al servicio de los que tienen plata.”.
Aunque en las dos creencias hay algo de cierto (el saber popular raras veces se equivoca del todo), las dos simplifican en exceso, no sólo al fenómeno jurídico, sino, sobre todo, al político.
Herbert Marcuse observó (creo que en Razón y Revolución) que en las sociedades occidentales no hay leyes que condenen al canibalismo. Es decir, en general está prohibido hacer escarnio de un cadáver humano, o apoderarse indebidamente de él, pero ninguna norma legal sanciona específicamente a quien coma carne humana.
La razón es simple. El tabú cultural respecto del canibalismo, del que se ocupó en su momento Sigmund Freud, está tan introyectado en los miembros de las actuales sociedades occidentales que ya no es necesario prohibirlo, porque en los hechos no se cometen actos de canibalismo, salvo por motivos de estricta supervivencia, y nadie sostiene ni defiende públicamente tal práctica.
Ese curioso hecho nos ilustra sobre la esencia del derecho y de prácticamente cualquier actividad normativa. Se legisla sobre aquello que genera controversia. Donde no hay voluntades, opiniones o intereses contrapuestos, el derecho no tiene sentido. Por el contrario, la sobreabundancia de normas y de regulaciones suele indicar conflicto, discrepancia y lucha de intereses.
El agua y el hielo
La existencia de normas, de cualquier tipo, en un colectivo social, es entonces indicativa de dos cosas: A) de la existencia de conflicto, es decir de intereses, opiniones y/o voluntades contrapuestos. B) de la existencia de alguna clase de acuerdo o transacción, al menos parcial, con la amplitud suficiente para constituir un centro de poder capaz de dictar normas que produzcan algún efecto real en el colectivo.
Desde luego, la existencia de esa transacción y el surgimiento de un centro de poder capaz de dictar normas y de hacerlas efectivas no implica la alegría ni la unanimidad de todos los miembros del colectivo. Muchas veces, la transacción sólo comprende a partes influyentes del mismo, que logran así la fuerza para imponerse sobre otras categorías de integrantes. En el mejor de los casos, es un punto de equilibrio, a menudo precario, que permite sustraer de la lucha política -y eventualmente de la violencia- a ciertos acuerdos que permitan y regulen la convivencia. Insisto aquí en la idea de transacción, porque, si hubiera unanimidad, o si una sola persona o grupo dentro del colectivo tuvieran la fuerza para imponer su voluntad, no necesitarían leyes ni normas como las conocemos.
No encuentro mejor forma de describir la relación entre política y derecho que compararla con la que hay entre el agua y el hielo. En los dos casos, la sustancia es la misma. En uno, agua. En el otro, política. Así como el hielo es agua condensada por efecto de la temperatura, el derecho es política condensada en virtud de transacciones o acuerdos. Todos sabemos que, si la temperatura ambiental asciende, el hielo vuelve a ser agua. Del mismo modo, si los acuerdos constitutivos desaparecen y la temperatura social asciende, el derecho vuelve a ser política, o eventualmente guerra. Todos sabemos también que no conviene tratar al hielo como si fuera agua. Por la misma razón, no conviene confundir al derecho con la política. Muchos políticos actuales, de distintos partidos, se precian de no distinguir la diferencia. Sin embargo, a mediano plazo, esa confusión trae consecuencias.
Uno y muchos
Hechas esas precisiones, podemos darle mejor interpretación a la ya tradicional frase “El derecho es el lenguaje del poder”, que, lejos de ser una expresión simplificadora, nos pone ante la enorme complejidad que suelen presentar los fenómenos del poder.
Una norma no es efectiva por su contenido, ni por la forma en que fue dictada, ni por estar transcripta en un reglamento, un registro de leyes o un diario oficial. Creer eso sería tener una visión formalista del fenómeno normativo. Una norma es efectiva en función de la legitimidad que se le reconozca y de la fuerza de que disponga el centro de poder que la emite y trata de imponerla. De ahí la complejidad.
Hay un dato de la realidad que es imprescindible. Todo centro de poder lleva impresa en su ADN la vocación de soberanía y de universalidad. No importa si se trata de la presidencia del país más poderoso de la Tierra o de la directiva de un club de bochas. El poder se pretende absoluto y soberano. Y se expandirá e imperará hasta donde pueda, hasta que otro centro de poder mayor le ponga límites. Sin esa vocación, no es un centro de poder sino un administrador.
Todos los seres humanos estamos sometidos a múltiples centros de poder, que dictan sus propias normas. Así, provenimos de una familia, con sus propios códigos. Nos vinculamos a instituciones y círculos sociales que imponen reglas, a veces muy exigentes. Vivimos en cierto Departamento o Provincia, con sus decretos propios. Estamos sometidos al Estado central, que tiene una Constitución y dicta leyes y decretos. A la vez, existe un derecho internacional, que funciona en base a organismos, tratados, declaraciones, protocolos y cortes internacionales, y que, como es inevitable, pretende primacía incluso sobre los derechos nacionales.
Esos órdenes normativos, provenientes cada uno de un centro de poder distinto, lejos de articularse, suelen competir entre sí, exigiendo fidelidad y amenazando con imponer sus propias sanciones. El fenómeno se ha hecho palmario desde que el derecho internacional, en un proceso que empezó con los derechos humanos pero que se ha extendido a otras áreas, pretende la supremacía de sus normas respecto a las de los Estados Nacionales. Muchos Estados han reconocido esa pretensión supremacista y la han incorporado a sus Constituciones.
No es el caso de Uruguay, por más que, desde hace ya años, hay señales fuertes de que el Poder Judicial y también el poder político, desde mucho antes de la pandemia, tienden a no desafiar los protocolos de los organismos internacionales ni los criterios jurisprudenciales de las cortes internacionales.En síntesis, el poder, aunque lo pretende, no es único. Y los órdenes normativos tampoco. Será la legitimidad que les reconozcamos y la fuerza de que dispongan los que determinen la eficacia de unos y la ineficacia de otros. Teniendo presente que un centro de poder que se somete o no es capaz de hacer cumplir sus normas tiende a desvanecerse. Esa es la lógica del poder, y en definitiva también la lógica real del derecho.
Así las cosas, dado el objeto de este artículo, nos toca ver cómo ha operado la pandemia en los esquemas de poder y en los fundamentos de legitimidad política y jurídica de los Estados.
Un desfasaje insostenible
La globalización económica es un hecho indesmentible, hijo de una gigantesca acumulación de capital y de posibilidades tecnológicas impensables en el pasado, que permiten que los proyectos y las decisiones empresariales tengan fácilmente efectos mundiales. Muchas empresas transnacionales tienen desde hace años un poder económico superior al de muchos Estados. Operan por sobre las fronteras. Tuercen las leyes o imponen leyes nuevas. El sistema financiero, en particular, ejerce un poder incalculable por vía de la financiación, las políticas de crédito y la calificación de riesgos, que le permiten ahogar o airear economías y manejar el flujo de inversión extranjera. A la modestísima escala uruguaya, el contrato ROU UPM es un buen ejemplo de lo que puede imponerse a un Estado. Los organismos internacionales actúan como obedientes escuderos, siendo a menudo formalmente quienes conceden créditos para impulsar reformas parlamentarias, judiciales y administrativas, con el declarado propósito de acondicionar a los países para recibir inversión extranjera.
¿Por qué sostener, entonces, como lo hice en el inicio de esta nota, que la pandemia tiene por función ajustar las superestructuras políticas y jurídicas de los Estados al poder fáctico del sistema económico global? ¿Para qué querrían esos intereses poderosos imponerse sobre Estados a los que igualmente pueden presionar, comprar o amedrentar?
Esa es la pregunta del millón, a la que no estoy seguro de poder contestar más que con datos que por momentos parecen sacados de una película de ciencia ficción.
El mundo no es un lugar pacífico ni armonioso. Complejos intereses de todo tipo pugnan por incidir, por sacar su tajada y por transformar la realidad a su conveniencia. El sistema financiero, los Estados más poderosos (EEUU y China, sobre todo, sin perjuicio de otros jugadores que también hacen sus apuestas), las grandes corporaciones farmacéuticas, agroindustriales, petroleras, la industria del armamento, ahora los gigantes de las telecomunicaciones, son algunos de los más notorios.
Pero hay más datos. Por un lado -y esto quedó demostrado con la pandemia- fuertes sectores de la economía no necesitan del trabajo humano para subsistir y crecer. La tecnología, en particular las telecomunicaciones, la robótica y la inteligencia artificial están muy próximas a hacer posible “el fin del trabajo”, del que se viene hablando desde hace décadas. Sin ese factor, no habría sido posible clausurar el mundo durante meses como se lo hizo. Las políticas pandémicas no habrían sido posibles cuando la economía mundial giraba en torno a grandes fábricas en las que se afanaban miles de trabajadores.
Por otro lado, desde círculos de élite de la economía occidental, se viene afirmando insistentemente que el Planeta no puede seguir soportando la carga de consumo, gasto de energía y contaminación a que lo someten miles de millones de personas persiguiendo el sueño de consumo y bienestar propio del Siglo XX.
Esos dos hechos, tristemente, nos ponen ante la evidencia de que un muy considerable sector de la población del mundo, desde ciertas ópticas, es visto como innecesario para la economía y como un problema desde el punto de vista del consumo y la conservación ambiental.
Son datos aislados, lo sé. Insuficientes para explicar que se aplicaran las políticas que se aplicaron, pero suficientes para explicar que haya sido posible aplicarlas.
El gran mensaje de la pandemia para el común de la humanidad fue: “Ustedes no son necesarios, quédense en sus casas y si acaso les proveeremos con alguna clase de renta básica (mensaje a cargo de la OMS y del FMI)”. Y para los gobiernos: “Detengan todo, encierren y aíslen a la gente, hagan que se vacunen, y no se preocupen por el dinero, nosotros proveeremos” (otra vez el FMI).
No se necesita ser adivino para saber que semejante programa es insostenible, a mediano plazo, para cualquier gobierno democrático. La gente, por miedo, puede tolerar el encierro, la desocupación, las carencias educativas y de atención sanitaria durante un año o más. Pero, ¿cuánto más? Y todo indica que el programa pandémico vino para quedarse. Ninguna señal hay de que la intención sea devolvernos las pautas de libertad, consumo y trabajo que tuvimos hasta inicios de 2020. Los voceros más locuaces de la élite económica no lo creen posible y se encargan de informárnoslo a cada rato.
En suma, hay una incompatibilidad básica entre el modelo de sociedad que está detrás de la pandemia -con su reducción del consumo, del gasto de energía, y, si es posible, de la población- y las formas de organización política tradicionales de Occidente.
La revolución
¿Cómo hacer para cambiar de golpe un orden institucional, un modelo jurídico, un esquema de libertades y unas pautas culturales que parecían firmes, aunque no casaban bien con el modelo económico ya imperante y con las posibilidades tecnológicas disponibles?
La respuesta clásica sería: una revolución, o una guerra. Bien, pero ¿no hay formas más eficientes y rápidas?
La clave, como siempre, está en crear un estado de excepción. Pero desatar cientos de revoluciones locales o decenas de guerras es muy trabajoso, lento e inseguro. Y nadie puede saber bien en qué terminan una guerra o una revolución. Mucho menos docenas o cientos.
La pandemia, mirada como forma de crear un estado de excepción, es admirable. Para empezar, porque sus agentes voluntarios, en todo el mundo a la vez, son los propios individuos. Ellos se encierran, ellos piden más restricciones, ellos denuncian a los infractores.
Por añadidura, la pandemia elimina en pocos días o semanas todos los pruritos democráticos, libertarios y garantistas que la población juraba amar. Y no sólo eso, también hace olvidar los sueños y reclamos de progreso y bienestar. El miedo lo logra. Sobrevivir es la consigna. Si te convencen de que te amenaza una muerte horrible, todo lo demás pierde importancia. Todo queda dispuesto para que las diversas y cambiantes opiniones políticas individuales se sometan a un único imperativo: salvarse del virus. ¿Y qué se necesita para eso?
Acá está lo interesante. Porque nos permite ver quiénes fueron los partícipes del acuerdo o alianza que permitió la declaración de la pandemia. Los que muy presumiblemente capitalizarán la cuota de poder y de riqueza que adquirieron. Sobre todo porque es predecible que de entre sus filas surja, o esté surgiendo, el nuevo centro de poder que, quizá bajo el rótulo de “Nueva Normalidad”, dicte nuevos ordenamientos políticos y jurídicos de alcance global, o casi.
El sistema financiero y sus fundaciones, las compañías farmacéuticas y sus fundaciones, los gigantes de las telecomunicaciones y El Estado chino han sido los grandes beneficiarios de la pandemia. ¿Y qué necesitaron? Bueno, un virus genéticamente modificado (la élite económica occidental invierte en la industria química y farmacéutica desde hace mucho), un Estado (China) dispuesto a ser el origen de la pandemia, una OMS financiada y complaciente, una ONU silenciosa, una academia dispuesta a avalar el discurso pandémico y a acallar a sus muchos miembros independientes y rebeldes, una prensa obediente y aturdidora, las ONGs y organizaciones de derechos humanos financiadas y mudas, muchos gobiernos dispuestos a someterse, y las billeteras del FMI, del Banco Mundial y de las fundaciones bien abiertas.
¿Que ha muerto gente? Sin duda. ¿Que puede morir más? También. ¿Que es penoso? Por cierto. Ahora, creer que la pandemia, decretada y tratada por igual en todo el mundo, con test poco fiables, medidas preventivas absurdas, recursos sanitarios tan o más dañosos que el virus, y falsedades informativas de todo tipo, es un hecho casual y carente de objetivos, es un cuento de hadas. Y nos queda por saber todavía cuál será el verdadero papel de las vacunas. ¿Solución? ¿Mero negocio? ¿Prolongación de la pandemia? ¿Vía para establecer criterios de discriminación entre la población del mundo?
Con la población mundial asustada, empobrecida y desmoralizada, las economías nacionales quebradas y los gobiernos endeudados, el camino está expedito, no solo para el acceso barato a recursos naturales valiosos, sino para el surgimiento de nuevas instituciones políticas, tal vez un centro de poder de alcance global, cuya legitimidad para dictar normas puede basares en la prevención de nuevas pandemias y catástrofes climáticas. Hoy, seguramente, el mundo aplaudiría algo así como alternativa a la miseria y al miedo.
Vale preguntarse si esta pandemia será suficiente para resignar, someter o reducir a la población mundial, o si serán necesarios nuevos y permanentes estados se excepción para lograrlo.
En cualquier caso, es probable que, dentro de no mucho, veamos cómo disputan, negocian, se enfrentan y transan los beneficiarios de la pandemia por el reparto del botín de poder que sienten al alcance de sus manos. Esa es la lógica del poder. Eso no cambia, aun cuando todo parezca cambiar.