ENSAYO
Por Alejandro Recarey Mastrángelo. -Juez Ltdo. de la Capital de 9º turno.-
Comenzar a perder la verdadera imagen de uno mismo es retroceder, paso a paso, hacia el no-ser. Una forma de morir, para decirlo con crudeza. Cierto es que, en vida, jamás llegaremos a vernos completamente tal y como en realidad somos. Pero el desafío de existir radica en ir aumentando cada día las posibilidades de autoconocimiento. De avanzar en el saber acerca de quién se es, del sentido de lo que se hace, y de la conciencia de lo que se puede lograr. Por eso, cuando el viejo -y buen- cine de mediados del siglo pasado, buscaba infundir en el espectador el terror ante una muerte inminente, solía hacer ingresar al protagonista condenado al salón de espejos deformantes de algún parque de diversiones. Donde el perdido ya no sabía cual de todos sus infinitos y variados reflejos era el auténtico. Así se desplegaba la surrealista metáfora del terror que se experimenta cuando se pierden los propios puntos de referencia. Cuando uno ya no se ve cómo es, ni percibe donde está, ni adonde va. Aquello era mero arte, desde luego. Pero el arte reproduce a la vida. No es raro notar cómo, cuando se pretende anular en sus roles a una persona o categoría de personas, se principia por manipular su imagen paradigmática. Distorsionando los reflejos que su existir produce en la realidad. Tal es lo que viene ocurriendo con el retrato del “juez”. Y, por extensión, del de nuestro “Poder Judicial”. Es fácil, aún para un observador poco avisado, percibir cómo a la vez que se propagandea su importancia democrática, se le va quitando real fuerza al magistrado. La mayoría de las innovaciones que proclaman el aggiornamento de su figura, no son sino una suerte de espejos convexos, a través de los cuales el juez que en ellos se mira, se contempla mucho más pequeño de lo que en verdad es. Y debe ser. En beneficio de la sociedad a la que sirve. En trazos gruesos, esto se percibe con palmariedad, entre otros ejemplos, a partir de la fagocitación de la justicia penal por obra del accionar de las fiscalías. Pero también se presenta, encubierto, en detalles más pequeños. Mucho más difíciles de captar. En esta nota, se hará una advertencia acerca de las graves consecuencias que el progreso de las denominadas “oficinas únicas” arrojará sobre la visión que cada juez tiene de sí mismo como magistrado. Y de las implicancias que comporta para su carrera y, más trascendentemente, para su independencia.
Un ataque a la independencia de un juez no siempre se patentiza a través de presiones visibles con nitidez. Éstas resultan por lo general tan toscas, que quedan reservadas para raras ocasiones. Aquellas en las que a los interesados no les que queda otro remedio que exponerse. En cambio, la lesión a la independencia de ordinario se presenta diluida en iniciativas que, sutilmente, van horadando la moral del magistrado. Moral por cierto no entendida en sentido ético, sino como capacidad de resistencia, en orden a la defensa del propio criterio ante fuerzas adversas. Esta disimulada erosión alcanza a vislumbrarse con relativa facilidad allí donde, por ejemplo, se privilegian -para los ascensos- a las elecciones personales superiores sobre los concursos. O donde se “escolariza” -sic- la formación a través de cursos obligatorios claramente direccionados a determinadas posturas jurisprudenciales (incluso internacionales). En lugar de favorecer una libre elección de las fuentes formativas. Lo que siempre se correspondió con el nivel universitario propio de la labor judicial. Tendiéndose, entonces, hacia una matrización que despersonaliza a los jueces y, por ende, los debilita.
Pero existe un nivel más profundo, mucho menos detectable, de achicamiento del potencial del juez. Y que en Uruguay viene actuando, en el ámbito civil, a través de la reorganización de las oficinas en estructuras unitarias (“oficinas únicas”). En efecto, y más allá de los notorios inconvenientes burocráticos que su implementación ya ha sacado a superficie (en la judiciatura de paz capitalina), se puede apreciar que dichas innovaciones aíslan al juez en su trabajo cotidiano. Vale decir, que destruyen la práctica de trabajo judicial en equipo. Es de toda evidencia que el desempeño de cada juez depende, en buena medida, del auxilio de sus funcionarios (de todos ellos, pero en especial los de categoría técnica). Apoyo que no puede desplegarse en toda su potencia, más que en una cotidiana presencialidad. Los equipos funcionan mejorándose en la práctica diaria, y en la consolidación de la confianza mutua. Factores del todo ausentes en las oficinas únicas “de importación”. Que constituyen esquemas de notas casi comerciales, por completo ajenas a lo que debe ser un verdadero juzgado. Una Sede judicial no es una suma de engranajes que, con automatismo, transfoman -rápida y económicamente- una demanda en el “producto final” sentencia (calificativo éste que ha sido usado, sin pudor, por los propulsores del proyecto “oficina única”). De ninguna manera. Es una estructura que busca, en la humana medida, “hacer justicia”. Que es otra cosa diferente.
En concerto, en el promocionado nuevo sistema organizacional, se le retira a cada juez la asistencia personal de funcionarios de plena confianza (con la excepción, quizás incluso provisoria, de receptores y secretarios). De personas que conoce. Y que lo conocen a él. La gestión administrativa se mezcla en una suerte de sopa colectiva, en la que el decisor judicial pierde la referencia individual de sus colaboradores. Lo cual resulta, a ojos vista, muy grave. Tanto desde el punto de vista del superior, como de los funcionarios. Estos no solamente pierden el calor humano propio de los grupos de trabajo relativamente pequeños, sino el apoyo y ayuda -hasta formativa- de quienes aprendan a apreciarlos (cosa que solamente ocurre en el trato cotidiano, persona a persona, de conglomerados poco numerosos). Con lo que verán progresivamente desdibujada la percepción de su dignidad de servidores públicos, en beneficio de una imagen más cercana a la de simples empleados de comercio o fábrica. Con evidente desmedro de su compromiso funcional.
Se verifica también una seria afectación del trabajo judicial propiamente dicho. Por la vía del aislamiento del juez. Daño que se proyecta tanto sobre su mecánica de trabajo, como sobre su psique misma. En cuanto a la primera, se le quita la flexibilidad de consulta y ordenes de apoyos directas y rápidas a sus cooperadores más cercanos (muy señaladamente, a sus actuarios). La mediatización de asesores compartidos tenderá a enlentecer, así, su desempeño. Incluso a dificultarlo. Desde que, según se dijo, quienes deban ejecutar sus directivas no lo conocerán a fondo. Sabrán poco o nada acerca de su estilo de trabajo, o sobre sus líneas de política jurisdiccional. Lo que nublará la correcta interpretación de sus mandatos. Además, la distancia entre los profesionales que manejen cada caso, provocará una merma en la calidad jurídica de la labor de justicia. Ello por cuanto desestimulará las interconsultas técnicas entre jueces, actuarios y/o secretarios escribanos o abogados, alguaciles, jefes de despacho con dilatada experiencia, etc. Hasta privándoles de respetuosas correcciones mutuas, tan útiles para una gestión de mayor excelencia (o al menos desestimulándolas).
Más serias son todavía las implicancias psicológicas del aislamiento del juez (y se insiste con la palabra “aislamiento”, pues es de toda obviedad que se desean jueces atomizados, descolgados de todo haz de personas que puedan ayudarlo… desprendido hasta de un entorno físico, material, propio). Tanto, que el nuevo sistema configura una suerte de camuflado “campo propicio” para la ocurrencia de mobbing sobre el magistrado. Literalmente. Según lo explicitara Marie-France Hirigoyen para la esfera laboral particular, “…Cuando alguien decide destruir psicológicamente a un asalariado y pretende que éste no se pueda defender, lo primero que hará es aislarlo y romper sus posibles alianzas. Cuando el empleado está solo, le cuesta mucho más rebelarse [léase: defenderse]…” (cf. M.F. Hirigoyen, en “El acoso moral. El maltrato psicológico en la vida cotidiana.”, pág. 53). Lo mismo puede ocurrirle a un juez, desde luego, ante presiones indebidas de sus superiores, abogados y/o particulares.
El juez, a despecho de su independencia técnica, es soporte de un órgano sometido a jerarquía administrativa. Y, además, pasible de recibir fuertes presiones económicas y/o políticas en orden a forzar el sentido de sus opciones. Por ende, puede verse inmerso en el marco de vínculos desiguales. De sometimiento disciplinario frente a sus superiores, y de adversa correlación de fuerzas frente a los justiciables (o aún terceros, como la puede corporizar por ej. la prensa). Así las cosas, y más allá de las pomposas etiquetas que suponen los rótulos de los cargos, puede perfectamente ser víctima de mobbing. Ahora bien. Uno de los cimientos del mobbing es, precisamente, el aislamiento de la víctima. La experiencia enseña, muy notoriamente en el caso de subordinados de jerarquía, que parte del mobbing se integra con la intención de bloquear al afectado. De manera de que nadie o muy pocas personas puedan notar la presión que sobre él se ejerce. Impidiendo o complicando sus interacciones, en el sentido de que no pueda comunicar cómodamente a otros sus dificultades, o solicitar ayuda. A fin de cuentas, como se ha relevado en el ámbito laboral, son modalidades de mobbing, entre otras: la exclusión o alejamiento del operador de su grupo de tareas; obturar sus contactos personales durante el horario de trabajo (sobre todo los extralaborales, los meramente relacionales desarrollados en la sencilla cotidianeidad); dificultar su acceso a información, con el fin de menoscabar la calidad de su labor (ya se aludió al alejamiento físico y humano del juez con sus colaboradores abogados y notarios); controlar indebidamente su tiempo (ajenidad que, indirecta pero no menos realmente, se logra quitándole al juez la disponibilidad de su propia y exclusiva sala de audiencias); y privándolo de la privacidad de su personal espacio material de trabajo (sala de audiencias/oficina individual permanente). Extremo éste último que reviste ribetes de absoluta claridad gráfica (casi caricaturesca): el juez no tiene a su disposición ni tan siquiera el escritorio sobre el cual trabaja. No podría ni colocar sobre su superficie una fotografía familiar, si así lo deseara (ni libros de consulta). Fácil es, pues, imaginar el extrañamiento y sensación de inconsciente minusvaloración que tales excesos provocan.
En este punto, la doctrina ha desarrollado en concepto de “congelamiento” como vector de mobbing. En esta modalidad, no explícita, el sujeto del mobbing se ve marginado de las actividades de su oficina o grupo. Con lo que se le amputan las reacciones solidarias de que, frente a cualquier problema, pueda verse justamente beneficiado. En efecto, en el esquema que se propone, ante una controversia del juez con sus superiores, con alguna parte, con abogados, o con terceros (políticos, prensa, grupos de presión), no tendría la posibilidad de contar con sus asesores y subordinados más cercanos. Porque, precisamente, no serán “suyos”, ni “cercanos”. Quienes puedan prestarle una ayuda (justa, desde luego), no conocerán los pormenores de asuntos que les serán ajenos, tenderán a apartarse del afectado para no verse contaminados con una problemática de la que poco o nada saben, y sufrirán el temor propio de los solos.
Por otro lado, el extrañamiento del jerarca con lo que debería ser su oficina (y no lo es), puede habilitar lo que llama “mobbing ascendente”. El cual se verifica por obra de los subordinados, en detrimento de jerarcas respecto de los cuales no conocen sus métodos de trabajo
(o no los comparten, sin tener oportunidad de oír directamente del superior sus fundamentos, o apreciar diaria y continuamente sus bondades). Sin el lubricante de un contacto personal cotidiano, pueden potenciarse ambientes intrafuncionales hostiles.
Nada de todo esto es menor. Sin contar con las repercusiones individuales y familiares que esta modalidad supondrá para cada juez, las hay muchas otras, y muy negativas, en lo que hace a la función judicial misma. Según se ha explicado en psicología laboral, este tipo de facilidades de mobbing pueden deteriorar la confianza en sí misma de la víctima, y de sus capacidades profesionales. Propiciando un proceso de desvalorización personal. Y, más que nada, muy probablemente una baja en el grado de involucramiento del lesionado con su tarea. Baja, en el asunto que nos ocupa, derivable de un relativo anonimato. El magistrado ya no se verá a sí mismo como la cabeza de su juzgado, responsable de la imagen ideal, abstracta, de una oficina. Y de la real de todos y cada uno de los que trabajan en ella. Puede parecer poca cosa, o un mero sentimentalismo, pero debería doler a muchos el que ya ningún funcionario pueda referirse a un magistrado como “mi juez” o “nuestro juez”. Un giro afectivo que demuestra una necesaria cohesión de trabajo, que no puede perderse. (También a los jueces nos hace bien, mucho bien, sentirnos identificados con nuestros compañeros de oficina.) Es más. Se demuele toda noción de liderazgo funcional por parte del juez.
En otro orden de cosas, la forma inconsulta en el que las “oficinas únicas” buscan implantarse (y se han ya parcialmente consolidado), con transformaciones copernicanas del sistema de trabajo de los ignorados, no deja de ser otro factor más de empequeñecimiento de la dignidad del magistrado. Otro elemento potencialmente alimentante del mobbing, en tanto que acostumbra al juez a que se manipule su ordenamiento de trabajo sin escucharlo. Verticalismo que aún cuando no antijurídico, es absolutamente desaconsejable si se quiere jueces fuertes, independientes y comprometidos con su función.
De esta manera, es dable concluir que el sistema organizacional de las “oficinas únicas”, entre otros desajustes que puedan destacar otros actores, constituye una factor de riesgo de minusvaloración de la autoestima del juez. Y, se reitera, de posible mobbing en su perjuicio. Un ambiente laboral mal organizado y mal direccionado es propiciador de situaciones de acoso psicológico. Aquí resulta pertinente la reflexión que el psicólogo español Iñaki Piñuel desarrolla en su libro “Neomanagment: jefes tóxicos y sus víctimas” (Madrid, Aguilar, 2004). El teórico define al “neomanagement” como una forma de dirección cuya característica es la destrucción continua del colaborador, del clima y de la cultura organizacionales, transformando empresas con buenos ambientes laborales (para el caso oficinas públicas), en espacios de batalla para las personas, en las cuales prima el miedo, la sobrecarga, el estrés laboral, la mala comunicación y la pérdida de valores, pero sobre todo donde se busca la mayor rentabilidad o eficiencia administrativas a costa de las personas y su bienestar (véase también D. González Trijueque, en “El acoso psicológico en el lugar de trabajo: una aproximación desde la psicología forense.”, en “Psicopatología Clínica Legal y Forense”, Tribunal Superior de Justicia de Madrid, vol. 7, págs. 41 a 62). Peligros que también deberían alertar a actuarios, funcionarios en general y usuarios particulares.
Por último, cabe alguna reflexión provisoria acerca de la teleología de este aislamiento del juez. También en trasvase analógico de las conceptualizaciones del mobbing. Pues, allí donde en la esfera estrictamente laboral éste busca la renuncia del afectado, bien puede decirse que en el ámbito judicial esta modalidad torremarfilista de trabajo apunta a borrar la noción de juez que nuestra cultura jurídica ha hasta ahora desenvuelto. Estamos, con notoriedad, ante todo un proceso de desmantelamiento de la figura tradicional del magistrado. Ya en el fuero represivo ha dejado de ser un investigador garantista, para constituirse -sustancial y mayoritariamente- en un homologador de acuerdos. Yéndose en el mismo sentido en el área civil. Un ámbito en el que, por su mayor complejidad relativa, es más difícil de descubrir la operativa que se denuncia. Pero en el cual, preliminarmente, puede entreverse que se está ante una especie de desarme de las potencialidades del juez. Desvanecimiento que comienza en su cabeza, antes que en los organigramas funcionales o leyes “de judicatura”. Ya se adelantó que inició un proceso de auténtica infantilización del juez, por medio de obligarlo a seguir cursos de formación obligatorios (y con examen también compulsivo). Tal y como si continuaran siendo estudiantes todavía sin título. En lugar de evaluar sus aptitudes a partir de su libre crecimiento académico, o la calidad de sus resoluciones. Incluso de su habilidad en la gestión de los expedientes. Claro es que una cosa es ofrecer cursos (y bien está), y otra imponerlos. Máxime cuando esta praxis puede favorecer, y probablemente ya favorece, la hegemonía de unas posiciones jurisprudenciales sobre otras. Superioridad lícita a partir de las implicancias directas de las sentencias. Pero no cuando es, o puede ser, subliminalmente inducida a través de cursos formativos. Luego, y como es de público conocimiento, ha comenzado a circular la idea de que los jueces deberíamos ser sometidos a evaluaciones psicológicas o psiquiátricas periódicas de aptitud. Sin indicios patológicos que las justifiquen. Por pura rutina. Extremo que no solo otorgaría un indebido poder al personal de la salud sobre los magistrados, sino que supondría un estado de temor psicológico real en los jueces. Hasta se marcha en el sentido de elaborar “protocolos” sobre cómo deberían los jueces de expresarse en público, respecto de cuestiones extrajudiciales. Es pues sobre este progresivo sujetamiento moral del juez, sobre el que viene ahora a pretender plasmarse un reordenamiento administrativo que explosiona la estructura orgánicas de las oficinas, dejándolo inerme. Solo. Es desde esta óptica que debe ponderarse el riesgo que la “oficina única” comporta tanto para el juez, como para la identidad cultural de nuestro ordenamiento jurídico.
En nuestro medio, el modelo de juez hasta hoy imperante, tradicional, es el derivado del derecho nacional codificado (de jerarquización piramidal). Aquel que más fácilmente se recuesta en la Constitución y la Ley. Para decirlo en palabras del jurista belga Francois Ost (quien ostenta la extraña manía de paganizar los paradigmas), se trata del juez “jupiterino”. Quien adopta un formalismo de la ley impuesto por la autoridad. Pero al hacerlo ubicando a la Constitución en la cumbre piramidal bajo la figura de la voluntad nacional, termina por ser un puntal de estado-nación. Ese estado garantista y soberano hoy dia jaqueado a nivel global. De ahí que se propongan otros modelos de juez, mas permeables a su digitación internacional. O a forzamientos internos de grupos de presión. En cascada cronológica, el belga pasa del juez-Júpiter, a delinear al juez-Hércules. Un paradigma más humanizado (su metaforización por el autor salta de un dios a un semidios, a un héroe). En el que el derecho es “traído a tierra”, generándose un pragmatismo que desplaza la abstracción y la generalidad de la legislación. O sea, que superpone el caso concreto y sus circunstancias, a la letra de la ley. En clara derivación de la supremacía del Common Law sobre el derecho europeo de cuño latino (nuestra matriz cultural jurídica). De manera de que los jueces, a quienes el pueblo no elige, son los que van a pesar más en la elaboración de las reglas reales. Más que los legisladores, que sí son colocados en sus puestos por la ciudadanía. Así las cosas, de la misma forma en que los tecnócratas (muy manipulables por las élites económicas), están dejando atrás en el gobierno de las sociedades a los políticos (algo menos digitables, desde que en definitiva -en democracia formal- se deben a sus electores); los jueces (casta corporativa, nos guste o no), estamos relegando -o comenzamos a relegar- al parlamentario hacedor de leyes generales. Asumiendo competencias que no nos son propias (haciendo política, en palabras directas). A ello ha conducido el modelo de juez de la segunda mitad del s. XX, a la figura de un hacedor de reglas individualizadas que está presente en todo, que ya no se refugia en la “sombra del código”. Que prácticamente co-gobierna. De ahí que el juez se convierta en un blanco fácil, y tentador, para la manipulación social. Tan así, en tanto no tiene respaldo electoral, ni económico propios (y depende de un prestigio por entero moral). Por lo que resulta el actor estatal más fácilmente digitable por quien ostente, o detente, el poder efectivo. Para decirlo sin ambages, se le quiere dar acceso a un poder exorbitante, porque a pesar de ello nunca deja de ser en extremo dependiente de hilos que mueven otros. Cada vez con mayor claridad. Con lo que aquel “su” supuesto poder es expropiado por terceros (organizaciones internacionales, ONGs, la academia, grupos de presión más o menos discretos, etc.). Luego, en consecuente deducción de dura lógica, se termina llegando al tercer dibujo de lo que debe ser el juez en estos tiempos: el magistrado-Hermes. A la fase hoy por hoy final, a la que se desea llegar. Nada más ni nada menos que el “mediador” por excelencia. Aquí Ost acierta en su peculiar imaginería. Ahora el juez termina por sumirse en la insignificancia anónima del simple negociador. Eso es muy claro en el ámbito penal, donde ya ni siquiera es el juez el protagonista principal, sino que lo es el fiscal. Agente mucho menos mediatamente dependiente del poder político. Y del que se espera no que “diga verdad”, sino que apague conflictos con acuerdos. Verbigracia, que mercantilice la justicia.
Este panorama histórico, aún en síntesis, deja bien en claro que las nuevas tendencias, en todo plano (incluido el aparentemente ascéptico de la organización de las oficinas), se direccionan a la obtención de jueces blandos. Maleables. Más traficantes del derecho, que sus aplicadores en base a la verdad material. Anemia que se obtiene, como viene diciéndose, tanto por la vía de su matrización doctrinaria, o de la digitación de su carrera funcional, como por su aislamiento laboral cotidiano. Consideración ésta que no debe perderse de vista en ninguna reflexión acerca de la actualidad de nuestra judicatura.
En suma, no se está sosteniendo que la implementación de las denominadas “oficinas únicas” constituya por sí sola, y necesariamente, una agresión directa al juez. Pero sí oblicua, en tanto lo debilita seriamente, y allana el camino a eventuales menoscabos funcionales y personales. Erosionando la autoestima con la que deben llevar adelante una labor que, todavía más que conocimientos técnicos, necesita de coraje y firmeza. Con lo que afecta con frontalidad, además, a sus carreras judiciales. Peligro cierto, entonces, que impone la detención del progreso de estas reformas. Cuanto menos, hasta que el despliegue de las consecuencias de la experiencia piloto de los juzgados de paz de Montevideo se haya debidamente asentado. Y se pueda hacer una correcta evaluación de sus implicancias. En definitiva, no todo cambio es, por serlo, beneficioso. No todo hallazgo foráneo es directa y acríticamente aplicable a la cultura y realidad jurídicas nacionales. Las modificaciones diríase que “sísmicas”, que se vienen pretendiendo respecto de la Administración de Justicia uruguaya (ayer en el fuero penal, hoy en el civil), requieren de prudencia. No deben tomarse con precipitación político-administrativa.
Publicado originalmente en CADE, Doctrina y Jurisprudencia, tomo LXII, junio de 2022.
Reproducido con autorización expresa del autor.