ENSAYO

Por Fernando Andacht

En este texto, incursiono en un terreno incierto y nuevo para mí en el marco de eXtramuros. Me alejo, en apariencia, de mis ensayos sobre la representación mediática y los efectos de sentido de la proclamada pandemia marca Covid-19. Sin embargo, espero que los lectores encuentren diseminados en lo que sigue signos de una búsqueda de algo verdadero, de lo que ha brillado y sigue brillando por su ausencia de modo estruendoso en los últimos tres años, y no sólo en esta comarca tan al sur del sur.

Aprovecho para esta nueva travesía mi lectura juvenil del escritor irlandés James Joyce, quien, en sus comienzos como novelista hizo una declaración de la importancia del arte – de la literatura en su caso – para manifestar, para revelar de modo extraordinario lo que todo signo, por banal que sea, tiene como misión realizar en el mundo de la vida. Así definió Joyce en su novela iniciática Stephen Hero – que se publicó póstumamente en 1944 – la epifanía, un término que tomó prestado de la liturgia cristiana: “una súbita manifestación espiritual ya sea en la vulgaridad del hablar o del gesto o en una fase memorable de la mente misma” (p. 211) Y el protagonista Stephen Dedalus “creía que era el deber del hombre de letras registrar estas epifanías con extremo cuidado, en vista de que ellas mismas son los momentos más delicados y evanescentes” (id.). Creo válido para quien ejerce el oficio de observar el trasiego de los signos públicos de mayor difusión, para entretener, para informar o para realizar una mezcla de ambas tareas, detenerme en ese momento epifánico, cuando tras el velo de sonidos, palabras e imágenes previsibles surge la visión de algo que va mucho más lejos de lo que estoy viendo, de la trama narrativa de una serie banal, por ejemplo. De eso precisamente voy a ocuparme en el resto de este ensayo, que no es una reseña ni un análisis ideológico, sino el testimonio de una epifanía, como las que el irlandés Joyce recomendaba recopilar a los escritores.

La mujer que sufría por las mujeres afganas y no quería vestirse como una dama

Necesito un mínimo desvío antes de abordar de lleno el material mediático que desencadenó mi pequeña epifanía, la revelación de algo poderoso y ajeno al designio de la máquina industrial de cuentos plataformados por Netflix con inusitado vigor y enorme alcance, especialmente desde la forzosa parálisis pandémica. Para ese fin, quiero invitar a Erving Goffman, el microsociólogo canadiense, quien publicó su mayor obra teórica sobre prácticas tan aparentemente insustanciales como el ensayo que debe cumplir una recién nombrada embajadora de EEUU para subir sin tropiezos al carruaje en el cual debe presentar sus credenciales a la realeza británica. Así nos explica Goffman cómo funciona la transformación imparable de la realidad en interminables cuentos, series, films, obras de teatro, en fin, en todos los signos en los que un ser humano puede enfrascarse y, por un lapso variable, convertirlos en una realidad vicaria e irresistible:

Consideremos los guiones dramáticos. Estos deben incluir todas las escenas representadas de experiencia personal que se ponen a disposición para la participación vicaria de una audiencia. Este corpus de transcripciones tiene interés especial, no sólo a causa de su importancia social en nuestra vida recreativa (…) su significación más profunda es que ellos aportan un simulacro de la vida cotidiana, un guión elaborado con actos sociales no libretados y por ende una fuente de indicaciones generales respecto a la estructura de ese ámbito.

Mi ejemplo del funcionamiento de este proceso semiótico que Goffman llama “la puesta en clave” (keying), que se vuelve a aplicar de modo recurrente a la realidad, elegí una serie estrenada este mes La diplomática (The diplomat, Netflix, Abril 2023). Se trata de un thriller político cargado de referencias de máxima actualidad al agitado mundo de los conflictos contemporáneos reales – los villanos en orden de aparición son: Irán, Rusia y China. Como en la Commedia dell’ Arte, los papeles son fijos, y apenas se hace la graciosa concesión de matizar levemente a los buenos, como villanos parciales – Reino Unido, Estados Unidos, y Afganistán como víctima de los otros dos, pero no del todo. Desde el inicio, cuando ocurre un ataque contra un porta-aviones británico en el Golfo Pérsico que causa decenas de bajas, todo se desenvuelve tan previsiblemente como si estuviéramos viendo el informativo unido jamás será vencido de cualquier canal local o internacional, cuando nos cuenta, por ejemplo, la actual peripecia bélica en Ucrania. Las actuaciones son más que correcta, también lo es el desarrollo verosímil de la trama, y los diálogos van un poco más allá de la obviedad, para hacer avanzar el relato de intrigas-políticas-en-las más-altas-esferas. Ese sería el desarrollo de un simulacro no de la vida cotidiana del ser común, a los que alude Goffman en la cita, sino de los que juegan a reordenar el mundo, usualmente con abundantes bajas y consecuencias aterradoras de muy larga duración.

Pero no es ese asunto el que produjo en mí la epifanía, el momento de revelación que brilló durante un instante, como el evanescente sentimiento (feeling) que el semiótico Peirce describe como el elemento más simple de la acción de los signos, la pura y absoluta cualidad. En esa leve e insustancial valencia de la experiencia se basa la estética de cualquier forma de arte. La escena de la que me ocupo a continuación ocurre en el primer episodio, e incluso para quien no vio aún la serie, pienso que leer lo que sigue no le estropeará el placer de dejarse llevar por esa narrativa, así de leve y poco importante para la economía narrativa es lo que originó la epifanía que paso a contar. Reitero que se trata de un momento de apariencia banal en una serie que también lo es: una forma de cuento ideológico para vivir en el mundo de la post-guerra fría. Su premisa es evidente desde el inicio: la protagonista, la funcionaria Kate Wyler, desempeña a la perfección el papel del desinteresado buen samaritano de la nación más poderosa del mundo para salvarlo de la nación más poderosa etc. Que el rol de embajadora de una importante nación hoy lo desempeñe una mujer no es sorprendente, claro. Tan previsible como que su esposo, Hal Wyler, con humor cínico, cuando se presenta al personal de la embajada en Londres como “la esposa” de esa funcionaria. Vamos a conocer un poco más a la heroína de la serie.

Una yanqui en la corte del rey Carlos III sin tiempo para lavarse

La historia comienza con el imprevisto e indeseable salto del trabajo en el destino para el cual la protagonista se preparó toda la vida, y para el que, se nos muestra reiteradamente, ella se ha entregado con alma y vida. Me refiero a Kabul, a la agitada e insegura capital afgana. Desde la cima del poder de EEUU, se le ordena que lo cambie por otro que, en apariencia, sería el trofeo codiciado para un pequeño grupo de privilegiados que aportaron un sustancial apoyo económico en la campaña electoral del gobierno norteamericano. Su forzada llegada a Londres se debería a su capacidad para lidiar con una crisis de gran magnitud – una posible escalada bélica contra Irán por su aparente aunque no confirmada responsabilidad en el ataque a un porta-aviones británico en el Golfo Pérsico, que dejó decenas de marinos muertos. También se la ha puesto – de nuevo, contra su voluntad – en una pequeña lista de nombres como próxima vice-presidente de su país.

Antes de ser lanzada como un bólido político hacia su inesperado e indeseado nuevo destino, el relato se encarga de mostrarnos cuán dedicada y desinteresada en su propio bienestar es Kate Wyler. Cuando recibe la orden de convertirse en la nueva embajadora, de la jefa de gabinete y del mismísimo presidente de EEUU, sentada frente a ambos, ella responde con vehemencia, mientras se toca el pecho con la diestra, como quien se dirige a alguien que no comprende bien la situación: “¡Lo siento, yo estoy yendo a Kabul!” Por las dudas de que a algún espectador del amable público aún no le quedase clara la grandeza de espíritu de la futura embajadora en el Reino Unido, la jefa del gabinete le dice a modo de consuelo: “Hay mucha actividad ceremonial en Londres, y Ud. estaba preparada para llevar adelante un trabajo más sustancial.” Luego de asimilar con notable histrionismo el trago amargo que ella debe tomar, la mujer junta coraje y responde por fin lo que se esperaba de ella: “Es un honor y un privilegio” a un presidente impaciente pero satisfecho. Con sarcasmo, mientras vuela con su marido hacia Londres, ella le explica que lo que necesita el gobierno es alguien con mucha experiencia que exhiba tristeza en las ceremonias funerales de las víctimas del ataque al barco inglés. Mientras el hombre procura convencerla de la importancia y del valor de su misión, ella comenta con sequedad irónica: “Soy un perro para apoyo emocional”.

Para terminar de entender su reacción, es necesario completar el identikit del personaje central de La diplomática. ¿Quién es Kate Wyler? La heroína – y el sustantivo le cuadra bien – es una curiosa combinación de funcionaria del Estado apasionada por su misión humanitaria, la que se vuelve necesaria por los crímenes cometidos por ese mismo Estado, del erotismo en el poder que encarnó la fotogénica Jackie Kennedy, y de la dureza de una muñeca brava experimentada en la cruda Realpolitik, además de ser una enconada enemiga del ceremonial diplomático y de su suntuoso plumaje femenino.

No me detendré en los detalles de la peripecia que desarrolla la trama de La diplomática como un previsible salmo a la virtuosa heroína en su ardua misión de salvar el planeta de políticos poseídos por una funesta ambición ególatra – cargada de testosterona – o aferrados al miserable deseo de perdurar en el poder cueste lo que cueste. Mi interés se limita a una escena mínima, trivial por completo, que dura menos de dos minutos. No obstante, con muy buen tino, un instante de esa escena fue incluido en la sinopsis de la serie. El cometido aparente de la secuencia que comento es redondear el retrato de la protagonista mediante la dimensión melodramática y también erótica de su situación vital.

Recién ha aterrizado en Londres y Kate Wyler ya debe partir a gran velocidad hacia compromisos todos impostergables para comenzar su actividad política. Tras pedir un par de minutos para cambiarse, la flamante embajadora se retira a una habitación donde se encuentra su marido, Hal Wyler. Asistimos en ese espacio a una coreografía de la intimidad que es difícil imaginar mejor ejecutada. Sin decir una palabra, luego de olerse a si misma, Katy se quita la blusa y lleva en alto su axila expuesta hasta donde está sentado el esposo, y se la ofrece para que él la huela.

Se oye con claridad la acción de olfatear con intensidad del hombre, quien emite su veredicto: “No muy bien” (Not great) sobre el olor del sudor de su mujer. Sin decir nada ni lavarse las axilas, ella vuelve al punto de partida en la habitación, y procede a aplicarse con energía una barra de desodorante. Tras esa operación de higiene parcial, la vemos reiterar su pedido mudo e imperiosamente físico de que su marido vuelva a oler la axila culpable del olor indeseado.

Vale la pena detenerse en ese momento, y para hacerlo sería bueno recurrir a una cámara lenta imaginaria, para así enfocar la mirada como un rayo laser sobre el modo en que la protagonista de esta serie de suspenso político solicita, sin mover los labios, esta clase de servicio. Ella desea esa clase de atención amorosa a su cuerpo, al estuche mismo de su existencia no como funcionaria, ideóloga y tenaz luchadora por ideales globales de justicia para los oprimidos por su propio Estado, al que sirve y que se dedica a oprimir a quienes ella ansia rescatar. Kate da grandes zancadas desde el lugar donde se quitó la blusa, se olió y no quedó satisfecha con lo que encontró en ese rincón oculto de su cuerpo, hasta llegar con el brazo en alto, la axila a la vista del hombre y del amable público netflixero, para que él utilice su nariz.

Me detengo en el modo en que ella caminó hacia Hal, su marido, porque es evidente que no cruza su mente el posible rechazo o menos aún la posible repugnancia del hombre ante su mudo y urgente pedido. Por el contrario, ella lleva su axila en alto, como si fuera una bandera, tal como levanta la defensa de la mujer afgana, que la vemos flamear con vehemente

preocupación, en ese episodio inaugural. Luego asistimos al momento en que el hombre le huele con cuidado la axila, para aspirar el olor real de su cuerpo, para registrar los signos volátiles que no sería adecuado difundir, en el ampuloso pero también azaroso universo de la diplomacia al que Kate ingresará ese mismo día. No hay división alguna entre ambas acciones; ella es una ráfaga de energía que fluye de modo tangible en esa escena íntima, pero que sin solución de continuidad es luego invadida por la discusión política sobre los desafíos que ella deberá enfrentar de inmediato.

Sostengo aquí que, sin la visión de ese momento íntimo, de bastidores, pues esa secuencia está del todo oculta a los demás personajes del relato, la protagonista sería menos creíble, no sería tan verosímil la seguridad con la que ella parte en seguida a enfrentarse a los poderosos de la tierra con desiguales resultados. No es un momento Clark Kent para que irrumpa un Superman femenino por la puerta, listo a batirse contra las bestias de la Realpolitik – China y Rusia son las alternativas que ofrece la serie junto con Irán como posibles culpables favoritos del ataque. El poder real de Kate Wyler proviene de su larga experiencia en estas escaramuzas, claro, pero también de ese momento de revelación de una confianza completa en el otro en cuanto cuerpo amigo, próximo, que no la engaña, como no parece poder evitar hacerlo, en ese mismo episodio, el ex embajador Hal Wyler, desde su identidad maquiavélica y con irresistibles ansias de recuperar su antiguo protagonismo.

La segunda vez, tras ponerse con bríos y velozmente la barra de desodorante, Kate no sólo lleva el brazo en alto para colocar su axila al nivel de la nariz de Hal, sino que lo toma del hombro con su otra mano, como si ella quisiera impedir que él haga otra cosa que no sea olfatearla con sumo cuidado y completa dedicación.


Pero tras sentir el olor de su cuerpo, luego de recibir de lleno su aroma inconfundible a Kate, el hombre decide jugar la carta erótica explícita. Él aprovecha ese momento para llevar su nariz hacia otra zona erógena, hasta que ella, convencida ya de no tener olor a transpiración, lo detiene en seco, por su gesto inoportuno en ese contexto. Como sabremos luego, no es sólo a causa de su implacable agenda, sino porque ellos están a punto de divorciarse. Parece perfecto del punto de vista dramático, que tras detenerlo, y de haberse reasegurado de no tener más ese mensaje inoportuno e involuntario que emanaba de su cuerpo, ellos siguen conversando sobre el primer desafío que la flamante embajadora deberá superar. Ella está en soutien, sentada en su falda y tomada de su cuello, mientras el hombre la observa fascinado. Cualquiera que entrase a la habitación en ese momento vería una pareja a punto de hacer el amor, o en plena acción.

Ignoro si una imagen vale más que mil palabras, pero sí creo que un olor lo vale. Porque el olor corporal puede ser decisivo para la continuidad de una relación o para causar el final abrupto de la misma. Se sabe que el aroma del cuerpo encuadra y conduce en silencio la corriente erótica que preside el acto sexual, que le proporciona una buena orientación hacia el otro deseable. Ni la pornografía, ni el género erótico han prestado mucha atención en sus tramas a esa clase de contacto físico y aéreo, a las volátiles feromonas que encantan o rechazan y sellan un vínculo de modo biológico más que social, aunque ambos ingredientes son parte de esa química inefable y eficaz que nos atrae hacia alguien.

La revelación de ese momento de poco más de un minuto y medio parece casi un elemento intruso en la estructura del thriller político, pero me fascinó porque experimenté allí una epifanía, un instante de verdad que brilla intensa contra un fondo de oscuridad profunda y tenebrosa actualmente en todos los géneros, no sólo los informativos, desde 2020. Aunque la serie de modo previsible, diría inevitable, ostenta un elenco multirracial, que incluye al menos una pareja central que lo es, y uno de los personajes secundarios del elenco parece ser una mujer lesbiana, nada consigue disminuir ese momento de verdad radiante, enceguecedora en esta ficción tan convencional. Contra la barrera del potente tabú del olor del otro que me atrae, surge esa especie de oasis semiótico que me transporta a otro mundo, uno donde no rige el agotador y estéril mandato inclusivo, hipercorrecto, falseador de todo lo que sabemos no se permite saber, así en la ficción como en su par complementario, los informativos y los programas seudo-periodísticos.

Todos los formatos y géneros mediáticos están furiosamente enemistados con la tarea de buscar la verdad, de permitir el auténtico debate o el ingreso ante cámaras y micrófonos de lo que se desvía un ápice del relato oficial de males planetarios diversos, ya sea guerreros o pandémicos. La fuerza imparable de lo indicial, de la tangible superficie del otro amado posee una fuerza imparable, capaz de derribar la supuesta trascendente profundidad de nuevas y omnívoras identidades fijas, que todo lo absorben, de seres oprimidos para siempre por su orientación sexual, por su género, por su raza o por cualquier otro rasgo que según la propaganda incesante sería definitorio y más relevante que ningún otra característica de ese ser humano en su relacionamiento con el mundo de la vida. Contra ese poderoso credo tan enemigo de la superficie amada escribió el novelista francés Michel Tournier:

Extraña toma de partido, sin embargo, la que valora ciegamente la profundidad a expensas de la superficie y que plantea que ‘superficial’ no significa ‘de vasta dimensión’ sino ‘de poca profundidad,’ mientras que ‘profundo’ significa por el contrario ‘de gran profundidad’ y no ‘de escasa superficie.’ Y sin embargo un sentimiento como el amor se mide mucho mejor me parece – si es que se puede medir – por la importancia de su superficie más que por su grado de profundidad. Pues yo mido mi amor por una mujer por el hecho de que amo igualmente sus manos, sus ojos, su modo de caminar, su vestimenta habitual, sus objetos familiares, aquellos que ella no hizo más que tocar, los paisajes donde la he visto andar, el mar donde ella se bañó… ¡Todo eso es muy de la superficie, me parece! (Vendredi ou les limbes du Pacifique, 1967, p. 69)

En la escena mínima que describí como generadora de una epifanía, de una poderosa revelación de los signos que va más allá de lo aparente, surge una comprensión incomparable de la condición humana, que es espiritual y física a la vez, no dualista, porque no separa ni divide nuestro cuerpo como si fuera un residuo bajo, sucio, siempre necesitado de un espeso velo que lo vuelva intangible, que lo subordine a algo elevado, cerebral, abstracto, es decir, a nuestra mente como una entidad separada y no contaminada por su envase material. La oscuridad pandémica sirvió para dejar muy en claro cuánto hay de tenaz ocultamiento sistemático, imparable de los poderes que son en relación a lo que más importa en nuestras vidas. La relación con otros, con nosotros mismos, con el aprender genuino y en presencia, con el poder decidir sobre cómo gestionar nuestro propio cuerpo y su singular peripecia, todo eso fue afectado, atacado sin piedad por innumerables, inútiles y dañinos protocolos. Quizás por eso, alcanza con contemplar ese brevísimo momento de verdad narrativa incrustado en medio de una ficción comercial, que es banal en gran medida, para alcanzar a ver en todo su esplendor el firmamento de la humanidad verdadera, auténtica, que todos los medios de forma unánime se encargaron y aún se encargan de ocultar, de negar, y de disimular a tiempo completo.

Hay un tabú occidental, particularmente norteamericano que pesa sobre el olor, sobre nuestro cuerpo y su innegable presencia indicial, casi táctil producida por el aroma que se desprende de él, y que nos identifica tanto como nuestro nombre o como la ropa que llevamos encima. Cuando daba clase en el Centro de Diseño Industrial, les mostraba a los estudiantes decenas de publicidades gráficas de perfume, y les hacía notar que en todas esas imágenes no había una sola en la que un ser humano – hombre o mujer, adolescente o adulto mayor – olfatease, oliese de modo explícito, claro inequívoco y disfrutable a otro ser humano, o a si mismo siquiera, para apreciar plenamente el aroma publicitado. Un despliegue creativo y retórico muy grande recurría a toda suerte de metáfora o metonimia para evitar poner en escena el destino evidente pero siempre negado del perfume. Recuerdo entre muchos ejemplos el de la fragancia Fidji de Guy Laroche, cuyo eslogan rezaba: “la mujer es una isla, Fidji es su perfume”. El afiche mostraba a una mujer delgada y desnuda sentada en la arena de una playa desierta; ella sostenía amorosamente en sus brazos un frasco sobredimensionado del perfume publicitado. Esa imagen onírica, del todo irreal era uno de muchísimos recursos figurativos empleados por la industria para no exhibir lo más obvio de ese y de cualquier fragancia, y también para esconder y negar primorosamente el placer de nuestro propio olor.
Regreso una última vez a la escena de la serie La diplomática, y a mi modesta epifanía, para preguntarme lo que seguramente algunos lectores ya se preguntaron: ¿por qué darle esa importancia a ese gesto tan básico y elemental de oler al otro con fruición? ¿Por qué tendría un acto primordialmente animal y humano en segundo lugar el poder de revelarnos algo fundamental de nuestra naturaleza, algo que los medios, tradicionalmente y mucho más desde la unánime fabricación del terror pandémico-mediático con que la política global nos asedió sin tregua – se han encargado con ahínco perverso de ocultar? Aunque se encuentra alojado en medio de un relato previsible, trivial, saturado de ideología prefabricada como cualquier otro artefacto mediático encargado de transmitir una creencia construida para convencer al gran público sobre cierto relato maniqueo y mentiroso, ese fugaz momento narrativo me acerca a algo verdadero. Su realidad íntima, erótica, posee una alta temperatura afectiva y consigue separarse durante escasos 90 segundos de la armazón narrativa rígida, impregnada de ideología hasta el tuétano que vemos desarrollarse durante todo el tiempo restante en la serie. En los siguientes episodios, la heroína será cada vez más heroica, su esposo más cínico y seductor, y todo se hará para mayor gloria de los buenos de la historia, y para la condena eterna de los consabidos villanos planetarios.

La epifanía o cómo contemplar el alma de lo más común por un instante

Luego de escrito este ensayo, encontré una reseña sobre la serie que alude al pasar al objeto de mi ensayo. La periodista incluyó, para mi sorpresa – ninguna de las otras notas que encontré lo hizo – ese íntimo intercambio de olor corporal de la pareja protagónica que es nada relevante para el desarrollo de la narrativa de La diplomática. Así describe esa columnista la peripecia doméstica de Kate Wyler de y su esposo Hal al inicio de la serie:

Ellos duermen en habitaciones diferentes pero él todavía huele sus axilas cuando ella no consigue decidir si necesita una ducha antes de acudir a otro compromiso apremiante. Lo sé, lo sé – eso parece más cerca del ideal de lo que lo que la mayoría de nosotros consigue.

Ignoro si eso ocurre o no en el mundo de la vida, pero sí puedo afirmar con total convicción que un fugaz momento como el que incluye casi al descuido este relato de agitada intriga geopolítica ofrece lo que Joyce describió como la esencia de la epifanía que algo nos produce, en su novela iniciática Stephen Hero:

“cuando la relación de las partes es exquisita, cuando las partes están ajustadas al punto especial, reconocemos que es aquella cosa que es. Su alma salta hacia nosotros desde la vestimenta de su apariencia. El alma del objeto más común (…) nos parece radiante. El objeto alcanza su epifanía.” (Stephen Hero, p. 212)

En el desolado mundo pospandémico, es epifánico el poder contemplar por un instante, en medio de un relato banal, previsible la escena radiante del surgimiento de la verdad del afecto, del erotismo que llega sin publicidad, propaganda o ideología de tipo alguno. Esa es una visión espiritual de la verdad del cuerpo en el ámbito de lo cotidiano. Parece poco pero no lo es, cuando la maquinaria narrativa más poderosa del planeta, continúa escatimando, ocultando, ahogando y censurando todo rastro de verdad sobre nuestras vidas, en su ubicuo menú diario, macizo y engañoso.