ENSAYO
Por Diego Andrés Díaz
Cuando se escucha o lee sobre debates educativos en Uruguay -y esto puede ser extensivo a otros lugares de “Occidente”- no puedo dejar de advertir que todas las consideraciones conceptuales, las bases filosóficas donde están asentadas las argumentaciones y explicaciones de los modelos en pugna, todos los evidentes “saludos a la bandera” que los interlocutores realizan para congraciarse con un conjunto de “ideas sagradas” sobre la educación, giran en torno a un programa ideológico claro y concreto. También, podría definirse como una lucha por quien esta sentado arriba de las acreditaciones que el poder del Estado reparte para tener la llave del empleo educativo en Uruguay, y además, esta lucha se da entre dos actores específicos: un modelo estado-céntrico, de perfiles socializantes, que anhela que el centralismo educativo estatal se extienda a niveles totales, y uno no menos estatal, pero más mercantilista, que anhela que el poder de coacción y dominio del Estado elija que “peajes” privados son válidos -y permita ampliar un poco el menú- y cuales están fuera de la ley.
Esta dualidad en las posiciones del debate me recuerda a los “bandos nacionales” con respecto a casi todos los últimos temas, como por ejemplo, la pandemia y las cuarentenas: un bando maximalista, estatólatra y jacobino, que explica sus planes educativos a partir de abstracciones biensonantes donde el “Estado” se mueve de forma armoniosa y eficiente para lograr fines presuntamente magnánimos y universales; y uno más moderado, que no reniega de la fascinación discursiva del maximalismo estatista que tiene enfrente, pero exige que se amplie el espectro a otros actores, que se maticen rigideces, que se libere algo a la decisión de la sociedad civil. En ultima instancia, cuando uno deja los discursos de primera línea sobre el tema, lo que parece emerger es la lucha anteriormente mencionada: quien tienen el sartén por el mango del enorme y poderoso sistema de acreditaciones académicas, una de las llaves que abren el fantástico mundo de reparto de rentas estatales, empleos, prestigio, reconocimiento social, poder efectivo, y un larguísimo etcétera.
Porque, al principio reformista del ala “moderada”, basado en mejorar lo que advierten como un “modelo educativo ineficiente”, de abrir el campo a otros organismos y corporaciones para que participen del juego educativo y económico, se le opone la histórica banda de los “académicos profesionales” del Estado. Este grupo se caracteriza por ofrecernos repetidos eslóganes sobre defensa de la educación para mantener sus chiringuitos inconmovibles. En general, en una sociedad enferma de estatolatría, los argumentos basados en la prédica del terror giran en torno a falsear los orígenes del problema educativo nacional (siempre son “la mercantilización de la educación”, “el desembarco de las prácticas empresariales y capitalistas”, “la privatización”) o a señalar los peligros futuros de realizar algún tipo de cambio, o incluso de cualquier restauración de un modelo anterior que represente alguna forma de “regresismo”, aunque ese modelo del pasado fue mucho más efectivo en educar a los ciudadanos. Nótese que detrás de las constantes campañas del terror, lo que queda como sustrato real a su prédica es la defensa rígida de su status quo, basado en la histórica connivencia entre su posición como “agentes culturales rentados” del estado, y los sectores políticos y sociales que necesitan de un discurso de legitimidad académica constante para mantenerse en el poder.
No es nada nuevo señalar que los intelectuales de las agencias estatales y el sector político-burocrático al que defienden conforman uno de los poderes más importantes de las sociedades modernas. Su nivel de connivencia y relacionamiento habilitaría la realización de una verdadera Historia de la casta académica pública en el Uruguay, ya que han alcanzado sorprendentes niveles de sofisticación a la hora de proveer argumentos ideológicos al poder político estatal para mantener el sistema de acreditaciones y reparto de empleos lo más atado y rígido posible. Esta sofisticación radica en que las ponderaciones más típicas y tradicionales del orden cultural y educativo nacional -es decir, las felaciones más evidentes y notorias- se mezclan con cuestionamientos críticos donde lo que se exige es ir hacia un estatismo centralista más rígido, más cargado de adoración al estado, de mayor poder a los organismos centralizados de poder corporativista; y más estigmatización de cualquier propuesta que venga de la sociedad civil -caracterizada esta como empresa privada, para alimento de los prejuicios de un clasismo vulgar dominante- que vendría a destruir nuestra sacrosanta educación vareliano-freireana.
El sector moderado parece no contar jamás con las fortalezas necesarias para realizar algún tipo de cambio objetivo en los procesos educativos, ya que el modelo moderado de acción juega con las reglas que el sector maximalista ha construido: las bases filosóficas donde está anclada la educación nacional -que podría resumirse en el eslogan de “gratuidad, obligatoriedad y laicidad”, y de allí en adelante- han caído en la interpretación maximalista de su significado, y transmiten simbólicamente lo que impone el partido maximalista de la educación, sin matices ni fisuras, sin cuestionamientos ni contextualizaciones. Para todo problema educativo, la solución es mantener los principios varelianos en clave maximalista: laicidad, obligatoriedad y gratuidad como sinónimos de culto a la religión del estado y su poder omnipresente y omnipotente.
El centro de la cuestión en este punto es que están en juego no tanto principios innegociables, sino rentas repartibles, y otras cosas más valiosas aún. Como ya hemos señalado, las estructuras corporativas y sus defensores ideológicos no solo defienden sus rentas estatales, sino que preservan lo que les provee de prestigio social y poder real. La obsesión por satanizar las lógicas de “mercado” radica en que en ultima instancia, todos y cada uno de sus puestos y jerarquías se sostienen económicamente por decisión política. No son fruto de la libre elección de los ciudadanos y sus preferencias, sino que la permanencia y legitimidad de sus ingresos y puestos esta basado en la decisión de un grupo de expertos y políticos que decretan que esas funciones necesariamente NO deben basarse en las preferencias o necesidades de los ciudadanos, sino en la conformación de un orden institucional fruto de cierta ingeniería social previamente imaginada e incuestionable.
La posibilidad de apertura a nuevos actores pone en riesgo la competencia por rentas, posiciones y prestigio, así como también pone en peligro su carácter endogámico. La defensa a ultranza de un sistema proveedor de rentas, entonces, se articula con dos premios tanto o más poderosos: poder cultural de acción a partir de la difusión, donde las ideas y debates que sostiene la academia se transforman en un ámbito oficial y obligatorio, y un poderoso sentido de pertenecía y prestigio de ser parte de la “cultura” -por lo alto, lo valioso, lo profundo y lo validado a nivel nacional-, con un importante reconocimiento individual y un poderoso sentimiento “misional” de su labor.
La descripción de lo que parecen ser “dos bandos” en el debate sobre el futuro de la educación en el Uruguay, se proyecta a nivel político en la existencia de dos posturas enfrentadas, empatadas, y que en general no logran romper el esquema de inmovilismo del sistema. Y esto se debe a que cualquier debate con una posición maximalista a priori representa un callejón sin salida: si surge una posición “dialoguista” y “realista” de algún agente político o académico del bando “maximalista”, la propia naturaleza extremista y absolutista de su lógica hace emerger una militancia radical e intransigente que bloquea cualquier posibilidad de sacar los pies del agua maximalista, sin representar costos insolventables. Nadie quiere estar solo, ya que las posiciones maximalistas están asentadas en la “superioridad moral” -falsa, construida y hegemónica- que ostentan. Es tirarse un tiro en el único y poderoso pie que te sostiene.
En la entrevista publicada en el número anterior de nuestra revista, el ministro de Educación y Cultura Pablo Da Silveira refiere a la polémica existente sobre la estructura política de cualquier tipo de nuevo ente autónomo a crearse para la realización de una serie de reformas. La respuesta exacta a esa disyuntiva no puede ser mas diáfana: “…si a nosotros se nos hubiera ocurrido presentar un proyecto sobre una Universidad de la Educación con un modelo de gobierno diferente, nos hubiéramos empantanado igual, porque el sistema político está dividido en mitades sobre esto…”. Estas mitades que señala el ministro no parecen diferir en aquellas mitades que señale anteriormente, lugar que parece estar empantanado el debate publico y político con respecto a la educación pública en Uruguay. La referencia en la entrevista, a un conjunto de tradiciones existentes en nuestro país al respecto del tema educativo, a las cuales hay que tener consideración según manifiesta el ministro Da Silveira, pueden también ser entendidas desde varias perspectivas: tradiciones como bases filosóficas continuas y persistentes en la comunidad a la hora de imaginar un grupo no extenso ni cerrado de ideas-fuerza donde se asentaría la singladura de la educación nacional; tradiciones como ordenamientos jurídicos, constitucionales y políticos, históricos y constatables en nuestro país, que serían una garantía de pluralidad y continuidad virtuosa en los modelos educativos a desarrollar; tradiciones como arcaísmos indelebles que operan como edades doradas en el imaginario social y que promueven el inmovilismo, o funcionan como eslóganes dogmáticos que bloqueen cualquier transformación; o tradiciones como órdenes y estructuras irregulares pero establecidos por vía de la costumbre, que transmiten de generación en generación un sistema consolidado de negocios, prebendas y reparto de kioskos, entre corporaciones y colectivos burocráticos.
Podría aventurar que las que predominan, de forma notoria, son las últimas dos concepciones de “tradiciones”.
En otro artículo de nuestra revista, Aldo Mazzucchelli se pregunta: “…El país se da pues el lujo de, en base a una hostilidad tradicional y mayormente sin sentido -salvo mantener “chacras” en el saber: la chacra ANEP, la chacra UdelaR, y la chacra universidades e institutos privados-, no poner en competencia a sus mejores recursos cuando se trata de formar a sus docentes. ¿Será capaz este proyecto de por fin articular esas tres divisiones y hacerlas funcionar más a favor de la gente de Uruguay que de sus mismos intereses e ideologías corporativas?”
Quizás el problema no radique en el conjunto de siglas que operan como chacras para sus propios intereses corporativos, sino en que esas pujas y luchas son consecuencia lógica y están legitimadas en hacerse del trofeo mayor: el sistema de acreditaciones oficiales que funciona como llave maestra en el manejo de cajas muy poderosas y jugosas: las de las rentas estatales, la condición de casta académica, y la del poder cultural, entre otros elementos.
Este punto es central, y voy a expandirme al respecto: acierta Mazzucchelli cuando reflexiona que “…las instituciones y las corporaciones tienden a reproducirse a sí mismas, y la ideología del burócrata educativo tiene terror de confrontarse con un saber en algo -no en cómo “comunicar” algo, “hacer sentir bien” al estudiante, hacer que los
números “cierren” de cualquier modo para que los responsables de dar dinero sigan dándolo, o “formar” en nada en absoluto…”.
Esta predominancia y avance notorio de una corporación especifica en el ámbito educativo, la que describe como la conformada “…por los pedagogos, los especialistas en psicología del aprendizaje, en teoría de la educación, en estadística, en dificultades del aprendizaje, etc. Los resultados están suficientemente a la vista como para que haga falta profundizar en las razones o excusas que, precisamente estos profesionales, son expertos en construir…”, no es otra cosa que una puja intramuros del enorme castillo de la academia de agentes del estado. Las corrientes ideológicas dominantes en occidente han puesto en primerísimo plano esta corriente “pedagógica” por sobre la “académica”, y este apalancamiento les permite expandir sus ámbitos de predominio en lo que anteriormente eran terrenos exclusivos del mundo académico. No hay mayor incentivo para un sector corporativo que el advertir que existe una serie de premios (rentas, poder, prestigio social) para conquistar, que estos estarán allí inconmovibles, fruto de la capacidad recaudadora del estado, y especialmente, que para obtener estos premiso necesitan simplemente establecer nuevos paradigmas teóricos sobre lo deseable y aconsejable sin formas de evaluar resultados, consecuencias y costos en el campo real del conocimiento y formación.
La doble trampa parece estar ajustadamente planteada: cualquier evaluación tiende a distorsionar los resultados debido a que es realizada por institutos y agencias imbuidas en esta especie de combo “woke” de organismo burocrático internacional, ingeniería social igualitarista y religión del estado. El desprecio a cualquier jerarquía -que se traduce en el odio a las preferencias de los ciudadanos, a su libertad de elección frente a los planes que los burócratas les tienen asignados, o a cualquier relevamiento de resultados que desiguale a los actores y no justifique esa desigualdad en los millones de aspectos a considerar como “circunstancias”- se traduce en la operativa real a nivel social e institucional en la disolución de responsabilidades.
Este nuevo tipo de discurso académico-pedagógico, que impacta contra la vieja guardia universitaria y compite por las rentas y los puestos, esta barnizado superficialmente de ribetes críticos, y utiliza la tendencia abstracta y atemporal de las definiciones educativas de la vieja corporación para contrabandear nuevas verdades (basadas en la identidad, o el combate a agentes promotores de la desigualdad estructural) que tiene el simple propósito de cerrar filas en torno a ciertas premisas no examinadas ni corroboradas, así como de movilizar los recursos de la academia en la tarea de su legitimación.
Este proceso de batalla por los chiringuitos solo beneficia a los agentes involucrados, ya que la sociedad civil, lentamente, tiende a encontrar caminos alternativos para educar a sus hijos. Esta propensión constatable debería llevar a las autoridades políticas y educativas a la reflexión profunda sobre sus responsabilidades: cuando la sociedad civil observa que los cambios son imposibles, que los resultados de los procesos implementados son una farsa, y que todo ello es fruto de que las corporaciones -incluidas la política- bloquean las arterias por donde fluyen las transformaciones, simplemente toma otros caminos, encuentra atajos o construye opciones paralelas. En algún momento, la sociedad civil va a observar que el viejo edificio esta allí, lleno de privilegios y costos, pero ya no cumple ninguna función. Y allí, simplemente retirará la financiación, porque el prestigio lo viene perdiendo hace años.
La formación docente y el campo ideológico hegemónico
Ante la eventualidad de una serie de reformas en el sistema educativo uruguayo, que apuntan preferentemente a una de sus supuestas debilidades estructurales -los perfiles, naturaleza y organización jurídica e institucional de la formación docente- uno no puede dejar de advertir que se está, nuevamente, ante una obra titánica. La envergadura de las corporaciones e intereses en juego es de tal magnitud, que da la sensación que agotaría a cualquier entusiasta reformador, más allá de las características de los cambios que propone.
En general, los debates en las “alturas” del poder político tratan de no referirse a un hecho evidente, que hemos referido en varias ocasiones en esta revista: el poder cultural y el carácter hegemónico de ciertas ideas. Esta tendencia a no hablar de lo que rompe los ojos a cualquier observador externo honesto -el predominio hegemónico casi unánime de las ideas progresistas en los ámbitos académicos y educativos- fue parte de una característica propia del sistema político uruguayo: los partidos no izquierdistas seguían confiados en que la política electoral define el poder real, y no existía mayor escollo que un buen candidato y su programa de gobierno pudieran sortear, y la izquierda soslayaba este aspecto evidente porque parte de su relato se hunde en una especie de alternativa al poder real, de representar una fuerza outsider al sistema dominante. Demasiada agua cruzó bajo el puente, y los partidos tradicionales no izquierdistas comenzaron lentamente a hablar del predominio de las ideas de izquierda en los ámbitos culturales, y más específicamente, en el carácter de “espacios de adoctrinamiento” en las ideas de la izquierda que representan las aulas y los institutos estatales de educación.
Ante esta nueva interpretación de la realidad cultural, en general han apostado a hacer un planteo superficial del problema que dicen enfrentar, ya que apelan a ofrecer soluciones programáticas -entendiendo por esto que un cambio en los programas y enfoques, ampliándolos, compensaría el predominio ideológico de las izquierdas en la educación-, en la exigencia de mayores niveles de “control” de la laicidad -haciendo de este concepto una especie de arma arrojadiza aún más problemática de lo que siempre fue- o a barruntar una serie de teorías no necesariamente equivocadas, pero parcialmente esbozadas, demasiado simplistas, mal articuladas, que tienden a funcionar como una excusa arrojadiza, la cual el marxismo cultural, es su manifestación más recurrente.
En este sentido, me interesaría referirme a un factor en general soslayado: la importancia del ambiente, de sus características -los ambientes consensuales- y de la importancia de los discursos abarcativos e identitarios en el predominio de ciertas ideas en esos ambientes, es decir, en los relatos dominantes.
La naturaleza de la cultura hegemónica se relaciona también con este factor de identidad propia: los eventos de la historia les han arruinado sus teorías. Por eso vemos el abandono de un proyecto material concreto y teorizado, por la construcción de un modelo basado en una “sensibilidad”. La defensa de esa sensibilidad “progresista” es clave para sostener su proyecto futurista y la idea mesiánica de su misión en la sociedad: ya no construirá sociedades prósperas e igualitarias, pero te pondrá en el lado de los “buenos y justos”. Por eso hoy se cataloga de todo lo que no pasa por el cernidor de esa “sensibilidad”, de “ultraderecha”: en hacerlo, en exorcizar los adversarios y plantear q son el mismo demonio, le va la vida de su identidad cultural, último refugio de su propuesta política práctica.
Como ya hemos señalado antes, la construcción de un ambiente consensual es la conformación en diferentes espacios de sociabilidad una especie de “consenso” cultural e ideológico que es autónomo de los individuos que componen ese ámbito social y operan en el plano de la psicología y las relaciones sociales. No es necesariamente el proceso “académico” -entendido como la construcción de programas de estudio, selección de ciertos autores, enfoques o temáticas, hegemonía de ciertas interpretaciones, genealogías, nomenclaturas y hermenéuticas- la llave del proceso de construcción de hegemonía en el sistema educativo, sino que representa un ingrediente más -y no necesariamente el más relevante o prestigioso- donde comparte protagonismo con dos componentes más: el factor vivencial y el factor ambiental del proceso social educativo.
El elemento académico en su estado más “puro” no tiene un impacto necesariamente importante en la población objetivo -quizás en bachillerato y en nivel terciario comienza a cobrar importancia- ya que su efectividad como “constructor de hegemonía” radica más bien en el prestigio y sentimiento de pertenecía -ser parte de una“casta” de acción misional de defensa de la “buena conciencia”- que despierta en los agentes culturales, es decir en el cuerpo docente y no en el alumnado.
Son los aspectos vivenciales y ambientales: es decir, el proceso de socialización, los roles de liderazgo, las vivencias en la dinámica docente-alumno, en la construcción de un ambiente consensual de valores y referencias éticas, donde el proceso de construcción de hegemonía obtiene mejores resultados. Sin despreciar el impacto de los elementos académicos -es decir, “lo que se enseña”- es en la existencia de un ambiente específico basado en un consenso no explícito de “valores en común” donde se crean los procesos más sólidos y potentes de hegemonía cultural en el espacio educativo. Para explicarlo con mayor claridad, no es en la elección de un tema o en el sesgo interpretativo de un abordaje académico donde radica la efectividad más poderosa del proceso de hegemonía -que no es necesariamente “adoctrinamiento” como acusan las fuerzas gubernamentales en ocasiones- sino más bien en la creación de un “sentido común” -o espíritu de época- colectivo consensual, donde se insiste en una interpretación de los valores e ideas de la convivencia social en clave colectivista e igualitaria, observable con nitidez en la unanimidad de espíritu que se manifiesta en las aulas, en las pequeñas interpretaciones cotidianas de actitudes o procesos sociales: donde se asocia automáticamente desigualdad con injusticia, propiedad o libertad con privilegio, y se ponderan las decisiones y lógicas colectivas y masificadas, frente a cualquier manifestación de diferencias, singularidades o jerarquías.
Estos ambientes consensuales soslayados en los análisis de los sectores políticos reformistas no les permite analizar el calibre exacto del proceso de transformaciones, en tiempo -décadas-, en naturaleza -la construcción de una cultura alternativa que coexista con la hegemónica y ofrezca alternativas- desnuda el hecho que la vieja superstición de los partidos tradicionales y sus aliados políticos continúa vigente: siguen considerando que licuar el peligro de un régimen monolítico izquierdista entre victorias electorales diluirá mágicamente un predominio absoluto en los campos generales de la cultura, y específicos de la educación. Si la receta es tomarse con liviandad a la izquierda cultural y política del Uruguay -que no deja de ser el fenómeno social más gravitante en el país en los últimos 50 años-cualquier reforma les va a resultar imposible.
La autopercepción de lo que es el Uruguay del siglo XXI –en ocasiones se manifiesta una idea anacrónica de lo que somos- me recuerda la incredulidad sobradora que sociedades más sofisticadas han tenido frente a fenómenos hegemónicos similares. Hay que tomarse las cosas en serio.