ENSAYO

Por Mariela Michel

En los últimos años, algunos docentes, psicólogos y otras personas cuya actividad laboral nos llevó a especializarnos en el desarrollo infantil, estamos observando que, en términos generales, los niños y adolescentes están experimentando un mayor sufrimiento psicológico que el que manifestaron los niños de las generaciones anteriores. Esta observación podría ser solamente una impresión subjetiva, pero los números lamentablemente confirman nuestras observaciones. Un indicador indudable de sufrimiento psíquico es el aumento de los intentos de autoeliminación y, por supuesto, de los suicidios. El número de internaciones por problemas psicosociales en el Centro Hospitalario Pereira Rossell ha aumentado de modo significativo a partir de mayo de 2020, con un número importante de “intentos de autoeliminación”. Los resultados de los estudios realizados en el ámbito hospitalario fueron difundidos por el Dr. Giachetto en agosto de 2020 en Arriba Gente aportan evidencia en ese sentido. 

Estos indicadores no tuvieron el efecto que los estudios esperaban. Los profesionales no tomamos las medidas necesarias para evitar que el desenlace fatal anunciado se concretase. El hecho de que no surgieran medidas preventivas se puede inferir de la noticia que recibimos sobre lo que se llamó “La otra pandemia” cuando se dio a conocer que el número de suicidios de adolescentes había aumentado un 45% durante el 2020. Si el suicidio de un solo adolescente es una tragedia, es mejor no hacer el cálculo de lo que ese porcentaje significa. Nuestra tentación ahora es a cambiar de tema, porque este tema parece inabordable. Pero algunas noticias que aparecen de forma puntual y aislada no permiten que desconozcamos que esta lacerante situación continuó hasta transformarse en lo que un medio de prensa de Francia describió como una “Explosión de acciones suicidas en adolescentes a partir del Covid: un fenómeno sin fronteras que se mantiene inexplicado”. 

Explicar el fenómeno es el primer paso para abordarlo, y a pesar de que ya es tarde para muchos, siempre se está a tiempo de prevenir que se siga extendiendo. No importa aquí hacer la distinción entre “acciones suicidas”, “suicidios consumados”, “intentos de autoeliminación”, o “conductas autolesivas”, porque todas estas variables indican, sin lugar a duda, la existencia de muchísimo dolor psíquico. Más allá de las cifras, lo que todos los adultos tenemos el deber ético de hacer, aunque nos resulte difícil enfrentar estos datos, es evitar el sufrimiento de los niños en cualquiera de sus formas.   Algunos informes mediáticos mencionan que lo que se ha denominado “la epidemia silenciosa”  no atañe solamente a los adolescentes, sino que incluye a la población infantil, algo que hasta hace poco tiempo era excepcional.  Los niños también están manifestando un sufrimiento inusual. Recientemente, los medios alertaron a los padres sobre posibles riesgos de la exposición de niños a video juegos, a partir de que varios niños recibieran atención médica por autolesiones que fueron asociadas a un video juego protagonizado por un personaje de aspecto agresivo llamado Huggy Wuggy. Si bien algunos psicólogos han opinado sobre este problema en los medios de comunicación, la respuesta a la pregunta sobre la causa del aumento de sufrimiento en niños no aparece de modo claro: ¿son los contenidos violentos de los juegos digitales? ¿han sido las recientes medidas de aislamiento social? Si bien el entorno familiar pesa en la determinación del grado en que los niños son afectados, no podemos ignorar que, expresiones como “explosión de actos suicidas”, “la otra pandemia” y “la epidemia silenciosa” se refieren a fenómenos masivos que involucran el nivel social. 

La epidemia silenciada

La llamada “epidemia silenciosa” no es en realidad silenciosa, sino estridente. El término que realmente correspondería es el de “epidemia silenciada”. Esto es así desde que se conocieron los primeros datos sobre un cambio del perfil de internaciones en el CHPR. En el programa de Arriba Gente mencionado arriba, el Dr. Giachetto expresó lo siguiente cuando se refirió al aumento de problemas psicosociales: “Cuando nosotros decimos ‘psicosociales’ es muy difícil porque hay mucha gente que se molesta.” Si a los catedráticos universitarios, como el Dr. Giachetto, que ejercen hace años en el principal hospital público del país, les resulta difícil hablar sobre los problemas psicosociales que están experimentando los niños, es fácil imaginar que para otros profesionales con menor prestigio social, abordar este problema debe ser prácticamente imposible. De todos modos, el bienestar de los niños es más importante que la molestia de mucha gente. Por eso, creo necesario seguir reflexionando, y hacerlo con la gente que no se molesta, con aquellos que se preocupan verdaderamente por los más vulnerables, más que por sí mismos. Si pensamos en ellos, quienes nos especializamos en los procesos de desarrollo debemos poner nuestro grano de arena, y proponer hipótesis fundamentadas para que la sociedad pueda dar los primeros pasos en la prevención. Para eso, debemos empezar por escuchar lo que estas conductas nos están diciendo, es decir, intentar entender, antes de responder.  Creo necesario utilizar el espacio otorgado por esta revista, para pensar de modo escrito sobre este problema en una serie de ensayos dedicados a sopesar las interferencias en el proceso de desarrollo infantil. La hipótesis que propongo es que algunas campañas de bien público que están siendo difundidas a partir del año 2018, así como las políticas públicas que están siendo implementadas con el objetivo de cuidar a las personas de posibles enfermedades o de actos discriminatorios están teniendo un efecto contraproducente para la población infantil. Estas iniciativas comunicacionales tienen un objetivo muy loable, pero llegan a la población infantil sin haber tenido en cuenta las necesidades básicas para su desarrollo equilibrado y saludable. En el entendido de que esta hipótesis puede resultar contra-intuitiva para algunos lectores, considero necesario justificarla cuidadosamente en los próximos ensayos. El término ‘niños’ será usado en el sentido amplio en que lo aplica la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (UNICEF): “Se entiende por niño todo ser humano desde su nacimiento hasta los 18 años de edad, salvo que haya alcanzado antes la mayoría de edad.” No se aplica aquí esta salvedad, debido a que el desarrollo adulto, desde el punto de vista psicológico, no se alcanza hasta los 18 años. Incluso, a partir de los avances de las neurociencias, el concepto de adolescencia se está extendiendo a partir del estudio del proceso de maduración del cerebro y de la observación de que no está fisiológicamente preparado para tomar decisiones definitivas hasta los 25 años aproximadamente.

La inversión de la relación de cuidados

En varias oportunidades, hemos publicado en esta revista informes sobre la desproporción entre los cuidados aplicados y los riesgos sanitarios en tiempos pandémicos, en general y especialmente con respecto a la población infantil. No es posible para un psicólogo concebir que los cuidados de un niño involucren la activación prolongada de su sistema de alarma, restricciones educativas, un incremento de las tensiones a nivel familiar, distanciamiento social y/o aislamiento, limitaciones en la comunicación con adultos y entre pares, obstrucción de la gestualidad facial por tapabocas, reducción prolongada del tiempo de juego, del movimiento libre, del contacto físico, del aire y del sol. Todas esas decisiones contradicen las recomendaciones psicológicas elementales para un desarrollo saludable, y las que han hecho desde siempre todos los profesionales vinculados al área pediátrica. 

Pero lo más grave es que todas las medidas reforzaron, y en cierta medida continúan reforzando, un mensaje que es para ellos emocionalmente lacerante. El haberles dicho, cuando se sentían sanos y vitales, que sus deseos de acercarse a sus abuelos, sus ganas de correr hacia ellos con los brazos abiertos, era algo potencialmente dañino, es la peor obstrucción para un desarrollo saludable imaginable. Un mensaje emitido por pediatras y adultos a cargo de sus cuidados que les habla de un perjuicio hacia los otros, que destaca una lesión posible hacia los demás que proviene de su interior y que no está asociada a sus enojos sino a su amor, es difícil que no afecte en alguna medida el psiquismo de cualquier niño. No creo que nadie que conozca el proceso de desarrollo infantil hubiese, aunque sea en su fuero íntimo, dejado de formular, desde el inicio, un pronóstico sobre su efecto nocivo, es decir, que no hubiese establecido una conexión muy probable entre ese mensaje y conductas autolesivas. A pesar de que estas medidas ya no están siendo implementadas de modo total, se ha fomentado a través de los medios de comunicación la preservación del temor a futuras pandemias y la necesidad de instaurar una “Nueva Normalidad” en la que algunas de las costumbres adquiridas sean parcialmente conservadas. En los centros de salud, aún se exige el uso de tapabocas, y al igual que en algunos comercios y supermercados, se promueve un sentimiento de temor difuso al contacto físico entre las personas con cintas y mamparas que han quedado instaladas. 

También se continua el proceso de sustitución progresiva de la educación cara a cara y del juego cuerpo a cuerpo por la interposición de pantallas, que terminan constituyéndose en otra interferencia para un proceso de desarrollo que es, por naturaleza, y desde el nacimiento, constitucionalmente social. Uso deliberadamente las palabras “constitucionalmente social”, porque la observación de un bebé muestra que no hay oposición entre genética y entorno social, ya que nuestro impulso al contacto social está inscrito en nuestra constitución genética. Como efecto secundario de todas esas limitaciones al movimiento libre de los niños, ha quedado instalado en el entorno social el germen de un proceso de inversión de la relación de cuidados. Dicha inversión acompaña mensajes dirigidos a colocar en el rol de vulnerabilidad a adultos fuertes y sanos, y en el rol de cuidadores a quienes requieren de sus cuidados para crecer de modo saludable. Si analizamos otras campañas de bien público, por ejemplo, aquellas que tienen como objetivo promover la igualdad de género y disminuir la discriminación, también llama la atención el énfasis excesivo en la vulnerabilidad de adultos fuertes y sanos, en base a algún rasgo identitario que pueda exponernos a la discriminación social. Uso la primera persona del plural, porque por ser mujer, me debería incluir en uno de estos grupos identitarios. Sin negar la existencia de discriminación social hacia algunos sectores de la población, las campañas que actualmente se están llevando a cabo tienden a afirmar a las personas discriminadas en un rol de fragilidad excesiva. Los mensajes que recibimos a través de los medios vuelven inevitablemente rígida la relación víctima/victimario, y promueven la fijación de las personas en un rol de víctimas. Esta estrategia discursiva se opone a la idea de ser considerado como un fenómeno relativo a circunstancias sociales, y queda esencialmente asociado a la condición femenina, por ejemplo. Una cosa es vivir situaciones en las que nos sentimos víctimas de pautas sociales tradicionales, y otra muy diferente, es asumir la condición de víctima permanente como un rasgo identitario inseparable del “ser” mujer, o del “ser” a secas. 

En otras palabras, corremos el riesgo de asumir una identidad frágil con permanencia en el tiempo que quedaría existencialmente ligada a nuestra dotación genética. El asociar la vulnerabilidad a la condición femenina tiende a la estereotipia de roles, y puede disminuir la flexibilidad, que es un componente vital, para poder desempeñar otros roles que requieren confianza en nuestra capacidad de proteger, como por ejemplo, la maternidad. Estamos literalmente asaltados por mensajes que resaltan la necesidad de cuidados de los adultos y que dejan vacío de contenido el rol de cuidador. Esa maniobra prepara el campo para colocar a los niños, cuyo anhelo es ser buenos, en ese rol de cuidador que ha quedado vacío, y que los atrae como forma de conjurar el mal que les endilgamos con las mejores intenciones. 

La infantilización del adulto y su rol complementario

En un artículo reciente de esta revista, Andrea Grillo, propuso el concepto de “adultización de la infancia”, para describir el significado del término “infancias trans”, una conjunción de palabras que, de acuerdo con su análisis meticuloso y detallado, son incompatibles entre sí y constituyen un oxímoron. Pero su análisis no es meramente de naturaleza lingüística, porque las palabras son signos cuyo significado no se agota en una descripción de diccionario, sino que se manifiesta a través de las consecuencias que  tiene en otros,  dentro del ámbito de la experiencia. En el caso de las palabras “infancias trans”, sus consecuencias son asociadas por Grillo con un proceso de “adultización” del niño que trasciende esta situación particular: 

“La palabra adultización no existe en ningún diccionario, pero desde siempre refirió a cargar a los niños con decisiones y acciones propias de adultos, como el trabajo infantil y el cuidado de menores, entendiendo que vulneraba los derechos acordes a su momento de desarrollo, imponiéndoles obligaciones que no les corresponden.”

Considero que el concepto de “adultización de la infancia” tiene especial relevancia en el marco de la serie de medidas que están siendo propuestas a nivel internacional con el objetivo manifiesto de defender “los derechos humanos”, que enfatizan la necesidad de protección de los adultos. No obstante, esa iniciativa termina operando en detrimento de la necesidad de protección de los niños por parte de los adultos, pues se constituye en una “vulneración de sus derechos acordes a su momento de desarrollo” (A. Grillo). 

El acercamiento a los seres humanos desde una perspectiva del desarrollo permite comprender que la infancia es un momento en el que el crecimiento tiene lugar dentro de una relación o no ocurre. El derecho a la protección está explícitamente descrito en el artículo 3 del Código de la Niñez y Adolescencia aprobado en Uruguay por la Ley 17.823 del año 2004: “Todo niño y adolescente tiene derecho a las medidas especiales de protección que su condición de sujeto en desarrollo exige por parte de su familia, de la sociedad y del Estado.” Todo proceso de adultización de la infancia involucra un abandono emocional, incluso si el niño no es abandonado físicamente.  La pérdida del rol de protegido en la relación de roles complementarios adulto/niño constituye una interferencia temprana con el proceso de desarrollo saludable.

La hipótesis de que las actuales políticas a nivel nacional e internacional de derechos humanos están obstaculizando el proceso de crecimiento en general, porque el desarrollo infantil está en la base del desarrollo humano. Por eso, toda violación de los derechos del niño termina por constituirse en una violación de los mismos derechos humanos que estas políticas intentan proteger. Por la complejidad del tema y por lo polémico de su contenido, esta tesis será desarrollada en una serie de ensayos para promover la discusión social punto a punto. Es necesario abordar separadamente las múltiples formas que asumen las decisiones que se toman con total desconocimiento de la psicología infantil, tanto en el ámbito de los cuidados sanitarios, como en políticas anti-discriminatorias. Esto es igualmente válido para las áreas de género, sexualidad infantil, o promoción de la tecnología digital en la enseñanza escolar.  

La adultización de la sexualidad infantil 

 En este ensayo, creo necesario hacer referencia a la temática de la sexualidad infantil, para desarrollar aún si brevemente el argumento de que la aplicación del término “infancias trans” implica necesariamente una adultización de la infancia. La aceptación o incluso la promoción de cambios fisiológicos durante la infancia constituye una forma extrema de interferencia que se puede describir como una genitalización prematura de su desarrollo sexual. De modo análogo, la aplicación a la infancia de conceptos como heterosexualidad, homosexualidad, no binarismo, no pueden aún ser comprendidos por los niños, porque ellos no pueden relacionarlos con su propia experiencia. Una de las bases de la psicología evolutiva está fuertemente asociada a la propuesta freudiana sobre el desarrollo sexual infantil. Ya en ese momento, Freud describió el desarrollo sexual como una secuencia de etapas, y al niño como un “perverso polimorfo,” debido a que su organización libidinal no está aún regida por la supremacía genital. De modo muy somero, esto significa que el crecimiento pasa por diferentes fases, en las que predominan diferentes “zonas erógenas”, áreas del cuerpo en las cuales el niño encuentra mayor placer, y en las que centra su experiencia de conocimiento del mundo. El tránsito saludable por cada una de las etapas posee una determinada secuencia temporal, es decir, no es posible saltear etapas. Ya forma parte del conocimiento general no especializado el hecho de que esas zonas corporales están en la base de la evolución humana a partir del estadio oral, en la que el niño pone todo en su boca. Ese momento coincide con el período de lactancia, pero además a través de ese órgano explora la dureza o suavidad de los materiales que va conociendo. Luego los cambios afectan otras regiones corporales, en otros estadios, por ejemplo, el control de esfínteres. Recién en la edad adulta es que la sexualidad como la conocemos se organiza bajo la supremacía genital: 

“En la edición de 1905 de los Tres ensayos sobre la teoría sexual (Drei Abhandlungen zur Sexual-theorie), la principal oposición se sitúa entre la sexualidad puberal y adulta, por una parte, organizada bajo la primacía genital, y la sexualidad infantil, por otra, cuyas metas sexuales son múltiples, al igual que las zonas erógenas que les sirven de soporte, sin que se instaure en modo alguno la primacía de una de ellas o una elección de objeto.” (Laplanche & Pontalis, 1966)

No es posible hablar de ningún tipo de definición identitaria en ese momento, tampoco puede hacer una elección de objeto, es decir, tampoco puede definirse como hetero u homosexual, ni cualquier otra posibilidad que pueda concebirse en el mundo adulto, porque en su etapa de maduración no se ha instaurado ningún tipo de “elección de objeto”. El adulto no debe tomar como definitiva las manifestaciones del niño en ese sentido, porque él tiene el derecho a transitar por su infancia de un modo polimorfo, sin que eso sea interpretado desde una perspectiva adulta, es decir, con una visión de nosotros mismos que es totalmente diferente a la del niño. Cuando un adulto toma las palabras de un niño en esa etapa como si fuera una definición sexual, de género, o como un deseo “de realizar una transición”, lo que hace es imponerle al niño su propia visión del mundo. De ese modo, desconoce que el niño está transitando etapas que el adulto quizás olvidó, pero que no puede privar a ese niño de transitar. ¿Cuántos niños conocemos que en algún momento han deseado ser del otro sexo? Yo conozco muchos, algunas niñas cuando tienen un hermano mayor varón, por ejemplo, han pasado por momentos en los que han querido vestirse como varón. Luego de pasar por esa etapa de aguerridas aventuras en las que adoptaron un nombre de varón, han llegan a la adolescencia y sorprendieron a sus padres cuando las encontraron distraídas e inmersas en el ensueño de un encuentro encantado, mientras realzaban sus formas femeninas frente al espejo, antes de salir. Quizás eso no pase en todos los casos, pero no lo podemos saber hasta que no llegan a esa etapa del desarrollo; ni siquiera  ellos pueden saberlo. Toda definición sexual, sea esta hetero, homo, trans corre por la cuenta del adulto que la interpreta, y priva en consecuencia al niño de su propio proceso de desarrollo, del cual el adulto no tiene el menor atisbo.

Parecería que en algún momento la sociedad perdió la brújula que guía la noción de cuidados, o perdió de vista el significado de la noción de infancia. O quizás la tiene aún, pero la mayoría de los adultos no nos atrevemos a manifestar ideas que cuestionen las agendas de derechos actuales, a causa de un miedo al ostracismo social que nos infantiliza, de una culpa que nos paraliza o de un deseo de que la gente no se moleste, si comenzamos a ejercer nuestro derecho a preocuparnos por el aumento de problemas psicosociales en los niños.

El derecho a cuidar y a no ser cuidado 

Los adultos no solamente tenemos el deber, sino también el derecho a cuidar de los niños, a preocuparnos ante su pedido de ayuda que está encarnado en sus heridas autoinfligidas.  Si algo está inscrito en la constitución genética de los adultos humanos, como sucede en todas las especies, es el deseo de proteger a las crías. El ejercicio de ese derecho nos produce a veces bastante cansancio, pero mucho más placer y gratificación. No hay adulto que resista impávido frente a las expresiones faciales y a los gestos corporales algo descoordinados de un niño. Lo compruebo diariamente, cuando salgo a hacer algún mandado con mi nieta. Ella manifiesta su naturaleza esencialmente social cada vez que veo asomarse, desde la profundidad de su ubicación panorámica, en el carrito de bebé, su manito que se levanta para saludar a quien sea que se acerca en dirección opuesta. Y su gesto no discriminatorio raramente cae en el vacío, porque los transeúntes han siempre mostrado, para mi sorpresa, que toda expresión infantil despierta en todos nosotros un sentimiento protector irresistible. Digo para mi sorpresa, porque confieso que he dudado del poder de esos signos minúsculos, en algunas oportunidades en las que rostros sombríos sobre cuerpos apesadumbrados me hicieron temer el fracaso de su saludable gesto saludador. Y, sin embargo, ahora escribo con alegría que siempre me equivoqué. Puedo entonces aseverar con cierto conocimiento de causa que esos incipientes gestos inocentes tienen el poder de convertir en ternura las miradas más duras. Por eso, no debemos dejar que nadie nos convenza de que necesitamos ser cuidados, salvo en circunstancias excepcionales. Lo que necesitamos, cuando estamos sanos y energéticos, es defender nuestro derecho a proteger su desarrollo antes que a nosotros mismos.